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A Emma Harlow le hubiese gustado que la Luna estuviera habitada para poder acariciar las sedosas crines de los unicornios que pastaban en sus prados, contemplar a los castores bípedos construir sus chozas o volar abrazada a un hombre murciélago, admirando desde las alturas la superficie lunar, decorada con espesos bosques, mares interiores y puntiagudas pirámides de cuarzo malva. Pero en aquella luminosa primavera de 1898, Emma, al igual que el resto de sus contemporáneos, ya sabía que la Luna no estaba habitada, según habían revelado los nuevos y potentes telescopios que, como muchos otros avances científicos, habían despojado al mundo de la magia que una vez lo había impregnado. Sin embargo, hacía ya más de sesenta años, la Luna estuvo habitada por las criaturas fantásticas más increíbles que uno pudiera imaginar.

En el verano de 1835, cuando Emma ni siquiera había nacido, un hombre observó la Luna y pensó que allí podía almacenarse la magia que el ser humano necesitaba para sobrellevar su existencia, aquella magia que el progreso estaba esquilmando tan gradual y despiadadamente. Era el lugar perfecto para guardar los sueños, ese poderoso reconstituyente de la humanidad, dado que nadie podía posar allí su vista para desmentirlo. ¿Y quién era aquel paladín de las ensoñaciones? Se llamaba Richard Adams Locke, y era un caballero inglés que, tras graduarse en la Universidad de Cambridge, se había mudado a Nueva York, donde trabajaba como editor en jefe del periódico The New York Sun. En cuanto a su aspecto, tenía el rostro estropeado por la viruela, pero eso apenas importaba a las damas, pues era alto y señorial como un álamo. Sus ojos, además, irradiaban una serena luminosidad, un fulgor tranquilo que pregonaba la existencia de uno de esos espíritus elevados que suelen acabar ejerciendo de faro para el resto. Aunque nada más alejado de la verdad, pues Locke distaba mucho de ser el tipo de persona que insinuaba su mirada. Lo que aquel caballero inglés con aspecto de afable predicador llevaba alojado en su pecho no era otra cosa que un auténtico espíritu burlón. Locke paseaba la majestuosa gravedad de su mirada por el mundo, ¿y qué veía? Solo la necedad del Hombre, su sobrecogedora incapacidad para aprender de sus errores, la grotesca realidad que había erigido a su alrededor y, sobre todo, su desmedido afán por dotar de trascendencia a las cosas más ridículas de la vida. Y aunque todo eso le producía un gran regocijo íntimo, aquella estulticia colectiva también le encendía la sangre cuando reparaba en que no dejaba muy bien parada a la especie a la que él desgraciadamente pertenecía.

Había huido a América desde Inglaterra impulsado por el convencimiento de que Estados Unidos, tras un parto difícil y unos primeros pasos azarosos y titubeantes, habría logrado conformar una nación guiada por la antorcha de la racionalidad y las libertades universales. Tenía la esperanza de que se hubieran convertido en una visión suprema de todo cuanto la vieja Europa, harta de sí misma, no había llegado a ser, ni siquiera tras el favorable golpe de timón que habían supuesto el Siglo de las Luces y la Revolución francesa. Pero, para su asombro, se había encontrado con un país infectado por un espíritu religioso en el que las tan familiares supersticiones europeas convivían con otras de nuevo cuño. ¿Para eso se había descubierto América?, se preguntó con gran desconcierto Locke, ¿para convertirla en una mala copia de Inglaterra? Porque al igual que la vieja Europa, aquella sociedad incipiente estaba convencida de que todo cuanto abarcaba la mirada constituía un indicio de la obra divina. La cercana llegada del cometa Halley, por ejemplo, no era una excepción. ¿Quién si no el Creador podría orquestar semejante espectáculo pirotécnico en los cielos de septiembre? Por eso mismo se habían apostado numerosos telescopios en los parques de Nueva York, de manera que todos pudieran observar aquella exhibición de poder con la que Dios corroboraría su existencia para regocijo de sus devotas criaturas. Pero, por paradójico que suene, aquella convicción también cohabitaba con una confianza ciega en el progreso y en los científicos, y debido a ello, cualquiera que escribiera el primer delirio que se le pasara por la cabeza podía obtener la credulidad de los ciudadanos. Ahí estaba el caso del reverendo Thomas Dick, por ejemplo, cuyas obras ya eran enormemente populares en Estados Unidos cuando Locke llegó allí. En uno de sus exitosos libros, el reverendo había calculado que el sistema solar contenía 21 891 974 404 480 habitantes, cifra que quizá se les antoje algo exagerada, aunque no lo era tanto si tenemos en cuenta que, según esos mismos cálculos, la Luna ya contaba con una población de 4200 millones. Por ese y otros ejemplos de candidez semejantes, los americanos le parecieron a Locke un pueblo que estaba pidiendo a gritos un escarmiento. ¿Y quién podía dárselo, si no él? Así que, al principio, más que velar los sueños de la humanidad, lo que Locke se propuso fue algo tan poco elevado como darles una lección a sus nuevos vecinos, tratando de paso de divertirse con ello todo lo posible. Decidió inventar una historia sensacionalista que ridiculizara esa y otras muchas de las extravagantes teorías astronómicas que se habían publicado hasta la fecha. Eso obligaría al pueblo americano a reflexionar sobre la fragilidad de sus creencias, a la par que incrementaría las ventas del The Sun, el mejor púlpito que podía concebir para su propósito, pues se trataba de un diario de circulación masiva que por primera vez no se vendía por suscripción, sino en plena calle, de mano de una tropa de niños que anunciaban a voz en grito las más asombrosas noticias al precio de un insignificante centavo.

¿Y cuál podía ser esa historia? Locke sabía que aquel agosto el científico John Herschel, hijo de William Herschel, el célebre astrónomo real de la corte de Jorge IV, se encontraba en el sur de África realizando observaciones astronómicas. Cargando con varios instrumentos ópticos, el astrónomo británico había partido de Inglaterra rumbo al cabo de Buena Esperanza, con el propósito de establecer allí un observatorio y poder confeccionar múltiples mapas de las estrellas visibles en el hemisferio sur, con los que pretendía completar la clasificación que su padre había llevado a cabo en los cielos del norte. Sin embargo, durante dos años no se había sabido nada del astrónomo, y desde donde se hallaba ahora, una comunicación con Nueva York tardaría al menos dos semanas, tiempo más que suficiente para que Locke pudiera acribillar a los americanos con una serie de artículos en los que se enumerasen los supuestos descubrimientos de Herschel, sin que el astrónomo se enterase de ello y mucho menos pudiera desmentirlos.

Sin perder un segundo, y con una sonrisita juguetona arruinando la habitual gravedad de su rostro, Locke se puso manos a la obra, y el 21 de agosto se publicó el primero de esos reportajes. Bajo el título «Grandes descubrimientos astronómicos» el artículo explicaba que un culto caballero escocés de visita en Nueva York había proporcionado a The Sun un ejemplar del Edinburgh Jornual of Sciencie, donde podía leerse un fragmento de la bitácora diaria del doctor Andrew Grant, un colaborador ficticio de Herschel. La primera parte del artículo se dedicaba a describir el portentoso telescopio que había construido el astrónomo, provisto de una lente colosal capaz de distinguir objetos de dieciocho pulgadas en la superficie de la Luna y proyectar sus imágenes sobre una pared del cuarto de observación. Gracias a aquel excepcional invento habían podido escrutar cada planeta del sistema solar y muchos otros de los sistemas vecinos, habían establecido una teoría firme sobre los fenómenos cometarios y solucionado casi todos los problemas de la astronomía matemática.

Una vez abonado el terreno, el siguiente artículo se centraba en la Luna, que habían escrutado atentamente con el telescopio, distinguiendo en ella una zona cubierta de roca verde oscuro y una especie de sarpullido de amapolas rosadas. Al explorar el Mare Nubium de Riccioli, habían descubierto hermosas playas de arena blanca jalonadas de árboles desconocidos, y unas pirámides de cuarzo malva de más de veinte metros de altura. Y luego, continuando su inspección con aquella lente milagrosa, se habían tropezado con el insólito rebullir de la vida. Atónitos, habían atisbado los primeros animales. Atestando sus llanuras habían visto manadas de algo parecido a bisontes, y en la cima de las suaves colinas, como pinceladas azul pálido, algunos ejemplares de gráciles unicornios.

En el siguiente artículo, Locke, llevando su broma al extremo, prosiguió con el registro de las especies zoológicas. Entre la estupefacción y la maravilla, hizo que Herschel y Grant contemplaran una especie de reno diminuto, un oso con cuernos y hasta un grupo de simpáticos castores bípedos, que construían chozas de madera con altas chimeneas de las que brotaba el humo. Todo valía. Gracias a esos tres artículos ya habían superado la tirada del Times de Londres.

Pero Locke no estaba dispuesto a aflojar la marcha. En el cuarto reportaje, hizo su revelación más sorprendente: los astrónomos habían visto a los habitantes de la Luna, a los que bautizaron como Homo vespertilio u hombre murciélago. Según se explicaba, se trataba de unas criaturas de algo más de un metro, enteramente cubiertas de un pelaje cobrizo, y dotadas de unas alas membranosas que les llegaban desde los hombros hasta las pantorrillas. Con las alas plegadas, caminaban con la dignidad y el equilibrio de los humanos; cuando las abrían, surcaban los cielos como un ballet extravagante. Sus caras, presididas por unos labios prominentes que se movían como si articulasen palabras, eran semejantes a las del orangután, aunque destilaban una expresión más inteligente. El telescopio los mostraba holgazaneando felizmente en la hierba, si bien de un modo que en la Tierra podría considerarse un tanto indecoroso. Y tras aquel fabuloso descubrimiento, que había sobrecogido a los lectores del The Sun, Locke se preparó para la estocada final.

El último artículo narraba cómo, en mitad de aquel edén primitivo, Herschel había atisbado lo que sin duda era un enorme templo religioso de zafiro pulido, con un techo de metal amarillo. ¿A qué Dios rendían culto aquellos seres? Pero en el momento de máximo interés de los lectores, The Sun informó que desgraciadamente, en un lamentable descuido, los astrónomos habían dejado orientado al Sol el que empezaban a llamar «el telescopio de los milagros», y los rayos solares, enaltecidos por su enorme lente, habían producido una quemadura de siete metros en el suelo del observatorio, dejándolo prácticamente inservible.

Tras asombrar a Estados Unidos, la historia fue reproducida en los periódicos de casi todo el mundo, muchos de los cuales llegaron a asegurar que habían tenido acceso a los artículos originales del Edinburgh Journal. Eso llevó a un comité de científicos de la Universidad de Yale a visitar la redacción de The Sun, con el inocente propósito de ver aquellos documentos. Y aunque fueron mareados por los empleados del periódico, que los enviaron de aquí para allá durante varios días y finalmente tuvieron que volverse sin ver los originales, los científicos regresaron a New Haven sin sospechar que todas aquellas excusas ocultaban un fraude. Otros periódicos, sin embargo, se mostraron mucho más escépticos, y acusaron a The Sun de engañar a sus lectores. El Herald incluso aseguró que el Edinburgh Journal of Sciencie había dejado de existir varios años antes. Ante las numerosas presiones, The Sun publicó unos días después una columna en la cual consideraba la posibilidad de que la historia fuera una broma, aunque no podía asegurarlo hasta que lo corroborasen los periódicos ingleses.

Locke jamás reconoció públicamente que todo había sido un fraude. Le asustaba la magnitud de lo que había desencadenado. Jamás pensó que aquello pudiera llegar a tanto. Su única intención había sido que los americanos se cuestionaran la fragilidad de los fundamentos de cualquier creencia, pero la mayoría de los lectores se habían mostrado refractarios a su ironía y habían seguido creyendo que todo era cierto, que la Luna estaba realmente habitada por aquella fauna delirante, que el satélite era un remedo del paraíso o el lugar de recreo de los personajes de los cuentos de hadas. Algunos clérigos incluso estudiaron la posibilidad de imprimir biblias para los hombres murciélago, y un grupo de bautistas hasta empezó a recolectar dinero para enviar misioneros a la Luna con el fin de salvar las almas de los depravados moradores del satélite. Y a pesar de que con el correr del tiempo, telescopios tan sofisticados como el de John Draper realizaron daguerrotipos que mostraban una inmaculada y deshabitada Luna, sin rastro alguno de la caprichosa colección de seres ideados por Locke, muchos neoyorquinos continuaron convencidos de que la ciencia acabaría demostrando que lo narrado por el doctor Grant era cierto.

Y si alguno de ustedes se está preguntando cuál fue la reacción de Herschel al respecto, he de decirles que el astrónomo no se enteró del fraude en el que había sido involucrado hasta pasado un tiempo, pues, como afirmaba el artículo, se encontraba en Ciudad del Cabo realizando observaciones astronómicas. Cuando al fin conoció la noticia, se lo tomó con humor, tal vez porque sabía que sus observaciones nunca llegarían a ser tan asombrosas. Sin embargo, cuando quienes creían que la historia era real empezaron a acribillarlo con preguntas, queriendo saber hasta los más absurdos detalles, como los hábitos sexuales del Homo vespertilio, aquella sonrisa terminó por desaparecer de su rostro.

Esos fueron los inesperados efectos que la broma de Locke tuvo sobre la sociedad americana, por lo que fue él quien, tras vencer su propia incredulidad, extrajo una lección de todo ello: el hombre necesitaba soñar. Sí, necesitaba creer en los espejismos, creer que su vida era algo más que la miserable y hostil realidad que lo asfixiaba. Y él había sido un sastre lo suficientemente habilidoso como para confeccionar una ilusión a medida para aquel hombre desencantado. Al principio, ese logro inesperado le sirvió para capear el temporal de críticas e insultos de sus rivales, pero a medida que pasaban los años, las aguas volvían a su cauce y su broma adoptaba la forma de una simpática anécdota, Locke empezó a sentirse cada vez más orgulloso de su hazaña; no en vano había descubierto la necesidad de la humanidad y el modo de satisfacerla. Los hombres necesitaban soñar, y él les había invitado a hacerlo, desvelándoles que el mundo era mucho más bello de lo que les mostraban sus ojos. Bien mirado, les había dado todo lo que podía darles una religión, pero sin quitarles nada a cambio. Les había regalado un paraíso con el que soñar, en el que refugiarse de los sinsabores terrenales, y lo había hecho sin arrebatarles su libre albedrío, sin obligarles a cumplir absurdas normas ni amenazarles con una condena en ningún infierno. Sí, eso era lo que Locke había hecho, y que le hubieran repudiado por ello le resultaba tan injusto como castigar a un lazarillo por describirle a un ciego una puesta de sol imposible, con colores musicales y nubes con sabor a fruta. Hacer soñar a los demás no debería corresponder únicamente a las religiones, ni a los artistas, se dijo. No, en cada gobierno debería haber un ministerio dedicado a hacer soñar a sus ciudadanos con un mundo mejor, lleno de despachos en los que un soñador como él pudiera consolar a otros individuos regalándoles ilusiones. El mundo sería entonces, si no racional, al menos razonable…

A medida que pensaba aquellas cosas, Locke fue sintiéndose cada vez más complacido con su logro, pero también más frustrado por el hecho de que nadie más hubiera sabido valorarlo. Como había comprobado, las ilusiones a gran escala tenían sus inconvenientes, y por mucho que le gustara imaginarse a la humanidad como una niñita deseosa de escuchar un cuento antes de dormirse, no todos los hombres eran iguales. Muchos preferían aceptar la realidad tal cual era, en vez de suavizarla con el barniz de la imaginación. Otros, simplemente, no soportaban que alguien tuviera un poder superior al suyo. Y todas aquellas voces juntas eran demasiadas para que un solo hombre pudiera luchar contra ellas. Lo único que podía hacer era regalar aquella pócima milagrosa que había descubierto por azar a quienes realmente se la merecieran. Una labor puerta a puerta, por así decirlo. Pero si bien la humanidad se le había antojado digna de su brebaje, ninguno de sus integrantes por separado le parecía indicado para merecerlo.

Aquello cambió, sin embargo, el día en que tuvo a su primera hija en los brazos, observándole con esa mirada profundamente inquisitiva de los recién nacidos. Locke supo entonces que al fin había encontrado a alguien que se merecía por derecho el regalo de un mundo más bello. Así que, cuando Eleonor cumplió diez años, le entregó un presente muy especial. Le regaló la capacidad de soñar, que físicamente se concretaba en un rollo de papel atado con una cinta escarlata. Al desenrollarlo, la niña pudo contemplar un mapa del universo dibujado por el propio Locke. Ya no podía poblar la Luna de seres mágicos, los científicos se lo habían impedido, pero el universo estaba aún por descubrir. Con el paso de las décadas, los telescopios irían desvelando sus misterios y el hombre incluso podría surcarlo con máquinas aladas más pesadas que el aire, pero para eso aún faltaba mucho tiempo, tal vez siglos. De momento, el universo podía ser tal y como Locke lo había dibujado en ese rollo de papel.

Y desde luego, su hija nunca pensó que fuera diferente, pues Eleonor resultó ser una muchachita tan soñadora como su padre. Pero esa no fue su única cualidad. De niña enseguida dio muestras de haber sido marcada por un espíritu impulsivo, una de esas almas donde la risa y el llanto brotan repentinamente con la misma exuberancia de manantial. Un tenue rayo de sol atravesando el cielo tras la tormenta podía transportarla al más arrebatado de los éxtasis, de la misma forma que un ramo marchito al que hubieran olvidado cambiar el agua podía abocarla a un llanto inconsolable cuya duración nunca se podía adivinar. Aunque para sorpresa de todos, el mapa del cielo que su padre le había regalado constituía el remedio más eficaz para detener las lágrimas. A veces le bastaba con desenrollarlo y acariciar con sus deditos las maravillas allí descritas para que una sonrisa iluminara de nuevo su rostro. Y era algo de agradecer, pues como imaginarán, dado que desde su infancia su alma estaba predispuesta a las grandes pasiones y, por lo tanto, al drama de los inevitables desengaños, a medida que crecía los motivos que la arrastraban al llanto se volvían más frecuentes. Por suerte, el mapa siempre lograba calmarla, ya fuera del estremecimiento que le había causado que hubiera nacido muerto un cachorrito de la última carnada o de la irritación que le había provocado que uno de sus pretendientes la hubiera saludado con un tono que «claramente» delataba su pérdida de interés. Fuera cual fuese el drama del día, le bastaba con salir al jardín a contemplar el cielo nocturno para enseguida empezar a oír una melodía remota, algo parecido al alegre bullicio de una feria que prometía todos los placeres inimaginables, y que para ella evocaba el trajín del verdadero universo que latía oculto tras aquel velo oscuro que los telescopios no lograban traspasar, un universo cuya existencia solo su padre y ella conocían.

El día en que Catherine, la hija de Eleonor, cumplió diez años, a su madre no se le ocurrió un regalo mejor que el mapa del cielo. Desgraciadamente, el talante soñador que parecía patrimonio de la familia, no había prendido en su hija. Ni tampoco mostraba predisposición alguna a las tempestuosas pasiones que habían gobernado la vida de su madre, a quien le resultaba increíble haber dado al mundo un fruto en el que era incapaz de reconocerse. Catherine resultó ser una muchachita demasiado simple como para complicarse la vida, lo cual Eleonor, que pensaba que para vivir intensamente había que superar zozobras y quebrantos, enseguida consideró un defecto. Como no se cansaba de repetirle a su marido, aquel pretendiente al que tantas veces había reprochado su falta de interés, la serena sonrisa que su hija lucía prendida en los labios como un estúpido broche no delataba la menor predisposición a la felicidad, sino más bien una absoluta incomprensión ante la misma. Sin embargo, pese a lo que creía su madre, a Catherine no todo le daba igual. Lo que le ocurría era que todo le parecía perfecto, acertado, incuestionable. Nada le resultaba lo suficientemente desagradable como para arruinar la quietud de su alma, aunque tampoco lo suficientemente fascinante como para sacudirla de felicidad. Si alguno de sus pretendientes no le hacía el caso que ella creía merecer, por ejemplo, se abstenía de erosionar su alma con disgustos inútiles y se limitaba a tacharlo de la lista sin el menor rencor. Así las cosas, como no les será difícil comprender, el mapa de su abuelo Locke jamás supuso para Catherine ningún refugio en la tormenta ni ningún talismán mágico que le permitiera recuperar la alegría de vivir. Sencillamente, el mapa representó para ella la confirmación de que, en efecto, vivía en el mejor de los mundos posibles, pues hasta el desconocido universo era un lugar benévolo y lleno de una armoniosa paz. No había una sola nota discordante en la realidad que habitaba.

Nunca sospechó, confiada como estaba, que tan temido sonido inarmónico surgiría de su propio vientre. Pero así fue.

Desde su nacimiento, la hija de Catherine dejó claro al mundo que no estaba contenta con él. Y al parecer, tampoco con sus habitantes, quienes habrían de ser sus compañeros de travesía, pues si uno se asomaba a su cuna con el deseo de contemplar toda la inocencia del mundo recogida en una figurita desvalida, para su sorpresa se tropezaba con una mirada llameante que amenazaba con fundirlo. Con su carita casi morada de rabia, Emma lloraba cuando la papilla estaba más fría o más caliente de lo normal, cuando la dejaban sola demasiado tiempo o cuando la acunaban con poca convicción. Nada parecía perfecto para ella. Y en las pocas ocasiones en que no lloraba, era aún peor, pues se dedicaba a mirar a su alrededor con una seriedad que sobrecogía el alma. Emma solo se relajaba cuando la vencía el sueño, ofreciéndoles a sus padres una tregua que su madre consumía observándola, admirando la delicada y exótica belleza de aquella hija que se había convertido en el primer inconveniente de su vida al que no podía dar la espalda.

Cuando Emma cumplió diez años, siguiendo la tradición familiar, Catherine le regaló el mapa del cielo, tal y como su madre había hecho con ella, deseando en su fuero interno que aquel dibujo tuviera algún efecto sobre ella, preferiblemente el de lograr reconciliarla con el mundo en el que vivía. Era evidente que nada de lo que la rodeaba, nada de lo que podía ver o poseer lograba satisfacerla, por lo que quizá aquel mapa lleno de maravillas y prodigios le hiciera comprender que el universo era mucho más perfecto y hermoso de lo que su decepcionante entorno le sugería. Y lo cierto es que, al principio, pareció funcionar, pues Emma no solo se entregaba a contemplar extasiada el mapa durante horas, al igual que hicieran su madre y su abuela, sino que también se acostumbró a llevarlo consigo a todas partes: lo colocaba junto a sus cubiertos en la mesa, cargaba con él cuando acudía al parque con su institutriz, lo escondía bajo la almohada cada noche… Era como si, para ella, el mapa fuera la escafandra que necesitaba para que el aire que la rodeaba se hiciera respirable. Incluso su humor pareció mejorar un poco, y aunque sus sonrisas seguían siendo tan insólitas como un día de sol en el invierno neoyorquino, el contacto con aquel rollo de papel le otorgó una indulgencia en la mirada que hasta los rosales del jardín parecieron agradecer, floreciendo más temprano durante aquellos años.

Pero por desgracia, el tiempo no pasa en balde, y a medida que crecía, Emma comenzó a entender ciertas conversaciones que los adultos mantenían en voz baja y para las que hasta entonces había creído que usaban un lenguaje especial. Acababa de cumplir doce años cuando se enteró del fraude de su bisabuelo Locke, el supuesto autor del mapa. Sucedió una noche, cuando bajó al salón por culpa de una jaqueca que no la dejaba dormir y, a través de la puerta entreabierta, oyó a su madre recordárselo a su padre como quien narra un relato ante la chimenea. Aquello la sacudió por dentro con tanta fuerza que tuvo que apoyarse en la pared del pasillo para no desmayarse, y así, tratando de controlar su agitada respiración, escuchó que aquel hombre alto y distinguido cuyo retrato coronaba la escalera había engañado a todo un país inventándose una Luna atestada de unicornios, castores, bisontes e incluso unos hombres murciélago que surcaban majestuosos sus cielos, una Luna que había acabado revelándose absolutamente falsa frente a la decepcionante realidad. Cuando la conversación terminó, Emma regresó a su cuarto, tomó el mapa con los ojos llorosos y, tras dedicarle una última mirada llena de amargura, lo desterró al fondo de un cajón. Ahora sabía qué aquel mapa era falso, que el universo no era ningún lugar idílico, como tampoco lo había sido la Luna. Todo era una mentira, una invención de su bisabuelo, aquel hombre de aspecto severo en cuyos ojos, movida por el cariño que le provocaba saberlo el autor del mapa, Emma había aprendido a detectar un brillo burlón que contradecía su fingida gravedad. Pero ahora había descubierto que se estaba burlando de ella, como se había burlado de su madre y de su abuela y del país entero. Se ovilló en la cama como una gacela herida por una flecha. Ya no podía esperar del mundo otra cosa que decepción. Todo era tan sumamente aburrido, tosco e imperfecto como sus ojos alcanzaban a ver, y nada había más allá que pudiera redimirlo.

Con el tiempo, Nueva York empezó a antojársele una ciudad cada vez más sucia y ruidosa, repleta de injusticia y fealdad. En verano le resultaba excesivamente calurosa, y sus crudos inviernos eran difíciles de soportar. Detestaba a los pobres que vivían hacinados en sus angostas madrigueras, embrutecidos por la miseria, pero también despreciaba a los de su propia clase por vivir encorsetados por rígidas y absurdas costumbres. Los artistas le parecían seres vanidosos y egoístas, los intelectuales le resultaban demasiado aburridos. No tenía ninguna amiga digna de ese nombre, pues carecía de la paciencia necesaria para mantener aquellas tediosas conversaciones sobre vestidos, bailes y pretendientes, y consideraba a los hombres las criaturas más simples y manipulables de la Creación. Le aburría estar en casa, y le aburría caminar por Central Park. Le desagradaba la hipocresía, le empalagaba lo dulce, le apretaba el corsé. Nada la satisfacía. Su vida se le antojaba una ridícula pantomima. Sin embargo, a todo se acostumbra uno, y ella no iba a ser diferente.

Con el correr de los años, Emma empezó a resignarse a que las cosas fueran de ese modo, y como una princesa de cuento en su alta torre, vivía esperando no sabía qué, quizá un milagro inimaginable que sembrara al fin la ilusión en su árida alma, tal vez simplemente a alguien que la hiciera reír. Entretanto, ajena a sus cuitas, la naturaleza seguía su curso y la belleza que prometían sus rasgos de niña comenzó a florecer espectacularmente, sin que la eterna mueca de desagrado que anidaba en sus labios consiguiera enturbiarla. Pero no debe extrañarles, sin embargo, que al cumplir los veintiún años, edad en la que muchas de sus amigas ya estaban prometidas o incluso casadas, Emma todavía no hubiese conocido a un hombre que le hiciera cambiar de opinión sobre lo distraído que debía de estar el Creador en los días en que inventó el mundo. Y a veces, no podía evitar recordar con nostalgia los años en los que el mapa del cielo le había ofrecido el consuelo de un rayo de esperanza. Pero ya no podía recurrir a él, pues ahora sabía que su bisabuelo era un farsante. Sin embargo, para su sorpresa, Emma no era capaz de odiarlo. Más bien todo lo contrario: con los años, había empezado a admirarlo cada vez más. Y cuando pasó aquella admiración por el tamiz de sus hervores adolescentes, el resultado fue el esperado: tasó a su bisabuelo Locke como el único modelo de hombre por el cual ella podría sentir algo; alguien audaz, imaginativo, inteligente, tan superior al resto de los hombres que había sido capaz de engañarlos y, además, divertirse haciéndolo. Guiada por el romanticismo inevitable de la juventud, Emma solía imaginarse a su bisabuelo, tan serio él, deshaciéndose en joviales carcajadas cada vez que uno de sus delirantes artículos conmocionaba a la sociedad, y ese pensamiento conseguía a su vez arrancarle a ella una sonrisa que de repente volvía su rostro inesperadamente dulce. Sin embargo, como hemos dicho, Emma no conocía a nadie que fuera capaz de una gesta semejante a la de su bisabuelo, y mientras los años se sucedían, acumulando polvo sobre su corazón, el mapa del cielo continuaba durmiendo en un cajón, anhelando como tal vez solo las cosas son capaces de anhelar, el trémulo roce de los deditos de tres niñas que habían recorrido su superficie mucho tiempo atrás, soñando con aquel cielo prodigioso.

Una mañana, cuando Emma buscaba algo en su escritorio, tropezó con aquel pedazo de papel que tanto la había hecho soñar de pequeña. Pensó en volver a guardarlo, pero en vez de eso lo retuvo en su mano, dedicándole una mirada de piadosa ternura. Ya no sentía por su bisabuelo el rencor que la había llevado a condenarlo en aquel cajón nueve años atrás, y aunque sabía que no era más que un tonto dibujo, no dejaba de ser hermoso, así que desató el lazo, sonriendo al recordar la ridícula excitación que sentía al desanudarlo en el pasado. Lo desplegó entonces sobre su escritorio y lo contempló con esa nostalgia adulta que se siente por las cosas que nos hicieron felices de niños, lamentando que el tiempo la hubiera inmunizado contra sus efectos.

El mapa —quizá sea hora ya de describirlo— era una reproducción del universo enmarcada por un simulacro de marco de madera tallado con ricos arabescos. Mostraba una superficie azul oscuro recorrida por vetas de un azul más claro, más parecida al océano que al cielo, en cuyo centro se encontraba el sol, un ovillo deshilachado por varios sitios, de donde escapaban flecos de fuego. Alrededor de aquella madeja dorada se desperdigaban un puñado de nebulosas con forma de seta, cuerpos celestes que supuraban delicados rayos plateados y estrellas que parecían compuestas de diamantes diminutos. A través de aquel rosario de mundos, flotaban varios globos interplanetarios pintados de colores, con algunas personas apretadas en sus cestas. Los pasajeros del espacio vestían unos abrigos muy gruesos y la mayoría se cubrían la boca con pañuelos y se sujetaban los sombreros, para que no se los arrebatara ninguna ráfaga de viento cósmico. Las cestas llevaban adosado un pequeño timón y un catalejo, y a sus costados colgaban, entre pequeños baúles y bolsos de viaje, numerosas jaulas llenas de ratones, que sus ocupantes liberaban en los planetas donde se posaban para comprobar si su aire era respirable. Algunos globos huían a golpe de remo de una especie de avispas gigantes, pero en general en el dibujo parecía reinar una convivencia armoniosa, como quedaba reflejado en una de las escenas favoritas de Emma, que se desarrollaba en la esquina inferior derecha. En ella, los pasajeros de un globo se quitaban los sombreros para saludar a un pequeño desfile de seres de otros mundos, montados en una suerte de garzas de plumaje anaranjado, que se parecían mucho a los hombres salvo por sus orejas puntiagudas y por sus largas colas de dos puntas.

Al examinar el mapa no pudo evitar contrastar las mágicas sensaciones que cada uno de sus detalles le habían hecho sentir de pequeña con las que experimentaba ahora, unas sensaciones tamizadas por el filtro del desengaño, que en su caso se había adelantado al de la razón. Porque la magia había sido sesgada de su vida de una forma demasiado brusca e intempestiva, sin dejarla extinguirse al ritmo que marcaban los años, con esa suave naturalidad con que se desvanece el atardecer. Aunque en realidad, en eso consistía crecer, se dijo en un alarde de madurez, en padecer una ceguera progresiva que nos impide cada vez más distinguir los retazos de magia esparcidos por el mundo, esos que solo vislumbran los niños y los soñadores.

Con una sonrisa triste, enrolló el mapa y volvió a guardarlo en el cajón de su escritorio. Pese a que ahora le resultaba poco más que un estorbo, no podía deshacerse de él porque debía entregárselo a su hija cuando esta alcanzara la edad convenida. Eso decía la absurda tradición familiar. Y Emma se había prometido respetarla aunque aquel acto no tuviese ningún significado para ella, e incluso estuviese convencida de que jamás tendría descendencia, pues ni estaba enamorada ni lo estaría nunca, con lo cual difícilmente podría ser fecundada por la semilla de ningún varón, a no ser que, como las esporas, llegara hasta ella flotando en el viento.