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Pero ¿por qué Wells no contestó a su carta al día siguiente, ni al otro, ni ninguno de los que le siguieron, permitiendo que aquella madeja de días angustiosos se convirtiese en un mes? ¿Acaso no la recibió? ¿O tal vez no tenía el menor interés por mostrarle a Murray que era mejor que él porque bastaba con saberlo en su fuero interno y decidió ignorarla? Todas estas preguntas revoloteaban bulliciosamente en la cabeza del desesperado Murray, como moscas intentando encontrar la salida de su cráneo. Pero nosotros no tenemos por qué vivir en la incertidumbre, sobre todo cuando nos basta con desplazarnos a la cabeza del propio Wells mediante un pequeño desvío narrativo para despejar todos esos interrogantes. Permítanme entonces que abandone el viejo teatro y flote, junto a las ánimas de quienes han muerto durante la noche, sobre la metrópoli más grande del mundo, en dirección a donde se halla en estos momentos el escritor.

¡Pero un momento! Está a punto de amanecer y el espectáculo que se observa desde las alturas tiene algo de elaborada coreografía: las chimeneas de las miles de fábricas que constriñen las calles trenzan su humo con la bruma que surge del Támesis para confeccionar la célebre niebla londinense, mientras aquí y allá comienza a oírse el repiqueteo metálico de las palas de los barrenderos recogiendo la bosta de los caballos. Son como los primeros acordes de una melodía, a los que enseguida se suma el traqueteo del rebujo de carros que se dirige al mercado de Covent Garden, componiendo un sinuoso arco iris con su colorida carga de lilas, zanahorias, tulipanes, coles y cerezas. Observen estas últimas. ¿Acaso no parecen guardar en su piel rojiza el frío de la madrugada? Dan ganas de tocarlas, de introducir nuestras manos en esa montaña de frescor. Pero no tenemos tiempo para eso. Si dirigimos la mirada hacia el East End —esa parte olvidada de la metrópoli por donde, según una broma muy extendida entre los caballeros del West End, ni la agencia Thomas Cook & Hijo, capaces de enviarnos al Tíbet o al África más negra, sabría conducirnos— podemos asistir, en sus barrios menos miserables, al cansado despertar de los artesanos, que un día más se preparan para reanudar su épica lucha contra la pobreza. Los más curiosos quizá no puedan resistirse a espiar por las ventanas de los cuartos arrendados, donde se hacinan familias con cuatro o cinco críos, alguno inevitablemente tísico, al que no le ayuda demasiado respirar el humo de las lámparas ni el hedor de las cajas de fruta medio descompuesta que los vendedores ambulantes no tienen más remedio que almacenar allí. ¡Pobres almas nacidas para la desdicha! Ni la muerte les permitirá abandonar sus angostos infiernos, pues cuando mueran serán amortajados y tendrán que permanecer allí, acarreados de la mesa a la cama y viceversa según la familia necesite comer o dormir, hasta que se les pueda dar sepultura. Y más allá de estos barrios de ladrillos negruzcos, atravesando las calles atestadas de quincalleros, cazadores de ratas, cerilleras y ropavejeros, encontramos el obsceno vergel de degradación y miseria de Whitechapel o Aldgate, donde se amontonan las personas que el mundo no necesita, hombres capaces de matar torpemente por unos chelines, muchachas con los pulmones destrozados de cardar el lino, cuya belleza se desmorona poco a poco sobre las aceras enlodadas, y hordas de chiquillos pálidos y anémicos que deambulan de aquí para allá en busca de algo parecido a la infancia. Pero si miramos en dirección contraria, sobrevolando las largas y melancólicas colas de mendigos que empiezan a cuajar ante los albergues, de hombres exhaustos y famélicos que han pasado la noche huyendo de las linternas de los policías, los cuales tienen orden de no dejarles dormir en los bancos ni plazas de la metrópoli, llegamos a las limpias calles del West End. Allí la ciudad despierta con mayor entusiasmo y vigor, como si la vida fuera algo que mereciera la pena vivirse. Vean la marea de chisteras y sombrillas que anega el Strand y las calles colindantes, jalonadas de tiendas de productos domésticos y de ultramar. Por sus espléndidas calzadas pavimentadas transitan ómnibus de dos pisos, carretas, cisternas, e incluso deshollinadores en bicicleta, con la cara tiznada y su largo escobón en ristre, como si se dirigieran a un torneo medieval, y en cada una de sus esquinas, saludando a las sirvientas que pululan de un lado a otro con sus delantales inmaculadamente blancos, un simpático policía vela por la armonía de aquel mundo de cuyo reverso nada sabe, o nada quiere saber.

Pero no nos dejemos hipnotizar por el lento desperezarse de la ciudad y continuemos hacia una casita en los alrededores de Londres, concretamente en Worcester Park. Allí, en una amplia habitación de la planta baja, un mes y medio después de que Murray le enviase su desesperada carta, justo el día que había fijado para la llegada de los marcianos, H. G. Wells dormía creyendo que el día que le aguardaba tras el telón del amanecer sería un día como otro cualquiera.

Por lo que sabemos de él, deberíamos encontrarnos con un magnífico ejemplar de homo feliz: la mujer que ama duerme plácidamente a su lado, y la fama, como un cervatillo perseguido durante años, ha consentido al fin en dejarse acariciar. Sí, la vida sonríe a Wells, el éxito empieza a calentar su aterida piel. Pero las circunstancias nunca pueden hacer feliz a quien no cuenta con una naturaleza predispuesta a la felicidad, y Wells era práctico, estoico y asustadizo, por lo que más que al disfrute de la dicha tendía a desconfiar de ella. Aprovecharé ahora que duerme para desliar, como si de un papiro indescifrable se tratara, su pobre y contradictoria alma, algo que no he podido hacer hasta el momento, e intentemos descubrir por qué al sueño de su esposa, que duerme con el abandono de un animal saciado, él opone un descanso abrupto, agitándose sobre el colchón como un diente bailando en la boca de un niño.

Lo primero que llamaba la atención de entre los numerosos accidentes y repechos de su alma era el asombroso huerto de complejos que cultivaba cuidadosamente y que, según él, lo convertían en un ser inferior en comparación con sus semejantes. Wells estaba obsesionado con sus carencias como persona, pues le hacían sentirse en desventaja a la hora de relacionarse con el mundo.

De ese rosario de pequeñas e imperceptibles anomalías destacaban principalmente dos: la diferente longitud focal de sus ojos y, sobre todo, el mal acabado de su cerebro, que si bien parecía sagaz y lúcido cuando la ocasión lo requería, no solo se mostraba incapaz a la hora de retener fechas, cifras o nombres de personas, o se obstruía como una cañería cuando se enfrentaba a asuntos mundanos que cualquiera podía resolver, sino que también provocaba que sus impresiones de la realidad no fuesen tan completas y vívidas como las del resto del mundo. Su cerebro funcionaba como un cedazo defectuoso: retenía la arena del río mientras dejaba escapar las pepitas de oro. Eso lo condenaba inevitablemente a una tenue desatención e incluso a cierta propensión al ensimismamiento, de modo que cuando mostraba interés por alguien, parecía falso o antinatural.

Su capacidad para sentir empatía por el prójimo era, pues, nula. Podría incluso afirmarse, sin miedo a incurrir en la exageración, que no lograba sentir empatía ni siquiera por sí mismo. Y quizá para no verse como un acertijo irresoluble, Wells había buscado una explicación física a dichas imperfecciones. En concreto, albergaba la sospecha de que las taras de su cerebro se debían a que su cabeza era más pequeña de lo normal —solo había que oír las risas de sus amigos cuando jugaban a intercambiar sus sombreros—, por lo que sus arterias carótidas no se ramificaban por su materia gris tan generosamente como debieran. Pero ¿no tendrían que resultar tales complejos una minucia para un hombre que había hecho realidad su sueño, una meta que solo alcanzaban un puñado de escogidos? Sí, haberse convertido en escritor debería haberle resarcido por todas sus presuntas debilidades. Lamentablemente, Wells estaba convencido de que en el pecado llevaba la penitencia, como suele decirse, pues sospechaba que de todas las criaturas que poblaban el mundo, los escritores eran las más desdichadas.

Pero no siempre lo empañaba la melancolía, por supuesto. A veces recibía dardos de felicidad en pleno pecho. Lo inundaba entonces una plenitud deliciosa, antes de que la razón la pervirtiera. Ahora, por ejemplo, al despertar y encontrar a Jane durmiendo confiada a su lado, a Wells lo asaltó una luminosa sensación de bienestar. En realidad, todo lo que tenía, todo lo que era, se sustentaba sobre un pilar con nombre de mujer: Amy Catherine Robbins, es decir, Jane, su Jane, la mujer que, con cuatro veloces trazos de pluma, él convertía en una simpática figurita en aquellos dibujitos con los que inmortalizaban anodinas escenas domésticas, se mofaban de ellos mismos y cepillaban de solemnidad su relación amorosa, para luego amontonarlos en una caja, quizá con el propósito de repasarlos de viejos, cuando el tiempo hubiese aumentado su valor.

Wells era escritor gracias a ella, de eso no tenía ninguna duda, porque había ido espantando todas con los años, tal vez inconscientemente, movido por la necesidad de concederle a Jane un papel crucial en su destino, una función que la transformara en alguien imprescindible en su vida, redimiéndola de la efímera condición de mero capricho que con tanta ligereza le había otorgado a los pocos días de conocerla. Los cinceles del azar habían contribuido a darle forma de escritor, sí, pero había sido la oportuna mano de su esposa la que había rematado la escultura. Sin ella, todos los empeños de su ángel de la guarda por reconducirlo una y otra vez hacia la literatura no habrían servido de nada.

Permítanme ahora que les resuma brevemente los pormenores de su transformación, lo cual nos ayudará a perfilar aún más su torturada alma. En ella, justo en su centro, le fue plantada la semilla de la literatura a la temprana edad de siete años, quizá de un modo algo brusco, pero tremendamente eficaz: el azar decidió que aquel niño destinado a grandes cosas se rompiera una pierna, pudiendo disponer así de la excusa perfecta para dedicarse sin estorbos y durante un largo tiempo a la perniciosa actividad de la lectura —según sus padres, claro está—, pues entre los juguetes, cuadernos y demás regalos con los que le sepultaron sus vecinos y familiares, había también libros. Sí, muchos libros, libros que lo envenenaron para siempre de literatura, adiestrándolo en el arte de fugarse de sí mismo, de volar lejos, sobre colinas, islas y mares remotos, mientras el caparazón de carne donde estaba encajonado permanecía echado en la cama.

Pero no fue su madre, precisamente, quien se encargó de regar aquella simiente para que el árbol que escondía pudiera desperezarse, sino todo lo contrario, pues Sara Wells estaba convencida de que el oficio de mercero era el mejor de cuantos destinos estaban al alcance de un hombre, y Wells tuvo que dilapidar su adolescencia yendo de pañería en pañería, al tiempo que intentaba proteger de las inclemencias aquella vocación temprana que había germinado en secreto en su interior, mientras todos creían que lo único que hacía era soldar el hueso de su pierna.

En la famosa pañería Rodgers & Denyer, y en muchas otras por las que paseó un rebelde ensimismamiento que lo llevaba a equivocar las vueltas cuando lo destinaban a la caja, Wells arregló escaparates, cepilló mantas y despachó rollos de silesia gris, de lienzo, de algodón, cretonas varias y manteles de paño, cosas que para él no tenían ni un origen ni una finalidad, artículos que le sorprendía que alguien entrara pidiendo, y cuyo único objetivo parecía ser el de mantenerlo a él tristemente ocupado, realizando un titánico esfuerzo que no iba a dejar ninguna huella en el mundo, salvo un centenar de casas con las cortinas adecuadas. Cuando al llegar la noche su cuerpo exhausto se desplomaba en el jergón del maloliente sótano donde se hacinaban los empleados, Wells no podía evitar sentirse como uno de aquellos estorninos que trazaban círculos en el aire, creyendo que se estaba moviendo por propia iniciativa cuando lo que hacía era seguir el rumbo de la bandada. Decidió entonces protestar, revolverse, rebelarse de un modo menos pasivo contra el destino al que lo empujaba su madre. Nada alivia mejor el mareo que dar vueltas en sentido contrario, había dicho Shakespeare. Así que Wells intentó girar hacia el otro lado, y tras un agotador pulso con su madre que duró varios años, logró que su vida discurriera por el cauce de la enseñanza, un ámbito mucho más amable y estimulante, en el que tenía la consoladora impresión de no estar consumiéndose como una vela en mitad del desierto. Consiguió entrar de ayudante en la escuela secundaria de Midhurst y eso le ayudó a desembocar algún tiempo después, gracias a una oportuna beca, en la Escuela Normal de Ciencias de Londres, donde ejercía nada menos que el profesor Huxley, el célebre fisiólogo que había sido lugarteniente de Darwin y que le mostró el mundo como una inagotable fuente de saberes en la que nadie podía resistirse a beber. Bajo su tutela, Wells aprendió a diseccionar conejos y a construir barómetros, participó en debates sobre física que encendieron su imaginación y, sobre todo, se fue abasteciendo sin darse cuenta de artículos e ideas para el futuro.

Fue entonces cuando empezó a escribir, convencido de que en él había un escritor en potencia que debía aprender a andar sobre el papel mientras malvivía de la enseñanza. Pero aquellos primeros escritos no eran otra cosa que un triste remedo de literatura, sin la menor gracia ni imaginación, y ni siquiera se le pasaba por la cabeza adobarlos con los conocimientos científicos que iba acumulando en su cerebro como quien amontona trastos inútiles en un desván.

Por fortuna, el azar volvió a concederle otra tregua para que pudiera reflexionar sobre ello, si bien lo hizo con la misma contundencia de la vez anterior: aplastándole un riñón durante un partido de fútbol mientras daba clases en la Academia Holt, de Wrexham. Tras el accidente, un médico de los alrededores no dudó en declararlo tísico, lo que en aquella época equivalía a bendecirlo con el aura romántica de los marcados por la muerte. Al principio, sobrecogido por el diagnóstico, Wells asumió su nueva condición de desahuciado con entereza, sintiéndose como uno de esos personajes de las ficciones sentimentales, aquellos seres frágiles y entrañables condenados a una muerte inopinada y prematura que tanto hacían llorar a las damas. Pero una vez se repuso de la impresión, decidió rebelarse contra aquella enfermedad agorera que tan alegremente anunciaba el fin de sus días, no solo porque daba al traste con sus ganas de vivir y con sus ansias de demostrarle al mundo lo que era capaz de hacer, sino por una razón mucho más sencilla y poderosa: no quería morir siendo virgen. Eso le hizo aferrarse con desesperación a la vida. Puede decirse que la suya fue una rebelión sexual: la inminencia de la muerte convirtió el hecho de cohabitar con una mujer en una experiencia tan imprescindible y enloquecedoramente deseable que la idea de que cerraran sobre él la tapa de un ataúd sin haberla vivido le resultó intolerable.

Pero les decía que la enfermedad le regaló una nueva tregua en la cruzada de su vida, pues la palabra «tísico» le sirvió de pasaporte para ingresar por tiempo indefinido en Uppark, una lujosa mansión arrumbada tras la loma de Karting Down en la que su madre ejercía de ama de llaves. Allí, en una habitación soleada y confortable, sumido en un vaivén de recuperaciones y recaídas, Wells pudo reencontrarse con los libros. Durante los cuatro meses que estuvo alojado en Uppark, leyó poesía, novela y cualquier otro género que cayera en sus manos, pero ya no lo hizo con la voracidad del lector, sino con la atención de un aprendiz de escritor, de un voluntarioso aspirante al parnaso de las letras. Leyó atento a la prosa, a la flexibilidad de las frases, a la música interna de cada párrafo, a los giros, rápidos y meandros de la trama, a la evocación que conseguía transmitir un adjetivo oportuno, sabiamente espigado del trigal del diccionario. Leyó siendo por vez primera consciente del arte que encerraba la escritura. Leyó con los ojos del estudioso, convencido de que si diseccionaba cada página con atención, hurgando en sus entrañas como hacía con los conejos de la Escuela Normal de Ciencias, lograría reproducir cualquier estilo. Y leyó con la seguridad de que, si escribía con el mismo celo y usando los mismos recursos que los autores que firmaban aquellos libros, en vez del modo deslavazado y ciego con que lo había hecho hasta entonces, se convertía en uno de ellos. Allí, en la paz de su cómoda habitación, Wells sufrió una pequeña pero providencial revelación, un cambio de perspectiva que terminaría por salvarle la vida: comprendió que tenía las armas necesarias para enfrentarse al papel, que había tenido la fortuna de nacer con ellas; ahora se trataba simplemente de afilarlas y aprender a manejarlas, de imitar las fintas y florituras que ponían en práctica los otros esgrimistas.

Con una idea mucho más clara de lo que era la escritura y lo que él podría lograr con un poco de paciencia, releyó lo que había escrito hasta entonces, lo juzgó grotesco y lo arrojó al fuego. Aún le quedaba mucho por aprender, pues había descubierto, estupefacto, que desconocía en su mayor parte los rudimentos de la escritura, todo lo que podían dar de sí las palabras. Tuvo que reconocer que hasta entonces no había escrito: había estado garabateando folios, jugando a escribir, a creerse escritor simplemente porque sabía redactar. Pero nunca había hecho literatura. Rumió todos aquellos pensamientos entre las lomas cubiertas de tejos que rodeaban Uppark, y de pronto sintió una desesperada urgencia por recuperarse, por desbaratar aquella pose de inválido y volver al mundo del que había huido con tan poca dignidad, preparado para un segundo asalto con sus guantes nuevos. Podría decirse, en fin, que renació cual ave fénix de entre el brezo de Uppark.

Renovado, atravesado por la euforia, Wells decidió buscarse un empleo decente en Londres hasta que dominara los arcanos de la escritura. Por desgracia, unos pocos meses bastaron para apagar las esperanzas que había depositado en que sus escritos constituyeran algún día una fuente de ingresos. Pese a todo su esfuerzo y sacrificio, pese a abusar del trabajo en detrimento de su delicada salud —en aquella época el dinero solo le llegaba para alimentarse de pan con queso y algún huevo escaldado—, lo único que logró arrancarle a la vida durante ese laborioso período fue la publicación de un puñado de ensayos que nadie entendía, un diploma en zoología y un matrimonio insatisfactorio con su prima Isabel. En esa situación se hallaba, con la triste impresión de estar remando en una ciénaga, cuando Jane apareció para ayudarle a desbrozar el sendero hacia su destino.

Jane, su Jane, irrumpió en su vida una mañana cualquiera, con el sigilo de un fantasma: Wells entró en el aula para impartir su correspondiente clase de biología cuando, entre la maleza de aburridos alumnos, distinguió a una muchachita rubia y frágil, de ojos del color de la tierra mojada, que le sonreía con admiración desde un pupitre del fondo. Inmune a la desidia general, aquella alumna no cesaba de asaetarlo con preguntas inteligentes, por lo que desplazar un taburete junto a su mesa para instruirla sobre anatomía comparativa le pareció lo más natural del mundo. Pronto, la duración de las clases les resultó insuficiente, y ambos se dedicaron a alargarlas mediante charlas en el aula vacía o en paseos hasta la cercana estación de Charing Cross. Y sin saber muy bien cómo, abandonado a aquella dulce rutina, Wells dejó que el interés que sentía por la atrevida inteligencia de la muchacha se convirtiera en un cariño afectuoso por el resto de su persona. A medida que pasaban los días, le resultaba cada vez más inevitable contemplarla como el tipo de compañera que él quería, como la persona a cuyo lado podría vencer la soledad de su interior y alcanzar el equilibrio que necesitaba para enfrentar la vida con otro talante. Así que, como suele suceder casi siempre en estos casos, aquella amistad cada vez más profunda terminó por desbaratar su matrimonio. En realidad, pese a la trascendencia con que Wells quiso adornar su actuación, lo que ocurrió fue terriblemente simple: se vio obligado a elegir entre dos personalidades opuestas: su fría y anodina prima, o la leída y risueña Jane. Escogió lo que más necesitaba, como es natural. Y con la complicidad de Jane, catalogó como una historia de amor honesta e inevitable lo que sospechaba que no era más que un revoltijo de impulsos y caprichos, tal vez una huida oportuna, quizá tan solo un experimento cuyo resultado a la larga carecía de importancia. Se creyeron únicos, y eso les llevó a prestigiar sus sentimientos, a disfrazar de pasión lo que no era más que una comunión intelectual, una conjunción de intereses vitales alejada de cualquier fogosidad. Lo que tenían entre manos era una aventura que el mundo no había conocido antes, se dijeron, un amor distinto al de los demás, una pasión imperiosa si usaban la terminología de Shelley. Y eso les facultaba para hacer cualquier cosa en nombre de ese amor que al parecer les enturbiaba la razón, como voltear la moralidad aceptada en cualquier ámbito de la vida.

Cansados de ser repudiados socialmente por convivir juntos, se casaron en cuanto Wells obtuvo el divorcio, a pesar de renegar del matrimonio como si aquel desprecio fuera otra muestra más del espíritu erudito y elevado que creían obligado cultivar. Y enseguida constató Wells que no se había equivocado en saldar el errado matrimonio con su prima, pues Jane se ciñó el papel de compañera perfecta de inmediato: se encargó de mecanografiar sus manuscritos, de corregir sus artículos e incluso de darle consejos, de administrar el dinero, de realizar sus declaraciones de impuestos y de liberarlo, en fin, de cualquier tarea trivial que lo obligara a descender a tierra desde la mágica región de los sueños en la que él permanecía refugiado la mayor parte del día.

Esa era Jane, sí, su Jane, la aliada idónea, la cómplice de todos sus crímenes, la sacerdotisa dedicada a proteger sus cosechas del frío y el pedrisco, que solo a veces se refugiaba en su despachito, donde podía liberarse del personaje que con tanto agrado y eficacia interpretaba para él y trabajar en su modesta y refinada obra literaria. Con una sonrisa complacida, Wells toleraba aquella parcela de intimidad de su esposa, incluso la fomentaba, pues sabía que ella era feliz emulando a Edith Sitwell en su cuartito, practicando aquella amable fantasía que a él le resultaba indiferente. Habían logrado construir, en fin, una máquina que funcionaba a la perfección, una vida tranquila y estimulante cuya armonía provenía del esfuerzo mutuo por comprender y disculpar las imperfecciones del otro, una alianza indestructible que se sostenía en equilibrio sobre aquella atracción primera que ambos habían disfrazado tácitamente de amor irremediable.

El escenario que el azar escogió para el último acto de su metamorfosis en escritor fue la habitación de Mornington Road, donde había desembocado su huida. En aquel cuarto diminuto, que les obligaba a ensayar una arriesgada coreografía si no querían chocar el uno con el otro a la hora del aseo, fue donde Jane le hizo comprender, durante largas y agotadoras charlas, que él no tenía por qué imitar a otros escritores, pues su origen y educación excepcionales le proporcionaban un enfoque fresco e inédito a todo lo que escribía. Tozudo como era, a Wells le costó aceptar eso, pero cuando probó a hacerlo, descubrió sorprendido que ella tenía razón. Su escritura se benefició enormemente de la libertad de movimientos que le otorgaba el hecho de ser él mismo sobre el papel, con todo lo que había vivido y aprendido, con todo lo que arrastraba a sus espaldas, con todo lo que era. Todo cuanto supuraba su pluma bajo la consigna que Jane le había dado resultaba novedoso, original, increíblemente atrevido. Y bajo los efectos de aquella inyección de confianza, pronto adquirió Wells una notable destreza desarrollando historias a partir de anécdotas científicas. La mayoría de las revistas y los periódicos de Londres se rindieron ante aquellos artículos y relatos rebosantes de imaginación, capaces de hacer soñar a toda Inglaterra. Supo entonces Wells que la metamorfosis se había completado. Sí, la escultura estaba, al fin, terminada, gracias a la providencial aportación de Jane, que de ese modo se había encadenado a él para siempre. Ya no la amaba solamente: también le debía su vida, e incluso su futuro, todo cuanto aún no le había ocurrido.

Aquel fue su segundo renacer, un definitivo cambio de perspectiva que desembocaría en su primera novela, La máquina del tiempo. Esa obra no solo le reportó ciento cincuenta libras, sino que le permitió pasar del estatus de periodista al de autor con nombre propio. Gracias al inesperado y creciente éxito de sus siguientes novelas se mudaron a Woking, a una casita pareada en Maybury Road, donde el aire limpio del campo recorrió como una caricia balsámica sus castigados pulmones. Allí, en la mesa de la cocina, y acunado por el traqueteo de los trenes que se dirigían hacia Lynton, había escrito El hombre invisible y La guerra de los mundos, y por los brezales de los alrededores había pedaleado subido a su resplandeciente bicicleta, escogiendo los sitios que luego serían destruidos por sus marcianos, antes de que un nuevo soplo de dinero les permitiera trasladarse a la casa de Worcester Park en la que vivían ahora.

Se levantó con cuidado de no despertar a Jane, que dormía recogida a su lado, imitando con su respiración el vaivén del mar. Abandonó el dormitorio, se aseó con rapidez e inició su habitual peregrinación por la casa, que en aquellos momentos se hallaba sumergida en un silencio entumecido. A Wells le gustaba levantarse antes de que amaneciera, cuando el mundo todavía no estaba del todo construido, y ahoyar con pasos de intruso aquella hora previa a su jornada laboral, donde podía vagar libre de cualquier ocupación. Como un mariscal que se pasea orgulloso por el campo de batalla sembrado con los despojos del enemigo, recorrió cada habitación, comprobando que nadie hubiese invadido durante la noche el territorio que tanto le había costado conquistar. Todo parecía estar en orden: los muebles no se habían movido de su sitio, la luz del alba que se filtraba por las ventanas tenía la inclinación correcta, las paredes seguían conservando el mismo color. No era una casa muy lujosa, pero sí mayor que la de Woking, e infinitamente más grande que la madriguera que ocuparon en Mornington Road, y ese progresivo aumento de tamaño de sus refugios reflejaba para él mejor que cualquier otra cosa el crecimiento de su éxito.

Pero ese no era el único motivo por el cual algún día tendría que dar gracias al Creador. La fortuna debía de considerarse en deuda con él, pues, aparte de ofrecerle un pequeño refrigerio de gloria, también había retirado de su cuello la espada de Damocles que representaba la tuberculosis. Sus pulmones habían sufrido sin duda un proceso degenerativo, pero nunca lograron descubrir en ellos ningún campamento de gérmenes tuberculosos, por lo que su castigado tejido pulmonar había terminado cicatrizando y, pese a lo que le había augurado aquel medicucho de Wrexham adicto a las novelas sentimentales, él continuaba en el mundo. Quizá había perdido su aureola romántica, sí ¡pero seguía vivo, ocupando un espacio, robando oxígeno, produciendo sombra, soltando festivas ventosidades cuando era menester! Y así pensaba seguir varias decenas de años más; sobre todo ahora que la vida parecía dispuesta a depararle únicamente momentos gozosos.

En el salón había una estantería que exhibía las ediciones de las cinco novelas que había publicado hasta el momento, palpables encarnaciones de su esfuerzo e imaginación. Aquel puñado de obras le había reportado un vago prestigio en Inglaterra, que empezaba a contagiarse también a América, aunque como ya les he adelantado, él no se sentía muy orgulloso de ninguna de ellas. A La máquina del tiempo, que abría el desfile, le guardaba cierto cariño, no tanto por sus virtudes como por haberle permitido, gracias a su relativo éxito, vivir de la escritura. Tomó la edición de La guerra de los mundos, que cerraba el desfile, recién aparecida en la editorial Heinemann, y la acunó en sus manos con suma delicadeza, como si se tratase de un cesto de huevos. Aquella novela también gozaba de su afecto, aunque en este caso eso se debía a que acababa de publicarse, por lo que aún no había tenido tiempo de desarrollar hacia ella la repulsa que con el tiempo inevitablemente acababa ganándolo, pues Wells padecía una de las maldiciones que con más frecuencia atacan a los escritores: lo atormentaba el constante deseo de alcanzar logros que superasen su capacidad. Y debía reconocer que, se mirara como se mirase, ninguna de aquellas novelas era excepcional; tan solo el modesto y voluntarioso resultado de un esfuerzo más o menos costoso, más o menos ingrato.

Era cierto que había publicado en una época favorable, un período en el que la sombra de Dickens y Thackeray empezaba a desvanecerse, y el hábito de la lectura se propagaba por nuevos extractos sociales con curiosidades propias. Los editores buscaban satisfacer las demandas de aquel moderno lector publicando a escritores más jóvenes, autores que fraguasen novelas que, pareciendo nuevas, mantuviesen cierta ligazón con las obras de la generación que les precedía. El cambio de guardia se había realizado bajo un control absoluto: todos fueron presentados como los dignos herederos de sus antecesores, y en la mayoría de los casos tuvieron que cargar con una etiqueta que los calificaba como el sustituto de alguien. Él mismo había sido saludado como el segundo Dickens o el nuevo Verne, título este último que le producía tirria. Sin embargo, a pesar de contar con el favor de la crítica y el público, lo cual tenía mucho de estrategia, sus novelas podían ser consideradas cualquier cosa menos excepcionales. Y esa certeza íntima lo llevaba a plantearse una incómoda pregunta: ¿No eran excepcionales porque él era incapaz de engendrar una novela excepcional o porque carecía de las condiciones necesarias para escribirla? Como comprenderán, Wells prefería pensar que se debía a esto último, y a veces, durante sus paseos en bicicleta o simplemente como distracción para atraer al sueño, se entretenía confeccionando una lista mental de los requisitos que desde su punto de vista resultaban imprescindibles para alumbrar una novela excepcional.

Durante un tiempo, había creído que el principal de todos ellos tenía que ver con el lugar destinado a la escritura: debía ser una habitación bien ventilada e iluminada, que se encontrara apartada de cualquier fuente de ruido y que contara con un paisaje hermoso tras la ventana, a ser posible que cambiara cada día. A veces, Wells incluso se entretenía considerando cuál era la estación más favorable para escribir. ¿Qué tiempo debería reinar al otro lado de la ventana de ese idílico despacho? ¿Un día de primavera que prestara a su escritura un alegre y risueño optimismo? ¿Una tarde otoñal que impregnara sus palabras de una amable melancolía? ¿Tal vez el invierno, acolchándolo todo de nieve, rasurando el mundo de adjetivos? Pero eso ya lo había logrado medianamente en aquella casa, donde con el consentimiento de Jane se había apoderado de una de las habitaciones para transformarla en su feudo creativo, en su laboratorio de palabras. ¿Podría producir una novela excepcional allí dentro? No lo creía, no porque la vista le resultara demasiado ordinaria o su tamaño algo angosto, sino porque había deducido que de nada servían las condiciones materiales si no se completaban con cierta calma espiritual, un estado propicio que no sabía definir más que como una bonanza del alma. Estaba seguro de que esa anhelada y platónica serenidad impediría lo que había sucedido hasta entonces: que su obra resultara desaliñada, apresurada y mal corregida.

Pero ¿cómo acceder a esa paz sublime? ¿Cómo evitar la fatiga mental y las preocupaciones cotidianas que lo atosigaban al enfrentar la escritura? Wells tenía el convencimiento de que el escritor, al igual que el pintor, el escultor, el científico y, en definitiva, cualquiera que produjese un fruto de índole intelectual, un logro que hiciera avanzar a la especie o ayudara a perfilar la sensibilidad de una raza, era incapaz de llevar una vida normal porque sencillamente no era un humano normal. Para crear era imprescindible fabricarse una segunda vida suprimiendo las exigencias de la primera, la vida cotidiana, cuando representaran un obstáculo para los intereses más elevados de la principal. Sin embargo, ni aunque practicara la vida descuidada que llevaban algunos de sus colegas —viviendo en buhardillas miserables, pidiendo dinero prestado sin escrúpulos o dejándose mantener por mujeres o mecenas—, Wells no conseguiría abolir totalmente las distracciones y requerimientos que le generaba el mero hecho de existir. Lo sabía de sobra porque aunque Jane se ocupaba de liberarle de la mayoría de las obligaciones diarias, nada podía hacer con sus inquietudes, aquellos lastres interiores que impedían que su alma remontara el vuelo.

Solo podría fugarse de sí mismo y de sus circunstancias en un lugar que se hallara fuera del mundo, quizá un palacio enclavado en una tierra de ensueño, o una casa que flotara en el espacio, desde la que pudiese contemplar la Tierra con una majestuosa sensación de exclusión, con la certeza de que allí nada humano podía tocarlo o distraerlo. Pero sospechaba que a la larga también aquello le resultaría insuficiente, a menos que fuese bendecido con el don de la inmortalidad. Eso le liberaría definitivamente de la urgencia que le imponía la naturaleza efímera de la vida, del angustioso apremio con el que el hombre estaba condenado a vivir, amar, decidir y, por supuesto, también escribir. Solo entonces, bajo esas condiciones ridículamente imposibles, podría desenterrar la novela que llevaba dentro, una novela que le granjearía un lugar entre los clásicos, a la que nada habría que reprochar; una novela que sería él, su forma de pensar y de relacionarse con el mundo, su consciencia, porque cada página habría sido elaborada a base de excluir todos los otros modos en los que podría haberse elaborado. Pero aceptar que solo en esas quiméricas condiciones podría escribir una novela excepcional no le suponían ningún consuelo, evidentemente, sobre todo teniendo en cuenta que la historia de la literatura estaba jalonada de novelas excepcionales, escritas por autores que ni gozaban de la inmortalidad ni flotaban en el espacio, al menos que él supiera. Muchos de ellos incluso habían vivido en sitios inmundos acosados por las deudas y las más raras enfermedades.

La guerra de los mundos, musitó con solemnidad en la penumbra del salón, de H. G. Wells. Le gustaba susurrar el título de sus obras, como si así pudiera conferirles una existencia mayor. Se imaginaba a los londinenses bisbiseando su título al descubrirla en los escaparates, componiendo un deslavazado corro de inquisidores, personas de cuya existencia él jamás sabría, individuos anónimos que acogerían aquel libro en sus baldas, concediéndole al menos durante el tiempo de su lectura un breve protagonismo en sus vidas. Por muchas obras que publicara, jamás lograría acostumbrarse Wells al vértigo que le provocaba imaginar los numerosos destinos de su libro, las almas que conmovería o aburriría, las bocas en las que sus palabras trazarían sin saberlo un gesto de admiración o repulsa. Tampoco lograría acostumbrarse a su precariedad física, pues si bien sus palabras podrían perdurar en el tiempo, el momentáneo soporte que las acogía no dejaba de ser un objeto condenado a una vida efímera. Gracias a la magia de la imprenta, sus libros se desperdigarían por el mundo, llegarían a lugares que él ni siquiera podría imaginar, donde serían acariciados tal vez con devoción por hermosas damas, subrayados por severos hombres, maltratados por algún niño; envejecerían en olvidados estantes, amarillearían como árboles abrazados por el otoño, sobrevivirían a sus dueños amontonados en algún desván, y por último se desmigarían en silencio, derramando al fin las palabras que habían aprisionado durante tanto tiempo. ¿Existía algún otro objeto en el mundo que, sin que su dueño dejara de poseerlo, perteneciera también a muchos otros?

Reparó entonces en la carta que sobresalía de entre las páginas de la novela. La sacó tomándola por una de sus esquinas, como si le repugnara. La había recibido alrededor de un mes antes, quizá algo más, y venía firmada por Gilliam Murray, la persona que más odiaba del mundo. Sí, profesaba a aquel individuo un rencor profundo y sostenido, lo cual era toda una proeza tratándose de Wells, que desde su nacimiento no había dejado de dar muestras de su inconstancia a la hora de mantener avivado cualquier sentimiento, incluido el odio. Recordó el escalofrío que lo atravesó al descubrir en su buzón una carta de Murray, como cuando en los viejos tiempos encontraba sus invitaciones para viajar al futuro. La abrió con dedos temblorosos allí mismo, y su mente improvisó cientos de motivos por los que Murray podía haberle escrito, a cada cual más inquietante, antes de que sus ojos pudieran devorar su contenido.

Cuando la leyó suspiró aliviado. Y una vez desaparecido el miedo, lo asaltó el odio. Al parecer, Murray había vuelto a Londres desde la madriguera en la que se escondía, y tenía la desfachatez de pedirle ayuda nada menos que para reproducir la invasión marciana que él describía en su novela. En la carta no tenía reparos en reconocer su inferioridad imaginativa, insinuaba una posible recompensa si lo ayudaba, e incluso apelaba a su corazón confesándole que esta vez no lo movía ningún propósito mezquino, sino el sentimiento más noble que podía albergar el hombre: el amor. Si conseguía que un cilindro marciano apareciera en los pastos de Horsell el próximo 1 de agosto, la dama de la que estaba enamorado se casaría con él.

¿Por qué exigiría alguien esa prueba tan estrafalaria?, se preguntó Wells. ¿Quizá porque sospechaba que no podría lograrlo? ¿Le había lanzado su misteriosa amada aquel desafío con el único fin de que fracasara? Pero había una pregunta aún más importante: ¿Existía tal mujer o todo era una retorcida estrategia de Murray para conseguir su ayuda? Fuera cierto o no, él había decidido negársela. Había guardado la carta entre las páginas de su novela y se había olvidado de ella hasta esa mañana. Odiaba demasiado a Murray como para prestarle su ayuda, por muy enamorado que estuviese o fingiera estarlo. Al colocar de nuevo el libro en la estantería cayó en la cuenta de que, si después de todo, aquello era verdad, aquel era el día en el que terminaba el plazo. ¿Lo habría conseguido?, se preguntó con una vaga curiosidad. ¿Habría logrado que un cilindro marciano aterrizara en los pastos de Horsell? No lo creía. Aquello era imposible incluso para alguien como Murray, aparentemente capaz de conseguirlo todo.

Se dirigió a la cocina para prepararse el café con que solía inaugurar la jornada sintiendo que la pregunta que lo había estado atormentando los últimos días volvía a revolotear en su cabeza: ¿Le había negado su ayuda a Murray solo porque era su enemigo? Quizá hubiese llegado la hora de responderla, se dijo, mientras trasteaba con la cafetera. No, no lo había hecho solo por eso, reconoció. Había otros motivos no menos importantes, claro que sí. Como el hecho de que desde hacía un mes y medio era otro hombre. Un hombre estupefacto y atemorizado. Un hombre que se esforzaba cada día en apuntalar su razón, que amenazaba con derrumbarse desde que emergiera de la Cámara de las Maravillas, aquel sótano del Museo de Historia Natural de Londres donde se almacenaba lo imposible, portentos que volvían el mundo asombroso, prodigios que nadie sospecharía jamás que existieran. Pero él los había visto, ¿y cómo podía uno continuar viviendo después de eso?

Durante los días que siguieron a su visita al sótano, Wells había permanecido sumido en un estado de confusión. Le embargaba una perplejidad parecida a la que había sentido de niño al descubrir que el planeta se extendía más allá de la geografía británica, la única que estudiaba en la escuela. Parecía ciertamente increíble, pero el mundo no se desvanecía al rebasar las costas inglesas, tras ellas lo aguardaban el Coliseo, el Taj Mahal, las Pirámides. Aquel descubrimiento le había permitido fijar los límites espaciales del planeta, del mismo modo que gracias a su visita a la exposición de prehistoria del Crystal Palace, donde se exhibían algunas reconstrucciones de escayola del megaterio y de diversos dinosaurios, había podido establecer su edad, el tope temporal del pasado, más allá del cual la existencia era un puro eufemismo. Así pues, durante toda su vida, Wells había creído habitar el mundo tal como era y había sido, un mundo cuyas coordenadas espaciotemporales habían sido cuidadosamente perfiladas por la ciencia. Pero ahora sabía que aquellos límites eran erróneos, que el mundo se extendía más allá de las falsas fronteras que el puñado de gobernantes que decidían lo que debían conocer y lo que no se esforzaban en trazar.

Al salir del museo, Serviss le había dicho que de él dependía si creía que lo que había en la Cámara de las Maravillas eran prodigios auténticos o reproducciones falsas. Y Wells se había decantado por lo primero, había dado por verdadera la existencia de lo sobrenatural usando la lógica, porque si todo aquello era falso, ¿qué sentido tenía ocultarlo bajo llave? A raíz de esa decisión ahora se sentía rodeado por lo asombroso, cercado por lo mágico. Ahora sabía que un buen día, cuando saliera al jardín a arreglar los rosales, podía encontrarse a un grupo de diminutas hadas jugando al corro. Era como si todos los libros del planeta hubieran sufrido un descosido por el cual se fugaba la fantasía, calando en el mundo de tal modo que resultaba imposible distinguir la realidad de la ficción.

Pero con los días, Wells había logrado sortear su perplejidad, pues, a la larga, saber que existía lo asombroso no cambiaba nada, ya que quizá las hadas solo jugasen en su jardín cuando él dormía. Su presente seguía siendo el mismo, su vida debía continuar desliándose únicamente en la realidad que podía tocar, una realidad insulsa, medida, desapacible. Lo demás solo eran sueños, leyendas, cuentos de viejas. Pero aunque logró emerger de su confusión, en el alma le había quedado un poso de amargura, la incómoda sensación de estar viviendo una farsa, de moverse en un escenario diminuto, levantado por aquel puñado de mandamases que decidían qué debía permanecer entre bambalinas. ¿Qué derecho tenían aquellos hombres a estrechar el mundo? Como él, no eran más que una mota de polvo en el universo, una impresión pasajera en el tiempo. Pero como el director del museo le había dicho a Serviss, había fronteras que no todo el mundo estaba preparado para rebasar. Y él había pagado el precio, pues una cosa tenía clara: jamás volvería a escribir fantasía. ¿Cómo hacerlo sabiendo que en el mundo existían más prodigios de los que los escritores podrían nunca imaginar? Había escrito una novela en la que especulaba sobre la existencia de los marcianos sencillamente porque hasta entonces no había tocado uno con sus propias manos. Pero eso había cambiado: ahora lo había hecho, había tocado el brazo de un marciano auténtico, un marciano que surcaba los cielos en un platillo volador y que se parecía más a las polillas que a los pulpos de las pescaderías. Bajo esa perspectiva, ¿qué sentido tenía ayudar a Murray a reproducir una invasión marciana tan ridícula como la que él había descrito?

Se sirvió una taza de café y se sentó junto a la mesa de la cocina, ante el ventanal que daba al jardín. Tras los cristales, una luz suave y anaranjada tallaba morosamente el mundo. Wells contempló el paisaje que surgía ante él con una dulce melancolía, sabiendo que solo era la punta de un iceberg que mantenía el resto de su volumen bajo el agua, oculto a los ojos de la mayoría. Tomó un sorbo de café y suspiró. Ya era suficiente. Si quería conservar su cordura, era preferible olvidar todo lo que había visto en la Cámara de las Maravillas, se dijo. E intentó concentrarse en solucionar los problemas argumentales de El amor y Mr. Lewisham, la novela realista que planeaba escribir.

Fue entonces cuando algo lo cegó. Era un destello proveniente del exterior. Wells se incorporó un poco y aguzó la vista, intentando averiguar qué causaba aquel reflejo que le obligaba a entrecerrar los ojos, tal vez con la secreta esperanza de distinguir al fin alguna de las hadas que había visto fotografiadas en la Cámara de las Maravillas. Pero descubrió con sorpresa que se trataba de una mano metálica que pugnaba por abrir su cancela. La observó desconcertado. La prótesis pertenecía a un joven muy flaco que lucía un elegante terno oscuro. Cuando al fin logró abrir la pequeña verja, asistiéndose con la otra mano, Wells lo observó mientras cruzaba el camino de piedra en dirección a la puerta de entrada. Por la mueca de decepción que le aflojaba los labios, dedujo que le fastidiaba la torpeza con la que manejaba la mano artificial que despuntaba bajo la manga derecha de su chaqueta. Posiblemente había intentado abrir la cancela con ella para ejercitarla, con nefastos resultados. ¿Qué querría de él un individuo así? Wells corrió a abrirle antes de que hiciera sonar la campanita, para evitar que despertara a Jane.

—¿Es usted el escritor H. G. Wells? —inquirió el desconocido.

—Así es —respondió Wells con cautela—, ¿en qué puedo ayudarle?

—Soy el agente de la División Especial de Scotland Yard Cornelius Clayton —el joven hizo revolotear una placa ante sus narices—, y he venido para pedirle que me acompañe a Woking.

Wells guardó silencio, observando atentamente al desconocido, que a su vez lo observaba en silencio a él. Y puesto que ya saben de sobra cómo era Wells, pasaré a describirles al agente Clayton, quien nos acompañará hasta casi el final de esta historia. El joven poseía un rostro alargado y resuelto, coronado por una mata de cabello rizado que se le derramaba por la frente en una cascada de bucles negrísimos. Sus ojos, estrechos y penetrantes, estaban acentuados por unas cejas muy pobladas, y su boca, de labios gordezuelos, parecía fruncida en un gesto de leve desagrado, como si continuamente le llegaran vaharadas de olores nauseabundos. Por último, su fisonomía era tan puntiaguda que no costaba imaginárselo alojado en el ánima de un cañón, dispuesto a ser disparado en algún circo.

—¿Para qué? —preguntó al fin Wells, aunque ya sabía la respuesta.

El agente lo observó con siniestra fijeza.

—Esta noche ha aparecido un cilindro marciano en los pastos de Horsell, tal y como usted lo ha escrito en su novela.