15

Hoy será tu último día de trabajo en esta casa, pensó Emma mientras su nueva doncella de cámara tiraba sin ninguna delicadeza de los cordeles de su corpiño. ¿Cómo era posible que aquella escuálida muchachita tuviera la fuerza de un buey de tiro? Ni siquiera había tenido tiempo de aprenderse su nombre, pero ya no importaba. Se llamara como se llamase, iba a pedirle a su madre que la despidiera cuanto antes. Cuando la doncella acabó de vestirla, Emma se lo agradeció con una sonrisa, le ordenó que hiciera la cama y bajó a desayunar. Su madre ya la esperaba en el porche, donde esa mañana, debido al buen tiempo, se había servido el desayuno. Un aire suave, domesticado como un perro, jugaba con los visillos, las flores que adornaban la mesa y el cabello de su madre, que todavía no se había recogido en su clásico moño.

—Quiero que despidas a la nueva doncella, madre —la saludó.

—Pero hija, ¿otra? —se quejó su madre—. Dale una oportunidad. Viene recomendada por los Kunis.

—¡Pues tiene los modales de los bárbaros: ha estado a punto de asfixiarme al atarme el corpiño! —exclamó Emma sentándose a la mesa.

—Seguro que exageras, hija —repuso su madre—. Estoy convencida de que cuando se acostumbre…

—¡No quiero volver a verla! —la interrumpió Emma.

—De acuerdo, hija —concedió ella en tono resignado—. Despediré a Daisy.

—Daisy, esa bruta se llama Daisy… —masculló mientras bebía un poco de zumo de naranja—. ¿Cómo iba a recordar un nombre así?

—¿Qué?

—Nada, madre, nada.

Mientras desayunaban, las doncellas fueron mostrándole a Emma el habitual cargamento de regalos que sus pretendientes le habían enviado como cada mañana: Robert Cullen le había mandado una exquisita gargantilla de esmeraldas, Gilbert Hardy un bellísimo camafeo de nácar blanco tallado, Ayrton Coleman dos entradas para el teatro acompañadas de una docena de buñuelos de nata, y Walter Musgrove, fiel a su costumbre, le había dado los buenos días con un ramo de lirios silvestres. Su madre la observó cabecear con apatía ante cada regalo que las doncellas le enseñaban. Emma ya tenía de todo eso, se dijo. Hija única de una de las familias más adineradas de Nueva York, había crecido rodeada de los lujos más extraordinarios, por lo que era muy difícil que algún presente la sorprendiera. Eso obligaba a sus pretendientes a agudizar su ingenio, pero ninguno parecía saber cómo complacer a aquella muchacha que vivía en una de las pocas mansiones de Nueva York que contaba con su propio salón de baile, al que se llegaba atravesando un sinfín de salones profusos en cortinajes, donde se apretaban con naturalidad toda suerte de obras de arte.

—Ah, Emma… —suspiró su madre—. ¿Qué tiene que hacer un hombre para conquistar tu corazón? Te aseguro que me gustaría saberlo. Así podría darle instrucciones a alguno de ellos. Sabes que estoy deseando que me des una nieta.

—Sí, mamá, lo sé —respondió ella con fastidio—, me dices lo mismo cada día. Cada maldito día desde que cumplí los veinte años.

Su madre guardó silencio unos segundos, mientras observaba el infinito con tristeza, como si de repente hubiera descubierto que el aire tenía algo escrito en su envés.

—Ay, una niñita correteando por aquí lo llenaría todo de alegría, ¿no piensas lo mismo, querida? —dijo al poco, volviendo a la carga ahora en tono evocador.

Emma bufó.

—¿Por qué estás tan segura de que sería una niña? —inquirió.

—No estoy segura, Emma. ¿Cómo quieres que lo esté? —se defendió su madre—. Es solo lo que me gustaría. Es a Dios a quien corresponde dotar a cada criaturita del sexo que él considere oportuno, por supuesto.

—Ya…

Emma sabía perfectamente por qué lo decía su madre. Hasta el momento todas las que habían heredado el mapa habían sido mujeres: la abuela Eleonor, su madre Catherine, y ella. Era como si el propio dibujo, por alguna razón que Emma desconocía, ejerciera algún tipo de influjo sobre el embrión de quien debía recibirlo, inclinando su sexo hacia el género femenino apenas empezaba a formarse. Así que ella, si algún día se enamoraba, cosa que cada vez le parecía más improbable, daría a luz a una niña. Y luego se le secaría misteriosamente el vientre, como les había ocurrido a su abuela y a su madre, quienes tras concebir a sus respectivas hijas habían sido incapaces de repetir el milagro, pese a los vigorosos esfuerzos de sus maridos. No obstante, creer que hasta el momento todo había sido fruto de la casualidad no despertaba en su madre el mismo sentimiento de novelesca inquietud, pensaba Emma.

—Y a los diez años le entregaría el mapa del cielo, ¿no? —preguntó con ironía.

A su madre se le iluminó el rostro.

—Sí, será un momento mágico para ella, como lo fue para ti, Emma —dijo, presa de la ensoñación—. Todavía no he podido olvidar tu carita extasiada cuando desenrollé el dibujo de tu bisabuelo.

Emma suspiró. Su madre era inmune a la ironía. Simplemente no se le pasaba por la cabeza que alguien pudiera decirle algo con otra intención que no fuera la de agradarla, y si por algún casual llegaba a sospecharlo, entonces dejaba de escuchar. Nada ni nadie podían alterar a Catherine Harlow. Aunque ella no pensaba dejar de intentarlo, se dijo Emma, contemplando con fastidio cómo una de las doncellas caminaba hacia el porche desde la casa, portando la bandejita del correo. Tras el poco imaginativo desfile de regalos, llegaba el momento de las invitaciones a cenas, bailes y demás acontecimientos de la semana siguiente. Esperaba que no hubiese ningún acto ineludible que no pudiera rechazar alegando algún tipo de malestar pasajero. Estaba harta de acudir a fiestas y a cenas en las que se criticaba a quienes no estaban presentes con la misma corrección con que había que comportarse en la mesa. Por suerte, esta vez en la bandeja solo dormitaba un sobre lacrado. Emma lo abrió con su habitual desgana y leyó la tarjeta que había en su interior, recorrida por una caligrafía pulcra y elegante:

Querida señorita Harlow, no sé lo que desea, pero le aseguro que yo puedo dárselo, aunque sea imposible.

MONTGOMERY GILMORE

Emma volvió a guardar la tarjeta en el sobre con gesto de aburrimiento. Por si aún no tuviera bastante, Gilmore volvía a la carga. Montgomery Gilmore era su pretendiente más rezagado, el último que se había incorporado a aquel coro de admiradores tan acaudalados como insulsos. Se trataba de un hombre incómodamente alto, de cara redondeada y blanda, como la de un muñeco de nieve que el sol empezara a derretir, y estaba tan forrado como los otros. Pero a Emma le repelía tanto o más que el resto de sus pretendientes, pues Gilmore no solo carecía del respaldo de un físico agradable, sino que se le antojaba mucho más engreído que sus competidores. O quizá, para ser más exactos, habría que decir que se mostraba más torpe a la hora de embridar su natural petulancia. Los otros eran, en su mayoría, conquistadores consumados, y el que no tenía experiencia, al menos parecía haberse estudiado el manual del pretendiente ideal, donde la recomendación de disimular la arrogancia bajo una elegante capa de humildad había sido subrayada hasta desgarrar el papel. Gilmore, sin embargo, parecía enfrentar por primera vez esa otra especie inteligente del universo conocida como mujer, y actuaba ante ella con la feroz desenvoltura con que probablemente se manejaba en el mundo de negocios, regido desde siempre por hombres tan montaraces como él. Pero Emma no era una propiedad que adquirir ni un contrato que llevar a buen puerto, sino alguien que, si bien consideraba el galanteo como una ceremonia tan tediosa como inevitable, al menos podía digerirlo si se realizaba con cierta maestría. Eso la llevaba a exigir a sus pretendientes unos requisitos mínimos, que Gilmore insistía en saltarse.

Le habían bastado únicamente dos citas con él para comprender que, aunque con el tiempo podría llegar a sentir algo parecido a un tibio afecto hacia alguno de sus otros pretendientes, hacia Gilmore solo podría desarrollar una repugnancia cada vez mayor. Ambos encuentros habían tenido lugar en su casa y bajo la vigilancia de su madre, como era habitual en un cortejo que mereciera ese nombre. Durante el primero de ellos, Gilmore se había limitado a presentarse, haciendo alarde de sus posesiones e inversiones, para que a Catherine Harlow no le quedara la menor duda de que quien cortejaba a su hija era uno de los hombres más adinerados de Nueva York. Aparte de eso, apenas había dejado traslucir unos gustos corrientes y unas opiniones más o menos convencionales sobre la política y sobre algún que otro asunto de índole social que su madre le había planteado con la intención de averiguar su catadura moral. Eso sí, había exhibido en todo momento una desmesurada, casi irritante, seguridad en sí mismo que mantuvo también durante la segunda cita, en la que, para sorpresa de Emma, su madre se había presentado acompañada por su padre, quien generalmente no se rebajaba a conocer a sus pretendientes. Pero cuando ambos les habían dejado solos para que pudiesen dar un romántico paseo por Central Park, Gilmore perdió de repente toda la arrolladora confianza que había mostrado cuando perfilaba su pequeño imperio y respondió a sus preguntas de forma vacilante y torpe. Luego, en lo que a Emma le pareció un desesperado intento por volver a mostrarse ante ella como el digno representante de una especie supuestamente inteligente, incurrió en el engreimiento y la presunción, pero en ningún momento recurrió a ese vocabulario amoroso que un hombre siempre acostumbra a desplegar al quedarse a solas con la mujer que ama. Y Emma no supo si aquella torpeza sentimental se debía a que Gilmore era incapaz de concebir el amor más que como una transacción mercantil, o a que una suerte de invencible timidez lo inhabilitaba para mantener conversaciones íntimas con las mujeres. Pero lo cierto es que tanto le daba una cosa como otra, pues aquel hombre que tan desconcertantemente oscilaba entre la más patética timidez y la más irritante petulancia no despertaba en ella la menor atracción, y estaba segura de que jamás la despertaría. Así que, mientras cruzaban uno de los muchos puentecitos del parque en dirección a la salida, Emma le había pedido que abandonara su inútil cortejo. Asombrosamente, él no se inmutó. Se limitó a sacudir su enorme cabeza mientras sonreía para sí, como si lo que ella pensara sobre el asunto poco pudiera importar. Luego, divertido por su ocurrencia, dijo: «Si dejara de cortejarla, señorita Harlow, sería la primera vez en mi vida que no conseguiría lo que quiero». Al oír aquello, Emma le había dejado plantado en medio de Central Park, furiosa por la presunción de aquel insolente que desconocía las más elementales normas de cortesía en el trato con las damas y que, además, parecía enorgullecerse de ello. Durante la semana siguiente, Emma no había tenido noticias suyas, por lo que finalmente dedujo que Gilmore había recapacitado y concluido que aquel cortejo le exigía un esfuerzo excesivo para una recompensa tan pobre; sin duda era mucho mejor dedicarlo a empresas menos complicadas.

Pero se equivocó, como demostraba aquella intempestiva tarjeta en la que le prometía lo imposible con esmerada caligrafía. Al parecer, Gilmore había decidido continuar con su galanteo haciendo oídos sordos a sus desaires, demostrándole de paso que era posible actuar de un modo aún más torpe. El hecho de que, por ejemplo, ni siquiera se hubiese molestado en escoger para ella joyas o flores, ocultando su pereza bajo aquella desagradable bravata, no había hecho más que irritarla: era mucho más sencillo comprarle lo que ella le pidiera que adelantarse a sus caprichos. Gilmore, más que ningún otro, merecía una elegante réplica por su parte, una respuesta que lo pusiera en su sitio y, con un poco de suerte, lo disuadiese definitivamente de continuar cortejándola. Si algo sobraba en Nueva York eran jóvenes casaderas de buena cuna. Gilmore podía dedicarse a incordiar a cualquier otra muchachita más dócil que ella.

Tras el té de las cuatro, Emma subió a su habitación para dilapidar la tarde en la tediosa labor de agradecerle a su corte de pretendientes los regalos con que la habían agasajado ese día. Agradeció la gargantilla al joven Robert, a quien su adinerado padre estaba educando para los negocios con la misma mano dura que entrenaba a sus mastines para la caza. Agradeció el camafeo a Gilbert, un rico muchachito al que le gustaba provocarla saltándose las convenciones, pero que se amedrentaba cuando ella fingía querer ir más allá. Agradeció las entradas y los dulces al señor Coleman, un caballero extremadamente culto empeñado en arrastrarla por los teatros y galerías de la ciudad con la intención de que tal exposición al arte enalteciera su ya de por sí adorable espíritu. Y agradeció las flores a Walter, el prometedor abogado que solía aburrirla con sus ambiciones políticas, sus cotilleos sociales y su descripción del futuro compartido, que a Emma se le antojaba una vitrina atestada de objetos lujosos donde ella tenía reservado su propio hueco. Puso especial cuidado en mostrarse cortés y tibiamente afectuosa con todos por igual, porque sabía que muchos de ellos acostumbraban a cotejar sus tarjetas para intentar rastrear alguna preferencia por parte de ella. Aquella ingrata tarea ocupaba también la tarde de sus doncellas, que apenas podían hacer otra cosa que ir de aquí para allá cargando con los sobrecitos. Dejó para el final la respuesta a Gilmore, quien aparte de ahorrarse especular sobre sus gustos se había atrevido a desafiarla invitándola a pedirle algo que él no pudiera conseguir. Emma meditó unos segundos antes de surcar con su moderna estilográfica la blancura de la tarjeta destinada a aquel gordito engreído, que sin duda esperaba que ella le pidiera algo que estuviera al alcance de su fortuna. Pero Emma no pensaba rebajarse a eso. Finalmente, escribió:

Es muy amable, señor Gilmore. Pero lo que yo deseo nadie podría concedérmelo. Y me temo que a mí me resultaría imposible desear algo que usted pudiera conseguirme.

Aquella respuesta la satisfizo enormemente porque, aparte de que exhibía su talento para los juegos de palabras y la dibujaba como una señorita que anhelaba cosas que se hallaban más allá de lo material, advertía a Gilmore de su poco interés por participar en el juego que le proponía y, lo más importante, manifestaba un total desprecio por todo lo que procediese de él. Esta vez el mensaje estaba claro. Gilmore no podría ni malinterpretarlo ni ignorarlo. Lo metió en el sobre y se lo entregó a la última de su ejército de doncellas que aún no había mandado a recorrer Nueva York: la ruda Daisy, a quien su madre todavía no había tenido tiempo de despedir.

La doncella se encaminó a paso ligero hacia la mansión de Gilmore, donde la recibió su mayordomo, un joven de aspecto distante y envarado que, tras indicarle con un gesto displicente que esperase junto a la puerta, transportó la tarjeta en una bandeja de plata hasta el despacho de su amo.

Gilmore tomó el sobre distraído, pero al reparar en que era una carta de Emma, se tensó sobre su asiento. ¡Emma, su Emma, se había dignado contestarle! Leyó el mensaje conteniendo la respiración como si lo estuviese leyendo bajo el agua. Al parecer, Emma disponía de un envidiable talento para la ironía, lo cual le agradó pese a ser él mismo el objeto de su burla. Todo indicaba que no iba a aburrirse a su lado, cuando ella accediera al fin a enhebrar su vida con la suya. Pero no solo eso: aunque los arcanos del galanteo le eran desconocidos, Gilmore había oído a más de un caballero aseverar en los clubs que las mujeres, no se sabía por qué razón, eran seres veleidosos, incapaces de expresar lo que sentían si no era mediante enrevesados acertijos que ellos debían descifrar malgastando esfuerzo y paciencia. Frente a la descarnada llaneza de los hombres, ellas, quizá para sentirse mamíferos más sofisticados, gustaban de ocultar sus verdaderos deseos bajo el tul de la ironía. Y la carta de Emma rezumaba ironía, así que Gilmore solo pudo concluir que, si bien su verdadero mensaje le quedaba por desgracia vedado, al menos quedaba claro algo: sus palabras podían significar cualquier cosa, menos lo que realmente significaban. Releyó la tarjeta un par de veces más, por si el auténtico mensaje le saltaba por casualidad a los ojos, pero el milagro no sucedió. Luego la colocó con sumo cuidado sobre su escritorio, como si un movimiento brusco pudiera desordenar sus letras y volver sus palabras definitivamente ilegibles. Bien, se dijo, observando la tarjeta, ¿qué podía responderle él? Decidió jugar sobre seguro y aceptar el visible desafío que contenía la segunda frase. Tomó una tarjeta y escribió, aprovechando su turno de réplica para deslizar un halago que jamás tendría el valor de decirle mientras paseaban por Central Park:

No convierta algo en imposible simplemente por negarme la oportunidad de hacerlo posible, señorita Harlow. Le aseguro que puedo hacer realidad cualquier cosa que me pida, salvo que su deseo sea ser aún más hermosa de lo que es.

Satisfecho, se la entregó a Elmer, su joven mayordomo, quien se la entregó a su vez a Daisy, que se aburría junto a la puerta. La doncella desanduvo el camino hacia la residencia de su señora en apenas un cuarto de hora. Emma abrió el sobrecito convencida de que al fin encontraría la cortés rendición de Gilmore. Al constatar que no era así, lanzó un bufido de desesperación. ¿Qué tenía que hacer para desanimarlo? Cualquier otro caballero habría postrado sus armas al comprender que ella no solo no tenía interés en él, sino que incluso empezaba a considerar desagradable su cortejo. Pero Gilmore no. Gilmore insistía en desafiarla. Aquello no era un cortejo, sino una lucha de poderes. Y no contento con eso, Gilmore acompañaba su reto con un halago tan inapropiado como ridículo. Emma tomó otra tarjeta y escribió, mordiéndose los labios para no escandalizar a la doncella con una retahíla de maldiciones:

Siento decepcionarle, pero no es eso lo que deseo, señor Gilmore. Mi belleza le haría más feliz a usted que a mí, pues la belleza nunca hace feliz a quien la posee, sino a quien puede amarla y venerarla. Le deseo mejor puntería con sus halagos cuando se decida a conquistar a alguna otra, pues a la vista está que yo le resulto una fortaleza inexpugnable.

Eso daba por concluida su relación. Había intentado proceder como una muchacha educada, pero Gilmore se había revelado inmune a las sutilezas, no dejándole otro camino que el del exabrupto. Complacida con el mensaje, entregó el sobre a Daisy, quien, veinte minutos después, lo depositaba de nuevo en la bandejita de plata de Elmer. Al reparar en el sofoco de sus mejillas, el mayordomo, con la voz de un general justo pero inflexible, ordenó que le sirvieran un vaso de agua en las cocinas del servicio. Luego, tras dedicarle una mirada que a la joven se le antojó un tanto indiscreta, subió a entregar el sobre a su amo, que lo pescó de la bandeja con inusitada ansia.

El nuevo mensaje alegró a Gilmore, pues Emma continuaba con su coqueteo. Ahora se refería a sí misma como una fortaleza inexpugnable, que traducido a la extraña lengua que hablaban las mujeres, debía de significar algo así como… ¿Un vergel accesible? ¿Un manantial en el cual él podría refrescarse tras una larga caminata? No podía precisarlo, pero estaba claro que debía de tratarse de un lugar dispuesto a acogerlo. Bien, aquello marchaba. Ahora era de nuevo su turno. Tomó otra tarjeta y dejó transcurrir varios minutos con la mirada perdida en el infinito, mientras meditaba la respuesta. ¿Debía también él esconderse tras el cortinaje del doble sentido? No, como hombre que era debía mostrarse tal cual, exponerse virilmente a la luz, ir rudamente al grano. ¿Qué quería sacar él de aquel cruce de mensajes?, se preguntó. Poder verla de nuevo para intentar expresarle lo que sentía por ella sin incurrir en frases arrogantes ni en tartamudeos. Sí, eso era lo que quería conseguir. Pero para eso, estaba claro, necesitaba que la cita se produjera bajo las condiciones más favorables posibles. Y solo había un lugar donde al menos existiera la posibilidad de mostrarse tranquilo. Tomó la estilográfica y, como si el desagrado de ella fuese auténtico, escribió:

Siento haberla ofendido, Emma. Permítame pedirle perdón invitándola a tomar el té mañana en mi casa, por favor, a la hora que usted quiera. Así podré mirarla a los ojos y ver cuánto desea eso que nadie puede concederle. Estoy seguro de que su deseo me dará fuerzas para ponérselo a sus pies, aunque tenga que descender a los infiernos para traérselo.

Sopló la tinta y lo releyó. Se le antojó un mensaje arriesgado. ¿Y si Emma se negaba? Si ella rechazaba su invitación, ya no tendría sentido seguir con aquel juego. Aunque eso, en el fondo, no le preocupaba demasiado, pues pensaba continuar de todos modos, tuviese o no sentido, hasta que la muerte de alguno de los dos pusiera fin a su tarea.

Elmer entregó la carta a la doncella y, veintiocho minutos después, cuando Emma ya empezaba a creer que al fin había logrado desembarazarse definitivamente de Gilmore, tuvo ante su adorable nariz un sobre estampado con una barroca «G». Lo abrió y lo leyó con repugnancia. ¡Qué hombre tan ególatra e insistente!, exclamó tras su lectura. Para su desesperación, Gilmore no solo se permitía ignorar sus palabras, sino que se atrevía a ir más allá en su galanteo, llamándola por su nombre e invitándola a su casa. ¿Acaso nadie le había enseñado cómo tratar a una dama? La partida ya estaba sentenciada, su rey había caído sobre el tablero, ¿por qué no aceptaba que había perdido? Cualquier relación, aunque no tuviera un propósito sentimental, exigía un ritmo, un compás medido y una serie de liturgias, pero sobre todo el respeto de sus normas. Y Gilmore parecía desconocer todo eso. Tanta ineptitud la irritaba. Tomó una nueva tarjeta y se entretuvo jugando con su estilográfica mientras meditaba la respuesta. Era evidente que Gilmore no pensaba abandonar su asedio de ninguna de las maneras, por mucho que ella intentara disuadirlo. Estaba acostumbrado a conseguir todo lo que se proponía, como él mismo le había dicho, y tanta arrogancia merecía una lección, una lección que nunca había podido darle nadie en el mundo de los negocios. Pero ahora no estaban en ese mundo. Ahora estaban en su terreno, en un mundo que a él le era extraño, y ella tenía ante sí la oportunidad perfecta para demostrarle que no podía ganar siempre, para humillarlo como se merecía, si bien era evidente que no podría hacerlo con las palabras, a menos que recurriera a los insultos. Y aunque le venían varios a la cabeza, no quería usar ninguno, pues como bien sabía, el insulto deshonraba a quien lo empleaba, no a quien lo recibía. Así que debía encontrar otra forma, más acorde con su inteligencia y educación, de avergonzar a aquel insoportable engreído hasta el punto de que desapareciera, no de su vida, sino de Nueva York.

Emma se mordisqueó suavemente un nudillo de su mano izquierda, mientras tamborileaba en el suelo con su pequeño pie. Así que Gilmore pensaba que podía conseguir todo lo que le pidiera… Bien, eso estaba por ver, se dijo, comenzando a atisbar la solución a su problema. ¿Y si le pedía algo absolutamente imposible? Entonces solo le dejaría dos opciones: rendirse con una mueca abochornada, o hacer el mayor de los ridículos tratando de conseguirlo. Porque lo que le propusiera debía ofrecer una pequeña esperanza de conseguirse, para que de esta manera su fracaso resultara aún más humillante. Sí, eso era lo único que podía hacer, concluyó, entrar en su juego, aceptar su desafío. Solo así lograría deshacerse de aquel patán arrogante. ¡Iría a su casa y le pediría algo que nadie pudiera conseguir! Empuñó la estilográfica y escribió:

De acuerdo, señor Gilmore. ¿Le parece las cinco de la tarde una hora adecuada para descubrir que no puede conseguirlo todo?

Daisy partió con aquella pregunta hacia la mansión de Gilmore. Una vez ante la puerta de entrada, se recolocó el sombrerito e hizo sonar la campanita que conjuraba al mayordomo con un trino de ruiseñor. Elmer la recibió luciendo una sonrisa de divertida complicidad que le agradó, pues espantaba la lóbrega gravedad de su rostro. Tras realizar el gesto de depositar el sobre en la bandeja con el amaneramiento propio de dos actores de teatro, Elmer se perdió escaleras arriba, no sin antes ofrecerle unos bizcochos que había mandado disponer sobre una mesita.

Cuando tuvo el sobre en sus manos, Gilmore se demoró en abrirlo. Quizá no contuviera una negativa, se dijo, dándose ánimos. Respiró hondo y extrajo la tarjeta. Tuvo que leerla varias veces para comprobar que no se había equivocado: ¡Emma había aceptado su invitación! Sí, lo había hecho, había aceptado aquella invitación desesperada. Gilmore dejó que una sonrisa de infinita alegría se derramara por sus labios. Sus sospechas eran correctas, había interpretado acertadamente los signos: Emma estaba deseando volver a verlo. Estaba seguro de que le había gustado que la hubiese llamado por su nombre. El desafío, en realidad, no era más que una excusa, un juego divertido y oportuno para ocultar su verdadero deseo. Emma, experta en el arte de la seducción, había fingido un espíritu competitivo que la obligaba a recoger su guante. ¡Era ciertamente adorable!, reconoció Gilmore, sintiendo que su amor por ella no tenía fondo. Tomó una nueva tarjeta y dejó que un suspiro de amor se le escurriera de la boca. De nuevo le había llegado el turno, pero lo único que tenía que hacer ahora era seguir el juego de Emma, y para ello ni siquiera tenía que fingir. ¿Acaso existía en el mundo algo que él no pudiera conseguir? Probablemente no. Se inclinó sobre la tarjetita y, fingiendo la soberbia que demandaba la situación, escribió:

Me temo que será usted quien descubra que no tiene la suficiente inventiva para vencer a un hombre enamorado, Emma. Y las cinco me parece una hora perfecta. Solo la muerte me impedirá recibirla mañana.

Guardó la carta en el sobre y se lo entregó a Elmer, quien bajó las escaleras casi al trote. En el vestíbulo lo esperaba una agradecida Daisy, que celebró el sabor de los bizcochos, casi tan buenos como los de la pastelería Grazer, unos dulces rellenos de confitura de arándanos que solía regalarse a sí misma el día que cobraba su sueldo. Treinta minutos después, con algunas migas que la brisa había respetado perlándole el cuello del vestido, entregó la tarjeta a su señora.

Cuando al fin la tuvo en sus manos, Emma desgarró el sobre y leyó la respuesta de Gilmore apretando los labios para contener su indignación. ¿Cómo se atrevía aquel hombre a poner en duda su imaginación, o la ambición de sus deseos? El mensaje no exigía respuesta, pero Emma no pudo resistirse a contestarle enarbolando la misma ironía. No merecía la pena seguir malgastando la tinta de su estilográfica en discutir algo que podría rebatirle fácilmente al día siguiente, en cuanto le desvelara cuál era su deseo. Era mejor emplear el humor:

Entonces no practique ningún deporte arriesgado hasta pasado mañana, señor Gilmore.

Metió aquella nota en el sobre y se lo entregó a su doncella. Daisy se arrastró a casa de Gilmore, donde se encontró con una docena de bizcochos rellenos de confitura de arándanos. Sin dejarla reponerse de la sorpresa, Elmer le tendió la bandejita con una sonrisa afectuosa, y ella depositó el sobre en su reluciente superficie entre atontada y conmovida. ¿Cómo le había dado tiempo de ir y volver de la pastelería Grazer, que se encontraba tan lejos de allí?, se preguntó. Estaba claro que aquel joven atento y diligente tenía buenas piernas. Elmer se despidió momentáneamente de ella con una pomposa reverencia, y subió al despacho de su amo, dejándola envuelta en un nubarrón de agradecimiento que amenazaba amor.

Al ver entrar al mayordomo, Gilmore le arrebató el sobre y lo desgarró con impaciencia. Emma había eludido la discusión a la que la invitaba la primera frase de su mensaje y, de nuevo tras la maleza de la ironía, se preocupaba ahora por su salud. Gilmore sonrió, presa de un delicioso estremecimiento. ¿Podía ser más adorable? Tomó otra tarjeta y recurrió también al humor para escribir su respuesta.

Esté tranquila, Emma, los deportes de riesgo no suponen ninguna tentación para mí, si exceptuamos su cortejo.

¡Ah, ojalá pudiera mostrar aquella ironía cara a cara!, se lamentó Gilmore.

Elmer bajó las escaleras devorando cada peldaño como una carcoma imparable y, al entregar el sobre a Daisy, se atrevió a rozarle los dedos con los suyos, lo que hizo que en el rostro de la muchacha aflorase una mueca azorada. Intentando no desmayarse por aquel inesperado trueque de calor, la doncella le agradeció el detalle de los bizcochos y, por romper el incómodo silencio que se extendió entre ambos, le mostró su sorpresa ante el hecho de que los hubiese conseguido en tan poco tiempo. Elmer se aclaró la garganta y, sin la menor pasión, como un niño que recitara a Shakespeare de memoria, respondió: «Nada de lo que usted desee es imposible de conseguir para mí, salvo que mi hermosura sea para usted más deseable de lo que es». Daisy le miró atónita, sin comprender por qué pensaba él que su atractivo debía de resultarle insuficiente. Elmer volvió a carraspear, le dio la espalda, consultó lo que llevaba escrito en la palma de la mano, se volvió de nuevo hacia ella, y con el mismo tono desapasionado, dijo: «Nada de lo que usted desee es imposible de conseguir para mí, salvo que su deseo sea ser aún más hermosa de lo que es». Daisy enrojeció de súbito, se despidió de él atolondradamente y caminó hacia la mansión donde servía levitando sobre la calzada, lamentando no conocer los arcanos de la escritura para poder expresarle al cada vez más apuesto mayordomo lo que sentía en aquel momento, sin saber que él acababa de leerlo en su mirada.

Casi cuarenta minutos después, entregó la tarjeta a Emma, quien comprobó abatida que tampoco Gilmore se resistía a decir la última palabra. Abrió el sobre con fastidio. ¿Cómo podía alguien ser tan insolente?, se preguntó tras leer su respuesta. ¿Acaso Gilmore no tenía límites? Emma respiró hondo y dejó escapar el aire con lentitud, intentando calmarse. Quería responderle, pero la doncella se removía inquieta, como si le dolieran los pies, y enviarla de nuevo a casa de Gilmore le pareció un acto de crueldad excesivo incluso para ella. Se consoló pensando que, como decía Wilde, si había algo mejor que tener la última palabra, era quedarse con la oportunidad de tener la siguiente.