13

El 29 de septiembre de 1849 Baltimore despertó arropada por un frío atroz. Era día de elecciones presidenciales y en las puertas de las tabernas, acondicionadas como colegios electorales, los ciudadanos habían prendido hogueras para combatir las bajas temperaturas. Al no encontrar a Allan, Reynolds recordó con un estremecimiento en el alma que una de las prácticas habituales de los partidos era emborrachar a pobres diablos para arrastrarlos de un comicio a otro, obligándoles a votar repetidamente al mismo candidato. De repente, temió que su amigo hubiese sido víctima de uno de aquellos grupos y comenzó a recorrer las calles de Baltimore con andares apresurados, preguntando por el artillero en todas las tabernas que le salían al paso. Y si alguien hubiese podido observar la peregrinación del explorador desde las alturas, como solo yo puedo hacerlo, habría comprobado con amarga tristeza que Reynolds había estado a punto de tropezarse con Allan en más de una ocasión, si no hubiese sido porque, en el último momento, el azar le había hecho tomar una calle en vez de otra.

Así, sin que la casualidad quisiera unirlos, Allan deambulaba de taberna en taberna terriblemente ebrio, guiado a empellones por un grupo de desalmados que lo había embaucado nada más atracar el barco en el puerto. Caminaba de un lado a otro abrazado a sí mismo, intentando espantar el frío que se le colaba bajo las ropas de mendigo con que lo habían vestido para mofarse de él, mientras todo se desdibujaba cada vez más a su alrededor, hasta que el agotamiento y la embriaguez le obligaron a postrarse de rodillas ante una de las tabernas, incapaz de levantarse de nuevo, y allí fue abandonado a su suerte por el grupo, como un objeto inservible depositado junto a la basura. Respirando con dificultad y zarandeado por bruscos temblores, Allan contempló la hoguera que ardía ante la entrada de la taberna, intentando que le sirviera de ancla en aquel mundo oscilante. Pero el mareo que lo embargaba hizo que la modesta fogata alcanzara proporciones de incendio, y aquel frío terrible y la frenética danza de las llamas se aliaron para sacudirle la memoria.

Aterrado, Allan sintió que una pequeña esclusa se rompía en su mente, y que la cascada de recuerdos que contenía se derramaba por su conciencia, con una claridad tan cegadora que creyó estar viviéndolos de nuevo: vio el Annawan envuelto en una crepitante cabellera de fuego, vio a los marineros arrojándose sobre el hielo desde la cubierta devorados por las llamas, vio al monstruo de las estrellas avanzando hacia ellos con sus garras teñidas de sangre, vio un reguero de perros decapitados, y oyó la voz de Reynolds ordenándole que se levantara, que debían correr si querían conservar la vida aunque fuese por un puñado de minutos más. Y Allan comenzó a mover los brazos desesperadamente, imaginando que corría pese a encontrarse de rodillas, sin sentir cómo estas se despellejaban al rozar contra el duro suelo. El artillero corría por la nieve, empujado por Reynolds, huyendo del monstruo que anidaba en sus pesadillas y que ahora estaba allí, otra vez detrás de él; un monstruo que había llegado a la Tierra desde Marte o desde algún otro planeta del universo, porque el universo era un lugar habitado por horrendas criaturas que la incompetente imaginación humana ni siquiera era capaz de concebir un monstruo que iba a despedazarle sin remedio porque él ya no podía correr más, porque estaba agotado, porque solo quería tumbarse allí, en el hielo, y dejar que todo terminara. Pero no, su amigo tiraba de él. ¡Corre, Allan, corre, maldita sea! Y él corría, corría en círculos, de rodillas, delante de la fogata, mientras ante sus ojos febriles se extendía una nada blanca e infinita, y oía los bramidos de la criatura a sus espaldas, y sus propios gritos llamando al explorador, demandando su ayuda una y otra vez.

—¡Reynolds, Reynolds, Reynolds!

Y siguió llamándolo en el hospital universitario del Washington Medical Collage, donde, tras recorrerse todos los hospitales de la ciudad, Reynolds lo encontró al fin.

Habían instalado al delirante Allan en una de las habitaciones privadas con que contaba el hospital, un imponente edificio de cinco plantas y ojivadas ventanas góticas situado en la parte más elevada de Baltimore, conocido por ser espacioso, tener buena ventilación y estar dirigido por una experimentada plantilla médica. Según informó a Reynolds la enfermera que lo guio hasta su planta, atravesando salas atestadas de mendigos en distintos grados de congelación, el artillero no había dejado de llamarlo desde que lo ingresaron. Cuando al fin llegaron al lugar donde agonizaba, Reynolds apenas logró entrever su convulso cuerpo a causa de la mampara que formaban alrededor de su cama un grupo de boquiabiertos estudiantes de medicina, enfermeras y otros facultativos, que debían de haber identificado al conocido escritor.

—Yo soy a quien él llama —se anunció Reynolds con voz grave.

Todos se volvieron hacia la puerta, sorprendidos. Un médico jovencísimo se dirigió a él.

—¡Gracias al cielo! No sabíamos cómo localizarle. Yo soy el doctor Moran. —Reynolds le estrechó la mano con cautela—. Fui quien se ocupó del ingreso del señor Poe… Porque se trata del señor Poe, ¿verdad?, aunque vistiera con ropas de mendigo.

Reynolds observó con tristeza las ropas hediondas que señalaba el médico, dispuestas sobre una silla con un cuidado indigno de aquellos harapos, sin poder evitar preguntarse qué derroteros habría tomado la vida de su amigo durante las horas en que él lo buscaba, para acabar vestido así. Luego contempló el enflaquecido cuerpo de Allan, apenas cubierto por una sábana empapada de sudor.

—Sí, es él —corroboró.

—Lo sospechaba. He leído muchos de sus relatos, ¿sabe? Y no me cabe duda de que su obra le sobrevivirá —dijo el doctor, observando a su célebre paciente con misericordia. Luego volvió a mirar a Reynolds—. El señor Poe llegó hasta el hospital en estado de estupor, sin saber quién lo había traído aquí. Desde entonces no ha parado de gritar su nombre y de asegurar que un monstruo lo persigue.

Reynolds asintió con una piadosa sonrisa, como si estuviera acostumbrado a los delirios de su amigo.

—¿Ha dicho algo más? —preguntó, sin mirar al doctor.

—No, nada más. Se ha limitado a repetir eso una y otra vez.

Y como para confirmar las palabras del médico, el artillero volvió a gemir:

—Viene a por nosotros, Reynolds. El monstruo viene a por nosotros…

El explorador lanzó un suspiro de infinita consternación, y luego contempló al corro de individuos que se arracimaban en torno a la cama de Allan.

—¿Podrían dejarme a solas con él, caballeros? —pidió, en un tono más de orden que de ruego. Y al percibir las reticencias del médico, añadió—: Solo será un momento, doctor. Me gustaría poder despedirme de mi amigo en privado.

—Al paciente no le queda mucho tiempo de vida —protestó el doctor.

—No perdamos más tiempo entonces —respondió secamente Reynolds, sosteniéndole la mirada.

El joven doctor asintió con resignación y le pidió a los demás que lo siguieran.

—Esperaremos fuera. No tarde.

Cuando se encontró solo, Reynolds se acercó al fin a la cama.

—Ya estoy aquí, Allan —dijo, tomándole de una mano.

El artillero lo miró, intentando enfocarlo con unos ojos vidriosos de animal disecado.

—¡Viene a por nosotros, Reynolds! —volvió a gemir—. Va a matarnos… Ha matado a todos: a Carson, al cirujano, a Peters… y ahora viene a por nosotros… ¡Oh, Dios mío…! ¡Ha venido de Marte para acabar con todos nosotros!

—No, Allan, eso ya pasó… —le aseguró Reynolds con voz afligida, lanzando una recelosa mirada hacia la puerta—. Lo matamos. ¿No lo recuerdas? Lo conseguimos, le vencimos.

Allan paseó una mirada remota a su alrededor, y Reynolds comprendió que el artillero no estaba viendo aquella habitación de hospital.

—¿Dónde estoy? Tengo frío, Reynolds, tengo mucho frío…

Reynolds se quitó su sobretodo y lo extendió sobre el cuerpo de Allan, que permanecía tendido en el hielo, a más de cuarenta grados bajo cero.

—Te vas a poner bien, Allan, no te preocupes. Te recuperarás y volverás a casa. Y podrás seguir escribiendo. Escribirás muchos libros, Allan, ya lo verás…

—Pero tengo tanto frío, Reynolds… —musitó el artillero, algo más calmado—. En realidad, siempre lo he tenido. Me sale del alma, amigo mío. —El explorador asintió con los ojos húmedos. El artillero parecía haber recobrado la razón unos instantes, su mente había regresado de los remotos hielos para acomodarse en el cuerpo que se agitaba en aquella cama de hospital, pero a Reynolds le inquietó la serenidad que había empezado a invadirlo—. Creo que por eso embarqué en aquel maldito buque, para comprobar si existía algún lugar en el mundo dónde hiciera más frío que en mi interior.

El artillero ensayó una carcajada que terminó en un espantoso ataque de tos. Reynolds lo observó convulsionarse sobre el lecho, y temió que aquellas brutales sacudidas acabaran por desmigar su frágil cuerpo. Cuando al fin terminaron, permaneció con la boca abierta, aspirando con ansia el aire de la habitación, que parecía atascarse en algún conducto angosto antes de poder insuflar vida en su pecho.

—¡Allan! —gritó Reynolds, sacudiéndolo suavemente, como si temiera romperlo—. Por favor, Allan…

—Me marcho, amigo mío. Me marcho al lugar donde viven los monstruos… —musitó el artillero con un hilo de voz.

Desesperado, Reynolds observó cómo el cuello de Allan se tensaba y su nariz se afilaba terriblemente. La piel de sus labios había adquirido un intenso color morado. Y comprendió que su amigo se moría. Un sollozo amargo le obstruyó la garganta, pero logró decir:

—Que Dios se apiade de mi pobre alma…

—No temas, Allan. Lo matamos —le repitió el explorador, acariciándole la frente con la ternura de una madre que intenta convencer a su hijo de que en la oscuridad no habita ningún horror, consciente de que aquellas serían las últimas palabras que oiría su amigo—. En el lugar al que vas ya no hay monstruos. Ya no.

Allan trazó una débil sonrisa. Luego apartó sus ojos de Reynolds, los clavó en algún punto del techo, y abandonó su atormentada existencia con un suspiro suave, casi de alivio. A su amigo le sorprendió la discreción de la muerte, no ver el alma del artillero elevarse desde su cuerpo como una paloma que levanta el vuelo. Más por desorientación que por cortesía, permaneció unos minutos junto al lecho, con la pálida mano del artillero todavía entre las suyas, hasta que se la acomodó sobre el pecho con sumo cuidado. No dejaba de resultarle irónico que finalmente hubiese sido él el único testigo de su muerte, ya que no pudo serlo en el Polo Sur.

—Ojalá puedas descansar al fin en paz, amigo mío —dijo.

Cubrió el rostro de Allan con la sábana y abandonó la habitación.

—Ha muerto —murmuró al pasar junto al doctor Moran y sus estudiantes, que aguardaban junto a la puerta—. Pero su obra será inmortal.

Y mientras buscaba la salida del hospital, se preguntó si la obra de Edgar Allan Poe habría sido distinta si su existencia no se hubiera cruzado con la del marciano, o si aquella oscuridad que se cernía sobre su alma no le habría permitido nunca escribir de un modo diferente. Pero eso nadie lo sabía, se dijo, encogiéndose de hombros. Se equivocaba, naturalmente: yo sí, porque mi mirada puede alcanzar a ver todo lo posible e imposible.

En la entrada del hospital, antes de bajar la escalinata que conducía a la puerta, el explorador observó la luminosa mañana que se desplegaba ante él, los carruajes que trotaban sobre el adoquinado, el trajín de los vendedores ambulantes, la gente que caminaba de un lado a otro por las aceras componiendo aquella vibrante sinfonía de vida, y dejó escapar un suspiro. Al final, después de todo, el monstruo de las estrellas había matado a su amigo. En eso les había ganado, tuvo que reconocer. Pero aquello, más que anegarlo de odio o miedo, redobló su terrible soledad. Ahora él era el único superviviente del Annawan, y el único que sabía lo que realmente había ocurrido en la Antártida. ¿Sería capaz de custodiar aquel secreto él solo? Sí, claro que sí, se respondió. Podría porque no tenía otra opción. Además, ¿qué consuelo iba a reportarle el compartirlo con alguien a aquellas alturas? ¿Y con quién podría compartirlo? ¿Con su práctica y adorable Josephine? ¿Quién necesitaba saber que no eran los únicos habitantes del universo? ¿El cochero que conducía su carruaje, la vendedora de violetas apostada en la esquina, el tabernero que descargaba barriles al otro lado de la calle? No, ninguno de ellos necesitaba saber que, desde las profundidades del universo, mentes más desarrolladas que las suyas observaban la Tierra con ojos envidiosos, trazando quizá sus planes de conquista. Porque tal y como había comprobado, aquel descubrimiento no servía de nada, y nada aportaba a quienes lo conocían, salvo sufrimiento. Que sucediera lo que tuviera que suceder, concluyó con su insobornable sentido práctico, colocándose el sombrero y bajando las escaleras. No iba a ser él quien privara al mundo de seguir disfrutando sin temor de la sobrecogedora belleza de un cielo estrellado.

Pero al menos en los siguientes nueve años, que fue lo que su salud le permitió a Reynolds comprobar, el mundo no tuvo noticias de los marcianos. A partir de entonces, no podía saber lo que sucedería, por supuesto. Tal vez serían sus hijos, o quizá sus nietos, quienes verían descender del cielo sus extrañas máquinas voladoras. Pero eso ya no sería su responsabilidad, ni la de Allan, ni la del capitán MacReady, ni la del bravo Peters ni la de ninguno de los marineros que habían dado su vida en la Antártida intentando acabar con el demonio de las estrellas. Combatirlos correspondería entonces a otros. Ellos ya habían cumplido su parte. Y tras su muerte, ya no quedaría en el mundo ningún hombre que, mientras su esposa contemplaba el cielo nocturno intentando enhebrar torpemente las constelaciones, bajara la cabeza con disimulo y se limitara a observar la extraña quemadura de su mano, temeroso de que, al mirar al abismo del espacio, algo le devolviera la mirada desde el otro lado.

Lo que Reynolds no podía saber —pues de saberlo se habría revuelto en su tumba, como suele decirse—, es que más de veinte años después de su muerte, otra expedición al Polo Sur tropezaría con los restos calcinados del desaparecido Annawan, el barco que había partido de Nueva York en 1829 con el propósito de descubrir la entrada al centro de la Tierra. Encontrarían los escombros del buque siniestramente rodeados de esqueletos, y junto a una cordillera de enormes icebergs, hallarían una sorprendente máquina voladora sepultada en la nieve. Pero su descubrimiento más asombroso sería una extraña criatura enterrada en el hielo, una criatura que no se parecía a nada que hubieran visto antes sobre la Tierra, y que, ansiosos por estudiarla, trasladarían a la ciudad de Londres en el mayor de los secretos, donde Wells la descubriría. Porque, no lo olvidemos, en esta historia ningún misterioso marinero llamado Griffin se enroló nunca en el Annawan. Por lo tanto, nadie hizo volar al marciano en mil pedazos. El monstruo de las estrellas simplemente se hundió en el hielo de la Antártida, en un islote perdido que, tras la boda de Jeremiah Reynolds, empezaría a figurar en los mapas como la isla de Josephine.