16

Montgomery Gilmore vivía en una mansión de aire parisino cerca de Central Park, el enorme parque que había sido construido para solaz de los neoyorquinos transportando toneladas de arena desde New Jersey. Aquella zona, en los tiempos en que su madre era una niña, no pasaba de ser un descampado donde unas pocas mansiones de algunos ricos flotaban como islotes lujosos en un océano de barro que las frecuentes nevadas, una vez que el sol las fundía, adornaban con salpicaduras de nieve. Pero aquellas esplendorosas mansiones se apretaban ahora entre casas y tiendas esforzadamente elegantes, a la sombra de las vías del tren elevado, que las surcaba con su traqueteo ensimismado.

Emma hizo sonar la campanita de la entrada cuando pasaban diez minutos de las cinco, los que la buena educación aconsejaba para llegar con retraso a una cita. La acompañaba su doncella Daisy, quien había sido indultada de su reciente despido a cambio de su discreción en aquella visita. Era algo absolutamente inconcebible que una muchachita de la clase social de Emma se presentara en la casa de un hombre soltero sin nadie que la acompañara, pues tan irresponsable locura mancillaría para siempre su reputación y, si me apuran, la de toda su descendencia durante al menos un par de generaciones, pero la muchacha no había querido que su madre estuviera presente en aquella reunión: lo que tenía que proponerle a Gilmore era algo entre él y ella, y a su madre le resultaría tan descabellado que no dudaría en mandarla inmediatamente al doctor Bridgland para que le administrara algún poderoso reconstituyente, temerosa de que la muchacha padeciera alguna extraña fiebre que la abocaba al delirio. Así que, a su pesar, Emma había tenido que mentirle y ofrecer aquel trato a la doncella, quien había aceptado con una mueca gozosa que, como habrán deducido, no provenía tan solo de la recuperación de su empleo. Al poco de hacer sonar la campanita, Emma oyó cómo alguien acudía a abrir con zancadas musicales, como si participara en un desfile, y se arregló mecánicamente el pequeño sombrero que hacía juego con su vestido escarlata, observando con sorpresa que Daisy hacía otro tanto. Después de reconvenir a la doncella con la mirada, aguardó a que la puerta se abriera con su sonrisa más hipócrita prendida en los labios.

El dueño de aquel canturreo de pasos era un mayordomo flaco y risueño que, tras darles la bienvenida con una leve inclinación de cabeza, como si quisiera señalar algo con su nariz, las condujo a la biblioteca dando un amplio rodeo por toda la casa, probablemente por orden del propio Gilmore, que no pensaba dejar pasar ninguna oportunidad de impresionarla. Emma lo siguió con una máscara de indiferencia, luchando porque aquella floración de objetos exóticos y lujosos no le suscitara ninguna mueca de admiración, mientras a su espalda, Daisy resollaba con la respiración agitada, como si fueran a la carrera en vez de a aquel paso casi procesional. Cuando al fin desembocaron en la biblioteca, forrada de estantes de nogal oscuro y de exquisitas vitrinas atestadas de incunables, Emma pudo comprobar que la estancia daba a un pequeño patio, fresco y umbrío como un claustro, donde habían dispuesto una mesita para el té. El lugar, presidido por un enorme roble cuyas frondosas ramas desmenuzaban la luz de la tarde, se le antojó un oasis delicioso, pero no tuvo tiempo de explorarlo como le hubiese gustado porque Gilmore apareció enseguida. Vestía un elegante traje marrón terroso y le acompañaba su perro que, tras olisquear a ambas mujeres durante unos segundos y comprobar que olían correctamente, se tumbó en un rincón del patio a observarlos con desgana.

—¡Señor, la señorita Harlow ha llegado! —anunció innecesariamente el mayordomo, sobresaltando a su amo.

—Gracias, Elmer, puedes retirarte. Yo mismo serviré el té —respondió Gilmore, mientras observaba incómodo a la doncella.

—Daisy —ordenó Emma sin mirarla, con los ojos clavados en su anfitrión, quien había pasado a estudiarse la punta de los zapatos—, acompaña a Elmer a las dependencias del servicio, y espera allí hasta que te avise.

—Sí, señorita —contestó Daisy en un susurro atolondrado.

Cuando ambos sirvientes abandonaron la biblioteca, Gilmore se desentendió de sus zapatos y salió al encuentro de Emma visiblemente nervioso.

—Gracias por aceptar mi invitación, señorita Harlow —la saludó Gilmore, que al parecer no se atrevía a llamarla por su nombre más que en la distancia.

Ciñéndose al protocolo, como educada dama que era, ella le ofreció la mano y él, inclinándose con torpeza, hizo rodar un beso tímido sobre su dorso. Luego, incómodo por tenerla de pie ante él, la invitó a sentarse.

—¿No pensaría que lo atrevido de su propuesta iba a asustarme? —dijo Emma en cuanto hubo tomado asiento, con una sonrisa tan formal como desafiante.

—Por supuesto que no. Y me alegro de que no haya sido así —celebró él, y tras una breve pausa, añadió con una sonrisa maliciosa—: Aunque eso solo puede significar una cosa: que no me considera alguien peligroso.

Emma no le rio la broma. Se limitó a contemplar en silencio a aquel molesto pretendiente con que la vida había decidido castigarla, intentando buscarle algún atractivo. Pero no lo encontró: sus mejillas se le antojaron demasiado fofas y sonrosadas, la nariz demasiado diminuta en comparación con los ojos o las orejas, y el bigote deshilachado y la barbita rubia que salpicaban su rostro de destellos pálidos, como si hubiera bebido de un lago donde se reflejaba el amanecer, le resultaron un adorno ridículo.

—Ha pasado por alto una segunda opción, señor Gilmore —respondió con frialdad.

—¿De verdad? —se interesó él, mientras le servía una taza de té intentando que no le temblara el pulso—. ¿Cuál?

—Que logre hacer frente yo sola a lo que pueda sucederme entre estos muros.

Gilmore depositó la tetera en la mesa y esbozó una sonrisa divertida, complacido con la agudeza de su comentario.

—No lo dudo, señorita Harlow, no lo dudo. Pero no tema: como puede ver, aquí somos todos terriblemente inofensivos. —Y señaló al perro, que dormitaba en su rincón, bajo la luz que caía por entre las ramas del árbol como ralladuras de limón—. Mi perro está ya demasiado mayor, y más que fiereza, lo que muestra es una absoluta indiferencia hacia todo. —Luego señaló la puerta por donde habían desaparecido el mayordomo y la doncella hacía tan solo unos minutos—. ¿Y qué decir de mi servicial mayordomo? Elmer es una persona demasiado consciente de su cometido en esta vida como para transgredir el correcto comportamiento que uno espera de un mayordomo. —Finalmente, tras una pausa de efecto y mirándola directamente a los ojos, añadió—: Y yo estoy enamorado de usted, por lo que jamás le causaría daño alguno.

Emma tuvo que esconder la sorpresa que le había provocado el malabarismo que Gilmore había realizado con su discurso para que terminara desembocando en aquella declaración tan inesperada como encendida. ¿Lo tenía preparado? ¿A eso había dedicado todo este tiempo? Él, sin embargo, no fue capaz de disimular su expectación, pues en el incómodo silencio que siguió a sus palabras, la observó lleno de curiosidad, anhelando alguna reacción por su parte. Emma dio un sorbito de té para ganar tiempo.

—Así que nunca me haría daño… —repitió luego, en un tono divertido—. ¿Aunque le dijera que jamás podría corresponder a su amor? —Él la miró sorprendido—. ¿Cuál sería su reacción si le anunciara eso, señor Gilmore? —continuó Emma—. ¿Acaso los crímenes pasionales no se perpetran por ese motivo, porque uno no puede conseguir lo que desea y entonces prefiere que nadie pueda tenerlo?

—Supongo que sí… —admitió Gilmore, un tanto desconcertado.

—Por lo tanto, usted podría abalanzarse sobre mí ahora mismo y tratar de estrangularme con sus fuertes manos —dijo ella con un mohín distraídamente sensual—, y yo solo tendría mi pobre sombrilla para defenderme.

Apenas hubo dicho eso, Emma se reprochó a sí misma aquel amago de coqueteo. ¿Para qué torturarlo de esa manera, si solo había acudido allí para desembarazarse de él? Sintió un cosquilleo de piedad al comprobar cómo al azorado Gilmore se le enturbiaba la mirada. Resultaba obvio que, pese a su postura aparentemente relajada, estaba intentando embridar la sed que lo mortificaba, azuzándole a levantarse y calmarla de una vez por todas, sin demorarse en más palabras. Se lo imaginó envolviéndola con sus gruesos brazos y, acorde con su estrafalario modo de cortejarla, besándola con la avidez de un cachorro en los antebrazos, el pelo, las rodillas y otras partes del cuerpo donde ningún amante consumado se detendría jamás, porque nadie le había dicho aún cómo sofocar su deseo, ni que algunas zonas de la anatomía femenina procuraban mayor placer que otras.

—Oh, no —respondió Gilmore con la voz un tanto aflautada—, jamás procedería así, señorita Harlow, se lo aseguro.

Su apuro angustió vagamente a Emma, pero ella no había llegado hasta allí para dejarse embargar por la lástima.

—Comprendo: no es usted de esos hombres impulsivos a los que la pasión arrastra como a una hoja el viento —continuó, sin darle tregua—. Seguramente, si yo rechazara su amor, preferiría pensar en mí con el desapego fatal de los héroes románticos. Y, una vez superado el breve duelo, buscar a otra jovencita en la que trasplantar sus sentimientos.

Gilmore la contempló repentinamente serio.

—Te equivocas, Emma —dijo con ridícula gravedad—. Seguiría amándote de por vida, a la espera de que cambiaras de opinión.

Emma fingió no haber reparado en que la había llamado por su nombre.

—¿Hipotecaría su vida por una esperanza tan frágil? —preguntó, sin saber si debía sentirse adulada o sobrecogida—. ¿No se casaría nunca, por ejemplo?

—No, nunca lo haría —respondió él en el mismo tono solemne—. Me limitaría a aguardar su posible vuelta, y desbrozaría mi vida de cualquier obstáculo que me impidiera amarla llegado el momento. Lo único que haría sería mantenerme vivo.

—¿Y por qué haría eso? —preguntó Emma, intentando esconder la extraña agitación que sus palabras empezaban a provocarle—. Nueva York está llena de muchachitas tan bellas o más que yo. Cualquiera podría…

—Aunque pudiese disponer de toda la eternidad para recorrer el mundo —la interrumpió Gilmore—, admirando los cuadros y esculturas de los museos y los paisajes más hermosos creados por la naturaleza, jamás encontraría una belleza superior, algo que lograra conmoverme más que usted, Emma.

Ella guardó silencio, ligeramente azorada por su respuesta. Aquel no parecía el aprendido discurso de un conquistador experimentado, sino el de alguien que creía de verdad en lo que decía. El de alguien, en definitiva, que se enamora por primera vez y no sabe achicar el sentimiento que lo anega por dentro más que mediante frases grandilocuentes, ridículas, cristalinas. Durante sus dos citas anteriores, Gilmore no se había expresado de ese modo, pero ahora Emma tenía delante a un hombre muy diferente del torpe y presuntuoso acompañante que había dejado plantado bruscamente en medio de Central Park. Quien la había recibido en su casa era un hombre investido de una serenidad que no sabía muy bien de dónde provenía, pues jamás la había visto antes en ninguno de los jóvenes que la pretendían. Aquel hombre la contemplaba con una sinceridad rendida, desprovista de cualquier deseo de poseerla o incluso de fascinarla. Y pretendía colocar a sus pies un amor tan generoso como para entregarle su vida sin esperar nada a cambio, salvo la esperanza de que ella le amara alguna vez… Pero ¿era correcto aquel retrato de Gilmore que acababa de pintar o se hallaba ante un embaucador experimentado? ¿Y qué importaba que fuera una cosa u otra, en el fondo, si ella jamás podría amarlo?

—He de reconocer que sabe cómo manejar las palabras, señor Gilmore —dijo Emma—. Sería capaz de convencer a cualquiera de cualquier cosa.

Él sonrió con humildad.

—Exageras, Emma: no puedo convencerte de que te cases conmigo, por ejemplo.

—Porque a mí no me seducen las palabras, que duran lo que se tarda en pronunciarlas, antes de desaparecer en el viento —replicó ella—. A mí se me conquista con actos.

Porque con los actos no se puede mentir, estuvo a punto de añadir, pero se mordió la lengua. Gilmore se dejó caer en su silla, y jugueteó unos segundos con la cucharilla del té, antes de atreverse a preguntar:

—Si le consigo lo que desea, ¿se casaría conmigo, entonces?

Ella meditó la respuesta. Por nada del mundo se casaría con un hombre como Gilmore, pero lo que pensaba pedirle era imposible de conseguir para nadie, y eso le incluía a él.

—Sí, lo haría —respondió con una convicción nada fingida.

—¿Tengo su palabra?

—La tiene —dijo—. Tiene mi palabra, señor Gilmore.

—Mmm… eso solo puede significar dos cosas: que está segura de que me resultará imposible conseguirlo, o que lo desea tanto que no le importa pagar un precio tan alto por ello —reflexionó Gilmore con una sonrisa divertida—. ¿O hay una tercera opción que he pasado por alto?

—No, esta vez no hay ninguna otra opción —repuso Emma con frialdad.

—Bien —dijo Gilmore, impaciente—, desvelemos el misterio de una vez. ¿De qué se trata? ¿Qué es eso que soy incapaz de conseguir?

Emma carraspeó. Había llegado el momento de poner a aquel hombre en su sitio. Gilmore esperaba que ella le pidiera alguna joya de valor incalculable, un caballo que no perdiese una sola carrera, tal vez una mansión que flotara sobre el río, o en el aire, sujeta por docenas de pájaros. Pero ella no iba a pedirle nada de eso. Ella iba a pedirle algo que no podía conseguir. Algo que solo había conseguido un hombre excepcional, un hombre cuya sangre corría también por sus venas. Iba a pedirle que hiciera soñar al mundo. Y Gilmore ni siquiera podía hacerla soñar a ella.

—Hace ahora sesenta y tres años, en 1835 —empezó diciendo—, un periodista de The Sun hizo creer al mundo que la Luna estaba habitada por unicornios, castores y hombres murciélago. ¿Ha oído hablar de ello?

—Naturalmente, ¿quién no ha oído hablar de ese fraude? —respondió Gilmore, intrigado—. Fue uno de los engaños periodísticos más sonados del siglo.

—Bien. Ese hombre se llamaba Richard Locke y era mi bisabuelo.

—¿Su bisabuelo? —se sorprendió Gilmore.

Emma asintió.

—También sabrá entonces que, una vez se demostró que todo era un fraude, muchos siguieron pensando que lo que él había descrito era verdad.

—No me sorprende, señorita Harlow, la gente necesita creer desesperadamente en algo —dijo Gilmore—. Pero no pretenderá que vuelva a hacer eso, ¿verdad? Hoy sabemos a ciencia cierta que la Luna no está habitada. Nadie creería lo contrario. Los telescopios…

—Por supuesto que nadie lo creería, señor Gilmore —lo interrumpió ella—. Pero muchos piensan que hay vida en Marte.

—¿En Marte?

—Sí, en Marte. ¿Ha oído hablar de sus canales? Algunos científicos aseguran que representan claros indicios de que en nuestro planeta vecino existe una civilización inteligente.

—He leído algo sobre ello, sí —dijo Gilmore, visiblemente desconcertado—. ¿Quiere entonces que…?

Emma volvió a interrumpirlo deslizando sobre la mesa un libro que les resultará familiar.

—¿Conoce este libro, señor Gilmore? —le preguntó, señalando la novela que había colocado junto a las tazas de té, encuadernada en tela marrón claro, publicada por la editorial Heinemann.

Sorprendido, Gilmore la tomó con cuidado entre sus grandes manos y leyó el título:

La guerra de los mundos… H. G. Wells.

—Sí. Está escrita por un conocido autor inglés —apuntó Emma—, y narra una invasión marciana sobre la Tierra.

—H. G. Wells… —repitió Gilmore como para sí.

—Los marcianos llegan a nuestro planeta en unos enormes cilindros disparados desde Marte. El primero de ellos aparece una mañana en los pastos comunales de Horsell, cerca de Londres. En el cráter causado por el impacto, los marcianos construyen una máquina voladora con forma de manta raya con la que se dirigen a la cercana metrópoli.

—H. G. Wells…

—A los marcianos les lleva apenas dos semanas conquistarla. —Hizo una pausa, y sonrió—. Quiero que usted reproduzca esa invasión.

Gilmore alzó los ojos del libro y la contempló boquiabierto.

—¿Cómo dice?

—Lo que ha oído: quiero que haga creer a todo el mundo que la Tierra está siendo invadida por los marcianos.

—¿Se ha vuelto loca? —se escandalizó Gilmore.

—No tiene que llevarla hasta su fin, naturalmente —explicó ella—. Me bastará con que la comience.

—¿Con que la comience…? Pero, señorita Harlow, eso es…

—¿Imposible?

—No iba a decir eso… —murmuró Gilmore.

—Entonces mucho mejor para usted, señor Gilmore, pues no tendrá problemas en conseguirlo. Arrégleselas para que un cilindro extraterrestre aparezca en Horsell, que de su interior salga un marciano, y que al día siguiente todos los periódicos del mundo hablen de la llegada de nuestros vecinos interplanetarios. Si consigue ese puñado de titulares, aceptaré convertirme en su esposa.

—Una invasión marciana… —balbució Gilmore—, quiere que simule una invasión marciana…

—Sí, eso es lo que deseo —ratificó Emma—. Tómeselo como un homenaje a mi bisabuelo, que convenció a todo el mundo de que la Luna estaba habitada por unicornios y hombres murciélago.

Gilmore se reclinó en el asiento y contempló el libro durante unos segundos, sacudiendo incrédulo la cabeza.

—Una invasión marciana… —repitió.

—Si no se ve capacitado, señor Gilmore, acepte su derrota —sugirió ella—. Y por favor, deje de enviarme sus ridículas notitas asegurándome que puede conseguir lo imposible.

Gilmore levantó la vista hacia ella y le dedicó una sonrisa desafiante.

—Los marcianos aparecerán en Horsell, señorita Harlow —dijo en el tono solemne de una declaración de amor—. Aparecerán, tiene mi palabra. Vendrán desde Marte para que se case conmigo.

—¿Cuándo? —lo retó ella.

Gilmore pareció meditar.

—¿Cuándo? Mmm… déjeme pensar. Estamos a principios de mayo. Podría preparar mi viaje a Inglaterra en una semana, y tardaría casi quince días en llegar. Luego necesitaría al menos un par de meses para llevar a cabo su desafío… Eso nos situaría en agosto. Sí, creo que dispondría de tiempo suficiente… De acuerdo, señorita Harlow, ¿le parece bien que los marcianos invadan la Tierra el próximo uno de agosto?

Emma asintió con una sonrisa.

—Me parece perfecto, señor Gilmore. Le prometo estar ese día en los pastos de Horsell para verlo —dijo, levantándose y tendiéndole la mano—. Hasta entonces, señor Gilmore.

Él se levantó, sorprendido por la brusquedad de su despedida, y se apresuró a sacudir el llamador del servicio, besando luego su mano.

—Hasta entonces, señorita Harlow —repitió.

Tras una cortés reverencia, Emma se dirigió a la entrada de la biblioteca y se dejó conducir de nuevo por el mayordomo hacia la salida de la mansión, pensando en lo bien que se había desarrollado todo.

Pero dejémosles cruzar las infinitas estancias y volvamos al pequeño patio, pues lo verdaderamente importante no es lo que en aquel momento pensara Emma, y aún menos lo que pudiera pensar el mayordomo o la muy arrobada Daisy, que esperaba en el amplio vestíbulo a que su señorita apareciera, ignorando todavía que en escasas semanas ya no tendría que temer por su puesto de trabajo, pues recibiría una torpe y ceremoniosa petición de matrimonio a través de un anillo oculto en un bizcocho de arándanos, que solo la fortuna impediría que se tragara. Lo realmente importante es lo que pensaba Montgomery Gilmore, quien se hallaba sumido en la confusión. Tras despedir a la señorita Harlow se había vuelto a sentar, y ahora acariciaba el libro que ella le había dejado, con expresión pensativa. Repasó con sus gruesos dedos las letras en relieve del nombre del autor que se encontraban estampadas bajo el título y sacudió la cabeza entre divertido e incrédulo por las vueltas que podía dar la vida, dignas de un acróbata de circo. Tenía que conseguir que Inglaterra creyese que los marcianos habían llegado a la Tierra con el propósito de invadirla. Eso era lo que Emma le había exigido para casarse con él, que reprodujera la novela de Wells.

—H. G. Wells… —susurró otra vez. Luego suspiró hondo, dibujó una sonrisa de resignación y, contemplando su perro con simpatía, exclamó—: ¿Puedes creerlo, Eterno?

El golden retriever le devolvió una mirada que Gilmore quiso creer que era tan escéptica como la suya.