Dos semanas habían bastado, sin embargo, para convertir a un hombre feliz en un hombre desesperado. Había llegado a Londres a principios de junio, y se había puesto manos a la obra de inmediato, solo para constatar que reproducir una invasión marciana no era tan fácil como había pensado. Ahora, la mañana del decimoquinto día, Murray caminaba hacia su empresa para asistir a un nuevo ensayo, aunque sospechaba que lo que iba a ver le gustaría tan poco como las veces anteriores. No había podido agrupar al mismo equipo con el que había trabajado hacía dos años, cuando trasladó a sus contemporáneos al año 2000, y aunque Martin le había asegurado que los hombres que había reunido eran igual de competentes, aquella afirmación solo había servido para revelarle que su empleado tenía cierta tendencia a las aseveraciones desmesuradas. Imbuido de fatalidad, Murray cruzaba aquella luminosa mañana de verano contemplando con fastidio cómo la hermosa luz prestaba a las cosas una rotundidad inusual, una verosimilitud que nadie podría discutir.
Una vez en Greek Street, se deslizó hasta el interior del viejo teatro sin ser visto. Martin, un hombretón pelirrojo casi tan grande como él, salió a recibirlo al vestíbulo.
—Ya está todo listo, señor Murray —le anunció.
—Te he dicho que me llames señor Gilmore, Martin. El pobre señor Murray murió hace dos años.
—Lo siento, señor Gilmore, es la costumbre.
Murray asintió distraído.
—Bien, no importa… —dijo, ansioso—. Veamos qué habéis conseguido esta vez.
Martin lo guio hasta el almacén donde tendría lugar la representación. Arrumbado en una esquina de la vasta estancia, como la única muestra superviviente de su pasado dorado, se encontraba el Cronotilus. Murray le dedicó una mirada afectuosa antes de clavar sus ojos en el cilindro marciano que ahora ocupaba el centro del almacén. Como las veces anteriores, se detuvo a unos cinco o seis metros de él, a la distancia que según sus cálculos se acercarían los asombrados testigos. En lo que al cilindro se refería, debía reconocer que la cuadrilla de Martin había realizado un trabajo magnífico, pues era exactamente igual a como lo describía Wells: un cilindro de superficie cenicienta de unos treinta metros de diámetro. En la novela que le servía de guía, la máquina marciana, que era disparada desde Marte como si se tratara de un proyectil, recorría los sesenta millones de kilómetros de insondable oscuridad que lo separaban de la Tierra, irrumpía en su atmósfera, cruzaba el cielo hacia el este sobre Winchester, y finalmente se estrellaba en los pastos comunales de Horsell, causando un enorme agujero donde yacería medio enterrada, rodeada por los restos de un abeto destrozado y un anillo de hierba y grava carbonizada. Pero aquello superaba las posibilidades de Murray, evidentemente, por lo que tendría que limitarse a desarmar el cilindro, transportarlo hasta Horsell en la oscuridad de la noche, volver a armarlo sobre los pastos y quemar algunos hierbajos de los alrededores, para que el amanecer lo mostrara al mundo como si realmente hubiera surcado el espacio para estrellarse justo allí.
Pero desgraciadamente la máquina por sí sola no era suficiente. De ella debía salir también un marciano. Murray suspiró, e hizo una señal con la mano a Martin, que lanzó un grito, dirigiéndose al cilindro:
—¡Adelante, muchachos, que empiece el espectáculo!
Y el cilindro comenzó a desenroscarse. Lo hizo lentamente, dejando ver un delgado círculo de metal brillante entre la tapa y el borde, al tiempo que emitía un ligerísimo silbido. En la novela de Wells, la cápsula tardaba en desenroscarse casi todo el día, de modo que su tapadera caía cuando el atardecer teñía de púrpura y oro el tranquilo cielo inglés. Para entonces, una expectante multitud de curiosos y periodistas se arracimaba en torno al cilindro. Murray ya había calculado que tendría que ordenar a los hombres que se ocultaban en su interior que lo abrieran al mismo ritmo, para que durante la larga espera la noticia de la llegada de los marcianos tuviera tiempo de propagarse por el país y, sobre todo, de aparecer en los periódicos. Tal vez tendría que practicar en el casco algunos orificios de ventilación convenientemente disimulados, si no quería perder a ninguno de sus hombres en la representación. Y también sería necesario calentar la superficie del cilindro de algún modo, no tanto para simular que había atravesado la atmósfera de la Tierra como para impedir que algún curioso se acercara demasiado al artilugio.
Abandonó aquellas consideraciones al observar cómo asomaba ya casi medio metro de brillante rosca. La tapa cayó un segundo después, produciendo un inquietante estruendo al golpear contra el suelo. Murray contuvo entonces el aliento, como hacían en la novela los numerosos testigos congregados en torno al cilindro, preparándose para contemplar lo que se escondía en su interior. Todos esperaban ver emerger a un hombre, tal vez con algunas ligeras diferencias en su fisonomía, pero hombre al cabo. Un hombre de Marte. Sin embargo, lo que se movía en la oscuridad no parecía humano. Asustados, los curiosos percibían algo gris y ondulante, y dos discos luminosos que solo podían ser ojos, antes de que del interior surgiesen un par de tentáculos que se desenroscaban en el aire para aferrarse luego al borde del cilindro, desencadenando un temporal de gritos horrorizados. Emergía entonces del artilugio, lenta y penosamente debido a que la fuerza gravitatoria de la Tierra era superior, una masa grisácea y redondeada del tamaño de un oso. Según la descripción de Wells, el cuerpo de la criatura resplandecía como cuero mojado, y su rostro tenía dos enormes ojos oscuros y una boca jadeante en forma de V, que dejaba escapar una baba espesa y desagradable. Unos segundos después, el marciano parecía arrojarse deliberadamente al pozo, en cuya intimidad fabricaría la máquina voladora con forma de manta raya con la que atacaría las ciudades de la Tierra. Pero antes, de su improvisado refugio surgiría una especie de mástil rematado en un espejo parabólico. Tras oscilar de un modo siniestro durante unos segundos, de su pulida superficie brotaría un rayo calórico que efectuaría un atroz barrido de la zona, calcinando todo lo que encontraba a su paso, ya fueran árboles, matorrales o personas. Por supuesto, Murray no pensaba matar a los civiles que se reunieran ante su cilindro, entre los que se hallaría la señorita Harlow. Tenía que espantarlos, por lo tanto, sirviéndose solamente de la aparición del marciano. Eso debía resultar suficiente para generar los titulares que pondrían el corazón de Emma en sus manos, o al menos le permitirían casarse con ella.
Murray tomó una honda bocanada de aire y aguardó a que la reproducción del marciano que habían confeccionado sus hombres surgiera del cilindro. Se preparó para enfrentar todo el horror que contenía el universo, y de inmediato sintió cómo lo inundaba el espanto más terrible. Aunque no precisamente por lo que él esperaba, pues lo que emergió del cilindro no daría miedo ni a un niño, se mirara como se mirase: era una suerte de muñeco de trapo al que habían cosido unos tentáculos de cartón pintado, en cuya cabeza se apreciaban dos lamparitas eléctricas encendidas sobre el descosido que representaba la boca, que vomitaba una especie de puré de guisantes mezclado con alguna otra porquería más espesa. Durante unos segundos, el supuesto marciano se agitó de forma ridícula de un lado a otro, simulando el peso de nuestra gravedad, y finalmente un par de manos lo arrojaron del cilindro. Se estrelló contra el suelo produciendo un sonido sordo que delataba que estaba relleno de tierra. Cuando el espectáculo concluyó, Martin no pudo reprimir unos aplausos. Luego miró a su jefe con expectación.
—Y bien, ¿qué le ha parecido?
—Dejadme solo —ordenó Murray.
—¿Cómo dice? —preguntó Martin.
—¡Dejadme solo!
Desconcertado, Martin aporreó el casco del cilindro. Una portezuela disimulada en su estructura se abrió y el par de hombres que manejaban la marioneta salieron gateando.
—¿Le ha gustado esta vez, Martin? —preguntó con ilusión uno de ellos.
—El patrón necesita meditar a solas, Paul —respondió Martin, haciéndoles un gesto para que lo siguieran afuera de la estancia.
Cuando al fin se quedó solo, Murray dejó escapar un suspiro desolado, que revoloteó por la estancia como una hoja al viento. Aquello iba de mal en peor. La primera vez habían optado por disfrazar a uno de ellos de marciano, pero el disfraz, hecho de cartón pintado y lana, no había logrado transmitirle la sensación de encontrarse ante un habitante de otro mundo, aunque sí ante una oveja trasquilada por un ciego. Disgustado por el resultado, Murray había contratado a un par de empleados del Museo de Madame Tussauds para que moldearan un marciano de cera, pero el resultado, aunque más verosímil que el hombre disfrazado, tenía el aire amable de un muñeco de nieve y, naturalmente, carecía de movimiento, por lo que a la larga se antojaba poco terrorífico.
Lo que ahora había visto surgir del cilindro todavía daba más pena. Se acercó al marciano de trapo, que permanecía en el suelo, tumbado de costado a un lado de la máquina marciana. Aquel monigote era lo único que se interponía entre él y su matrimonio con Emma. Sin poder contenerse, lo lanzó de un puntapié al otro lado de la habitación. Propulsado por su ira, el muñeco rodó por el suelo, perdiendo en el desplazamiento una de las bombillas Robertson que tenía por ojo. Murray sacudió la cabeza. Necesitaba pensar, dar con una buena solución de una vez por todas y cuanto antes, pues el plazo empezaba a agotarse.
Abandonó el almacén y subió las escaleras que conducían a su despacho. Allí se sirvió una copa de brandy. Sentado en su sillón, la paladeó con calma, intentando serenarse. No quería abandonarse a uno de sus inevitables y estériles ataques de furia, que tras su enamoramiento ya consideraba cosa del pasado. Era preferible pensar con tranquilidad sobre el asunto. Aún no estaba todo perdido, aún quedaba tiempo. Tomó una de las cartulinas que había sobre su mesa, que mostraba el esbozo a lápiz del marciano que él mismo había dibujado siguiendo la descripción de Wells, para que sus hombres dispusieran de un modelo a la hora de trasladarlo a la realidad. Si el escritor hubiese descrito una cosa más sencilla… Pero no, aquella especie de pulpo evolucionado era imposible de replicar. Había viajado a Londres pensando que el encargo de Emma sería fácil de llevar a cabo, un puro trámite que resolver antes de poder arroparla en sus brazos de por vida, pero crear un marciano era complicado. Casi parecía más fácil volar a Marte y cazar uno. Tuvo que reconocer que su imaginación, en la que siempre había confiado, le resultaba ahora insuficiente. Él, que había hecho viajar a toda Inglaterra al año 2000, era incapaz de recrear una estúpida invasión marciana. Había pecado de exceso de confianza. Se había creído el Gran Murray, el mago de lo imposible. Y la realidad acababa de demostrarle que solo era Monty G., un triste maestro de marionetas. Finalmente, la copa de su cólera rebosó. Arrugó el dibujo con furia y lo arrojó a la papelera.
—¿Por qué? —bramó levantándose de su sillón, y alzando al techo el rostro desencajado, exigiendo una respuesta—. ¿Por qué me lo pones tan difícil justo ahora, maldita sea? ¡No quiero lucrarme con esto! ¡Solo quiero enamorar a una mujer!
El Creador permaneció en silencio, como era su costumbre desde tiempos inmemoriales. En respuesta a su antediluviano mutismo, Murray profirió un aullido lastimero, como un lobo que hubiera introducido una pata en un cepo, y sin que se le ocurriese un modo más sofisticado de manifestarle su descontento, barrió el contenido de su mesa de un manotazo, provocando que una cascada de papeles y libros se derramara al suelo. Tras aquel pobre desahogo, respiró hondo, algo más calmado. De entre sus dientes se fugó un quejido de consternación. Solo había logrado confeccionar un triste monigote, solo eso, y estaba claro que en el mes y medio que faltaba no iba a conseguir nada mejor. Necesitaba ayuda. Sí, necesitaba ayuda, y rápido. Pero ¿de quién? ¿Quién podría ayudarle? Con gesto atormentado, se asomó a la ventana y se tropezó con la misma mañana soleada que había cruzado apenas una hora antes. Le pareció que si continuaba mirándola mucho rato, acabaría contagiándole su pesadumbre: el cielo se poblaría de nubarrones y se desencadenaría una tormenta.
Entonces lo vio. Y durante unos segundos no pudo creerlo. ¿Era él, era realmente él? Sí, no había ninguna duda, se dijo Murray tras contemplarlo con detenimiento: ¡Era él! Ante sus atónitos ojos, parado en la acera de enfrente y observando la fachada de su empresa con visible rencor, se encontraba H. G. Wells. Aunque seguramente no podría verlo a causa del reflejo del sol en los cristales, Murray se apresuró a esconderse tras la cortina, y lo espió con curiosidad. ¿Qué demonios hacía allí Wells? Estudiaba el edificio, sí, pero ¿con qué intención? Desde luego, no podía sospechar que él se encontrara en su interior. Sin duda, lo imaginaba en alguna otra parte del mundo, dilapidando su fortuna cómodamente escondido bajo un nombre falso, lo cual no dejaba de ser cierto. Pero estaba claro que el viejo teatro seguía encarnando para el escritor el odioso sueño de Gilliam Murray, pues su cara de pájaro mostraba el rictus de quien acude a visitar la tumba de su peor enemigo, lamentándose de no haberlo matado él. Pero ¿por qué había aparecido justo ahora? ¿Por qué había organizado su jornada, su vida, para ocupar en aquel momento el espacio donde él había posado su mirada? Aquella coordinación no podía ser casualidad. ¿Era acaso una señal del Creador, tan aficionado a comunicarse con sus criaturas mediante ese tipo de sutiles indicaciones? Tras unos minutos en los que pareció abismarse en sus pensamientos, Wells consultó su reloj de bolsillo, echó un último vistazo al teatro y enfiló por Charing Cross Road, abandonando el Soho hacia el Strand. Parecía llevar prisa, como si alguien le estuviese esperando en alguna parte, lo cual, como saben, era cierto.
Entonces Murray se sentó de nuevo a su mesa, sacó papel y jugó unos segundos con su moderna estilográfica entre los dedos. ¿Se atrevería a hacerlo? No. Sí, claro que sí, no tenía otra alternativa. Él era un hombre que sabía reconocer las señales. Pero sobre todo era un hombre desesperado. Y los hombres desesperados son capaces de cualquier cosa. Se inclinó sobre el papel y se dispuso a escribir la carta más humillante de su vida:
Estimado George:
Imagino que no te sorprenderá recibir una carta escrita por un muerto, pues los dos sabemos que de toda Inglaterra eres la única persona que sabe que sigo vivo. Lo que sí te sorprenderá, estoy seguro de ello, es el motivo por el cual te escribo, que no es otro que para pedirte ayuda. Sí, has leído bien: te envío esta carta porque necesito tu ayuda.
Permíteme, ante todo, que no pierda el tiempo en disfrazar la verdad. Sé que me profesas un odio absoluto, similar al que yo te profeso a ti. Eso es un hecho, y ambos lo sabemos. No te será difícil comprender, por lo tanto, que escribirte estas líneas supone para mí una humillación. Pero una humillación que he decidido enfrentar por la posibilidad de conseguir tu ayuda, lo cual te dará suficientes pistas de mi desesperación. Imagíname arrodillado y gimoteando ante ti, si eso te complace. No me importa. Mi dignidad no vale tanto como para resistirme a sacrificarla. Sé que es absurdo que uno suplique ayuda a quien considera su enemigo, pero ¿acaso no es también una muestra de respeto, un modo de reconocer su inferioridad? Y yo reconozco la mía: siempre he presumido de imaginación, lo sabes. Pero ahora necesito la ayuda de alguien con una imaginación mayor que la mía. Y no conozco a nadie cuya imaginación pueda compararse con la tuya, George. Es tan sencillo como eso. Si me ayudas, estaría dispuesto a dejar de odiarte, aunque imagino que eso no será ningún aliciente para ti. Pero piensa también que te deberé un favor y, como sabes, ahora soy millonario. Tal vez esto sí te suponga un aliciente. Si me ayudas, tú mismo podrás ponerle precio a esa ayuda. El que quieras. Te doy mi palabra, George.
Y para qué necesito tu ayuda, te preguntarás. Bien, eso tal vez avive aún más tu odio hacia mí, pues nuevamente está relacionado con una de tus novelas, esta vez con La guerra de los mundos. Como sin duda tu brillante mente habrá deducido, he de reproducir una invasión marciana. Pero te aseguro que esta vez no busco demostrarte nada, ni pretendo lucrarme con ello. Tienes que creerme. Ya no preciso nada de eso. Esta vez me mueve algo que necesito por encima de todo, sin lo cual moriré: el amor, George, el amor de la mujer más hermosa que he visto nunca. Si has estado enamorado alguna vez, comprenderás a qué me refiero. Imagino que te resultará muy difícil de creer, incluso quizá inconcebible, que un hombre como yo pueda enamorarse, pero si la conocieras, lo que te resultaría extraño sería que no lo hubiese hecho. Ah, George, no tenía otra opción que caer rendido ante sus encantos, y te aseguro que su inmensa fortuna no es uno de ellos, pues como te he dicho, tengo más dinero del que podría gastar en varias reencarnaciones. No, George, me refiero a su encantadora sonrisa, a su dorada piel, a la salvaje dulzura de su mirada, incluso a la adorable manera con que hace girar su sombrillita cuando está nerviosa… Ningún hombre puede resultar inmune a su belleza, ni siquiera tú.
Pero para tenerla, George, tengo que conseguir que el 1 de agosto un cilindro marciano aparezca en los pastos comunales de Horsell, y que de su interior surja un marciano, tal y como sucede en tu novela. ¡Y no sé cómo hacerlo! Lo he intentado todo, pero como te he dicho, mi imaginación tiene un límite. Necesito la tuya, George. Por favor, ayúdame. Si lo consigo, esa dama se casará conmigo. Y te aseguro que si eso sucede, ya no me tendrás como enemigo, pues Gilliam Murray habrá muerto definitivamente. Por favor, te suplico, te ruego, que ayudes a este pobre enamorado.
Atentamente,
G. M.
Murray se reclinó en su sillón y contempló la carta, las sinuosas líneas de tinta fresca que cruzaban su blancura y que con tanta vergüenza había escrito. ¿Serían efectivas sus palabras? Pensó entonces que quizá fuera más práctico amenazar a Wells, diciéndole que Jane podría sufrir un accidente en bicicleta, por ejemplo, pero desechó la idea enseguida. Tal vez el hombre que había sido antes lo hubiera hecho, pero el hombre enamorado que era ahora ni siquiera se atrevía a considerarlo. Le resultaba una idea aborrecible. Él no soportaría que Emma pudiera sufrir ningún daño, por lo que no le costaba ponerse en el lugar de Wells y comprender cómo se sentiría en el caso de que recibiera tal amenaza por su parte. Además, tampoco era necesario desempolvar sus viejos modos de rufián.
Estaba casi convencido de que Wells lo ayudaría, y lo haría por la sencilla razón de que se creía mejor que él y estaba ansioso por demostrarlo. Esa clase de trucos siempre funcionaban con las personas moralmente íntegras, como sin duda a Wells le gustaba considerarse, lo fuera o no. Y él solo había perdido su dignidad, lo cual no significaba gran cosa. A partir de entonces, junto a Emma, se rediseñaría de nuevo, renacería como una persona mejor, un individuo distinto, inmaculado, redimido por el amor. Sopló la tinta, guardó la cuartilla en el sobre y lo selló.
Echó la carta al correo al día siguiente. Y esperó.
Esperó.
Esperó.
Hasta que al fin comprendió que Wells jamás le respondería. El escritor no tenía intención de ayudarle, al parecer. Su odio era más poderoso de lo que él creía, lo enturbiaba demasiado, lo envenenaba. Durante un par de días, consideró la posibilidad de enviarle una nueva carta, escrita en términos aún más serviles, o incluso visitar al escritor y arrojarse a sus pies para abrazar sus enclenques rodillas hasta que a este no le quedara otra alternativa, si quería reanudar su vida, que la de ayudarle. Pero acabó descartando aquellas opciones, pues en el fondo sabía que serían inútiles. Un hombre de negocios como él tenía el suficiente olfato para reconocer cuándo alguien era inmune a la insistencia civilizada.
Wells no iba a ayudarle, estaba claro, a no ser que lo secuestrase y lo obligara bajo tortura, y después, por supuesto, le quitara de en medio para evitar su comprensible denuncia. Pero ya he dejado claro que para Murray esos métodos pertenecían al pasado. Así que si quería fabricar un marciano creíble, tendría que hacerlo solo. Y cuanto antes, o el 1 de agosto Emma Harlow contemplaría con una sonrisa de triunfo los pastos comunales de Horsell, que se agitarían suavemente sacudidos por la brisa del verano, sin que ninguna presencia de otro mundo alterase su deliciosa paz terráquea.