Y mientras el corazón de aquel Wells latía con miedo, el de otro Wells cuya existencia ni siquiera sospechaba palpitaba con calma, componiendo una delicada melodía de xilofón, pues la invasión que dirigía se estaba desarrollando según lo previsto. En un par de horas, los trípodes llegarían a las puertas de Londres, donde esperaba el ejército británico, plantado con valor y entereza entre sus cañones Maxim, simplemente para morir de forma atroz, arrollados por una fuerza poderosa e inconcebible que los exterminaría como simples cucarachas. Y aquel Wells sonrió al pensar en la futura masacre, examinando el mapa del planeta que había colgado en la pared de su despacho.
Espero que, pese al tiempo transcurrido, no se hayan olvidado del ser que adoptó los rasgos de Wells y que ahora, como un director de orquesta, dirige la invasión desde su escondite. ¿Cómo ha llegado hasta allí?, se preguntarán. Bien, retrocedamos algunas semanas atrás, hasta el punto donde abandonamos nuestra historia para trasladarnos hasta los hielos de la Antártida, y echemos un vistazo dentro del ataúd de madera con remaches de cobre que dejamos olvidado en el sótano del Museo de Historia Natural. ¿Qué está sucediendo en su interior, oculto a la vista de todos menos a la mía? Allí, entre los chasquidos hacendosos que producen los corrimientos de carne y las ataduras de los tendones, un ser de otro mundo se reconstruye plagiando la fisonomía del escritor H. G. Wells, que acaba de huir de la Cámara de las Maravillas empujado por otro escritor, aunque de menos relumbrón, llamado Garrett P. Serviss, que sin embargo había tomado el mando de la situación. Ambos, el autor de éxito y el autor mediocre, abandonaron el edificio ignorando las fatales consecuencias de sus actos, en especial la caricia esbozada por Wells en el brazo del extraterrestre. Aquel gesto de sobrecogida admiración dejó sobre su piel el mejor regalo que podía hacerle: una gota de sangre, minúscula e insignificante. Pero que contenía todo lo que él era. Y todo lo que la criatura necesitaba para volver a la vida.
Así que, en la soledad del féretro, como una oruga en su crisálida, un ser del espacio exterior adoptaba trabajosamente forma humana, mientras la sangre de Wells lo avivaba y dirigía. Su columna vertebral se había contraído hasta alcanzar la longitud escrita en la sangre, y mientras el cráneo se rehacía en el extremo superior, al inferior se engarzaba una pelvis estrecha, de la cual brotaron, quebradizos como ramas, dos fémures no muy largos, que fueron inmediatamente atornillados a las tibias por las rótulas. Y así, con parsimonia de estalactita, el ser confeccionó el caballete de una delicada osamenta que enseguida quedó encapotada por un ondulante manto de carne, nervios y tendones. Tras el enrejado del esternón asomaron entonces los esponjosos pulmones, que lanzaron a través de la cerbatana de la tráquea recién colocada un reguero de vaho, anegando la urna con la tibia novedad de una respiración. Y mientras una mano que parecía jugar con arcilla modelaba el hígado, e hinchaba el pellejo de la bolsa del estómago, sobre el armazón de huesos se trababan los deltoides, tríceps, bíceps y demás músculos, como placas de una armadura de carne bajo la que escarbaban venas y arterias. Por aquella enrevesada caligrafía corría subterránea la sangre que bombeaba el corazón, que ahora canturreaba en su pecho. Del amasijo de piel que difuminaba su cara, afloró al fin el rostro de pájaro del escritor, una réplica exacta de Wells sobre aquel papel de calco que previamente habían emborronado las siluetas de algunos marineros del Annawan, e incluso la de otro escritor, Edgar Allan Poe. Una boca recién horneada trazó una sonrisa triunfal, casi feroz, donde relucía un deseo de venganza fermentado durante décadas; y unas manos humanas, pálidas y finas, aferraron las cadenas que lo ataban y las desmenuzaron con una fuerza de otro mundo.
La tapa del ataúd se alzó entonces desde dentro, descosiendo con un crujido tenebroso el silencio ovillado de la habitación. Pero si por algún casual hubiese habido alguien allí para presenciar el milagro de la resurrección, no habría visto a ninguna siniestra criatura del cosmos erguirse de nuevo, sino a Wells despertándose tras una terrible borrachera que había desembocado, Dios sabía cómo, en aquel féretro. Sin embargo, pese a su mundana apariencia, lo que surgió del ataúd era una criatura mortífera, un ser temible, o si me apuran, el Mal a secas, el Mal en todo su esplendor, irrumpiendo una vez más en el mundo del hombre racional, como antes lo había hecho bajo la apariencia del monstruo de Frankenstein, del conde Drácula o de cualquier otro engendro con que el hombre hubiese disfrazado el horror abstracto que le perseguía desde su nacimiento, esa incómoda oscuridad que comenzaba a tiznar su desdichada alma desde el momento en que la nodriza soplaba la vela que protegía su cuna.
Como un ciego que de súbito hubiese recuperado la vista, el falso Wells examinó el lugar donde se encontraba, atestado de cachivaches que a él nada le decían, pruebas de un folclore fantástico que pertenecía únicamente a los terráqueos. Sintió un inmenso alivio al distinguir un objeto familiar entre aquella maleza delirante: su vehículo, que se hallaba colocado sobre un pedestal, considerado algo tan prodigioso como todo lo que había allí. Al parecer, la máquina estaba intacta, tal cual la había abandonado en la nieve para infiltrarse en el buque terrícola, pero sin duda seguiría sin funcionar: no había que ser muy inteligente para deducir que los humanos ni siquiera habrían logrado abrirla.
Se acercó a ella, deteniéndose a un par de metros del pedestal; entrecerró levemente los ojos, con aire concentrado. Y entonces, una abertura desgarró suavemente el turgente casco de la máquina. El falso Wells entró en ella y salió a los pocos segundos con una cajita cilíndrica de color marfil, lisa y pulida salvo por los diminutos signos que moteaban su tapa, emitiendo un suave resplandor cobrizo. En su interior se hallaba lo que le había obligado a surcar el universo hasta la Tierra, ese planeta perdido en un brazo espiral de la galaxia, a más de 30 000 años luz de su centro, que había sido escogido por el Consejo como el nuevo hogar de su raza. Y aunque había tardado más de lo previsto, al fin podía continuar con su misión.
El falso Wells abrió la puerta de la cámara, y abandonó el museo como un humano más, mezclado en la riada de los últimos visitantes de la tarde. Una vez en la calle, aspiró hondo y paseó la mirada por su alrededor, probando los sentidos de su nuevo cuerpo, al tiempo que se esforzaba por desoír el zumbido de colmena que producía la mente del hombre que estaba plagiando. Le sorprendió el bullicio que engendraban sus pensamientos, mucho más intenso que los que emitía cualquiera de los terráqueos que había reproducido en la Antártida. Pero no tenía tiempo de adentrarse en ella para curiosear entre sus pintorescas cavilaciones, así que intentó ignorarla y concentrarse en recoger el mundo a través de sus órganos de percepción, y no con los rudimentarios sentidos del terráqueo que suplantaba. Y entonces, de repente, le inundó un inmenso bienestar, una serena y conmovedora nostalgia semejante a la que un hombre sentiría al evocar los veranos de su infancia: había descubierto que se encontraba en el lugar donde se había establecido la colonia. Sí, lo último que había visto era el hielo cerrándose sobre su cabeza como la tapa de un ataúd, y ahora, después de flotar durante años en el limbo gracias a que había sorteado la muerte reduciendo sus niveles de energía a las vibraciones imprescindibles para que su cuerpo entrara en estado de hibernación, había despertado en Londres, justo adonde se dirigía antes de que su vehículo se estrellara en la Antártida. No sabía a quién dar gracias, pero era evidente que alguien lo había rescatado del hielo y llevado hasta allí, para desgracia de la humanidad.
Subió a una de las torres del Museo de Historia Natural y, en aquella atalaya lo suficientemente alta, se concentró, entrecerró los ojos e hizo que su mente emitiera otra señal. Y aquella llamada, que ningún humano era capaz de oír, surcó la noche, cabalgando en la dulce brisa nocturna, extendiéndose por la metrópoli.
Casi al instante, en una bulliciosa taberna del Soho, Jacob Halsey dejó de fregar los vasos, alzó la cabeza hacia el techo y permaneció así durante varios minutos, ajeno a los requerimientos de sus clientes, hasta que, de pronto, un llanto lento comenzó a brotar de sus ojos. Lo mismo le ocurrió al celador Bruce Laird, quien, sin que nadie comprendiera por qué, se detuvo en mitad de un pasillo del Guy’s Hospital, como si de repente no supiera dónde se hallaba, para llorar de felicidad. El llanto se adueñó también de un panadero de Holborn llamado Sam Delaney, y de Thomas Cobb, el dueño de una sastrería cercana a la abadía de Westminster, y de una sirvienta que velaba el juego de unos niños en un parque de Mayfair, y de un anciano que recorría pausadamente una calle de Bloomsbury, y del matrimonio Connell, que paseaba por Hyde Park dando de comer a las ardillas, y por un prestamista que tenía su tienda en Kingly Street. Todos elevaron la mirada al cielo y permanecieron en un extasiado silencio, como si oyeran una melodía que nadie más podía oír, y a continuación dejaron lo que estaban haciendo, con los ojos anegados en lágrimas —los vasos en el fregadero, el negocio sin cerrar, los niños sin vigilancia—, para abandonar sus casas y lugares de trabajo, y recorrer las calles en un hormigueo pausado que fueron engrosando maestros, tenderos, bibliotecarios, estibadores, secretarias, miembros del Parlamento, deshollinadores, funcionarios, prostitutas, orfebres, acarreadores de carbón, militares retirados, cocheros y policías, y que se dirigía ordenadamente hacia el lugar donde los convocaba la voz que había irrumpido en sus mentes, una señal largo tiempo esperada, una señal que anunciaba lo que tanto habían anhelado sus padres y los padres de sus padres: la llegada de aquel que tenía que venir, la llegada de aquel al que esperaban.
La llegada del Enviado.
El párroco Gerome Brenner, que administraba una pequeña parroquia en Marylebone, se contempló con gravedad en el espejo de la sacristía. Se había afeitado con esmero, peinado con mucha colonia su rebelde pelambrera cana, colocado milimétricamente el alza y cepillado a conciencia la sotana, todo ello con ademanes lentos y ceremoniosos, como si practicara una liturgia que nadie, salvo la solemnidad de la situación, le había impuesto. Suspiró aliviado al comprobar que las arrugas que araban la seca tierra de su rostro le daban un aire más señorial que decrépito, y que si bien el cuerpo que usurpaba ofrecía un aspecto gastado y enclenque, al menos venía dotado con una mirada de un azul profundo muy alabada entre sus semejantes, sobre todo las damas. «Usted lleva el cielo que promete en sus ojos, padre», le había dicho una vez una feligresa que ignoraba que el cielo que anunciaba estaba lleno de criaturas, aunque desgraciadamente ninguna tenía el rango de divinidad, por mucho que al falso párroco a veces le gustara pensar que su raza encarnaba los dioses a los que rezaban los humanos. Si así fuera, no los exterminarían tal y como pretendían hacer, se dijo con un rictus afligido; ningún dios otorgaría ese trato a sus adoradores. Terminó de atusarse el pelo y se dirigió a la entrada de la sacristía, esperando que su aspecto complaciera al Enviado.
—Buenas tardes, padre Brenner. ¿O preferiría volver a ostentar, al fin, el ancestral nombre de su estirpe?
La voz le llegó desde la puerta, donde se recortaba la silueta de un hombrecito flaco que le observaba con las manos hundidas en los bolsillos del pantalón. La apariencia que había escogido el Enviado le desconcertó, no tanto por su escasa gallardía como por el hecho de que no se tratara de un individuo anónimo, sino de alguien que cualquier lector instruido, como era su caso, sería capaz de reconocer.
—Debo confesarle, Señor, que después de cinco generaciones, los descendientes de los primeros colonizadores usamos el idioma y los nombres terráqueos incluso entre nosotros. Me temo que, cuando llegue el feliz momento, nos resultará difícil acostumbrarnos de nuevo a nuestra antigua y amada lengua, a pesar de que la hemos transmitido ceremoniosamente de padres a hijos, al igual que los antiguos y sabios conocimientos de nuestra raza —respondió el párroco.
Pero he de advertirles que el padre Brenner no solo pronunció estas palabras con la cabeza inclinada y ambas manos componiendo un triángulo por encima de su coronilla, gesto que aunque a nosotros pueda antojársenos ridículo era una antigua manera de mostrar respeto en su raza. También emitió su discurso en su propia y ancestral lengua, por lo que de haberse encontrado en aquel momento algún humano en la sacristía no habría oído más que una caótica sinfonía de graznidos, silbidos y gemidos agónicos, que por temor a herir sus oídos he preferido no reproducir.
—Comprendo que las cuerdas vocales humanas son un inconveniente para reproducir nuestra lengua, padre —le contestó magnánimo el Enviado—. Si le parece bien, nos comunicaremos en el idioma terráqueo, y también lo emplearé en el discurso de bienvenida a nuestros hermanos.
—Muchas gracias por su comprensión, Señor —contestó el párroco, intentando que la voz no le temblara de emoción, y mucho menos de miedo, mientras recomponía su postura y avanzaba hacia el Enviado tendiéndole la mano, no sin cierto apuro ante el estrafalario y excesivamente íntimo modo en que los terráqueos acostumbraban a saludarse—. Bienvenido a la Tierra, Señor.
El Enviado lo estudió en silencio, mientras su boca dibujaba una sonrisa burlona.
—Gracias, padre —dijo al fin, deshaciendo su distendida postura y caminando sin prisas hacia él para estrechar aquella mano tendida a la nada—. Me temo que todavía no estoy familiarizado con las costumbres terráqueas. Aunque poco importa eso ahora, ya que no existe ninguna razón para aprenderlas, ¿no cree?
Durante varios segundos, el Enviado continuó reteniendo la mano del párroco sin dejar de mirarle intensamente, como retándole a negar su última afirmación. Cuando al fin la soltó, el padre Brenner, algo nervioso por la actitud de arrogante superioridad que mostraba el Enviado, carraspeó un par de veces y trató de seguir el plan que había trazado, como buen anfitrión británico.
—¿Le apetece una taza de té? —le ofreció—. Es una bebida muy común aquí, y le aseguro que al cuerpo que ocupa le resultará sumamente reconfortante.
—Por supuesto, padre —asintió el Enviado, risueño—. No hay ninguna razón para no disfrutar de las costumbres nativas antes de exterminarlas.
Sus palabras provocaron un escalofrío que recorrió la columna vertebral del párroco. El Enviado parecía dispuesto a recordarle continuamente que todo lo que conocía, todo lo que le rodeaba y amaba, dejaría de existir en cuestión de días. Sí, aquel ser que tenía delante era el encargado de destruir el único mundo que él atesoraba en su memoria, e incluso osaba despreciarlo sin siquiera considerar la posibilidad de que mereciera la pena llorar por su destrucción.
—Sígame —pidió el padre Brenner, tratando de contener su impotencia, pues en el fondo él estaba allí para facilitar la labor del Enviado.
Le condujo a la pequeña mesa que había dispuesto junto a la cristalera que daba al patio trasero de la parroquia, donde un jardincito prosperaba gracias a sus atentos cuidados. Comenzaba a atardecer, y una luz anaranjada embalsamaba el puñado de plantas a las que dedicaba su escaso tiempo libre, cuyo aroma remolcaba hasta la sacristía la brisa de la tarde. Sintió una punzada de nostalgia al comprender que su jardincito perecería con el resto del planeta, y con ello la paz que le había inundado mientras trabajaba en él, con sus guantes y sus herramientas de jardinería, preguntándose si aquel bienestar era el mismo que sentían los humanos al ocuparse en esas improductivas tareas a las que llamaban ocio. Intentó disimular la abrumadora pena que le embargaba sirviendo el té con una sonrisa respetuosa, mientras el carillón del pasillo mecía sus notas en el aire, como todas las tardes, porque nadie le había dicho que aquella fuera tal vez la última.
—Tiene razón, es un brebaje delicioso —celebró el Enviado tras darle un sorbo a su taza y depositarla con suavidad sobre el platito—. Pero no sé si el mérito es de la bebida o del conjunto de órganos que el cuerpo terráqueo posee para degustarla: el olfato, el paladar, la garganta… Ahora mismo, por ejemplo, siento el rastro caliente que el té ha dejado en ella, y cómo se remansa en mi estómago.
El párroco sonrió al contemplar al Enviado acariciarse el vientre con maravillado deleite. Estaba ante un niño con un juguete nuevo. Su forma en extremo cuidadosa de coger la taza, como si se tratara de un tubo de ensayo, o de limpiarse con la servilleta, delataba la falta de práctica en el manejo del cuerpo que suplantaba, una delicadeza casi dramática que solo borraría el paso de los años.
—Son buenos cuerpos —alabó con sinceridad el padre Brenner—. Limitados a la hora de recoger el mundo debido a sus rudimentarios sentidos, pero capacitados para disfrutar intensamente del poco placer que pueden obtener de él. Y el té de Ceilán es delicioso. Además, ahora puede tomarse sin riesgos. Hasta hace unos años, a causa de que las aguas fecales desaguaban directamente en el río, una de estas tacitas de porcelana de aspecto tan inocente podía transmitir el tifus, la hepatitis o el cólera. A nosotros nada de eso puede matarnos, por supuesto, pero le aseguro que es bastante desagradable que el cuerpo que habitamos padezca alguna enfermedad.
El Enviado asintió distraído y paseó una mirada parsimoniosa a su alrededor, contemplando los cálices, los misales, el armario donde colgaban las casullas y sotanas.
—Bueno, independientemente de lo que haya padecido, parece que se las ha ingeniado para ocupar una buena posición en el tejido social terráqueo —concluyó tras el reconocimiento visual, abarcando la pequeña habitación con un gesto vago de la mano—. Mire dónde se encuentra: al frente de una iglesia anglicana, la religión oficial del estado en Inglaterra y Gales. ¿O acaso la información almacenada en la mente de mi huésped está equivocada?
—No, Señor, es correcta —confirmó el párroco, sin saber si el comentario del Enviado era un reproche o una felicitación.
Recordó entonces el día de su nacimiento «humano» tal y como se lo habían contado sus padres, que vivían bajo la forma de un modesto matrimonio de tenderos de Marylebone.
Una semana después de que su madre le diera a luz —con la ayuda de una matrona tan poco humana como ellos, la cual se encargó después del parto de anunciar a los vecinos que el bebé de la pareja había nacido muerto—, su padre se enteró de la llegada a la parroquia del barrio de un cura joven, que enseguida valoró como el cuerpo perfecto para la larva recién nacida que mantenían oculta en el dormitorio de la buhardilla. Se las ingenió entonces para arrastrar al cura hasta su casa con la excusa de que su madre estaba agonizando y necesitaba la extremaunción. «¿Qué te parece, querida? Es un cuerpo joven y sano, y ocupa un puesto en la sociedad que nos vendrá muy bien», le dijo a su esposa para desconcierto del párroco, que quiso saber a qué se referían. «Nada que pueda importarle, padre», respondió ella, azuzándole a que subiera la escalera hacia el dormitorio donde supuestamente agonizaba la anciana madre. Por supuesto, quien le esperaba allí era él, todavía con su forma larvaria original, impaciente por conocer el cuerpo con el que debería pasar su estancia en la Tierra. El joven párroco apenas tuvo tiempo de alzar las cejas ante la inesperada y pavorosa visión, cuando sintió que un cuchillo se hundía hasta el puño en su espalda. Después de utilizar convenientemente su sangre, lo enterraron en el jardín, y al cabo de una hora escasa, en cuanto se familiarizó con el manejo de su nuevo cuerpo, el recién nacido padre Brenner ocupó su puesto en la iglesia, ofreciendo así a la colonia extraterrestre un nuevo punto de reunión, como su padre le había encargado, pero sin descuidar sus funciones de párroco. Aquella labor enorgullecía especialmente a Gerome Brenner, pues no se trataba de un trabajo fácil, y así se lo quiso transmitir al Enviado, aprovechando que este había vuelto a refugiarse en uno de sus expectantes silencios.
—Pero he de confesarle que de un tiempo a esta parte las cosas se están complicando —explicó en tono aleccionador, sirviéndole otra taza de té—. Hay una minoría católica nada desdeñable que crece en las áreas de inmigración irlandesa. Aunque la gran amenaza a la que nos enfrentamos es la crisis de fe: empieza a resultar difícil interpretar literalmente la Biblia, el libro que recoge sus creencias, por carecer de rigor histórico.
—¿De verdad? —sonrió el Enviado con aire aburrido, llevándose la taza a los labios.
—Sí. La Biblia concede al mundo, desde su creación, apenas seis mil años de existencia, dato que cualquier geólogo podría desmentir. Pero ha sido la teoría de la evolución, expuesta por un humano llamado Darwin, la que ha atentado contra el corazón mismo de la doctrina cristiana al desacralizar el acto de la creación. —El Enviado lo observó sin decir nada, con una sonrisita jactanciosa aleteando en sus labios, por lo que, tras un segundo de duda, el párroco optó por continuar con su exposición—. Los teólogos de nuestra iglesia intentan mostrarse más receptivos a las aportaciones científicas, incluso reclaman una reinterpretación de los textos bíblicos. Pero todo es inútil: el daño ya está hecho. La progresiva secularización de la sociedad es una realidad, y debemos asumirla. Cada día hay más ofertas de ocio que nos roban feligreses. ¿Sabe qué es una bicicleta? Pues hasta ese estúpido cacharro se ha convertido en nuestro enemigo. Cuando llega el domingo, la gente prefiere irse de excursión al campo que venir a oír mis sermones.
El Enviado depositó la taza sobre el plato como si esta pesara una tonelada, y ladeó la cabeza, divertido ante su disgusto.
—Se lo toma como si realmente fuese un párroco —comentó, con un estudiado matiz de sorpresa.
—¿Acaso no lo soy? —replicó el padre Brenner, arrepintiéndose de inmediato de su osadía—. Quiero decir que… Bueno, no conozco otro mundo más que este, Señor. Salvo porque mi tatarabuelo no nació en este planeta, podría considerarme terráqueo… —La sonrisa se le congeló al observar el gesto severo del Enviado. Intentó elegir con tino sus próximas palabras, mientras sus manos empezaban a sudarle. Cuando habló lo hizo en un tono casi de pleitesía—. Quizá usted no pueda hacerse una idea de la situación, Señor, pero nuestra espera ha sido terrible y angustiosa, y nos ha obligado a mezclarnos con ellos hasta tal punto que nos cuesta seguir siendo… extraterrestres.
—Extraterrestres… —sonrió el Enviado.
—Así se refieren a nosotros… —comenzó a explicarle el cura solícitamente.
—Lo sé —le cortó el Enviado en un tono airado que desterraba cualquier atisbo de condescendencia que hubiera mostrado hasta el momento, como si de repente hubieran dejado de hacerle gracia las estúpidas vicisitudes de los humanos, y también la opinión del párroco sobre ellos—. Y he de decirle que la arrogancia de esta raza no deja de sorprenderme.
Tras decir aquello, entrecerró los ojos, como si se dispusiera a orar. El párroco comprendió que estaba percibiendo la llegada de la colonia, que empezaba a ocupar la iglesia.
—Nuestros hermanos están acudiendo —señaló innecesariamente.
—Sí, puedo notar el excitado zumbido de sus mentes, padre.
—No es para menos —les justificó el párroco, que a pesar de lo terriblemente nervioso que le hacía sentirse la actitud del Enviado, no pudo evitar defender a sus hermanos—. Llevamos demasiado tiempo esperando al Enviado. Para ser exactos desde el siglo XVI terrestre, la época en la que nuestros antepasados llegaron a la Tierra.
—¿Y eso le parece mucho tiempo? —preguntó el Enviado.
Lo hizo en un tono que el párroco no supo dilucidar si ocultaba un sincero interés o una velada amenaza, aunque sospechaba que se trataba de lo último. De cualquier forma, no pudo resistirse a continuar con sus reproches, aunque tuvo cuidado de investir su voz del mayor respeto posible.
—Lo es, Señor. Nosotros somos la quinta generación, como ya le he dicho —le informó con gravedad—. Y como no le resultará difícil de comprender, para nosotros el planeta del que vinieron nuestros tatarabuelos es casi una leyenda. Mi padre murió sin que su vida en la Tierra tuviese un sentido, como le ocurrió antes a mi abuelo… Sin embargo, nosotros somos afortunados —se apresuró a añadir—, pues vamos a cumplir su sueño: conocer al Enviado y recibir a nuestra verdadera raza.
El Enviado se limitó a sonreír con sorna, como si ni sus padecimientos ni sus alegrías le conmovieran. Aquello hizo que el cura perdiera toda prudencia.
—¡Mi tatarabuelo mató y adoptó la forma de un terráqueo que usaba gorguera! —exclamó, como si aquel accesorio que en el pasado adornaba el cuello de los humanos ilustrase mejor que ninguna otra cosa lo dilatado de su espera—. Desde entonces hemos vivido infiltrados entre ellos, procreando discretamente entre nosotros para subsistir, y sobre todo velando las máquinas de combate que nuestros antepasados ocultaron en el subsuelo.
—Padre Brenner —intervino el Enviado en tono conciliador—, le aseguro que no es necesario que siga enumerándome todas sus desventuras. Soy consciente del gran trabajo que ha realizado la colonia terrestre, pues he sido el encargado de valorar personalmente varios de los informes sobre las condiciones del planeta que han ido enviándonos con tanta puntualidad. Y no le quepa duda —añadió observando al párroco con siniestra fijeza—, de que, si no hubiera estado contento con su trabajo, habría sugerido al Consejo que se exterminara esta colonia y que se enviara nuevos exploradores.
—Sí, sí, por supuesto… —se apresuró a responder el párroco, asustado por sus últimas palabras—. Cada fecha estipulada nos reunimos aquí, en mi iglesia, y unimos nuestras mentes para emitir a través del cosmos. Es nuestro deber, Señor, y así lo hemos hecho. —Hizo una pausa, sin duda para considerar si era oportuno, o incluso prudente, añadir algo más, y finalmente, tras acariciar dubitativo su taza, agregó con cierto nerviosismo—: Aunque le confesaré que nos alentaba la secreta esperanza de que alguna vez pudiéramos recibir respuesta de nuestro planeta madre. Pero nunca la recibimos. Aun así, continuamos con nuestro cometido, enviando informes sobre el planeta que custodiábamos a un mundo que, aunque continuara mudo, debíamos suponer que seguía existiendo, y que recibía las botellas que lanzábamos puntualmente al océano del universo. Eso sí que es tener fe, ¿no cree?
—Bueno, ya sabe que los exploradores son voluntarios. Asumen su destino en beneficio de la raza, con todas sus consecuencias —respondió el Enviado con una ligera irritación, desestimando el resquemor del párroco—. Y ellos mismos deben concienciar a sus descendientes para que no acumulen ese rencor que tan claramente percibo en usted, y que sin embargo disculparé dado que, como ha dicho, pertenece a la quinta generación.
—Agradezco su comprensión —respondió el párroco, sumiso, decidiendo que ya había arriesgado demasiado, tanto con sus quejas como al mostrar con tanta claridad sus sentimientos hacia los humanos. Era muy peligroso seguir irritando al Enviado, y por consiguiente al Consejo y al mismísimo Emperador. ¿Quién era él, después de todo? Solo un voluntario de quinta generación, nadie. Por ello, continuó hablando en el más humilde de los tonos—: No pretendía causarle esa impresión, se lo aseguro, Señor. Pero en nuestros últimos mensajes les informábamos también de nuestra delicada situación. Estamos agonizando, como debe de saber. Nos cuesta procrear, y cada vez morimos más jóvenes. El aire de este planeta contiene algo que nos afecta, pero no sabemos qué es porque, como comprenderá, carecemos de la ciencia necesaria para averiguarlo.
—Puedo entender su desesperación —atajó el Enviado, con un gesto de hartazgo que dejaba traslucir que con aquellas palabras quedaba zanjado el asunto—. Pero demuestra una gran ingenuidad al pensar que la dramática situación de una colonia puede conmover a nuestro planeta madre. ¿Qué significan un puñado de vidas frente al destino de toda una raza? De todos modos, sabe que el proceso de selección dicta nuestros desplazamientos: los planetas óptimos tienen preferencia, y la Tierra nunca se ha encontrado entre ellos.
—Entonces muy mal deben de estar las cosas para que ahora se la considere la mejor opción —reflexionó amargamente el párroco—. ¿Ya no le queda a nuestra raza ningún planeta óptimo al que mudarse?
—Me temo que no —reconoció el Enviado con cierta pesadumbre—. Cada vez los agotamos antes. Dada nuestra constante evolución, eso es casi inevitable.
—Bueno, sea como sea, lo importante es que usted ha llegado en el momento justo —recapituló el párroco en tono conciliador—. Y no solo para salvar nuestra colonia. La ciencia terráquea está progresando a una velocidad considerable. Unos siglos más y conquistar este planeta hubiera resultado mucho más arduo.
—No exagere, padre. Eso que llaman «revolución industrial» resulta patético. Por lo que he podido ver, no me cabe duda de que los aplastaremos con facilidad —sentenció categóricamente el Enviado—. De todos modos, tendría que haber llegado mucho antes, como sabrá.
—Sí, recibimos su señal hace sesenta y ocho años —confirmó el párroco—. Por aquel entonces yo apenas tenía unos meses de vida… Pero luego su señal desapareció. Nunca supimos qué había sucedido. Ha sido una sorpresa volver a oírla, y además aquí, en Londres.
—Me hago cargo, pero mi viaje resultó bastante accidentado —explicó el Enviado—. Uno de los motores de mi nave se averió al entrar en la atmósfera terrestre, y me vi obligado a improvisar un aterrizaje de emergencia en la Antártida. Allí traté de infiltrarme en un barco para llegar a la civilización, pero un maldito humano llamado Reynolds frustró mis planes y acabé congelado en el hielo, por eso dejaron de oír mi señal.
—Sí, lo último que oímos fue su grito de auxilio —recordó el párroco, impresionado en su fuero interno porque un humano hubiera conseguido dejar fuera de combate, al menos por unas décadas, al Enviado.
—Era un grito de rabia, padre —replicó este con aspereza—. Ese tal Reynolds pretendía entenderse conmigo… arrogante terráqueo. Ignoraba que aún les quedan algunos miles de años de evolución para comprender nuestras mentes. ¿Acaso hablan ellos con sus cucarachas antes de pisarlas? ¡Claro que no! —rugió el Enviado, palmeando la mesa. Luego lanzó un bufido y se serenó—. Pero olvidémonos de ese desagradable asunto. Otros humanos debieron de rescatarme y traerme hasta aquí, junto con mi vehículo. Por eso he podido recuperar esto.
Sacó el cilindro de marfil de un bolsillo de su chaqueta, lo colocó sobre la mesita y lo acarició suavemente con su mente. La tapa historiada de símbolos se alzó, dejando a la vista algo semejante a pequeñas gemas de color azul verdoso.
—¿Es eso lo que activa las máquinas de combate?
El Enviado asintió con teatral fatalidad.
—Entonces, en unos días el cielo se desplomará sobre sus cabezas —musitó Brenner con un deje fúnebre.
—Así será, padre, así será.
Se observaron como esfinges en un silencio incómodo.
—Tengo una curiosidad, padre —dijo al fin el Enviado, a quien la sumisión del párroco le había despertado su deseo de seguir conversando con él—. ¿Sospechan los terráqueos que existe vida en el universo, o se trata de una de esas razas cegadas por su propia megalomanía?
El párroco sonrió con amargura antes de responder.
—Ese es un asunto que he seguido con verdadero interés, dada nuestra situación. Y puedo decirle que el hombre sospecha de la existencia de otros planetas habitados desde las épocas más antiguas, si bien sus ansias por explorar el universo son, digamos, más recientes. Hace tan solo unos siglos se contentaba con soñar con ello, pero ahora, debido a los avances de la ciencia, empieza a acariciarlo como una posibilidad, como reflejan las cada vez más numerosas novelas de ambiente espacial que escriben muchos de ellos, y que, como comprenderá, no puedo resistirme a leer. —Se levantó, se acercó a una vitrina cargada de libros que el Enviado había confundido con misales, seleccionó algunos y los dejó sobre la mesita—. Este es uno de los primeros libros que habla de sus inquietudes espaciales. Es la historia de la construcción de un enorme cañón que dispara un proyectil tripulado a la Luna.
El Enviado tomó el libro que le tendía y lo contempló sin demasiado interés.
—De la tierra a la Luna, de Julio Verne —leyó.
El párroco asintió y señaló el bodegón de libros que había dispuesto sobre la mesa.
—Como puede comprobar, me gusta tomar el pulso a los anhelos de los terráqueos, y sobre todo estar al corriente de las visiones que tienen de nosotros, de cómo nos imaginan. Muchas de estas novelas le divertirían enormemente, se lo aseguro.
—No lo dudo —comentó el Enviado, escéptico.
—Y tal vez le interese saber que nuestra invasión no va a cogerles por sorpresa. —El párroco sonrió. Luego lo contempló en silencio, rumiando algo—. Bueno, puede que ya lo sepa. Sí, supongo que lo sabe.
—¿Ah, sí? ¿Y por qué supone eso?
El párroco lo miró con sorpresa.
—Podría decirse que la de ser invadidos es una posibilidad que muchos tienen en cuenta gracias a un hombre cuyo nombre tendría que resultarle familiar —dijo, tendiéndole otro de los libros de la pila.
—La guerra de los mundos, por H. G. Wells —leyó el Enviado, sin comprender a qué se refería el párroco.
—¿No reconoce el libro? ¡Lo ha escrito el hombre cuya forma ha adoptado! —le explicó.
—¿Yo soy el autor de este libro?
—El humano al que imita —puntualizó Brenner—. H. G. Wells. Un hombre muy conocido y respetado en Inglaterra. ¿No dispone de esa información en su mente?
—Debo confesarle que la mente de este humano me crea un gran… eh… desasosiego —reconoció el Enviado con cierto embarazo—. Es algo bastante extraño que no sentí con ninguna de las anteriores mentes que reproduje. Y lo cierto es que intento no aventurarme más de lo necesario entre sus recuerdos, que por otra parte tampoco me resultan de gran interés —concluyó con arrogancia.
—Es ciertamente extraño… Aunque conozco casos de hermanos que han sido incompatibles con algunos cuerpos suplantados, y que incluso se vieron obligados a cambiar de huésped. No es algo frecuente, pero puede suceder —lo tranquilizó el párroco—. Entonces tampoco sabrá que está suplantando al primer terráqueo que se ha atrevido a darle la vuelta a la suposición general.
—¿Qué quiere decir?
—Que en su novela, al contrario que en las de la mayoría de sus colegas escritores, no son los terráqueos quienes arriban a otros mundos como conquistadores, encontrándolos siempre habitados por seres primitivos, incapaces de hacerles frente tecnológicamente. No, en La guerra de los mundos es la Tierra la que es invadida por los marcianos, los habitantes del planeta vecino.
—¿De Marte? —rio el Enviado—. Pero Marte está deshabitado.
—Pero ellos no lo saben… todavía —respondió el párroco—. Sus rudimentarios telescopios acaban de descubrir extraños trazos en su superficie, a los que han otorgado el rango de canales. Y muchos astrónomos piensan que los marcianos son un pueblo agonizante que usaba dichos canales para transportar agua desde los polos hasta un ecuador desértico.
—¿Quiere decir que no saben que la temperatura media del planeta es demasiado baja como para permitir que el agua no se congele? —se sorprendió el Enviado.
El párroco se limitó a encogerse de hombros. El falso Wells sacudió la cabeza, entre divertido y decepcionado, y se entretuvo en pasar las páginas de la novela que tenía en la mano con desgana. Al cabo de unos segundos, preguntó:
—¿Y cómo nos describe ese tal Wells? ¿Se acerca a comprender aunque sea mínimamente nuestra naturaleza?
—Oh, por supuesto que no… —respondió el párroco, y con cierta vergüenza, añadió—: En realidad, nos describe como un engendro parecido a una especie marina de la Tierra…
El Enviado cabeceó de nuevo, fascinado como un niño con toda aquella información.
—Entonces, ¿cómo cree que nos ven, padre? —preguntó.
—¿Cómo dice?
—Cuando no les proyectamos su propia apariencia, ¿cree que los terráqueos nos ven como realmente somos?
—Lo dudo mucho, Señor. Me temo que nuestra apariencia es intraducible para ellos. Tenga en cuenta que jamás han visto algo como nosotros. No somos ni animales, ni vegetales, ni minerales, ni siquiera una combinación de todo eso: somos algo nuevo para ellos… Sencillamente, escapamos a los parámetros de su comprensión.
—Pero de alguna forma tendrán que vernos, ¿no le parece? Ocupamos un espacio, producimos sonidos, olor… —razonó el Enviado.
—Supongo que, para evitar caer en la locura, sus mentes nos compararán con aquello a lo que más nos parezcamos —especuló el padre Brenner—. Y como para ellos somos algo desconocido, imagino que no saldremos muy favorecidos. El retrato será sin duda monstruoso. Para ellos tendremos garras, tentáculos, colmillos… Seremos una fea mezcla de todo lo que temen. Y es posible que incluso cada uno nos vea de un modo diferente, dependiendo de aquello que más le asuste. Se sorprendería de la variedad de miedos que puede dominar el corazón de un hombre: unos temen a las arañas, otros a los reptiles, otros a los dragones… Pueden temer incluso al puré de guisantes si de pequeños su institutriz les obligaba a tomarlo. Así funcionan sus mentes.
—Las posibilidades son infinitas —murmuró el Enviado—, aunque siempre monstruosas…
—Desde luego. Por eso nuestros científicos nos prepararon para que pudiésemos proyectar la apariencia de cualquiera de ellos tomando la información de su sangre.
Al Enviado pareció divertirle que los terráqueos lo vieran como lo más horrible que pudieran concebir, ya que para él los eventuales habitantes de aquel planeta resultaban igualmente espantosos en su terrible y presuntuosa vulgaridad.
—¿Y lo consiguen, padre? ¿Consiguen los marcianos conquistar la Tierra en esta novela? —preguntó, señalando el libro de Wells.
—Sí —respondió el párroco—. Su tecnología es muy superior a la humana. Conquistan la Tierra en cuestión de días.
—Entonces ese tal Wells es el terráqueo más sensato que he conocido hasta ahora —se admiró el Enviado—. No deja de ser poético que yo luzca su aspecto.
—No solo eso, Señor. Wells también adivinó dónde están enterradas nuestras máquinas —le desveló el otro—. Imagine lo que sentí al leer la novela y descubrir que un terráqueo había acertado la posición de la mayoría.
—Bueno, padre, usted mejor que nadie debería saber que los terráqueos aún no han aprendido a rentabilizar al máximo sus mentes. Ahora mismo solo usan una ínfima parte de su cerebro, por lo que harían falta milenios de evolución para que la raza supiera aprovechar todo su potencial y pudiera compararse con nosotros. Y eso no vamos a permitirlo, por supuesto. Pero sospecho que eso no impide que, de forma absolutamente inconsciente, algunas mentes humanas algo más desarrolladas que el resto pueden captar involuntariamente parte de la energía universal que nosotros utilizamos desde hace milenios con total naturalidad. Para nuestra raza, canalizar la energía del universo es algo inherente. ¿De qué otro modo si no podríamos comunicarnos a través del insondable espacio, o crear proyecciones mentales para adoptar diferentes aspectos ante sus ojos? En cualquier caso, todo eso escapa al conocimiento humano, como es lógico, aunque, como le he dicho, es posible que ciertas mentes humanas perciban de vez en cuando ondas perdidas de nuestra energía, de un modo que no sabrán cómo definir.
—¿Quiere decir que podrían, por ejemplo, interceptar nuestros mensajes? —se sorprendió el párroco.
—Es posible, aunque de manera absolutamente azarosa. Además lo decodificarán en otro tipo de información: premoniciones, obsesiones, ideas propias… Tal vez sean esos hurtos accidentales lo que denominan inspiración.
—Sí, podría ser… —contestó el párroco, sin poder disimular el entusiasmo que siempre lo embargaba cuando se le presentaba la oportunidad de hablar sobre ciertos prodigios o peculiaridades que observaba en sus amados seres humanos—. Resulta muy curioso, por ejemplo, que a menudo una misma corriente filosófica, un mismo género literario o una misma investigación científica surjan en diferentes puntos del planeta simultáneamente y sin que los humanos que las inauguran estén previamente comunicados entre sí. Sin ir más lejos, Thomas Edison, el gran inventor norteamericano, dijo una vez, cuando le felicitaron por sus descubrimientos, que las ideas están en el aire, que las captaba de una fuente que le trascendía, y que si no lo hubiera hecho él lo habría hecho cualquier otro… «Las ideas están en el aire…». ¿No le parece una manera muy poética de describir la energía del universo?
—Quizá, aunque a nuestro querido Wells el tal Edison no parece merecerle ninguna simpatía… —comentó el Enviado con gesto de concentración, insensible al entusiasmo del otro—. Es una mente realmente extraña la del cuerpo que habito ahora, muy interesante para ser simplemente humana… Es evidente que Wells captó algunas de nuestras comunicaciones, y que de ahí surgió la idea de su novela.
—¿Usted cree? Dudo que Wells sea un simple médium. Es un hombre inteligente y con talento que…
—De cualquier forma —lo cortó el Enviado—, tampoco habría que ser muy inteligente para acertar el escondite de nuestras máquinas. Eso solo demuestra que Wells es un buen estratega. ¿Dónde íbamos a ocultarlas si no era rodeando la mayor metrópoli del planeta que pretendemos conquistar?
—Supongo que tiene razón… —concedió el párroco con resignación.
—Ahora bien, espero que no adivine la ubicación de nuestro refugio, padre, el cual imagino que ya estará terminado.
—Por supuesto, Señor —se apresuró a responderle Brenner—. Hemos tenido tiempo de sobra para ello.
—Excelente, padre. Desde allí dirigiré el ataque. Y luego, sobre las ruinas, reconstruiremos Londres a nuestra imagen y semejanza, un Londres que será la capital de un nuevo imperio. Un Londres esplendoroso que esperará la llegada de nuestro Emperador.
El párroco asintió con pesar. Luego guardó silencio unos segundos, antes de preguntarle, tratando de disimular su inquietud:
—¿Lo mató?
—¿A quién?
—A Wells. ¿Mató usted a Wells?
—Ah, no, no pude… —respondió el Enviado sacudiendo una mano con indiferencia—. Recibí su sangre accidentalmente.
—Me alegro —dijo con alivio el padre Brenner—. Como usted ha dicho, es una de las mentes más… excepcionales de la Tierra.
—Sí, aunque no en el sentido que usted se imagina —reconoció el Enviado en tono misterioso.
—¿Qué quiere decir?
—No sé cómo explicarlo… —El Enviado se acarició el bigote con aire meditabundo—. Hay algo extraño en su mente. Algo que no poseían los cerebros de los otros cuerpos que he adoptado. Es como si tuviera una función extra. Un botón que todavía no ha pulsado. Y no tengo la menor idea de para qué sirve. Pero me produce una sensación incómoda, una sensación que me impide aventurarme como quisiera en los vericuetos de su mente. Incluso me atrevería a decir que es una sensación de amenaza, si no fuera porque ningún humano puede representar una amenaza para nosotros.
El párroco lo observó con curiosidad, sin saber qué responder a eso.
—Bueno, mañana ni siquiera eso importará —concluyó, levantándose y recogiendo los libros—. Probablemente, pese a su enigmático cerebro, perezca durante la invasión, como gran parte de la humanidad.
El Enviado le observó colocar los libros de nuevo en la vitrina con cierta lástima. E incluso le sonrió con aprecio cuando volvió a su asiento.
—Le recomiendo que cambie de perspectiva, padre —dijo—. Nos mueve el instinto de supervivencia, el de toda una raza. No olvide eso.
—No lo olvido —gruñó Brenner.
El Enviado asintió gravemente.
—Además, de paso evitaremos que los terráqueos se extiendan por el cosmos como un virus dañino —sonrió.
El párroco ahogó una risa amarga.
—Supongo que así nos verían ellos si supieran de nuestra existencia: como un virus latente en su organismo —dijo.
—Creo que ha cogido demasiado cariño a los terráqueos —le espetó el Enviado, dedicándole una mirada severa.
—Es inevitable —murmuró el párroco, encogiéndose de hombros, como un niño que tras recibir una regañina demasiado larga no puede reprimir las ganas de revelarse—. Hemos nacido y crecido entre ellos. Y pese a sus limitaciones son tan… únicos. Son mi rebaño.
—Son duros, por lo que he podido observar —resumió el Enviado, insensible a las palabras del párroco—. Serán magníficos esclavos. Y sus mentes están llenas de energía. Nos resultarán más útiles de lo que ellos mismos podrían imaginar. Y no llore por ellos, padre. ¿Cuántos siglos les quedan hasta que agoten sus recursos y se autoinmolen ellos mismos? ¿Tres, cuatro? ¿Qué es eso, comparado con la edad del universo?
—Quizá desde esa perspectiva solo sea un parpadeo —replicó tozudo el padre Brenner—, pero desde la suya son vidas, generaciones, Historia.
—Solo se salvarían huyendo a otro mundo, como hacemos nosotros… —respondió el Enviado intentando embridar su impaciencia—. ¿Cree que para entonces su ciencia estará tan evolucionada que podrán salir al espacio? Y si salieran, ¿qué cree que encontrarían? Solo despojos, planetas agotados, mundos exprimidos hasta la última gota. Las sobras del banquete. Las otras razas del cosmos hacen lo mismo que nosotros, como bien sabe. En realidad, la cuestión es muy simple: somos nosotros o ellos. Y no hay ningún dios que pueda decidir quién merece ganar. Estamos solos, aunque no lo parezca. Desamparados. Nadie sabe qué debemos hacer, qué partida de ajedrez jugamos ni para quién.
—Nosotros o ellos —musitó el párroco con amargura.
—Así es, padre. Nosotros o ellos —corroboró el Enviado. Luego lo miró con curiosidad, y añadió—: ¿Acaso los considera un modelo de civilización, una pérdida irreparable?
El párroco le observó en silencio unos segundos.
—No —reconoció con un tinte de dolor en la voz—. Mantienen guerras entre ellos, cometen atrocidades, practican asesinatos en nombre de absurdas ideologías e inventan dioses vengativos para que su soledad no les duela tanto.
—Bien —celebró el Enviado, levantándose—, entonces debemos ser nosotros. Y no me gustaría pensar que usted apuesta por ellos. Sabe que conquistaremos la Tierra de todos modos. Y luego tendrá un buen cargo…, siempre que yo no dé informes negativos de su conducta. No lo olvide.
—Masacrémosles, entonces —concluyó el párroco con resignación, agachando la cabeza y juntando sus manos en actitud de respeto por encima de su coronilla.
—No, padre —le replicó el Enviado casi con dulzura mientras le daba la espalda y caminaba lentamente hacia el arco que daba a la iglesia. Se detuvo y volvió a cerrar los ojos, escuchando. Cuando habló de nuevo, su voz sonó lejana y débil, como traída por el viento—. No olvide que solo será una masacre desde su punto de vista. En el cosmos no rige la absurda moral terráquea.
El párroco bajó sus manos y las colocó sobre su regazo con aire abatido. Un silencio solemne inundó entonces la sacristía, un silencio que no lograba alterar ni el bullicio que generaban las mentes de la colonia. El Enviado continuaba con los ojos entrecerrados, escuchando, mientras una sonrisa melancólica asomaba a sus labios prestados.
—Ya están todos, Señor —anunció tímidamente el párroco—. Le esperan impacientes.
El Enviado asintió y, volviéndose hacia él, abrió los ojos.
—Entonces no les hagamos esperar más. —Sonrió, al tiempo que se abrochaba la chaqueta—. Ya han esperado demasiado, ¿no cree?
El párroco le devolvió la sonrisa sin ganas. Se levantó también de la mesa y le condujo a la iglesia tratando de mostrarse entusiasmado con lo que estaba sucediendo, que no era otra cosa que lo que llevaban aguardando desde que el primero de sus hermanos llegó a la Tierra. Cedió el paso al Enviado con un gesto de la mano. Este alzó la cabeza y traspasó la cortina que separaba la sacristía de la iglesia caminando con la máxima dignidad que su envoltura humana le permitió. Se oyó un murmullo de expectación, surgido esta vez de los cientos de gargantas que atestaban la estancia. Por los bancos y pasillos se extendía un muestrario de humanidad, un abanico de clases sociales, de hombres y mujeres muy distintos entre sí, pero uniformados por la misma mirada devota. El Enviado alzó una mano lentamente, componiendo un gesto de saludo que el resplandor rojizo que supuraban las vidrieras barnizó de solemnidad. Luego se acercó al púlpito con andares ceremoniosos, descansó las manos sobre él y se dirigió a la colonia.
—Ante todo, disculpad mi tardanza de casi setenta años, hermanos. No ha sido fácil llegar hasta aquí, pero al fin lo he conseguido. Y a vosotros os ha correspondido cumplir el sueño anhelado por vuestros antepasados: mañana conquistaremos Londres.