17

Montgomery Gilmore regresó a Inglaterra dos años después de haber muerto. Lo primero que hizo al llegar a Londres fue dirigirse a cierta placita del Soho en cuyo centro se hallaba una escultura en bronce del hombre que había pasado a la Historia como «el Dueño del Tiempo». No todo el mundo tenía el privilegio de poder contemplar la estatua que conmemoraba su muerte. Montgomery Gilmore, el hombre que en otro tiempo fue conocido como Gilliam Murray, se comparó con ella atentamente, como si estuviera ante un espejo. Pero lo cierto era que, tras los cambios a los que había sometido su cuerpo, ahora apenas guardaba con la figura un vago aire de familia. Cuando uno pesaba ciento veinte kilos, no tenía más que adelgazar unos pocos para convertirse en otro, aunque él, por si acaso, también se había dejado crecer la barba y el bigote, se había cortado el pelo e incluso había aprendido a vestir de un modo más discreto. Le complació lo distinto que parecía tras su metamorfosis. Y sonrió divertido ante el gesto de encantamiento que su réplica trazaba en el aire con una de sus manos, tan propio de un embaucador. También le agradó la reproducción que el escultor había realizado de su fiel Eterno, al que había dejado en Nueva York a cargo de Elmer tras considerar que su compañía podría arruinar su disfraz.

La caída de un excremento de paloma sobre la cabeza de la figura le hizo torcer el gesto. Ya se había permitido el lujo de ver la escultura, no era necesario permanecer allí más tiempo para conocer de primera mano todos los sinsabores que le esperaban hasta que finalmente alguien mandara demolerla: el lento pero mortífero desgaste de la lluvia, el viento y el paso de los años, las pintadas y ataques de los vándalos, el cruento cañoneo de las incontables generaciones de aquellas simpáticas palomas. Sí, aquella afrenta era un adelanto más que suficiente del futuro. Murray le dedicó a la escultura una mueca de solidaridad y se encaminó hacia Greek Street sin ninguna prisa, saludando a los viandantes con los que se cruzaba con una amable inclinación de cabeza. Sonrió con satisfacción al comprobar que nadie le reconocía, pese a estar inmortalizado en bronce unas calles más atrás. Aunque lo cierto era que tampoco le preocupaba demasiado, pues si alguien lo hacía, probablemente creería, dada la afición de los ingleses por el espiritismo, que se trataba del fantasma de Gilliam Murray. Eso era más fácil de aceptar para ellos que el hecho de que alguien pudiera fingir su propia muerte con tanta perfección.

Una vez llegó a Greek Street, se detuvo ante la fachada de su empresa, por la que había dado la vida. Se trataba de un antiguo teatro que él mismo había mandado remodelar, ataviando su fachada con motivos que aludían al tiempo, como una cenefa tallada de relojes de arena o un frontón en el que se distinguía a Cronos haciendo girar la rueda zodiacal con una mirada malévola. Entre el grabado del dios y el dintel, unas pomposas letras esculpidas en mármol rosado anunciaban: VIAJES TEMPORALES MURRAY. Murray subió la escalinata y observó con melancolía el cartel que había junto al portón de entrada, que invitaba a los viandantes a visitar el año 2000. Como saben, el dibujo mostraba una escena de la guerra del futuro: al bravo capitán Shackleton cargando con fiereza contra su archienemigo, el autómata Salomón. Murray esperó a que la calle estuviera desierta para extraer la llave de su bolsillo y entrar sigilosamente en el edificio. En el interior, olía a pasado, a abandono, a recuerdos deslucidos. Murray se detuvo en el amplio vestíbulo a escuchar el silencio que lo habitaba, porque eso era lo único que producía ahora la legión de relojes que dos años antes había trastornado la estancia con su incansable tictac. La escultura que presidía el vestíbulo, y que ilustraba el paso del tiempo a través de un enorme reloj de arena que unos brazos mecánicos se encargaban de voltear, se encontraba también paralizada, envuelta en una crisálida de telarañas. El mismo polvo que obstruía sus engranajes, se asentaba también en las paletas y ruedas dentadas de los antiguos relojes mecánicos que se exhibían en un lado de la sala y en las molduras de los incontables relojes de pared que cubrían sus muros. Ninguno de aquellos relojes tenía ahora nada que medir porque el tiempo se había congelado allí dentro. Esquivando la escalera que ascendía a su despacho, se dirigió al enorme almacén donde, como un animal viejo y cansado, le esperaba el Cronotilus, tiritando de desamparo. Se trataba de un tranvía nervado de tuberías de hierro cromado al que sus ingenieros habían adosado un motor de vapor en su parte trasera y un espolón semejante al de los rompehielos en la delantera. Aquello, sumado a la carlinga que había en su techo, una especie de torreta desde la que abrir fuego cómodamente, invitaba a pensar que aquel vehículo había sido adaptado para aventurarse en un lugar peligroso, lo cual era cierto, pues el Cronotilus viajaba al futuro atravesando la cuarta dimensión, el misterioso territorio donde le había sobrevenido la muerte.

Convertirse en el Dueño del Tiempo le había hecho millonario. Pero cuando juzgó que ya era lo suficiente rico, que seguir acumulando dinero no iba a suponerle ninguna diferencia, no se le ocurrió otra forma de clausurar su empresa que fingir su propia muerte. En realidad, no había otro modo de hacerlo. Nadie iba a aceptar que cerrase las puertas de Viajes Temporales Murray sin más, negando al mundo la posibilidad de viajar en el tiempo, y tampoco podía traspasar su negocio como si fuera una tienda de porcelanas o una taberna. La muerte solucionaría el problema de una forma terriblemente sencilla, a la par que barnizaría su recuerdo de un bello lustre trágico. Y eso había hecho, morir, inventarse una muerte atroz y perfecta que había conmocionado al mundo, que se había apresurado a honrar su memoria erigiendo una estatua de bronce en mitad de una plaza. Sí, Gilliam Murray había muerto a lo grande, como solo aciertan a morir los héroes, y se había llevado consigo el secreto de los viajes en el tiempo. Y mientras la humanidad asumía que había vuelto a quedar varada en un presente insalvable, él surcaba el Atlántico con los bolsillos rebosantes de dinero para empezar una nueva vida en la moderna Nueva York, bajo el nombre de Montgomery Gilmore.

Su llegada causó un pequeño maremoto en el apacible océano de la pudiente sociedad neoyorquina. La ciudad se hallaba anclada en un sistema de valores presidido por un culto a la familia y a las tradiciones que a Murray se le antojó desagradablemente conocido, pero que decidió acatar para no llamar la atención. Enseguida comprendió que su huida lo había conducido a un territorio tan ambiguo y resbaladizo como el que acababa de abandonar, pues bajo su pulcra superficie, donde la vida fluía como un río sereno que un puñado de normas arcaicas impedía que se desbordara, latía un mundo hecho de pasiones y debilidades, minuciosamente registradas por los voceros de ese peculiar reino de las apariencias. Indiferente a aquella mecánica hipócrita, Murray observaba cómo tras las comidas siempre había quien colocaba sobre la mesa el postre de un rumor recién horneado, desvelando un romance subterráneo o el reciente casamiento que alguna rica matriarca acababa de bendecir desde su trono atestado de caniches, para aunar dos familias acaudaladas. Asqueado de todo ello, en cuanto su presencia perdió el brillo de la novedad, restringió sus apariciones públicas. Solo se dejó ver en las imprescindibles comidas de negocios, y su vida discreta, casi monacal, terminó acorazándolo contra aquellas hienas sociales, que enseguida se cansaron de rebuscar carroña en lo que debieron de considerar una aburrida existencia, ajena a las tentaciones de los mortales. Murray pasó así a integrarse armoniosamente en el paisaje de la clase rica neoyorquina como un magnate misterioso y misántropo que no representaba ninguna amenaza para el delicado entramado de sus costumbres.

Pero esa existencia, que él era el primero en calificar de patética, no era voluntaria, sino inevitable. Aunque hubiera querido vivir de un modo diferente, no habría podido hacerlo: los variados espectáculos y exposiciones de la metrópoli lo cansaban y aburrían, pues aquel baldeo de emociones estéticas más que ayudarle a refinar su espíritu lo que conseguía era revelar su triste tosquedad, y las cenas, bailes y demás distracciones a las que consentía en acudir, solo lograban poner de manifiesto su facilidad para extraviarse en las veredas de la vida social.

Incapacitado para disfrutar de los placeres que se hallaban al alcance de su fortuna, y sin saber qué rumbo darle a su existencia una vez había hecho realidad el sueño que le servía de guía, que no era otro que el de crear una empresa de viajes temporales, el millonario Murray paseó una mirada afligida por sus vastos dominios y sintió la obligación de existir como un castigo. ¿Qué había en la vida capaz de fascinarlo? ¿Qué había capaz de seducirlo? ¿Qué podía sacudir aquella aburrida soledad que lo asediaba y que ni siquiera conseguía paliar con los envíos mensuales de libros desde Inglaterra? Nada parecía capaz de procurarle algún tipo de placer o consuelo, por lo que lo más sencillo era aceptarlo, rendirse a la evidencia, y no hacer nada, absolutamente nada. En realidad, la única tarea imprescindible en la que debía ocuparse era en mantenerse rico, y la realizaba cada día sin el menor esfuerzo, pero también sin el menor entusiasmo, reuniéndose con empresarios e invirtiendo aquí y allá, porque si alguna virtud tenía Murray era, desde luego, un envidiable sexto sentido para descubrir inversiones lucrativas con solo mirar por la ventana, y no es un modo de hablar. Desde la ventana de su mansión había contemplado, al principio distraído y luego interesado, las vías del tren elevado, por donde de cuando en cuando circulaba una pequeña y resoplante locomotora remolcando a duras penas un puñado de vagones. A su paso, una lluvia de trozos de madera y carbón, a veces condimentada con alguna pieza despistada, caía sobre los sufridos viandantes, que ya tenían que soportar que aquellas construcciones de hierro trocaran la luz del sol por una mortaja de sombras. Era evidente que aquel tren que permitía a sus pasajeros escudriñar el interior de las casas más cercanas y que a veces protagonizaba accidentes no carentes de espectacularidad, debía circular bajo tierra, por lo que había invertido parte de su dinero en un modelo de tren subterráneo en fase experimental que enseguida se había demostrado rentable.

También invirtió en explotaciones mineras, buques, hoteles y algún que otro negocio que no entrañaba riesgos, e incluso, para que sus vecinos pudientes no sospecharan que era un hombre sin sueños, porque había quien decía que las personas sin ilusiones poseían una fortaleza inquebrantable, se dedicó a coleccionar antigüedades que sus corresponsales adquirían en subastas y almonedas de toda Europa y que él amontonaba en los salones de su mansión para desesperación de Elmer, que albergaba un odio natural hacia cualquier objeto susceptible de cobijar polvo. Pero por muchos subterfugios que ideara para engañar a los demás, él sabía la verdad: que la suya era una vida entregada al aburrimiento, insatisfactoria y triste.

Y así habría seguido si no fuera porque una oportuna ráfaga de viento vino a cambiarlo todo, y tampoco esta vez es ningún modo de hablar. Me estoy refiriendo a una auténtica ráfaga de viento. ¿Qué es el viento, en realidad? Hasta ese momento, para Murray era lo mismo que para cualquiera de ustedes: masas de aire desplazándose por la atmósfera. Pero después de lo que ocurrió aquella mañana de domingo, se le antojaba otra cosa, algo mucho más profundo, mucho más determinante y trascendental, quizá el aliento del Creador. ¿Era esa la manera con la que movía sus piezas por el tablero, soplando sobre ellas? Todo indicaba que sí, visto lo visto. El suceso tuvo lugar, como he dicho, en domingo, un domingo tan luminoso que quedarse en casa era un pecado imperdonable, y todo Nueva York se entregó a vivirlo, a saborearlo, a rebozarse en él, a gozar casi impúdicamente de su luz y de su olor. Ni siquiera Murray pudo resistirse a desbaratar su enclaustramiento y regalarse un paseo con su perro por Central Park, que lucía especialmente hermoso, como si alguien le hubiera sacado brillo a su colección de árboles exóticos y a sus interminables parcelas de hierba.

Nada más cruzar sus puertas, descubrió que el recinto estaba atestado de personas que habían tenido su misma ocurrencia. Muchas paseaban en pareja o en grupo, leían en los bancos, improvisaban picnics sobre el césped o enseñaban a sus hijos a volar cometas. Murray cruzaba entre ellas con el paso cambiado, como si oyera una música distinta, incapaz de mimetizarse con aquel entorno alegre y bullicioso, mientras Eterno corría feliz de un lado a otro, ejecutando desenfadados saltos y cabriolas. Para su sorpresa, parecía predispuesto a traerle cualquier cosa que él decidiera arrojarle, como un perro cualquiera. Incluso cosas que él no le había tirado, pues tras una ramita y una piedra, puso a sus pies un hermoso sombrerito rosa que no recordó haberle lanzado.

Murray alzó la cabeza, en busca de la dueña de la delicada prenda que acunaban sus manos. A lo lejos, junto a un lago artificial, distinguió a un grupo de muchachas sentadas sobre la hierba. Una de ellas se había levantado y en aquel momento le hacía señas para que se acercara. Era la única que no tenía sombrero, así que a Murray no le resultó difícil deducir que una ráfaga de viento se lo habría arrebatado y lo habría hecho rodar por la hierba como una irresistible tentación para Eterno. Y ahora lo tenía él. Lanzó una maldición. A causa de aquella maléfica conspiración entre el viento y su perro, tendría que acercarse para devolvérselo y probablemente entablar conversación con aquella mujer, lo cual le llenó de pánico, dada su escasísima experiencia en el trato con las damas. Nervioso, caminó hacia la desconocida aclarándose la garganta, barajando posibles frases de cortesía con las que llevar a buen puerto la inevitable conversación.

A medida que acortaba la distancia, caminando deliberadamente despacio sobre la mullida hierba de Central Park, escoltado por su perro, Murray comenzó a albergar la sospecha de que la muchacha que sus trémulos pasos iban perfilando era hermosa, aunque no pudo calcular cuánto hasta que la tuvo más cerca. Solo entonces comprendió que la desconocida no era únicamente bella: era bella, sí, pero al mismo tiempo era tan perturbadora que al contemplarla uno corría el riesgo de quedar varado para siempre en el enigma de su belleza.

Murray aprovechó los últimos pasos que le separaban de ella para cartografiar su fascinante rostro. Bien mirado, por separado sus rasgos no eran especiales —ninguno respondía al canon de la época: la nariz demasiado grande, los ojos algo estrechos, el color de su piel extraño—, pero de la suma de todos ellos se obtenía un resultado que dejaba a cualquiera sin aliento. Y entonces le sucedió algo que jamás pensó que pudiera ocurrirle a él: se enamoró. O al menos sintió, uno a uno, todos los síntomas que tantas veces había leído en las novelas cuando narraban un amor a primera vista, y que siempre le habían obligado a cerrar dichos libros con hastío, convencido de que algo tan ridículo y arbitrario solo ocurría en la sublimada realidad de las novelas románticas. ¡Pero ahora los sentía! ¡Todos! El corazón había empezado a latirle dolorosamente, como si el pecho se le hubiera estrechado y forcejeara contra sus paredes como un animal en un cepo; el peso de su propio cuerpo parecía haberse reducido, pues creía levitar sobre la hierba; los colores de todo lo que le rodeaba se habían vuelto brillantes, intensos; incluso la brisa parecía revolverle el pelo con una delicadeza exquisita… Y para cuando consumió los pocos metros que le separaban de ella, Murray ya no tenía la menor duda de que en el mundo no existía otra muchacha más hermosa que la dueña de aquel sombrero, y lo supo sin que fuese necesario que el resto de las mujeres de la Tierra desfilaran ante él con sus mejores galas. Esa lealtad irracional hacia la belleza de la desconocida se le antojó la primera prueba —como los estornudos y el lagrimeo lo eran para el alérgico— de que acababa de sufrir un enamoramiento fulminante.

Se detuvo frente a la joven y allí permaneció, presa del pasmo más absoluto, mientras ella enarcaba las cejas delicadamente, esperando que aquel individuo enorme a cuyas manos había ido a parar su sombrerito dijera algo. Pero Murray había olvidado que lo que distinguía al hombre de las bestias era el don de la palabra. Había olvidado que el hombre era un ser superior con capacidad para hablar, y no solo eso, también caminar sobre sus dos piernas, y crear grandes obras, y descubrir continentes, y levantar ciudades, pues en aquel momento para Murray solo existía una cosa que el hombre pudiera hacer: admirar a aquella muchacha con devoción, contabilizar cada una de sus respiraciones, abandonarse, en fin, al éxtasis de su existencia.

Pero ¿era Emma realmente ese ángel desterrado del cielo?, se preguntarán ustedes con comprensible recelo, y alguno hasta con una sonrisita irónica. Y qué puedo responderles yo, salvo que la belleza de una mujer nunca es tan real como cuando la decide el hombre que la ama. Por lo tanto, aquel luminoso día de primavera, con el sol ensalzando el dorado de su piel y los cabellos dulcemente revueltos por la misma brisa juguetona que le había robado el sombrero, Emma era sin duda la mujer más hermosa del universo. Pero por si eso no les basta, permítanme que les dé mi opinión, modesta como corresponde a alguien tan poco dado a categorizar como yo, e imparcial como debe ser la de todo buen narrador. Tal y como yo lo veo, la muchacha quizá no tuviese una belleza sobrecogedora, pero parecía haber sido modelada por un alfarero que conocía los gustos de Murray mejor que él mismo. Todo lo que le parecía atractivo en una mujer y todo lo que ni siquiera sabía que le atraía, confluía armoniosamente en la muchacha que ahora tenía delante, leve y delicada como la pluma de un cisne, si me permiten la comparación. Su ligera osamenta estaba acolchada por una carne ondulada que, en vez de mostrar la acostumbrada palidez, parecía espolvoreada de canela, y en su rostro, enmarcado por un cabello largo y negro que arañaba con dulzura su frente, brillaban unos adorables ojos que aparte de mirar las cosas parecían calentarlas, envolverlas en una agradable tibieza, como si hubiesen sido expuestas al sol una tarde de invierno. Y a modo de rúbrica, la madre naturaleza en su infinita sabiduría había depositado un lunar en el único lugar que no podía arruinar su rostro: sobre la cornisa de su labio superior, como la marca para un beso. Pero todo eso habría tenido para Murray un valor puramente estético si no lo hubiese hechizado también el alma que insuflaba vida al conjunto, haciéndola moverse en una sinfonía de gestos encantadores que obraban el milagro de convertir lo que habría considerado un atractivo amenazador en una belleza adorable.

Sin embargo, en algún momento de su devota contemplación, aquella belleza adorable había comenzado a fruncir el ceño, lo cual sacó de inmediato a Murray de su ensimismamiento. El sombrero, recordó; se había acercado hasta allí para devolverle el sombrero. Se apresuró a entregárselo, y solo entonces reparó en que lo que estaba depositando en sus manos no era más que un guiñapo de tela sucio y mordisqueado. Se sintió terriblemente avergonzado, y la conversación que mantuvieron a continuación resultó tan breve como insulsa. Tanto, que ahora ni siquiera la recordaba. Lo único que Murray no había olvidado era la aterciopelada voz de la muchacha, que parecía vestir de encaje cada palabra, a la que él había opuesto el gemido agónico de la suya.

Pese a todo, de vuelta a casa, con Eterno caminando circunspecto a su lado, Murray se descubrió pintando en su cabeza una estampa de felicidad: él sentado con un libro junto al confortable fuego de la chimenea, y ella sentada ante un piano, espolvoreando en la estancia un puñado de notas azoradas, mientras en la planta de arriba, la nodriza acostaba a los frutos de su amor, dos, quizá tres hermosos querubines, por qué no cuatro. Se sentía pletórico, ilusionado, capaz de volar sobre la calle si tomaba carrerilla. No sabía si aquello que sentía era amor, porque nunca lo había sentido, pero desde luego era un sentimiento que había otorgado un nuevo rumbo a su vida, un sentimiento que, por primera vez, había logrado destronarle del centro de su propia existencia, pues ahora, para su sorpresa, todo giraba en torno a aquella hermosa desconocida. ¿Cómo era su vida antes de tropezarse con ella en el parque? Ya no lo recordaba. ¿Había vivido alguna vez sin el recuerdo de su sonrisa en su mente? ¿Y cómo había podido hacerlo? Ahora solo quería volver a verla, dirigir su existencia hacia ese objetivo. Pero no solo eso: necesitaba conocerla, averiguar quién era de verdad, cuál era su sabor de té preferido, el recuerdo más terrible de su infancia, su mayor deseo. Necesitaba, en fin, desdoblar su alma como si fuera una pajarita de papel para descubrir cómo había llegado a ser como era. ¿Sería aquello amor?, se dijo. ¿Sería aquella muchacha la parte extraviada de su alma, la persona destinada a conocerlo mejor que él mismo, la luz que lo guiaría en la oscuridad y el resto de tópicos que se usaban para designar al ser amado? Murray no lo sabía, pero de lo que estaba seguro era que no pensaba rendirse hasta averiguarlo. Él, Gilliam Murray, conquistaría aquel territorio misterioso como había conquistado la cuarta dimensión.

Nunca había deseado tanto algo. Nunca. Así que, cuando llegó a su mansión, mandó a Elmer al parque con el encargo de seguir hasta su casa a la única muchacha sin sombrero que allí había. Y al día siguiente, envió a la dirección que su mayordomo le había facilitado un cargamento de sombreros, acompañado de una tarjeta en la que escribió el mensaje que había rumiado durante la noche:

Estimada señorita Harlow:

Como no sé qué sombrero le gustará, le envío todo el escaparate de la tienda. Y aprovecho para confesarle que me haría el hombre más feliz del mundo si me permitiera conocerla hasta el punto de poder enviarle la próxima vez un único sombrero.

MONTGOMERY GILMORE,

el inocente dueño del perro desalmado.

Ella le agradeció los regalos con una tarjeta que Gilmore recibió esa misma tarde, en la que podía leerse:

Muchas gracias por los treinta y siete sombreros, señor Gilmore. He de reconocer que es un modo muy eficaz de hacerme perder el miedo a que algún perro mordisquee mi sombrero en el futuro. Tanto mi madre como yo estaríamos encantadas de poder agradecérselo personalmente si accediera a tomar el té con nosotras mañana.

EMMA HARLOW

A Murray le agradó la ironía de que hacía gala la muchacha, incluso más que su invitación. En realidad, no había ninguna espontaneidad en esta que pudiera orientarle sobre su deseo: Emma se limitaba a seguir el protocolo, seguramente azuzada por su madre, que no querría que figurase en el libro negro de la civilizada sociedad neoyorkina como la muchacha que no supo agradecer correctamente un envío de treinta y siete sombreros.

Pese a todo, Murray se presentó en su casa a la hora del té dispuesto a sacar el mayor partido posible a la situación. No tenía la menor idea de cómo cortejar a una dama, pero supuso que no debía de ser muy diferente a cerrar un buen negocio. Aturdió a la madre con el caudal de su fortuna y la dispersión de sus inversiones, tanto que a la buena señora debió de parecerle que estaba ante el dueño del planeta y de parte del universo, por lo que antes de que hubieran consumido todas las pastas, ya le había dado permiso para que, si lo deseaba, cortejara a su hija. La aprobación de la mujer inundó a Murray de una felicidad salvaje, hasta que descubrió que para cortejarla debía sumarse a una lista de pretendientes con ambición de corro parroquial.

Aquella horda de competidores espigados y desenvueltos lo desanimó. Por un instante, incluso pensó en arrojar la toalla, pero luego lo reconsideró. La rendición no era una alternativa. Así que se enfrentaría a aquellos señoritingos y los vencería, vaya si lo haría. Podía encargar a alguien que los eliminara uno a uno, se le ocurrió, pero ese método, aunque rápido y sencillo, resultaría a la larga demasiado sospechoso: aquel reguero de muertes acabaría señalándolo a él, su único pretendiente vivo, y la policía no era tonta, aunque a veces lo pareciera. Además, prefería vencerles en buena lid. Se trataba, en realidad, de aguzar el ingenio, algo que a él le sobraba.

Así pues, Murray acudió a su segunda cita investido de optimismo, aunque por desgracia eso no evitó que fuera un fracaso. Hipnotizó a la madre, e incluso al señor Harlow, quien, a pesar de que no solía mostrar el menor interés en conocer personalmente a los pretendientes de su complicada hija, aquella tarde hizo acto de presencia en el salón del té, intrigado por la fastuosa descripción que su mujer le había hecho de él, y tan fascinado quedó con su charla que incluso llegó tarde por primera vez a su clase de tiro. Murray, en fin, hechizó a ambos progenitores hablándoles de sus inversiones en África, una tierra hostil donde solo un puñado de valientes osaba aventurarse. En el continente africano había peligros por todas partes, y para ilustrarlo les contó un caso de vudú, otro de malaria y algunos ataques de leones, cocodrilos, gorilas y otros animales que no les aconsejaba tener de mascotas. Pero cuando se quedó a solas con Emma no supo qué decirle.

Durante el paseo por Central Park con que su madre les animó a rematar la cita, se mantuvo la mayor parte del tiempo callado, limitándose a observarla de soslayo con devoción. Ella caminaba a su lado con delicados pasitos de roedor, protegiéndose con una pequeña sombrilla de las lanzas de sol que se filtraban entre las ramas de los árboles, y a Murray se le antojó tan sensible que hasta la rotación de la Tierra parecía marearla. Cuanto más la espiaba, más encantos ocultos le descubría, y se mortificaba por no haberlos apreciado antes. Reparó en que en sus ojos convivía el fulgor de la inocencia con un oportuno toque de fiereza, como si por sus venas corriera sangre de pantera, y que bajo su arrogancia discurría, como un manantial subterráneo, un caudal de dulzura. Tal vez fuera aquella belleza un tanto exótica, que tanto la diferenciaba de las demás muchachas y que la convertía en una criatura única, la que la hacía enfrentar el mundo con esa altanería. Pero mientras observaba todo eso, envuelto hasta la asfixia en la telaraña de su belleza, Murray callaba. Y absorto en su propia felicidad, no reparó en lo aburrido que aquel paseo debía de estar resultando para Emma hasta que ella se lo hizo ver con un bostezo tan exagerado como falso, al que siguió una pregunta cuya respuesta poco debía de importarle:

—Bueno, señor Gilmore… —dijo en un tono de voz deliberadamente displicente—. ¿Le gusta América? Supongo que, acostumbrado a la vieja Inglaterra, debemos de parecerle poco menos que unos bárbaros.

—Mucho —se apresuró a responder Murray.

Emma lo contempló con escandalizada sorpresa.

—No, no quería decir eso… —rectificó confuso el millonario quien, ocupado en buscar una respuesta acertada a su pregunta, apenas había oído la reflexión que la seguía—. Lo que quería decir es que me gusta América. Me gusta mucho. Muchísimo. ¡Es una gran nación! Y por supuesto los americanos no me parecen ningunos bárbaros. Y usted menos que nadie.

—¿Le parece entonces mi madre más bárbara que yo? —le regañó con dulzura la muchacha mientras hacía girar su sombrilla provocando un carrusel de sombras sobre su rostro.

—Oh, claro que no, señorita Harlow. Ni usted más que ella… Permítame que… —Murray se aturulló, sin saber muy bien lo que estaba diciendo, plenamente consciente de que la muchacha se estaba burlando de él—. Lo que quiero decir es que ni usted ni su encantadora madre merecen ese calificativo. El de bárbaros, quiero decir. Y tampoco nadie de su ilustre familia, por supuesto… ni de sus vecinos o conocidos…

Aquella enrevesada excusa inauguró un nuevo silencio entre ambos. Apurado porque se prolongara hasta resultar dramático, Murray intentó pensar en un tema de conversación, alguno de los muchos que abordaría con maestría cualquiera de los petimetres que la cortejaban. Pero de nuevo fue Emma quien rompió el silencio:

—Imagino que un hombre tan ocupado como usted, que se pasa los días fusionando empresas para aumentar su patrimonio, debe de disponer de muy poco tiempo para divertimientos mundanos… Probablemente los considere frívolos o incluso propios de gente inferior a su condición. Estoy segura de que, en estos momentos, su mente se halla muy lejos de aquí, extraviada en sus innumerables negocios, mientras intenta disimular que considera este paseo una evidente pérdida de tiempo, ¿me equivoco, señor Gilmore?

—Si ha sido mi torpe silencio el que le ha hecho a usted albergar tales pensamientos, le ruego acepte mis más sinceras disculpas, señorita Harlow —se apresuró a explicarle Murray, cada vez más confundido—. Nada más lejos de mi intención que causarle tan errónea impresión, se lo aseguro.

—Oh, ¿debo entender entonces que estoy equivocada, y que simplemente le gusta disfrutar del saludable ejercicio de caminar, sin alterarlo con ninguna otra actividad que pudiera distraerle de la complicada tarea de colocar un pie delante del otro?

—Yo…, bueno, es cierto que suelo disfrutar mucho con el ejercicio. No soy hombre al que le guste permanecer inactivo, señorita Harlow. Caminar me llena de… eh… vigor. Y creo que, como usted ha apuntado es… una saludable costumbre.

—Bien, entonces, ya que es lo que usted desea, continuemos con el paseo, inmersos en un saludable y vigoroso silencio.

Murray abrió la boca para responderle, pero la cerró al instante, sin saber muy bien qué replicar a eso. Recibió el aborrecible silencio que volvió a caer sobre ellos con una mueca resignada. Así caminaron otro trecho, mientras buscaba con desesperación un nuevo modo de romperlo. A su lado, Emma giraba su sombrilla con ademán aburrido y asestaba de vez en cuando alguna patadita a las piedras que salpicaban el camino, manifestando sin disimulos su cada vez más creciente enojo. Murray trató de ocultar su angustiada desesperación. En el mundo de los negocios se movía sin duda de un modo envidiable, pero no necesitaba ninguna cita más para comprender que a la hora de cortejar a una dama se manejaba como un absoluto inepto. Se había propuesto conquistarla, y no hacía más que errar cada golpe, como un boxeador ciego. Era como si, al intentar hablar con Emma, el amor que sentía por ella le resultara más un estorbo que una ventaja. Desesperado, hizo un nuevo intento.

—¿Puedo preguntarle cuáles son sus aficiones, señorita Harlow? —dijo tímidamente, temiendo las consecuencias que tan inocente pregunta podía acarrearle.

Emma le contempló con suficiencia.

—Es evidente que no suele tratar con muchachas educadas y elegantes, señor Gilmore, pues de ser así no necesitaría preguntármelo. Todas, más o menos, hacemos lo mismo. Así que, como cualquier señorita que se precie de serlo, yo ejercito cabalmente la música, el canto y el baile, e intento adiestrar mi espíritu y enriquecer mi educación con abundantes lecturas, tanto en nuestra lengua como en lengua francesa, la cual domino a la perfección, mon cher petit imbécile. También acudo de cuando en cuando al teatro, al ballet y a la ópera, y todos los días intento procurarme algo de… vigor, con saludables paseos por Central Park. Como ve, una vida entregada a la diversión.

—¿Así lo cree? Pues permítame decirle que no parece encontrar su vida muy divertida, señorita Harlow —no pudo evitar comentar Murray.

—¿Ah, no? —La muchacha lo contempló con curiosidad—. ¿Y qué le hace pensar eso?

—Bueno… —titubeó Murray algo amedrentado—. Todavía no he tenido el placer de escuchar el… maravilloso sonido de su risa.

—¡Ah, ya comprendo! Entonces permita que le pida disculpas, mi muy apreciado señor Gilmore, por no haberme esforzado lo suficiente en reír como una tonta por cualquier cosa, escatimándole así dicho placer. Pero no crea que por no haberla oído, mi risa no existe. Lo que sucede es que los motivos que causan hilaridad no suelen ser los mismos para mí que para el resto de la gente, por lo que he adoptado la costumbre de reírme a solas, o para mí misma.

—Una triste forma de reírse… —musitó para sí Murray.

—¿Eso piensa? —dijo la muchacha con aspereza—. Puede, no se lo discuto. Pero cuando la inevitable estupidez de las personas representa la única causa de hilaridad para uno, reírse a solas se convierte en la forma más educada de hacerlo, ¿no le parece?

—¿He de deducir entonces que no ha parado de reír para sí misma durante todo nuestro paseo? —bromeó Murray en son de paz.

—Mi educación no me permite contestarle a eso, señor Gilmore, ni mi moral mentirle. Saque usted sus propias conclusiones.

—Acabo de hacerlo, señorita Harlow —dijo Murray con resignación—. Y me siento muy orgulloso de haberle ofrecido un motivo para reír. Pero ¿nunca lo ha hecho por un motivo distinto a la estupidez humana? ¿No ha reído nunca por alguna otra razón, o incluso sin razón alguna, tan solo porque hiciera un hermoso día, la cocinera hubiera preparado su postre favorito…?

—Por supuesto que no —le cortó la muchacha—. No comprendo por qué el hecho de que todo funcione correctamente ha de ser motivo de regocijo.

—… ¿o porque se hubiera enamorado?

Emma arqueó las cejas, estupefacta.

—¿Es para usted el amor motivo de risa?

—No, pero sí de alegría —repuso el millonario—. ¿No se ha enamorado nunca, señorita Harlow? ¿Nunca se ha sentido tan viva, tan intensamente viva, que ha tenido que echarse a reír para no estallar de felicidad?

—Me temo que esa es una pregunta demasiado atrevida por su parte, señor Gilmore.

—Esa podría ser la respuesta de una señorita recatada, pero también la de alguien que teme reconocer su incapacidad para enamorarse —respondió él.

—¿Pretende insinuar que soy incapaz de enamorarme por el simple hecho de que no caiga rendida a sus pies? —estalló Emma.

—Mi educación no me permite contestarle a eso, señorita Harlow, ni mi moral mentirle. Saque usted sus propias conclusiones —sonrió Murray.

—Señor Gilmore, no puede usted cortejar a una dama educada con observaciones tan impertinentes. Ninguna dama que se precie de serlo permitiría que…

—¡No me importa lo que hagan las demás! —exclamó Murray, con una mezcla tal de pasión y vehemencia que la muchacha se detuvo desconcertada en mitad del puentecito que estaban atravesando—. No me importa lo que es correcto o lo que no lo es. ¡Estoy cansado de este juego! Lo único que me importa, señorita Harlow, es lo que necesita usted para ser feliz. Dígame, Emma, ¿qué la hace feliz? Es una pregunta muy sencilla y tan solo espero una respuesta sencilla.

—¿Lo que me hace feliz? —balbució ligeramente Emma—. Bueno, ya se lo he dicho antes…

—No, no me lo ha dicho, Emma. Y por encima de cualquier otra cosa, necesito saber qué es lo que usted desea —insistió Murray con la misma dureza que empleaba para negociar la cláusula de cualquier contrato, cansado ya de aquel ritual cuyas absurdas reglas desconocía.

Emma le miró a los ojos, entre desconcertada y ofendida por aquel brusco cambio de tono. Y entonces, sucedió algo: las oscuras pupilas de la muchacha parecieron resquebrajarse y, como quien espía a través de la grieta de un muro, Murray pudo atisbar entre la fugacidad de dos parpadeos a una niña perdida que lo miraba suplicante. Aquella niña, enojada y triste, lucía tirabuzones negros, un vestidito amarillo y llevaba, fuertemente abrazado contra su pecho, un extraño rollo de papel atado con un lazo rojo. Desconcertado, el millonario se preguntó qué estaba viendo. ¿Era Emma aquella niña? ¿Y cómo podía verla él? ¿Estaba acaso imaginándola de pequeña? Pero si era así, ¿cómo era posible que presentara unos detalles tan concretos y vívidos? El peinado, el vestido, el extraño rollo… ¿Estaba viendo quizá la imagen que, de tanto contemplarse en el espejo, había quedado grabada en las retinas de la muchacha? No lo sabía, pero de algún modo Murray sintió que estaba accediendo al alma de Emma, que algún tipo de milagro o de magia estaba sucediendo entre ellos, permitiendo lo imposible: que él pudiera verla como realmente era.

El espejismo fue tan fugaz como la espuma que una ola olvida sobre la arena. Pero antes de que la niña se hundiera de nuevo en la oscuridad, antes de que desapareciera al zurcirse el descosido de los ojos que enfrentaba, Murray tuvo tiempo de aprenderlo todo sobre ella: supo que no era feliz, que no recordaba si lo había sido y que, en realidad, no sabía si lo sería alguna vez. Y sobre todo supo que aquella niña tenía miedo, muchísimo miedo, porque la mujer en la que se hallaba encerrada la estaba asfixiando lentamente y muy pronto no quedaría el menor rastro de ella. Aquel atisbo apenas duró un segundo, pero para Murray tuvo más utilidad que toda una vida de conocimiento. Cuando la niña desapareció y las pupilas de Emma volvieron a recuperar su severa arrogancia, Murray apartó los ojos de ella, sintiendo el alma estremecida. Aquella niña pedía auxilio, y comprendió, con una certeza indiscutible, que tenía que salvarla, que solo él podría evitar que desapareciera para siempre.

—Bien, señor Gilmore —oyó decir a Emma, como si le hablara desde una brumosa distancia—, ya que le preocupa tanto lo que deseo, se lo diré sin rodeos, y espero que sea cierto que solo anhela mi satisfacción.

Murray alzó la cabeza lentamente, sobrecogido todavía por aquella extraña e inesperada comunión que había mantenido con la muchacha, a la que ella parecía ajena. Tenía que hacer sonreír a aquella niña entrevista, para que la mujer en la que estaba atrapada también sonriera. Tenía que enseñarle lo maravilloso que era el mundo, las infinitas razones que contenía para que sus habitantes fueran felices, aunque él mismo hubiera dudado de ello. Pero qué importaba cómo fuera realmente el mundo. Él tenía suficiente dinero e imaginación como para construirle uno solo para ella, un mundo a su medida, en el que todo fuera perfecto, pues nadie más que ella dictaría sus leyes.

—Deseo que renuncie a su cortejo —dijo Emma con aspereza—. Eso es lo que deseo. Jamás podré corresponder a ninguno de sus sentimientos, y me temo que tampoco podría fingir algo que no siento, como hacen muchas. Así que le devuelvo su tiempo, señor Gilmore, para que lo emplee en cualquier cosa más útil que intentar conseguir algo que, aunque su orgullo le impida reconocerlo, es imposible para usted.

Murray la contempló sonriendo, mientras movía la cabeza con suavidad.

—Si dejara de cortejarla, señorita Harlow, sería la primera vez en mi vida que no conseguiría lo que quiero. Y… depuis notre rencontre, vous êtes mon unique désir —concluyó.

Emma le observó furiosa, atónita por su desfachatez, y tras lanzar un bufido de desesperación, se dio la vuelta y se alejó de él con enérgicas zancadas, dejándole allí solo, en medio de aquel ridículo puentecillo que parecía a punto de romperse bajo su peso.

Sin que su reacción le hiciera perder la sonrisa, Murray la contempló alejarse anegado de ternura. Sabía que el enfado de Emma no se debía solo a que él hablara un francés perfecto, sino a que no había comprendido el verdadero significado de su respuesta, aunque estaba convencido de que algún día lo haría. Porque, si bien era cierto que siempre había conseguido lo que quería, lo que ahora deseaba, por primera vez en su vida, nada tenía que ver con su propia felicidad, sino con la de ella. Por eso, de repente, ya no sentía ninguna prisa, ningún ansia desesperada y egoísta por satisfacer su deseo. Y esa era su ventaja sobre el resto de sus pretendientes: él podía dedicar su vida a esperarla, porque su vida ya no le pertenecía. Él era suyo. Y Emma sería suya porque él disponía de todo el tiempo del mundo para esperar a que ella lo aceptara. De toda su vida. La amaría durante los años que fuese necesario, sin descanso, sin que su amor desfalleciera nunca. La amaría sin necesidad de tocarla, desde la distancia, como se admira una estrella o la vidriera de una catedral. La amaría mientras la vida los envejecía, viéndola desliar la madeja de su existencia desde la orilla opuesta, como un árbol milenario que el tiempo ha dejado por imposible, a la espera de que ella mirase hacia él y, desengañada, curiosa, viuda, despechada, voluble o lo que fuera, le abriese al fin los brazos. Y entonces él enseñaría a aquella niña perdida lo que era la felicidad.

Esa certeza le había servido para superar el descalabro de su segunda cita, recordó Murray mientras caminaba por el abandonado almacén como si paseara por el laberinto de su memoria. Gracias a ella, su optimismo había reverdecido súbitamente, pero aun así decidió tomarse un pequeño descanso en su tarea de conquista. Aquella tregua le permitiría a ella reponerse de la estupefacción que debían de provocarle sus extravagantes maneras de galán, y a él meditar largamente sobre el asunto. Necesitaba encontrar una táctica más efectiva, una estrategia que no lo apostara todo a su actuación a solas con ella, sobre todo en un ambiente tan hostil, como no dudó en calificar Central Park, paraíso e infierno de su existir. Él quería hacerla feliz, pero para eso era imprescindible conquistarla, y debía reconocer que hasta el momento había hecho exactamente todo lo necesario para no conquistarla. Al final, el millonario llegó a una conclusión obvia: ¿Por qué continuar dando palos de ciego, esperando encontrar casi por casualidad la manera en la que a Emma le gustaba que la cortejasen, cuando podía preguntárselo a ella directamente? Como pueden ver, Murray había dado con una clave para entender a las mujeres que el resto del mundo llevaba aplicando desde hacía milenios, tal vez desde que el Creador le arrancara una costilla a Adán para realizar su última travesura. Contento con su decisión, tomó una tarjeta y, astutamente amparado tras el velo de la sutileza, se puso en sus manos asegurándole que podía hacer realidad cualquier deseo que ella pudiera tener.

Aquella tarjetita había propiciado un divertido cruce de mensajes que duró casi toda una tarde. Solo cuando concluyó, el cada vez más enamorado Murray fue consciente de que al día siguiente tendría que recibir a Emma en su casa. Y, como imaginarán, le asaltó el pánico. Se levantó bruscamente de su escritorio y caminó en círculos por el despacho. Bien, había conseguido atraerla a su terreno, se dijo. Eso era lo más difícil. Ahora tenía que decidir cuál era el mejor lugar para recibirla. ¿El invernadero? ¿El jardín? ¿El patio que daba a la biblioteca? Escogió este último, ya que era más íntimo y silencioso que los demás. Elmer podría conducirla hasta allí, él mismo le trazaría el itinerario de salones por los que debía pasar. La mesa podría colocarse junto al enorme roble que había en mitad del patio, el cual les ofrecería su fresca sombra a aquella hora, calculó. Sí, aquel era el escenario perfecto, sin duda. Allí poco o nada podría perturbarlo, y eso tal vez le permitiría conducirse durante la cita con la templanza que tanto anhelaba.

Durante la noche le visitó el insomnio, como no podía ser de otro modo debido a los nervios que le provocaba el inminente encuentro, y apenas durmió, pero el baño de la mañana logró despabilarlo lo suficiente como para afrontar la cita con la cabeza templada y una vaga confianza en sus posibilidades. Había ocupado el insomnio en imaginar posibles conversaciones entre ambos, preparando respuestas adecuadas para cualquier pregunta que ella pudiera plantearle, pero finalmente había llegado a la conclusión de que era absurdo tratar de prever el encuentro hasta ese punto, por lo que también tendría que estar dispuesto a improvisar.

El reloj tardó tanto en marcar las cinco de la tarde que para cuando lo hizo, Murray ya había pasado por todos los estados de ánimo imaginables: el optimismo, la fatalidad, la apatía, la esperanza, la angustia, el miedo e incluso la náusea, pues los nervios acabaron alojándosele en el estómago y trastornando la digestión del asado que Elmer le había servido. Pálido y tembloroso, casi febril, oyó sonar la campanilla de la puerta, anunciando al fin la llegada de Emma, seguida del gracioso trotecillo de Elmer. Y sin esperar a que el mayordomo acudiera a anunciarle la visita, Murray bajó al patio de la biblioteca enjugándose con un pañuelo el sudor helado que le perlaba la frente, seguido de cerca por Eterno, que al menos hasta donde podía estarlo un perro, parecía ansioso por averiguar el motivo por el cual su amo se había mostrado tan alterado toda la mañana. Pero pese al adiestramiento mental al que se había sometido durante el día, cuando llegaron a la biblioteca, Eterno reaccionó antes que él, trotando hacia Emma y hacia su doncella para olisquearlas. Cuando comprobó que ambas olían correctamente, lo que descartaba la posibilidad de que Emma hubiese enviado a la cita a un autómata, el perro se dirigió a su rincón favorito y allí se tumbó, para observar si su amo era capaz de superar la espontaneidad de su saludo. Pero le había puesto el listón demasiado alto. Tras ser anunciado a voz en grito por Elmer, a quien solo faltó usar una trompeta, Gilmore apenas acertó a despedirlo para besar, con excesiva torpeza, la mano que le tendía la muchacha e invitarla a sentarse sin atreverse a mirarla a los ojos.

Aquel desastroso comienzo anunciaba lo peor, se dijo. Y no se equivocó. Gilmore afrontó la entrevista de buen humor, pero Emma respondía a sus bromas con tanta frialdad que empezó a dudar de que su interpretación del cruce de tarjetas del día anterior hubiese sido la correcta. Confuso, se dejó arrastrar por la conversación, repeliendo las estocadas de la muchacha como buenamente pudo, pero en cuanto comprendió que con toda probabilidad a aquella cita no iba a seguirle ninguna otra, se afanó en aprovechar cualquier excusa para dejarle claro sus sentimientos. Aquel era su objetivo, después de todo. Sin embargo, la cita enseguida tomó unos derroteros que ni en mil noches de insomnio habría sido capaz de imaginar, y Murray comprendió al fin, no sin cierta tristeza, que Emma había acudido a su casa con la única intención de vencerlo en su propio juego, de deshacerse de él de un modo tan educado como elegante: pidiéndole algo que no pudiera conseguir. Y él, una vez asimilada la situación, había aceptado el reto, fingiendo que lo hacía movido por el egoísta deseo de conseguirla a ella, o por el orgullo de vencerla y de demostrarle que no había nada imposible para Montgomery Gilmore, aunque eso no hiciera sino constatar la imagen de hombre burdo y simple que ella tenía de él. De todos modos, de nada le serviría intentar cambiarla con promesas, súplicas y objeciones, porque sabía de antemano que resultaría inútil. Emma le había dejado claro que a lo único que otorgaba algún valor era a los actos, así que eso era lo que tenía que hacer él: olvidarse de las palabras, apartarlas a un lado, y conquistarla mediante actos. Sin embargo, solo casándose con ella dispondría de la oportunidad de hacerlo, de demostrarle que su existencia se había convertido en la incansable búsqueda de su felicidad. Pero para casarse con ella debía reproducir la invasión marciana de la novela de Wells.

H. G. Wells, sí. El autor de La máquina del tiempo. Otra vez él.

La persona que más odiaba del mundo.

Y ahora tenía que recrear la invasión marciana que narraba en su novela. Pero él era experto en ese tipo de desafíos, se dijo, contemplando el tranvía temporal con el que había horadado el futuro, mientras dejaba que lo asaltara una felicidad casi dolorosa, pues el uno de agosto Emma Harlow, la mujer más hermosa del mundo, aceptaría ser su esposa. Y luego se enamoraría de él. Sí, no tenía ninguna duda de ello. Él era Gilliam Murray, el Dueño del Tiempo.

Y podía conseguir lo imposible.