La debilidad y el agotamiento, la angustia ante la temible proximidad de la muerte, la tensión de la huida, su preocupación por Jane, el aturdimiento… Fuera o no cosa de Murray, Wells había sentido al escapar del cilindro marciano exactamente lo mismo que el protagonista de su novela. Pero ahora, mientras contemplaba a través de la ventanilla del carruaje cómo cuajaba sin prisas una de esas noches tranquilas de verano, recorrida por una brisa que todavía se entretenía en jugar a desordenarle el pelo, y en la que no había el menor rastro de los marcianos, el escritor tuvo la sensación de que todo lo que le había sucedido apenas unos minutos antes no había sido más que un sueño. Se trataba de una impresión tan típica que jamás la habría usado en una novela, pero era justo lo que sentía. Vivir consistía en ir confirmando tópicos, se dijo. Aunque a aquella sensación de irrealidad que lo envolvía mientras el carruaje se dirigía a la estación de Woking traqueteando frenéticamente, tenía que sumarle otra, esta mucho más familiar: una especie de desprendimiento de su propio cuerpo que le hacía contemplarse a sí mismo y a todo cuanto le rodeaba desde fuera, desde algún insólito palco a la orilla del espacio-tiempo, al otro lado de la mismísima realidad, que de pronto perdía toda su veracidad y dramatismo, y a la que solo la concentración sería capaz de reintegrarlo, y probablemente también el dolor físico, aunque por suerte esto último no había tenido oportunidad de comprobarlo hasta el momento.
Aquel distanciamiento brutal de su propia vida lo experimentaba con regularidad y en cualquier instante; y el no saber si era algo que le ocurría también a sus semejantes, pues era el tipo de cosa que nunca surgía en una conversación, le había llevado a contagiárselo al protagonista de su última novela, con la secreta esperanza de que algún lector le confesara, no sabía con qué palabras ni en qué situación, que también él sufría aquella disociación de la realidad que convertía su propia existencia en un espejismo, en una duda razonable. Para volver a formar parte de lo que estaba sucediendo, y percibirlo como algo importante que le concernía, Wells optó por el método más rápido: clavarse las uñas en la palma de la mano, una estrategia preferible a pedirle a Clayton que le disparase en un pie. El cosquilleo del dolor le despabiló. Luego, como siguiente paso de aquel proceso de desentumecimiento, hundió las uñas en la piel de su asiento, y así, constatando la fisicidad del mundo y la suya propia, logró vencer aquel molesto distanciamiento. Todo eso estaba sucediendo de verdad, y le estaba sucediendo a él: iba en un carruaje lleno de gente que huía de los marcianos. En cualquier momento podía morir, y evitar eso era crucial, aunque en aquel estado de brumoso entendimiento no comprendiese del todo por qué, ya que no sabía a qué pondría fin exactamente la muerte.
Para cuando llegaron al empalme de Woking, Wells ya se había reincorporado por completo a la realidad y pudo valorar la situación en toda su trascendencia. Le sorprendió, al igual que al resto del grupo, descubrir que en el interior de la estación se desarrollaba la misma rutina de todos los días. La gente iba y venía sin que nada pareciera preocuparles, y los trenes realizaban tranquilamente sus promiscuos ensamblajes, como animales de monta. Observaron hechizados la llegada de uno de ellos proveniente del norte, que se limitó a derramar a sus pasajeros sobre el andén, a absorber a otros y a continuar su trayecto como si nada insólito estuviera sucediendo.
Solo un tenue resplandor rojizo festoneaba el horizonte y un diáfano velo de humo cubría las estrellas. Era el horror de la guerra, que la distancia transformaba en aquellas graciosas manifestaciones decorativas. Si la noticia de la masacre a la que ellos habían sobrevivido había llegado hasta allí, a la gente no parecía haberle alarmado demasiado. Lo más probable era que confiaran ciegamente en el poderoso ejército británico, que se dirigía al lugar donde se hallaban los cilindros a apresuradas zancadas marciales, resuelto a reducir a los marcianos o lo que fuesen en cuestión de horas, como siempre habían hecho con cualquier enemigo que se atreviera a amenazar al Imperio.
—Parece que el miedo aún no ha tenido tiempo de brotar aquí —comentó Clayton paseando una mirada atenta a su alrededor—. Mucho mejor, así podremos preocuparnos únicamente de continuar con nuestro plan.
Apuntándoles discretamente con la pistola para no llamar la atención, condujo a los detenidos hasta las oficinas de la estación. Allí se presentó al encargado, le hizo un apresurado y nada alarmante resumen de la situación, y logró que este le cediera un pequeño almacén donde encerrar de momento a los sospechosos.
—Intenten comportarse como caballeros —pidió Clayton, antes de enjaular allí a Wells y a Murray y desaparecer junto con la muchacha para telegrafiar a sus superiores.
Los dos hombres tuvieron que permanecer de pie en mitad del pequeño cuarto donde se amontonaban algunas pilas de cajas, provisiones y herramientas, pero nada que pudiera servirles de asiento para descansar durante la espera. En los siguientes minutos, se limitaron a estudiarse con recelo, pero sobre todo con incomodidad, pues en aquel mísero espacio no había nada de interés que les ofreciera una excusa para apartar los ojos el uno del otro.
—Yo no soy el responsable de la invasión, George —dijo al fin Murray en un tono casi de súplica; no supo Wells si con el propósito de trabar conversación o porque le mortificaba no poder probar su inocencia.
Fuera como fuese, el escritor le dedicó una mueca de escepticismo, irritado porque la situación le obligara a mantener un diálogo con el millonario, contra quien no había hecho otra cosa que acumular odio desde el mismo momento en que se conocieron. Al principio, durante muchos meses, había soñado con que la vida le ofreciera la oportunidad de descargar aquella rabia sobre Murray, y debía reconocer que uno de los escenarios que más idóneo se le antojaba para tal fin era un cuartucho como aquel, angosto y aislado, en el que su adversario no pudiera hacer otra cosa que soportar el temporal de sus reproches. Pero el tiempo había enfriado su odio, ocultándolo bajo la escarcha del desprecio, por lo que había perdido parte de su sentido. Se trataba de algo que no habían podido discutir en su momento, y ahora ya era demasiado tarde para desempolvarlo, sobre todo teniendo en cuenta que se hallaban en una situación un tanto angustiosa que les exigía dejar a un lado sus diferencias personales. Así que Wells trató de concentrarse en el presente, e intentó averiguar quién estaba detrás de todo aquello.
—¿Pretendes que creamos entonces que se trata de una auténtica invasión marciana? —inquirió con frialdad.
Murray lanzó un bufido de consternación.
—No tengo ni idea de qué debemos creer, George… ¡Todo esto es una absoluta locura! —exclamó el millonario, e impulsado por la agitación que lo dominaba, intentó caminar nerviosamente en círculos, cosa que la angostura del cuartito no le permitió—. ¡Esto no puede estar pasando!
—Pues está pasando, Gilliam. La invasión que describí en mi novela está sucediendo en la realidad, tal y como tú pretendías que ocurriera. Te recuerdo que hay una carta firmada por ti en la que incluso me pides ayuda para llevarla a cabo —respondió Wells sin la menor clemencia.
—Pero ¿acaso escribí en esa carta que tenía intención de matar a cientos de personas? —se desesperó el millonario—. ¡Claro que no, George! ¡Lo único que quería era construir un cilindro del que surgiera ese maldito pulpo evolucionado tuyo y conseguir un par de titulares para obtener el amor de la mujer más hermosa del mundo…! ¡Debes creerme, George! ¡Jamás haría nada que pudiera hacerle daño a Emma! ¡Jamás! —Murray acompañó sus palabras con un tremendo golpe a una de las cajas que astilló la madera por varios sitios. Wells reconsideró si provocarlo era la mejor opción en aquel momento. Afortunadamente, aquel desahogo pareció calmar al millonario, que apoyó ambas manos en la maltrecha caja, enterró la cabeza entre sus enormes hombros y susurró—: La amo, George, la amo más que a mí mismo…
Wells se removió incómodo, al menos todo lo que le permitió la angostura de ataúd del cuartucho. Todo aquello se le antojaba tan impúdico como innecesario. No podía creer que aquello estuviera sucediendo realmente, que se encontrara encerrado con Murray en aquel cuartito, oyéndole hablar del amor en aquellos términos tan pueriles, mientras en el exterior alguien o algo se dedicaba a masacrar inocentes siguiendo las instrucciones de su novela. Y entonces, contemplando con cierto embarazo al millonario, que gimoteaba enredado en aquella ridícula oda al amor, Wells comprendió que no podía seguir resistiéndose a aceptar lo obvio: Murray no tenía nada que ver con la invasión, por mucho que el rencor que sentía hacia él le moviera a culparlo de todo aquello. El hecho de que el cilindro hubiera disparado alegremente contra varios testigos, y en particular contra la muchacha a la que pretendía conquistar, representaba una prueba casi irrebatible para exculparlo. Y para su sorpresa, al pensar eso, sintió cómo lo inundaba una repentina oleada de piedad, un sentimiento que jamás habría creído posible sentir por el hombre al que se había dedicado a odiar con aplicación durante los últimos años. ¡Piedad! ¡Sí, piedad por Gilliam Murray! Porque el hombretón que tenía a su lado, luchando por no abandonarse al llanto, no solo debía defenderse de una falsa acusación, sino que en algún momento tendría que reconocer ante su amada que había fracasado, que no era digno de su amor. Y no solo eso, pues tal y como se estaba desarrollando todo, el millonario parecía condenado a padecer en compañía de la muchacha una de esas situaciones angustiosas en la que uno, lo quiera o no, acaba descubriéndose como un héroe o como un cobarde. Y eso debía de resultarle de lo más incómodo y desagradable, sobre todo teniendo en cuenta que sin duda para Emma él debía de ser el único culpable de que se encontrara huyendo para salvar su vida. Huyendo lejos de su país para salvar su vida, junto a un listillo con una mano mecánica y un escritor de novelas de evasión, que casualmente era el autor de La guerra de los mundos.
Sí, era lógico sentir piedad por Murray. Pero también por la muchacha, se dijo. Incluso por él mismo. Por la absurda y angustiosa situación en la que se hallaba envuelto sin quererlo. Pero sobre todo por no ser capaz de sentir por Jane más que una convencional e higiénica preocupación, muy alejada de la desesperación que parecía enloquecer a Murray, desbaratándolo por dentro.
Jane, su Jane. ¿Estaría en peligro? No lo sabía, pero de momento prefería imaginarla sana y salva en Londres, en casa de los Garfield, quienes seguramente, en el caso de que la noticia de lo sucedido en Horsell hubiera llegado a la metrópoli, en aquellos instantes estarían animándola, diciéndole que él estaría bien.
Lanzó un suspiro. Debía evitar pensar en todo aquello para no atormentarse. No era el momento de abandonarse a tales incertidumbres. Su vida corría peligro, y debía concentrar sus energías en intentar averiguar qué demonios estaba sucediendo, y especialmente en buscar el modo de mantenerse con vida el mayor tiempo posible, al menos hasta que quedara claro que la humanidad entera iba a perecer, y sobrevivir fuera lo peor que pudiera pasarle.
—De acuerdo, Gilliam —dijo con una forzada suavidad—. Admitamos que no tienes nada que ver con la invasión. ¿Quién podría estar detrás de ella, entonces? ¿Alemania?
El millonario lo miró con sorpresa.
—¿Alemania? Podría ser… —reaccionó al fin, intentando serenarse y darle a su voz un tono de entereza—. Pero me cuesta creer que algún país disponga de una tecnología tan sofisticada como para haber inventado el mortífero rayo que casi nos mata.
—¿Eso crees? No veo por qué algo así no podría haberse llevado con discreción… —dudó Wells.
—Es posible… —dijo el millonario, que parecía haber recuperado cierto aplomo—. De lo que no hay duda, George, es de que los responsables del ataque están copiando tu novela.
Sí, de eso no cabía duda, se dijo el escritor. La ubicación de los cilindros, su aspecto, el rayo calórico… Todo estaba sucediendo más o menos como él lo había escrito. Según el libro, el siguiente paso era la construcción de las máquinas voladoras con forma de manta raya que sobrevolarían la región en dirección a Londres, dispuestas a arrasarla. Tal vez en aquel mismo instante, en los desolados pastos de Horsell, sembrados de cadáveres carbonizados y árboles humeantes, estuviese sonando para nadie el infatigable martilleo que producía su fabricación. Pero de momento, concluyó, era imposible saber quiénes eran los responsables de todo aquello. Y dado que ningún marciano había asomado aún su gelatinosa cabeza desde el interior del cilindro, lo único que podían afirmar era que se estaban enfrentando a unas máquinas letales que podían estar manejadas por cualquiera, o quizá incluso por nadie, se dijo de repente, preguntándose si sería posible activar aquel cacharro desde la distancia, mediante algún tipo de señal o algo parecido. Cualquier cosa podía ser.
Wells se sorprendió entonces de la falta de miedo que sentía, aunque sospechaba que aquel alarde de sangre fría se debía a que aún no tenía claro qué debían temer exactamente. Habría que ver si cuando los atacantes hicieran su segundo movimiento sobre el tablero y todo aquello cobrara un sentido, seguía manteniendo aquella calma. Solo entonces se sabría si lo que llevaba dentro era un héroe o un cobarde.
En ese momento, oyeron un ruidoso alboroto proveniente del exterior, y ambos alzaron la cabeza hacia la ventanita del almacén en actitud de alerta, intentando deducir las causas del ajetreo, pero no pudieron oír con claridad ninguna de las voces. La única conclusión que sacaron fue que en la estación, hasta entonces envuelta en una calma sobrecogedora, reinaba ahora cierta agitación. La gente parecía correr de aquí para allá, y aunque no podía decirse que sus gritos fueran de pánico, resultaba evidente que algo extraño estaba sucediendo allá fuera. Wells y Murray se contemplaron con gravedad, pero ninguno se atrevió a arriesgar un diagnóstico de la situación en los andenes. Durante los minutos siguientes, el tumulto pareció crecer: se oían puertas que se cerraban con estrépito aquí y allá, objetos que caían al suelo, bultos que eran arrastrados, y de vez en cuando alguien ladraba una orden ininteligible o lanzaba una maldición desesperada. Wells y Murray estaban empezando a ponerse nerviosos cuando la puerta de su improvisada celda se abrió, permitiendo la entrada al agente Clayton y a la señorita Harlow, cuya agitación no hacía presagiar nada bueno.
—Me alegra encontrarles enteros, caballeros. —El agente les sonrió con sorna, cerrando apresuradamente la puerta a sus espaldas, como si el bullicio del exterior fuese algo de lo que avergonzarse—. Bien, les traigo una noticia buena y otra mala.
Los dos hombres le miraron expectantes.
—La buena es que quienes están haciendo esto no admiran tanto su novela como pensábamos, señor Wells —reveló Clayton, estudiando al escritor con una curiosidad exagerada—. Al parecer, los marcianos no han construido máquinas voladoras con forma de manta raya para atacarnos desde el aire. Recuerdo que en su novela usted explicaba que volaban gracias a unos rayos de corriente magnética que incidían sobre el suelo…
—Sí, sí, continúe —pidió Wells.
—Bien, de cualquier forma era un sistema muy ingenioso, realmente ingenioso —dijo el agente como para sí, antes de volver a dirigirse a ellos con brusquedad—. Pero parece que de momento se trata de algo inviable, pues los supuestos marcianos se están desplazando a pie.
—¿A pie? —se sorprendió el escritor.
—Así es. Según mis informadores, a esas malditas cosas les han brotado patas… Sí, largas y finas patas de ave zancuda que miden alrededor de veinte metros de altura… Y mientras avanzan, aplastando pinos, establos y todo lo que encuentran a su paso, no dejan de disparar sus mortales rayos sobre la despavorida multitud. —El agente hablaba realizando molestas pausas que mantenían a todos en vilo, y Wells comprendió que al tiempo que les informaba, él mismo estaba tratando de asimilar lo que estaba diciendo—. Quizá las semejanzas entre el comienzo de su novela y el comienzo de la invasión puedan entonces atribuirse a la casualidad, no lo sé… —Hizo otra pausa repentina. Sus labios se tensaban y destensaban como marcando el compás de sus pensamientos, y entonces volvió a hablar precipitadamente—: El caso es que ahora mismo todo se está desarrollando de forma diferente a lo que usted escribió, señor Wells, y eso arroja algunas dudas sobre su implicación en los hechos.
—Me alegra saberlo, agente Clayton —respondió Wells con sequedad.
—Y lo mismo sucede con usted, señor Murray —prosiguió el agente, dirigiéndose ahora al millonario—. Como acabo de contarles, nos encontramos ante una invasión en toda regla. Hay trípodes por todas partes, e imagino que algo así excede su presupuesto, por mucho dinero que tenga, y por mucho que la señorita Harlow merezca que haga usted cualquier cosa para conquistarla… —Dedicó una sonrisa a Emma—. De todas maneras, me temo que han de seguir bajo arresto, pues lo que yo piense es irrelevante, al menos de momento. Mis superiores prefieren explorar todas las posibilidades, y ellos son quienes dan las órdenes. Yo, lo único que puedo…
—¿Cuál es la mala noticia, entonces? —preguntó Murray, al que le traía sin cuidado el soliloquio exculpatorio de Clayton.
El agente le observó algo confundido.
—¿La mala noticia? ¡Ah, sí! La mala noticia es que el trípode de Horsell viene hacia aquí, destruyéndolo todo a su paso —dijo.
Wells y Murray cruzaron una mirada de aprensión.
—¿Y qué vamos a hacer? —inquirió el millonario.
El agente Clayton alzó las manos con brusquedad, pidiéndole calma, y luego apretó los labios, entrecerró los ojos e incluso pareció encorvarse un poco hacia delante. Aquel exagerado y casi teatral ademán meditabundo hizo preguntarse a Wells si el joven se hallaba en aquel instante estudiando el abanico de posibilidades que la pregunta de Murray había desplegado en su mente o si simplemente le apretaban los zapatos. Entonces, el agente alzó la cabeza con violencia, como si la sacara de debajo del agua, y dijo:
—Bien. Nos dirigiremos a Londres, hacia la sede de Scotland Yard. Sí, eso es lo que haremos… Y no solo porque es allí donde debo interrogarles, sino porque, tal y como se va a desarrollar todo, en unas horas Londres será probablemente el lugar más seguro de Inglaterra. Mis superiores me han comunicado que el ejército está acordonando la metrópoli, preparándose para repeler a los invasores. Tenemos que entrar en Londres antes de que cierren el cerco. Quedarse fuera del perímetro sería lo más peligroso que podríamos hacer en estos momentos, ya que varios batallones se dirigen al encuentro de los cilindros, y si nos quedamos aquí, no tardaríamos en hallarnos en el fuego cruzado.
—Suena sensato —opinó Wells, acordándose repentinamente de Jane.
—¿Sensato? —se escandalizó Murray—. ¿Dirigirnos al lugar que pretenden arrasar los marcianos te parece sensato, George?
—Pues sí, Gilliam —respondió el escritor—. Si tomamos la dirección opuesta a Londres lo más seguro es que…
—No les estaba invitando a debatir el plan, caballeros —les interrumpió Clayton—. Me limitaba a informarles de lo que haremos, les guste o no.
—Pues no me gusta, agente —protestó Murray—. Y ni yo ni la señorita Harlow vamos a…
Le interrumpió un fuerte estruendo en la distancia, que hizo temblar el diminuto almacén.
—¿Qué demonios ha sido eso? —preguntó Murray, sobrecogido.
—Es el rayo calórico… —respondió Wells, sombrío—, y ha sonado muy cerca.
—¡Dios mío! —exclamó la muchacha, agitándose nerviosa.
—Tranquilícense todos —pidió Clayton—. Como ya le he dicho a la señorita Harlow, están en las mejores manos que podrían encontrarse. Soy el agente Cornelius Lewis Clayton, de la División Especial de Scotland Yard, y estoy entrenado para este tipo de situaciones.
—¿Para una invasión marciana? —balbució la muchacha.
—Aunque le cueste creerlo, sí —respondió Clayton casi sin mirarla—. Que nuestro planeta fuese invadido por los marcianos o por otros extraterrestres entraba dentro de lo posible, y mi división está preparada para ello.
El discurso del agente fue rubricado por un nuevo trueno, un crujido ensordecedor cuyo eco tardó varios segundos en extinguirse. Todos se miraron asustados. Esta vez había sonado mucho más cerca.
—¿Seguro, agente? —preguntó el millonario con una sonrisita socarrona.
—No le quepa duda, señor Murray —replicó Clayton con seriedad.
—Bueno, tal vez estemos precipitándonos al calificarlos de marcianos, ¿no les parece? —terció Wells—. Podrían ser máquinas terrestres fabricadas por los alemanes, por ejemplo.
Ignorando su comentario, Clayton se desentendió de todos y sufrió otro de aquellos raptos reflexivos a los que tan propenso parecía, esta vez contemplando el techo del cuartucho.
—Bien. Esto es lo que haremos —dijo unos segundos después, emergiendo de su recogimiento—. Tomaremos el coche y nos dirigiremos a Londres con la mayor rapidez y cautela posibles. Viajaremos intentando no llamar la atención y esquivando los cilindros que nos vayamos encontrando en el camino, en el improbable caso de que eso suceda. Tal vez tengamos que camuflar el coche… pero eso lo veremos sobre la marcha. Una invasión no es cosa de horas… No, no lo es —se dijo de repente en voz baja, sacudiendo enérgicamente la cabeza—. Se tarda, en arrasar un planeta se tarda. ¿Estará sucediendo en todo el mundo? ¿Es el principio de la derrota de la civilización? Imagino que pronto lo sabremos… De momento, están aquí, en casa. En nuestra casa. Es evidente que los marcianos han comprendido la importancia estratégica de las islas Británicas… ¡Pero estamos preparados, claro que sí! —exclamó dirigiéndose a todos y esforzándose en componer una sonrisa tranquilizadora—. No podemos dejarnos dominar por el pánico. Todo esto va a solucionarse mucho antes de que nos demos cuenta. Tenemos un protocolo de defensa que en estos momentos se estará poniendo en marcha en Londres. Nosotros estamos en una zona que se halla fuera de la protección de mi división, pero están conmigo, así que no han de temer absolutamente nada. Les llevaré a Londres sanos y salvos. Tienen mi palabra.
Y tras decir aquello, puso los ojos en blanco y se desplomó sobre el suelo cuan largo era. Los demás cruzaron entre ellos miradas de sorpresa y acto seguido contemplaron con curiosidad el cuerpo ovillado del agente Clayton, sin saber si aquello formaba también parte de su plan o si era algún tipo de prueba con la que pretendía ilustrar su destreza.
—¿Qué demonios…? —exclamó finalmente Murray, al ver que el agente no se levantaba.
Hizo amago de ir a golpearlo con el pie, pero Wells se le adelantó, arrodillándose ante él.
—Está vivo —informó tras tomarle el pulso.
—¿Qué le ha pasado, entonces? —preguntó desconcertado el millonario—. ¿Se ha… dormido?
—Está claro que ha sufrido algún tipo de desmayo… —contestó Wells, recordando vagamente lo que Serviss le había contado—. Quizá una bajada de tensión o de azúcar, aunque yo me inclinaría por…
—¿«En las mejores manos»? —le interrumpió Murray, alzando el rostro hacia el cielo con desesperación—. ¡Dios, si una de ellas es de metal!
Wells se incorporó y contempló al agente, que estaba tendido en el suelo entre ellos, con aire contrariado.
—¿Qué hacemos ahora? —le preguntó la muchacha, con un hilo de voz.
—Creo que lo mejor sería continuar con el plan de dirigirnos Londres —sugirió Wells, que ansiaba llegar allí cuanto antes para buscar a Jane.
—No pienso llevar a la señorita Harlow a Londres, George —protestó el millonario.
—Si no le importa, señor Gilmore, Murray o como se llame, yo decidiré adónde quiero ir —intervino la muchacha con frialdad—. Y quiero ir a Londres.
—¿Qué? Pero ¿por qué, Emma? —se desesperó Murray—. Eso sería como dirigirnos por nuestra propia voluntad hacia las mismísimas puertas del infierno…
—Porque las cosas solo pueden hacerse de la manera correcta —replicó Emma, quien de repente parecía haber recuperado la arrogante seguridad que exhibía en los salones de su casa o en sus paseos por Central Park, actitud que a Murray le pareció inapropiada: la muchacha parecía haberse olvidado completamente de en qué situación se encontraban. Gilliam se disponía a mostrarle su descontento, pero Emma no se lo permitió, fulminándole con la mirada—. Y permítame que le informe, señor Murray, ya que en ningún momento ha tenido el detalle de preguntármelo, que es allí donde me alojo. En concreto en casa de mi tía Dorothy, en Southwark, de donde esta mañana he salido sin decirle a nadie que me ausentaba, pues contaba con presenciar su patética pantomima, zanjar el enojoso y humillante episodio de su rendición, y estar de vuelta para el almuerzo, sin que mi tía hubiera notado mi falta. Pero no ha sido así, no ha sido así… —murmuró, mientras paseaba su mirada por el almacén con el desconcierto propio de quien acaba de despertar de un profundo sueño. Sin embargo, enseguida se repuso y siguió hablando con determinación—. Si las noticias de la invasión han llegado a Londres, mi pobre tía, que a estas alturas ya habrá descubierto que no estoy en mi habitación, estará terriblemente preocupada, por lo que debo acudir a su lado para tranquilizarla. Además, allí están mis pertenencias, todos mis baúles con mis vestidos, y también las dos doncellas que me han acompañado desde Nueva York y cuya seguridad es responsabilidad mía… ¿Acaso pretende que huya con usted hacia ninguna parte tan solo con lo puesto, olvidando todo lo demás?
—Escúcheme, Emma. —Murray le hablaba con impaciencia mal disimulada, como quien trata de hacer entrar en razón a una niña caprichosa—. Estamos siendo invadidos por un ejército de máquinas de procedencia desconocida dispuestas a masacrarnos, y me temo que a ninguna le importará demasiado lo que lleve puesto cuando la apunten con su rayo calórico… ¿No cree que en una situación así lo que menos debería preocuparle son sus baúles?
—¡No estoy preocupada solo por mis baúles! ¿Ha escuchado una sola palabra de lo que le he dicho, señor Murray? —exclamó Emma, apretando los dientes con rabia—. ¡Es usted el hombre más insoportable que conozco! Acabo de decirle que tengo familia en Londres y que quiero estar a su lado lo antes posible. Además, he puesto un telegrama a mis padres, quienes estarán deseosos de saber que estamos todos juntos y a salvo, y la respuesta llegará a la dirección de mi tía. Tengo ciertas responsabilidades, ¿comprende? No, claro que no, ¿qué va a saber de responsabilidades alguien que ha fingido su propia muerte por puro egoísmo, robándole al mundo la posibilidad de viajar en el tiempo, sin duda el mayor descubrimiento de la Historia, seguramente porque ya se había enriquecido lo suficiente y quería disfrutar en paz de su fortuna? Y alguien así, que solo se preocupa de sí mismo, ¿se atreve a reprocharme que me preocupe de mis vestidos? ¿Todavía piensa que me pondría en sus manos, señor Murray? ¡Si estoy aquí, en mitad de esta terrible locura, es solo por su culpa!
—¿Por mi culpa? —protestó el millonario, escandalizado ante lo injusto de su acusación—. Le recuerdo que fue usted quien me desafió a intentar reproducir la invasión marciana descrita por el señor Wells como requisito para casarse conmigo, aunque no me amara… Pero yo la amo, Emma. Y le aseguro que si hubiera sabido que algo así sucedería, no le habría dejado venir a Londres. ¡Yo solo acepté su desafío para tener la oportunidad de hacerla feliz, Emma, pero usted no pretendía más que humillarme! ¿Quién es más egoísta de los dos?
—¡Le prohíbo que vuelva a llamarme por mi nombre, señor Murray! —exclamó Emma. Luego respiró hondo varias veces, tratando de serenarse, para añadir en un tono tan reposado como hiriente—: Y quiero dejarle una cosa bien clara antes de salir hacia Londres, porque eso es lo que pienso hacer, dado que al señor Wells y al agente Clayton les parece, como a mí, lo más sensato: no solo es usted el último hombre de la Tierra con el que me casaría, sino también el último con el que querría sobrevivir a la destrucción de este planeta.
Murray acusó las últimas palabras de la joven como si hubiera recibido un golpe en la boca del estómago. Su rostro se ensombreció de tal manera que por un instante pareció que iba a estallar, pero después bajó la cabeza, demasiado abatido como para seguir sosteniendo la rabiosa mirada de la muchacha, cuyos ojos parecían capaces de lanzarle un rayo calórico aún más poderoso que el de las máquinas marcianas.
—Comprendo, señorita Harlow… —musitó—. Supongo que con esto está todo dicho.
A su pesar, Wells no pudo evitar dedicarle al millonario una sonrisa piadosa.
—Vamos, Gilliam. Entra en razón —se oyó animarlo—. ¿Adónde quieres que vayamos si no, por el amor de Dios?
Murray lanzó un resoplido de resignación, todavía cabizbajo.
—De acuerdo… —murmuró—. Vayamos a Londres.
En ese instante, una nueva explosión, más cercana que todas las anteriores, hizo temblar las paredes, bañándolos con una lluvia de yeso proveniente del techo.
—Vayamos a donde vayamos, lo más urgente es abandonar la estación antes de que llegue esa cosa, ¿no les parece? —dijo el escritor cuando se extinguió el eco del estallido.
—Sí, salgamos de aquí lo antes posible —aprobó Murray.
Dio un paso hacia la puerta, pero la voz de la muchacha lo detuvo.
—¿Qué hacemos con él? —preguntó Emma, señalando el cuerpo desmadejado del agente.
—¡Por todos los santos! —exclamó Murray, cuya desesperación ya no podía ser mayor—. ¿Qué quiere que hagamos con él, señorita Harlow?
—No podemos dejarle aquí —intervino Wells—. Si esa máquina destroza la estación, morirá sepultado entre los escombros… Tenemos que llevarlo con nosotros.
—¿Qué? —protestó el millonario—. ¿Es que te has vuelto loco, George? Pero si quería encerrarnos en cuanto llegáramos a Londres…
—¿Pretendes que lo abandonemos a su suerte? —se escandalizó el escritor.
—Oh, claro que no, señor Wells. Por supuesto que no, el señor Murray no pretende dejarle aquí. Él no es tan egoísta. ¿No es cierto, señor Murray? —le preguntó Emma, sonriéndole con sorna.
El empresario no supo qué responder; se limitó a observarla con estupefacción.
—Eso pensaba yo —bromeó Wells. Y mientras alzaba al agente por las axilas añadió, dirigiéndose a Murray—: Vamos, no seas rencoroso, Gilliam. Tómale de los pies y ayúdame a sacarlo de aquí.
En la estación, la tranquilidad que les había recibido había mudado en un caos violento. Tal y como habían deducido a través de los sonidos y de los gritos que llegaban hasta su celda, la gente corría nerviosa de un lado a otro, o se arracimaba en desorientados grupos en los que medraba la hiedra del pánico. «¡Vienen los marcianos!», gritaban muchos de ellos, arrastrando sus maletas sin rumbo, como si de repente ningún refugio les pareciera lo suficientemente seguro ante tamaña amenaza. «¡Vienen los marcianos!». Observaron cómo una desesperada riada de personas trataba de subir al único tren estacionado, formando una suerte de dique humano en cada una de sus puertas, lo que obligaba a muchos de ellos a introducirse en los vagones rompiendo las ventanas. Algunos trataban de colarse en el tren mediante empujones, sin importarles quién tuvieran al lado, por lo que muchas mujeres y niños eran brutalmente apartados de las puertas, o incluso arrojados a las vías sin la menor consideración. Vista con tranquilidad desde el andén, aquella turba componía un espectáculo tan demencial como fascinante, una exhibición de salvajismo que ilustraba a la perfección cómo el terror podía destruir la razón de los hombres hasta lograr transformarlos en simples animales, a los que únicamente alumbraba el ansia egoísta de sobrevivir.
—Vamos a mi coche —dijo Murray con la misma melancólica tristeza que si estuviese ante las jaulas de los monos, viendo cómo se esforzaban en imitar a los humanos con sus gracias.
Se abrieron paso entre la aterrada multitud como pudieron —los dos hombres cargando con el cuerpo desmayado del agente, y la muchacha despejando el camino a golpe de sombrilla cuando la situación lo requería—, hasta que lograron salir de la estación. No obstante, una vez alcanzaron la zona reservada para el estacionamiento de los vehículos, tropezaron con el mismo tumulto enloquecido que reinaba en el interior. Al igual que los demás, el lujoso carruaje de Murray estaba rodeado por un corro de exaltados que pugnaban por hacerse con él. En aquel momento, lograron derribar al cochero del pescante, y empezaron a apalearlo con entusiasmo mientras el desgraciado se arrastraba por el suelo. Aprovechando que la mayoría de ellos estaban ocupados en aquel brutal entretenimiento, Wells soltó a Clayton a unos metros del coche, dejándolo al cuidado del millonario, y ayudó a la muchacha a subir a él por la puerta que se encontraba más apartada de la refriega. Pero Emma apenas pudo poner un pie en el estribo cuando un hombre la atrapó de un brazo y la arrojó a tierra sin miramientos. Sin pensarlo, como en un acto reflejo, el escritor agarró de la chaqueta al agresor. Luego reparó con desazón en que era mucho más grande que él.
—¡Esas no son formas de tratar a una…!
Un puño se estrelló contra su rostro impidiéndole terminar la frase. Wells se tambaleó y cayó hacia atrás, muy cerca de la rueda derecha del carruaje. Desde el suelo, medio atontado por el puñetazo y con la boca llena de sangre, observó cómo dos hombres enormes se plantaban ante la puerta del coche, mientras la muchacha, a apenas un metro de él, intentaba levantarse trabajosamente. Aquellos dos energúmenos, el hombre que había tumbado a Wells de un derechazo, y su compañero, llevaban el uniforme de los mozos de estación. Hasta hacía poco más de una hora, pensó Wells, ambos acarreaban servilmente las maletas de otros hombres como él, esperando recibir alguna propina que les solucionara la cena. Ahora, sin embargo, los marcianos habían instaurado una situación especial, un orden distinto en el que lo único que imperaba era la fuerza bruta, y durante un tiempo, si la invasión fructificaba, serían tipos como aquellos quienes asumirían el poder e incluso administrarían caprichosamente la supervivencia de los demás. Sin saber muy bien cómo ayudar a la muchacha o cómo hacerse con el coche, Wells escupió un buche de sangre y se levantó apoyándose en la rueda, gesto que hizo sonreír divertido al tipo que lo había derribado.
—¿No has tenido bastante? —le soltó, volviéndose de nuevo hacia él con el puño derecho alzado en actitud amenazadora—. ¿Quieres más?
Wells no quería más, desde luego. Pero estaba claro que no iban a pelear por el carruaje en un duelo de preguntas de biología, así que apretó los puños y subió los brazos, adoptando una ridícula postura de púgil, preparado para devolver el golpe en la medida de sus posibilidades, que no eran muchas. Él lo sabía. El mozo lo sabía. Pero había que continuar con aquello de cualquier forma, se dijo con resignación.
Sin embargo, apenas tuvo tiempo de levantar el puño, pues en ese momento se oyó un disparo. Todos los que se encontraban alrededor del coche se sobresaltaron y volvieron la cabeza en la dirección de la que había provenido el estallido, entre ellos Wells. Sus ojos se detuvieron en Murray, que apuntaba a las estrellas con la pistola de Clayton. El agente era un ovillo junto a las piernas firmemente separadas del millonario, quien sin perder su serena sonrisa, realizó un segundo disparo, logrando que la horda se apartara un tanto del coche. Tontamente, Wells se preguntó cuál sería el destino de aquella bala disparada al cielo, dónde caería cuando se extinguiese la velocidad que la dotaba de vida y retornara de nuevo al planeta. Tras el disparo, Murray apuntó al corro bajando lentamente el brazo, como una rama a la que el peso de la nieve obligara a ejecutar una reverencia.
—Ese coche es de mi propiedad, caballeros. Que nadie se acerque a él o será lo último que haga —anunció con dureza, aproximándose al grupo liderado por los mozos con pasitos flexibles.
Cuando llegó hasta ellos, tendió una mano a la joven sin dejar de apuntarles.
—Señorita Harlow, permítame que la ayude —dijo caballerosamente.
La muchacha pareció pensárselo unos segundos, pero al final se levantó sujetándose de su mano. Con gesto abstraído, se colocó tras Murray y se sacudió el barro del vestido, mientras miraba a su alrededor un tanto aturdida. Sin apartar el arma de los mozos, Murray hizo una señal al escritor y a la dama con su mano libre para que subieran al coche.
—Eh, Gilliam… —susurró Wells a su espalda.
—¿Si, George?
—Creo que te olvidas del agente Clayton.
Sin bajar el arma, Murray echó un vistazo por encima de su hombro y distinguió el cuerpo del agente tirado en el suelo, justo donde lo había dejado. No pudo evitar lanzar una maldición entre dientes. Luego volvió su atención al grupo de agresores, que le dedicaron una sonrisita divertida, para contemplar nuevamente a sus compañeros unos segundos después; indeciso, clavó la mirada en la muchacha, que permanecía a su lado con gesto desorientado.
—De acuerdo —resolvió Gilliam para sí, y tendiendo el arma a Emma, le preguntó con suavidad—: Señorita Harlow, ¿tendría la amabilidad de mantener a raya a estos caballeros mientras el señor Wells y yo cargamos al agente en el coche? Disculpe que le pida tal cosa, pero ¿cree que se siente capaz de hacerlo?
Emma observó algo confusa el arma que Murray le ofrecía, y luego lo miró a él. Gilliam le dedicó una sonrisa tan tierna como alentadora. Eso hizo que la furia transformara de nuevo el rostro de la muchacha.
—¿Capaz? Naturalmente, señor Murray —respondió, tomando el arma en sus delicadas manos—. No creo que resulte demasiado complicado. Debería usted probar a llevar un corsé.
El intercambio del arma hizo que el mozo que la había agredido lanzara una risotada, al tiempo que daba un paso hacia ella. La muchacha lo detuvo encañonándolo con el revólver.
—Le aconsejo que no dé un paso más, amigo, porque yo no me limitaré a arrojarlo al barro —masculló con fiereza.
—Oh, qué miedo —se burló el mozo, dirigiéndose a su grupo—. La damita pretende hacernos creer que es capaz de…
No pudo acabar la frase porque Emma, con un movimiento rápido, bajó el arma y le disparó en un pie. La bala traspasó la puntera de su bota, produciendo un pequeño surtidor de sangre. El mozo se arrodilló, apretándose el pie con el rostro contraído de dolor.
—Maldita puta… —gimió.
—Bien —dijo la muchacha, dirigiéndose a los demás—, al próximo le dispararé en la cabeza.
Sorprendido ante la bravura de la muchacha, Murray la contempló fascinado. Wells tuvo que darle un golpecito en el hombro para que le ayudara con Clayton. Entre ambos metieron al agente en el carruaje. Luego el millonario se acercó a la muchacha y le pidió el arma, sonriéndole complacido.
—Buen trabajo, señorita Harlow —la felicitó—. Espero que pueda disculparme por haberla puesto en esta situación de riesgo.
—Es usted muy amable, señor Murray —respondió ella con ironía, devolviéndole la pistola—, aunque le recuerdo que el riesgo lo ha corrido usted al confiarme el arma. Seguro que pensaba que estos rufianes podrían habérmela arrebatado.
—Oh, estaba seguro de que eso no sucedería. —Gilliam sonrió—. ¿Ha olvidado que he tomado el té con usted?
—Ejem… —carraspeó Wells desde el interior del carruaje—. Siento interrumpirles, pero les recuerdo que los marcianos vienen hacia aquí.
—Es cierto, es cierto… —dijo Murray, ayudando a entrar a la muchacha en el coche. Luego se volvió hacia el grupo, y ejecutando una reverencia, añadió—: Gracias, caballeros, han sido todos muy amables. Desgraciadamente, este coche es demasiado lujoso para sus traseros.
Tras decir aquello, subió al pescante con movimientos tranquilos, y una vez acomodado, hizo restallar el látigo.
—Maldito engreído —murmuró Wells mientras el carruaje se ponía en movimiento.
—Sí, lo es. El hombre más engreído del mundo. Aunque gracias a él hemos recuperado el coche… —reconoció Emma a regañadientes.
En eso tenía razón, se dijo Wells mientras observaba a través de la ventanilla trasera cómo el coche se alejaba del grupo de agresores. Si Murray no hubiera mantenido la sangre fría, él probablemente habría sido apaleado y ahora seguirían en la estación, contemplando cómo aquel par de energúmenos huían con su coche. A la larga, si la invasión marciana o lo que fuera era sofocada y todo volvía a la normalidad, el mundo se alegraría por tener que llorar a aquel par de brutos en vez de a ellos, cuya aportación a la vida esperaba que fuera más importante que la de dejarse disparar en un pie para que una dama asustada recuperase su confianza.
Tomaron la carretera de Chertsey en dirección a Londres casi al galope, lo que provocó que el cuerpo de Clayton, al que habían colocado sentado frente a ellos, acabara deslizándose por el respaldo hasta quedar tumbado sobre el asiento. El frenético traqueteo del carruaje hacía bailar sus brazos sobre el pecho y movía su flácida cabeza de un lado a otro; parecía un borracho en pleno delirio, un espectáculo en el que Wells y Emma evitaban posar sus ojos, avergonzados por tener que ser testigos de un momento de la intimidad del agente que muy pocos conocerían.
Echando un vistazo por la ventanilla, Wells descubrió que la noche había caído sobre el mundo mientras estaban encerrados en el almacén, aunque durante la refriega ni siquiera había reparado en ello. Ahora la mayor parte del paisaje del otro lado del cristal se encontraba sumido en las sombras. En el horizonte, distinguió un resplandor color cereza, y una nube de humo que trepaba perezosamente hacia el cielo estrellado. De los distantes bosques que se extendían hacia Addlestone les llegaba un inquietante retumbar de cañones, sordo y desacompasado, que le hizo sospechar que en alguna parte el ejército estaba enfrentando a los trípodes.
—Dios mío… —exclamó Emma.
La muchacha contemplaba como hipnotizada algo que sucedía al otro lado de su ventanilla. Asustado por su desencajada expresión de pavor, Wells se inclinó sobre ella para escudriñar la noche. Al principio no logró ver nada, tan solo un bosque de pinos envuelto en una densa oscuridad, pero entonces, deslizándose a través de esa compacta negrura, distinguió lo que mantenía horrorizada a la muchacha: un bulto enorme bajaba rápidamente la ladera, en la misma dirección que su carruaje. Cuando logró diferenciarlo de las sombras, pudo constatar que se trataba de una gigantesca máquina sustentada sobre un trípode, que avanzaba a grandes zancadas gracias a unas patas finas y articuladas que le otorgaban cierto aspecto arácnido. Produciendo un ensordecedor rechinar metálico y meciéndose siniestramente de un lado a otro, aquel ingenio andante de resplandeciente metal avanzaba torpe pero decidido a través del bosque, aplastando sin esfuerzo los pinos que se encontraba a su paso. Wells observó que la parte superior de la máquina se parecía mucho al cilindro marciano que él había descrito, pero el resto de la estructura era muy diferente: se semejaba más bien a un enorme cajón redondeado cubierto de una especie de enrevesado encaje de placas, que le recordó al caparazón de un cangrejo ermitaño. Pudo distinguir también que del vientre le colgaba un manojo de tentáculos articulados, finos y flexibles, que parecían agitarse como si tuvieran vida propia. Más alto que la mayoría de las casas, reflejando la Luna en su superficie metálica, la cosa marchaba implacable hacia Londres, abriendo un sendero en la madeja de pinos.
La caperuza de la máquina rotó entonces unos grados en dirección al carruaje, y Wells tuvo la inquietante sospecha de que aquella cosa les estaba mirando. Pero despejó todas sus dudas cuando, apenas un segundo después, el ingenio modificó ligeramente su trayectoria para arrimarse a la carretera. Por el brusco tirón que sacudió el carruaje, dedujo que Murray también lo había visto e intentaba sacarle ventaja azuzando todavía más a los caballos. Wells tragó saliva y, al igual que Emma, se agarró al asiento para evitar salir despedido a causa del salvaje traqueteo. A través de la ventanita trasera pudo ver cómo una de las patas del trípode surgía de la cuneta y se afianzaba en la carretera. Luego, arrastrando un rebujo de pinos astillados, aparecieron las otras dos. Una vez apuntalada sobre sus tres patas, la cosa emprendió la persecución del carruaje. Sus zancadas resonaban en la noche como una batería de truenos, a medida que el engendro mecánico acortaba distancia. Sintiendo el corazón golpeándole el pecho con furia, Wells contempló cómo, en la parte superior de la máquina, el extraño aparato que lanzaba el rayo calórico iniciaba su familiar movimiento de cobra, haciendo puntería.
—¡Esa cosa va a dispararnos! —gritó, abrazándose a la muchacha y obligándola a tumbarse en el suelo del coche—. ¡Agáchese!
Se produjo entonces una fuerte detonación un par de metros a la derecha del carruaje, cuya onda expansiva lo zarandeó con tal violencia que sus ruedas se separaron del suelo unos segundos, para volver a posarse sobre él con un golpe que amenazó con desmontarlo. Sorprendido de seguir aún con vida, Wells se levantó como pudo, con la intención de echar un nuevo vistazo por la ventana trasera, e intentó mantener el equilibrio a pesar de los bandazos del coche. Se preguntó si Murray seguiría en el pescante o si se habría caído en algún momento de la persecución y ahora viajaban en un carruaje fuera de control. A través de la ventanilla vio el pequeño cráter que el disparo había escarbado al borde de la carretera. Tras él, el trípode continuaba avanzado a siniestros brincos, reduciendo la veintena de metros que lo separaba del carruaje. Con un ramalazo de pavor, advirtió que el tentáculo del cual brotaba el rayo oscilaba de nuevo en el aire, preparándose para efectuar un nuevo disparo. Era evidente que tarde o temprano les alcanzaría. En ese instante, el carruaje se detuvo bruscamente, y la inercia lanzó a Wells de espaldas sobre el cuerpo desmadejado del agente Clayton. Desconcertado, el escritor volvió a su asiento y ayudó a la muchacha también a incorporarse, sintiendo cómo el coche comenzaba a maniobrar. Por la ventanilla trasera, comprobó que estaba dando la vuelta. Sin comprender, asomó la cabeza por la ventana de su izquierda, para descubrir que Murray había colocado el carruaje de cara al trípode, que continuaba su desgarbado avance hacia ellos.
—Pero ¿qué demonios está haciendo? —le gritó.
La respuesta fue un chasquido de látigo, que puso en movimiento a los caballos. El carruaje avanzó traqueteando salvajemente al encuentro con el trípode.
—¡Se ha vuelto loco, Murray! —le espetó.
—¡Estoy seguro de que esa cosa no puede girar tan rápido como nosotros! —respondió el millonario por encima del infernal traqueteo de las ruedas.
Incrédulo, al ver al carruaje dirigirse a toda velocidad hacia el ingenio, Wells comprendió que Murray pretendía pasar por debajo del colosal mecanismo como si se tratase de un puente.
—Dios mío… está loco —musitó, observando cómo el trípode dejaba de avanzar para encañonarlo.
Volvió dentro y abrazó con fuerza a Emma.
—Va a pasar por entre las patas… —le explicó con la voz atenazada por el miedo.
—¿Qué? —balbució ella.
—Está loco…
Emma se abrazó a él con desesperación, envuelta en temblores, y Wells sintió su fragilidad, su calor, su perfume, sus formas de mujer acuñándose en la arcilla de su cuerpo, y lamentó que la única oportunidad que un tipo como él pudiera tener de abrazar a una mujer como ella fuera al huir juntos de una invasión marciana. Aunque se trató de un pensamiento fugaz que no tenía razón de ser en aquella situación, arrojados ambos a gran velocidad contra aquel monstruo de metal que en unos segundos los calcinaría con su rayo calórico, convirtiéndolos en dos muñecos de ceniza. Pero mientras la muerte no llegaba, en ese puñado de segundos en los que sus vidas se estiraban más allá de lo lógico, Wells tuvo tiempo de reconocer que la situación en la que se hallaban no solo podía convertir a uno en un héroe o en un cobarde, sino también en un loco.