Un par de millas de silencio después, el carruaje llegó a los prados comunales de Horsell. Desde que cruzaron el puente de Ottershaw hacia las canteras de arena, habían empezado a encontrarse con grupos de curiosos que acudían desde Woking o Chertsey para ver lo mismo que ellos. Pero aquellas pequeñas avanzadillas se convirtieron en una verdadera marea humana cuando alcanzaron el lugar donde supuestamente había aterrizado el cilindro marciano. Atisbando por la ventanilla del carruaje, Wells pudo comprobar que allí reinaba el desorden más absoluto. Un enjambre de curiosos atestaba los pastos, y apostados aquí y allá, varios muchachos vendían periódicos recién horneados, componiendo con sus agudas voces un orfeón de titulares que dejaba traslucir las dudas y especulaciones del hombre sobre lo que había aparecido en Horsell: «¿Nos invade Marte?», «Máquinas extrañas en Woking», «La ficción se hace realidad», «¡No estamos solos!», «¿Es H. G. Wells un marciano?»… El carruaje se detuvo junto a una docena de coches y cabriolés que se arracimaban al comienzo de los pastos, entre los que descollaba un carruaje de lujo que no pasó desapercibido a Wells. Clayton y él se apearon del vehículo y se dirigieron, abriéndose paso entre un caos de ciclistas, carretas de vendedores de manzanas y tenderetes de cerveza de jengibre, hacia el penacho de humo que señalaba la posición del cilindro, apenas visible tras la multitud de curiosos que parecía agitarse ante él como un grupo de adoradores.
A medida que fueron acortando distancia, pudieron comprobar que la máquina se hallaba parcialmente enterrada en la arena. El impacto del proyectil había abierto un enorme agujero en la tierra, salpicando arena y piedras en todas direcciones e incendiando los brezos de los alrededores, que todavía exhalaban graciosas hilachas de humo hacia el cielo del mediodía. Bracearon entre el mar de curiosos hasta situarse en primera fila, y Wells pudo certificar entonces que Murray había hecho finalmente un trabajo excelente. El supuesto cilindro marciano era casi idéntico al que él había descrito en La guerra de los mundos: rotundo, enorme y revestido de un fuselaje ceniciento contra el que rebotaban las piedras que en aquel momento le lanzaban los niños que había sentados al borde del pozo. Y el mundo también había reaccionado tal y como él había predicho, creando aquel aire de diversión campestre en torno a la mortífera máquina. Algunas personas incluso se estaban haciendo fotografías con el cilindro al fondo, como si se tratase de un monumento.
—Coincidirá conmigo en que es como estar dentro de su novela —dijo Clayton como si le leyera el pensamiento, abarcando todo aquel alboroto con los brazos abiertos.
—Sí, es una recreación perfecta —admitió Wells con admiración—. Murray es el mejor estafador del mundo.
—No lo dudo, señor Wells, no lo dudo. Hasta ha conseguido que el tiempo coincida con el de su novela: hace calor y no corre el menor aire —ironizó Clayton. Luego sacó su reloj de bolsillo y añadió, fingiendo desilusión—: Aunque lo que no ha conseguido es que se paren nuestros relojes, y creo recordar que en su novela se detenían, al tiempo que todas las brújulas apuntaban hacia el lugar donde había caído el cilindro.
—Suprimiría esa parte si volviera a escribirla… —murmuró Wells, distraído.
Sus ojos se habían posado en una muchacha de buena condición que observaba el cilindro ligeramente apartada del tumulto. Como el velo de una viuda, la sombra de su sombrillita le cubría parte del rostro, pero dado que no había ninguna otra dama de aspecto adinerado por los alrededores, Wells pensó que tal vez fuera la amada de Murray, que habría llegado hasta allí en el lujoso carruaje que había visto antes. Sus sospechas se vieron confirmadas cuando la muchacha comenzó a hacer girar su sombrillita con ademán nervioso. Así que la mujer existía. Murray no se la había inventado, por muy idílico que se le antojara el retrato descrito en su carta. Wells la contempló con atención, mientras ella observaba el cilindro con una gravedad que contrastaba con la desenfadada jovialidad que mostraban todos los allí reunidos. Y no pudo sino compadecerla, pues la muchacha tendría que casarse con el millonario si Murray lograba sacar un marciano de la chistera de hierro que había arrastrado hasta allí. Eso significaba, se dijo, que él estaría también por los alrededores, quizá incluso disimulado entre el público, regocijándose de la expectación que había creado con su juguete. Aprovechó que Clayton fue a hablar con el capitán de policía que intentaba que los curiosos no se acercaran demasiado al pozo, para pasear una mirada rápida por la alborotadora multitud, pero no lo reconoció. ¿Tanto había cambiado su aspecto que era incapaz de identificarlo?, se preguntó.
Sacó entonces su reloj de bolsillo y consultó la hora. Probablemente, en aquellos instantes, Jane estaría subiendo al tren que la llevaría a Londres, donde había quedado para almorzar con los Garfield. Antes de marcharse con el agente, Wells le había dejado una nota en la cocina explicándole a grandes rasgos la situación, y diciéndole que continuara con sus planes, que él estaría ocupado en aquello toda la mañana. Lo más seguro era que ella regresara de Londres por la tarde, más o menos a la hora que lo haría él, pues Murray no tardaría demasiado en realizar su siguiente movimiento —sacar un marciano del cilindro o lo que fuera que hubiese preparado—, y entonces se descubriría al fin que todo aquello no era más que una pantomima, Clayton le pediría disculpas por sus ridículas sospechas y él podría volver a Worcester Park y seguir con su vida, al menos hasta que Murray intentara llevar a la realidad El hombre invisible.
Tras su charla con el capitán de policía que parecía estar a cargo de todo aquello, Clayton regresó a su lado, sorteando a los mirones con fastidio.
—Varias compañías de soldados se dirigen hacia aquí, señor Wells —le informó—. En menos de una hora, el cilindro estará rodeado. El regimiento de Cardiff se está desplegando desde Aldershot. Y otra compañía se encargará de evacuar Horsell, por lo que pueda pasar. También se esperan cañones Maxim… Como ve, su novela es una guía estupenda para adelantarnos a los acontecimientos.
Wells lanzó un bufido de cansancio.
—No creo que la presencia del ejército sea necesaria en este caso —respondió.
Clayton le contempló divertido.
—Sigue convencido de que esto es obra de Gilliam Murray, ¿verdad?
—Por supuesto, agente.
—Pues debe de contar con un presupuesto bien holgado para sus galanteos, pues el capitán Weisser ha oído rumores de que han caído otros cilindros en el campo de golf de Byfleet y cerca de Sevenoaks.
—¿Caído? ¿Tiene noticias de que alguien los haya visto caer del cielo? Algo así no hubiera pasado desapercibido a ningún observatorio, ¿no cree? —preguntó irónicamente Wells.
—No, no tengo ninguna noticia de eso —reconoció Clayton con fastidio.
—Entonces, podría decirse que es como si alguien los hubiese colocado ahí, como piececitas de ajedrez, ¿no le parece?
El agente iba a responder cuando algo llamó su atención.
—¿Qué demonios es eso? —exclamó mirando por encima del hombro de Wells.
Al volverse también hacia el cilindro, el escritor descubrió la causa de su sorpresa. Una suerte de tentáculo de acero había surgido de su interior y oscilaba en el aire, sinuoso como una cobra. Estaba rematado por un extraño artilugio que parecía un periscopio, pero que bien podía ser algún tipo de arma. Clayton reaccionó con rapidez.
—¡Ayúdeme a echar hacia atrás a esos idiotas! Por lo visto, ninguno ha leído su novela.
Wells sacudió la cabeza.
—¡Cálmese, Clayton! —ordenó, atrapándolo por el brazo—. Le aseguro que no sucederá nada. Todo esto no es más que una farsa, hágame caso. Lo único que Murray pretende es asustarnos. Y si lo consigue…
Clayton no respondió. Su mirada estaba clavada en el hipnótico fluctuar del tentáculo.
—¿Me ha oído? ¡Todo es una farsa! —repitió Wells, sacudiéndolo—. Esa cosa no disparará ningún rayo calórico.
En ese momento, el tentáculo se meció levemente, como haciendo puntería, y un segundo después un rayo calórico brotó del artilugio que lo coronaba, emitiendo un silbido ensordecedor. A continuación, una especie de escupitajo de lava golpeó el cinturón de curiosos que rodeaba el cilindro, alcanzando de lleno a cuatro o cinco individuos que, antes de comprender lo que estaba sucediendo, se encontraron envueltos en llamas. La deflagración duró apenas unos segundos. Luego alguien pareció apartar el manto de fuego que los cubría, para desvelar un puñado de retorcidas esculturas de ceniza que enseguida se desmoronaron, esparciéndose delicadamente sobre la hierba. Como un solo hombre, la muchedumbre presenció espantada el atroz espectáculo, y acto seguido se volvió hacia el tentáculo, que ejecutaba un nuevo movimiento destinado a encañonarlos. La desbandada fue instantánea. Todos echaron a correr alejándose del pozo en cualquier dirección, como dados lanzados sobre el tapete por la mano del pánico.
Sin comprender cómo era posible que Murray hubiese ordenado abrir fuego contra inocentes, Wells corrió en busca del refugio de los árboles más próximos, que se hallaban a unos cien metros de distancia. Clayton, que corría a su lado, le gritó que avanzara en diagonal, para evitar ofrecer un blanco fácil al tentáculo. Él trató de seguir su recomendación, empujado de un lado a otro por la despavorida multitud, mientras el miedo se le remansaba en el estómago como agua helada. Se oyó entonces un nuevo silbido, y al instante otro rayo impactó unos cinco metros a su izquierda, lanzando a varias personas por los aires como en un manteo macabro. Antes de que Wells pudiera protegerse, un terrón de tierra le golpeó el rostro, atontándolo lo suficiente como para hacerle perder el hilo de sus pasos. Eso le obligó a detener su alocada carrera y echar un vistazo a su alrededor, tratando de orientarse. Cuando el humo se dispersó, contempló espantado el plantío de cadáveres carbonizados que adornaba la hierba unos metros a su derecha. Tras ellos, pudo distinguir a la muchacha que había identificado como la amada de Murray. El disparo no la había alcanzado por muy poco, pero la onda expansiva la había hecho caer, y ahora se encontraba arrodillada sobre la hierba, demasiado conmocionada para darle a sus piernas la orden de levantarse.
El tentáculo osciló de nuevo en el aire, escogiendo un nuevo blanco, y Wells aprovechó la efímera calma que había entre disparo y disparo para correr a auxiliar a la muchacha. Sorteando cuerpos calcinados y socavones del terreno, logró llegar a su lado y la tomó de los brazos con intención de levantarla. La muchacha se dejó hacer sin oponer resistencia.
—Yo no quería esto… Yo no quería… Le dije que bastaba con… —gimoteaba, inmersa en un ataque de pánico.
—Lo sé, señorita —la tranquilizó Wells—. Pero ahora lo único que importa es salir de aquí.
Echaron a correr hacia los árboles a trompicones, mientras oían cómo el tentáculo disparaba arbitrariamente sobre la aterrorizada multitud. Wells no pudo resistir la tentación de mirar por encima de su hombro. Lleno de espanto, contempló cómo varios rayos rajaban el manto del aire e impactaban contra los carruajes estacionados a la orilla de los pastos, fabricando un remedo del infierno del que surgieron un par de caballos forrados de llamas. Condenados, engalanados de serpentinas de oro por la muerte, los animales trotaban sin rumbo sobre la hierba, aportando cierto lirismo a aquella pesadilla.
Como en su novela, el rayo barría los campos de forma rápida y brutal, repartiendo muerte, destrozándolo todo con fría irreverencia. Vio árboles carbonizados, la tierra abierta en heridas humeantes, hombres y mujeres huyendo aterrorizados, carretas volcadas, y comprendió que había llegado el tan anunciado día del Juicio Final. ¿Cómo era posible que Murray…? Pero su mente no pudo terminar de formular la pregunta porque un rayo impactó a apenas un par de metros a su derecha, derrumbándolos sobre la hierba. Aturdido, ensordecido y con la piel ardiéndole, como si lo hubiera envuelto el aliento de un dragón, Wells buscó a la muchacha con la mirada, y descubrió con alivio que se hallaba tumbada a su lado. Tenía los ojos fuertemente cerrados, aunque no parecía haber sufrido ningún daño. Sin embargo, cuanto más tiempo permanecieran en el suelo, mayor sería el riesgo de recibir otro disparo o incluso de ser arrollados por la despavorida muchedumbre. Tomó aire, preparándose para levantarse de nuevo y reanudar aquella desesperada huida, cuando oyó la voz del agente Clayton.
—¡El rayo ha destrozado todos los carruajes! —les gritó, acudiendo a su lado—. ¡Tenemos que huir a campo través! ¡Síganme!
Wells ayudó a la muchacha a incorporarse y ambos corrieron tras el agente, pero tampoco Clayton parecía tener claro dónde refugiarse, dado que los rayos podían alcanzar cualquier objetivo. Tras avanzar a duras penas entre la despavorida multitud durante varios minutos, optó por detenerse e intentar obtener una panorámica de la situación. La carrera les había alejado del grueso de los curiosos, pero todavía seguían dentro del rectángulo delimitado por las llamas en el que estaban siendo masacrados. Uno de los lados de aquella improvisada jaula de fuego lo formaban las casas que había en dirección a la estación de Woking, que ardían como una pira funeraria, y el otro la hilera de árboles que bordeaba la carretera, transformada también en un telón incandescente. El único modo de salir de aquella ratonera era huyendo hacia delante, atravesando los pastos vecinos hacia Maybury, pero si lo hacían se convertirían en un blanco demasiado tentador para el cilindro. Entonces, antes de tomar ninguna decisión, vieron surgir desde detrás de los árboles un lujoso carruaje con una pomposa «G» pintada en su puerta, que se dirigió hacia ellos a toda velocidad. Incrédulos observaron cómo se les acercaba, preguntándose quién, salvo un loco, conduciría su carruaje hacia aquella matanza. El cochero detuvo el vehículo ante ellos, y alguien abrió la puerta de la cabina. Atónitos, vieron cómo un hombre enorme le tendía la mano a la muchacha.
—¡Ven conmigo si quieres vivir! —gritó.
Pero la muchacha no se movió. Permaneció quieta, sin comprender qué estaba sucediendo. Sin pensárselo, Clayton la empujó dentro del carruaje, y subió tras ella. Wells los siguió, lanzándose también al interior, mientras a sus espaldas se oía el impacto de un nuevo rayo. Una lluvia de piedras y arena zarandeó de un modo brutal el coche, haciendo añicos el cristal de la ventanilla, cuyas esquirlas fueron a estrellarse contra la espalda de Wells, que al haber subido el último ejercía involuntariamente las funciones de parapeto.
Cuando remitieron los efectos de la explosión, el escritor se levantó como pudo, separándose de los cuerpos amontonados de sus compañeros, que también comenzaron a incorporarse, posiblemente sin tener claro si estaban vivos o muertos. A través de los restos de la ventanilla, el escritor distinguió el agujero que el disparo había excavado en la tierra, muy cerca del coche, que en aquel instante volvió a ponerse en marcha. Wells, al igual que los demás, se dejó caer sobre el asiento que tenía más cerca, celebrando que ninguna piedra hubiese golpeado al cochero. Oyó cómo el látigo restañaba con furia sobre el lomo de los caballos, luchando por sacarlos de allí. Fue entonces cuando reconoció al hombre que los había rescatado, que se encontraba sentado justo enfrente. Lo contempló con estupefacción. Había adelgazado notablemente, pero era él, sin duda alguna. El Dueño del Tiempo. La persona a la que más odiaba del mundo.
—George… —lo saludó Murray con una ligera inclinación de cabeza y la sonrisa embarazosa de quien se encuentra por casualidad en una fiesta con su peor enemigo.
—¡Maldito hijo de perra! —gritó Wells, abalanzándose sobre el millonario e intentando aferrarle del cuello—. ¿Cómo te has atrevido?
—¡No he sido yo, George! —se defendió Murray—. ¡Esto no es cosa mía!
—¿Qué demonios pasa aquí? —gritó Clayton, tratando de separarlos.
—¿No lo reconoce? —le preguntó el escritor, jadeando—. ¡Es Gilliam Murray!
—¿Gilliam Murray? —balbució la muchacha, que asistía espantada a aquella improvisada reyerta de taberna, sentada en una esquinita del carruaje.
—Puedo explicártelo, Emma… —se excusó Murray con apuro.
—¡Vas a tener que explicar muchas cosas, maldito loco! —rugió Wells, intentando zafarse de la presa de Clayton.
—Cálmese, señor Wells —ordenó el agente, sacándose la pistola del cinto y tratando de apuntar al escritor que, debido a la angostura del carruaje, se encontró con el arma bajo la nariz—. Y vuelva a su asiento, por favor.
Wells se sentó de mala gana.
—Bien, ahora vamos a tranquilizarnos todos —dijo Clayton, ocupando también su asiento y procurando controlar la situación dirigiéndose a los presentes con voz pausada—. Soy el agente especial Cornelius Clayton, de Scotland Yard. —Luego dedicó a Murray una sonrisa educada y añadió—: Y usted es Gilliam Murray, el Dueño del Tiempo, supongo. Aunque oficialmente lleve dos años muerto.
—Sí, soy yo —respondió Murray, contrariado—. He resucitado, como puede ver.
—Bien, ya hablaremos de eso en otro momento —comentó con frialdad Clayton, intentando mantenerse erguido a pesar de los vaivenes del carruaje—. Ahora tenemos que resolver algo mucho más urgente. Dígame, ¿es usted el responsable de todo esto?
—¡No, claro que no! —respondió el millonario—. ¡Yo no soy ningún asesino!
Clayton le pidió que se calmara con un gesto.
—Bien, bien. Pero se da la circunstancia de que tengo una carta suya dirigida al señor Wells, sentado a mi izquierda, donde usted le explica que ha de reproducir la invasión marciana de su novela exactamente hoy, para conquistar a la mujer que ama, que supongo que es usted, señorita…
—Harlow… —respondió la muchacha con un hilo de voz—. Me llamo Emma Harlow.
—Encantado de conocerla, señorita Harlow. —Clayton le sonrió caballerosamente, tocándose el sombrero con la mano, y luego volvió a contemplar al millonario, con suspicacia—. Y bien, señor Murray, ¿escribió usted esa carta?
—¡Sí, lo hice, maldita sea! —reconoció Gilliam—. Y todo lo que dice es cierto. Solicité la ayuda del señor Wells, pero me la negó, como él mismo corroborará. Seguí intentando reproducir la invasión por mi cuenta, pero no logré ingeniar nada que fuera creíble, y finalmente desistí. He acudido aquí hoy al leer en la prensa que alguien sí había logrado hacerlo.
—¿Pretende que nos creamos eso, que la gente no tiene otra cosa que hacer que intentar reproducir la invasión de mi novela…? —lo interrumpió Wells, irritado.
—Cállese, señor Wells, haga el favor —pidió Clayton—. O no tendré más remedio que dejarle inconsciente.
El escritor lo observó estupefacto.
—¿Cómo iba a poner en peligro la vida de la señorita Harlow? —exclamó entonces Murray, dejando escapar un bufido desesperado.
—Para acudir en su rescate, supongo, como acaba de hacer —respondió Wells con repugnancia—. Quién sabe lo que es capaz de pensar una mente tan retorcida como la suya.
—¡Yo jamás pondría la vida de la señorita Harlow en peligro! —exclamó enojado Murray.
Clayton volvió a pedir calma alzando su mano artificial.
—Bien —dijo—, pero de momento, hasta que descubramos qué hay dentro del cilindro, me temo que está arrestado, señor Murray. Y usted también, señor Wells.
—¿Qué? —protestó el escritor.
—Lo siento, caballeros, pero la situación es la siguiente: un extraño artefacto está asesinando a docenas de personas como usted mismo escribió hace un año, señor Wells. Y existe una carta firmada por usted, señor Murray, donde confiesa que pretende trasladar la invasión descrita por el señor Wells a la realidad. Sea lo que sea lo que esté pasando, alguno de los dos deberá dar ciertas explicaciones. —Hizo una pausa, para que ambos asimilaran lo que acababa de decir—. Ahora, señor Murray, ordene a su cochero que nos lleve a la estación de ferrocarril de Woking, por favor. Necesito telegrafiar a mis superiores.
De mala gana, Murray descorrió la trampilla del techo y dio la orden.
—Excelente —se complació Clayton—. En cuanto lleguemos, les informaré de que tengo conmigo a los dos sospechosos principales. Y seguramente la señorita querrá telegrafiar a su familia para informarles de que no ha sufrido ningún daño. Ni lo sufrirá. —Clayton le dedicó una sonrisa que pretendía resultar seductora, pero que a todos se les antojó más bien siniestra—. Le aseguro que se encuentra en las mejores manos que podría estar.
Nadie rompió el silencio que se instaló en el carruaje mientras este pasaba junto al viaducto de Maybury, dejaba atrás la hilera de casas que se conocía como Oriental Terrace, y se dirigía a la estación de Woking traqueteando suavemente, al tiempo que el atardecer corría las cortinas del día y sumía el mundo en una falsa calma. ¿Quién podría decir que había marcianos a algunas millas de allí, emprendiendo la conquista del planeta?