12

Pero ni ese día ni en los que siguieron habló Reynolds del monstruo que había llegado de las estrellas o de la masacre a la que habían sobrevivido. Al principio, porque le pareció que no existían en ninguna parte palabras que recogieran con fidelidad aquel horror, palabras con las que explicarles a aquellos hombres que el infierno no se encontraba bajo sus pies sino sobre sus cabezas, más allá del cielo que veían, aunque estaba igualmente habitado por demonios. Y durante los días siguientes porque, cuando Allan despertó al fin de la fiebre, luciendo la mirada de tenebrosa melancolía de quien ha caminado junto a la muerte, ambos convinieron que lo mejor era guardar aquel secreto para siempre. ¿De qué iba a servirles revelarle al mundo una verdad para la que probablemente no estuviera preparado? Además, no debían olvidar que no tenían ninguna prueba de lo que había ocurrido. En el caso de que el Creador hubiera escuchado sus plegarias, el cadáver del monstruo se hallaría enterrado en algún lugar de la Antártida y, a causa de las incesantes nevadas y ventiscas, su máquina voladora también lo estaría antes de que alguna expedición consiguiera llegar de nuevo a aquel lugar maldito. Y tal vez lo único que encontrara entonces fuesen los restos de un buque carbonizado, rodeado por los cadáveres de una tripulación salvajemente masacrada. El hallazgo podía resultar aún peor, pues, ¿acaso no serían ellos, los únicos supervivientes, los principales sospechosos de aquella inexplicable orgía de destrucción? Era evidente que sí, aunque quizá no para todos, por supuesto; siempre se podía contar con el puñado de inevitables visionarios que darían crédito a su historia e intentarían demostrar, movidos por el más puro fanatismo, la veracidad de su relato: la llegada del primer marciano a la Tierra. Pero otros muchos los tacharían de locos o farsantes, o de ambas cosas a la vez. Y ninguno de los dos se sentía con ánimos para afrontar la vida que todo eso dibujaba, una vida de explicaciones, de demostraciones, de alegatos… Una vida consagrada, en definitiva, a defender su cordura o su honor.

No habían salvado sus vidas con tanto esfuerzo para eso. No, desde luego que no. Tras escapar de una muerte cierta, esta se les antojaba ahora un regalo inesperado, y ambos se habían hecho el propósito íntimo de vivirla con intensidad, de hacer con ella todo cuanto pudiera hacerse con una vida, un deseo muy frecuente, entre quienes sobreviven a la muerte, como tal vez alguno de ustedes desgraciadamente sepa.

Decididos, pues, a abandonar la desgana e insensibilidad con la que consideraban haber enfrentado hasta entonces sus días, se prometieron ser dignos de aquella segunda oportunidad. Allan estaba decidido a reanudar su sueño de convertirse en escritor con nuevos bríos. Quería dedicarse a ello tranquilamente, lejos de cuanto le recordara que había pasado una temporada en el infierno. Se había hecho el firme propósito de olvidar aquellos días, de no dedicarles ningún pensamiento consciente durante el tiempo que le quedara de vida, ni tampoco después de morir, en caso de que al más allá se viajara con la razón intacta. Le bastaba con escribir, llegado el caso, un relato con el que exorcizar todo aquel horror. No se le ocurría al artillero un modo mejor de deshacerse de cualquier demonio que pidiera asilo en su alma que encarcelarlo para siempre en el papel. Reynolds, por su parte, después de haber rozado con sus dedos la gloria de los grandes descubridores, había aprendido a amar la vida en toda su majestuosa simplicidad, y su única aspiración era vivir en paz, celebrando cada latido de su corazón y cada migaja de aire que inundara sus pulmones, al tiempo que se esforzaba en desbrozar su alma de todo cuanto al morir les impidiera decir a quienes lo habían conocido que allí descansaba un hombre honrado. No pensaba, desde luego, convertir su existencia en un circo donde él fuera el payaso principal, condenado a provocar las risas y la compasión del público. Aquellos días habían muerto con Symmes. Ahora pretendía vivir lejos de todo eso, sabiendo cosas sobre el mundo que casi nadie sabría jamás, pero actuando como si no las supiera, siendo uno más del puñado de hombres sencillos y honestos que aceptaban sin quejas su lugar en el mundo. No, decididamente ni Allan ni Reynolds consideraban que habían vencido al monstruo de las estrellas para vivir a la sombra de ese suceso. Lo mejor era permanecer en silencio.

En el modesto camarote del barco que los llevaba de regreso a América, Allan y Reynolds prometieron guardar el secreto de lo que habían visto y se estrecharon la mano, sellando un pacto que ninguno se atrevió a calificar de caballeros, pues resultaba evidente que era un pacto entre cobardes. Ambos sabían que ocultar una verdad tan trascendente al mundo podía considerarse casi una traición a la especie humana, pero también creían que vivirían sin problemas con aquella carga en su conciencia. Y si algunos de ustedes consideran censurable su decisión, les rogaría que hicieran un ejercicio de imaginación y pensaran en cómo afrontarían el resto de su vida si hubieran vivido un horror similar. Repudiable o no, el caso es que Reynolds y Allan convinieron mentir. Mientras velaba a su compañero, el explorador había sorteado las preguntas de sus salvadores con vagas pinceladas, a las que, tras su despertar, el artillero añadió todo lo necesario para elaborar una historia tan fantástica como verosímil, una historia que se entretenían en repetir todas las noches, enriqueciéndola poco a poco con detalles, la mayoría de ellos surgidos de la poderosa imaginación de Allan, y zurciendo sus descosidos hasta convertirla en una verdad tan sólida e indiscutible que casi acabaron creyéndosela.

Pero durante la travesía, en el silencio sin orillas del océano, Reynolds y Allan no solo se entretuvieron tejiendo aquella mentira destinada a proteger sus vidas, sino que también reanudaron las fraternales charlas que habían inaugurado en el Annawan, terminando de redondear aquella amistad con la que el destino había querido amarrarlos. Conversaban hasta altas horas de la madrugada, con una avidez por mostrarle al otro hasta el último recoveco de su alma que ninguno sabía de dónde venía, quizá de haberse salvado la vida mutuamente. Y como si considerase que el artillero se había ganado el derecho a saberlo todo de él, una noche Reynolds le confesó hasta aquello que uno debe llevarse consigo a la tumba. Eso equivalía a poner su vida en manos del artillero, pero el explorador estaba seguro de que si existía en el mundo alguien incapaz de traicionarlo, esa persona era Allan. Así que, con los mismos susurros estremecidos con que la nodriza negra que lo había cuidado de niño le contaba sus historias de cementerios atestados de aparecidos y muertos vivientes, Reynolds le confesó su más oscuro secreto: el capitán MacReady no era el primer hombre que mataba; antes de embarcar en el Annawan había matado a otro hombre, aunque esa vez no había usado una bala, esa vez se había limitado a abrir una ventana. Cuando terminó de contarle cómo había provocado la muerte de Symmes, Allan extravió la mirada durante largo rato. Reynolds se preguntó si sus ojos oscuros estarían en ese momento contemplando aquella habitación de Boston donde jamás había estado, y en la que un hombre patético yacía en el suelo, indefenso y abandonado, mientras la nieve tejía un manto helado con el que arroparlo. Luego volvió a enfocar a Reynolds, y con aquella media sonrisa suya que le hacía parecer más joven y más viejo al mismo tiempo, dijo:

—Mi querido amigo, si alguna vez te juzgan por eso en el cielo, solo espero poder estar a tu lado para ayudarte a inventar una buena excusa.

Reynolds sonrió, contento de que Allan no hubiera condenado su acto. Ningún hombre era completamente honrado ni completamente mezquino, debió de pensar el artillero, y por mucho que él intentara convencerse de que todo lo que había sucedido en la Antártida lo había cambiado, de que ahora era un hombre renovado, súbitamente bondadoso e íntegro tras sufrir aquella salvaje catarsis, nadie cambiaba nunca del todo, salvo en las malas novelas. Pensar lo contrario era tan disparatado como creer que había salido de todo aquello sabiendo tocar el violín.

Allan, por su parte, tampoco se mostró demasiado reservado, y desaguó ante la afectuosa mirada de Reynolds todos los recuerdos de su corta vida, con la misma jubilosa desesperación con que derramaba su alma en el papel, dibujándole un autorretrato en el que él mismo intentaba reconocerse, descifrar qué tipo de hombre había sido en aquellos remotos días en los que no conocía el terror y solo podía imaginarlo morbosamente. El explorador lo escuchaba hechizado, admirando el don del artillero para pintar con palabras en el lienzo del aire, usando colores tan vívidos que hasta sus propios recuerdos palidecían en comparación. Así, Reynolds pudo verlo nadando con su delgadez anfibia seis millas contra la corriente del río James, emulando a su admirado Byron; y enamorarse de la señora Stanard, la delicada madre de uno de sus amigos, a la que convirtió en su musa hasta que la mujer se ahogó en las turbias aguas de la locura; y llorando de rabia en su habitación tras cada discusión con su padrastro, empeñado en convertirlo en abogado sin importarle que él se afanara cada noche, a la luz de un candil, en trenzar versos que lo transformaran en poeta; y escribiendo a la joven Elmira Royster unas cartas que, como luego descubriría indignado, su tutor interceptaba antes de que pudieran encenderle el corazón con el amor incandescente que contenían. Y era aquel el retrato de un joven rebelde y atormentado cuyos padres no le habían dejado más herencia que la sangre marchita de los tuberculosos, el de un lector voraz y un estudiante brillante lastrado por un alma borrascosa, al que el alcohol intoxicaba al primer sorbo, y que acababa de terminar un largo poema llamado Al Aaraaf justo cuando un marciano había llegado de las estrellas para sembrar sus noches de pesadillas, y de paso, porque no hay mal que por bien no venga, inspirarle una novela que ya había comenzado a fraguar en su mente y que, estaba seguro, terminaría por convertirlo en escritor. ¿Para qué había sobrevivido al infierno si no? Sí, para qué, convino Reynolds.

Como pueden ver, llegaron a conocerse el uno al otro mejor incluso de lo que cada uno se conocía a sí mismo, y en aquella amistad encontraron el modo de consolarse de la paradójica soledad que se les había infiltrado bajo la piel al descubrir que el hombre no era el único habitante de la Creación. Sin embargo, a medida que se acercaban a su destino, ambos dejaron de hablar del monstruo de las estrellas. Al principio lo hicieron movidos por la cautela, para evitar cometer algún desliz cuando llegaran a América, pero luego porque gradualmente se fueron habituando a aquella realidad inventada, aceptándola como verdadera casi sin darse cuenta. Y aunque Reynolds fantaseaba de un modo consciente, agradecido de que aquellos horribles recuerdos se fueran difuminando cada vez más por falta de uso, empezó a preocuparle el malsano deleite con que Allan parecía entregarse a la farsa, e incluso empezó a temer por su salud mental cuando en mitad de alguna conversación íntima este aludía a aquella realidad apócrifa como si fuera la auténtica. Cada día que pasaba, el artillero se le antojaba más nervioso, más lejano, más translúcido incluso, como si su razón se estuviera desflecando imperceptiblemente, como la alfombra de un vestíbulo de paso. Aquello inquietaba a Reynolds, que no se decidía a abordar el asunto directamente con el artillero por temor a causarle más daño. Y en mi opinión era una inquietud de lo más comprensible para un hombre de su época, pues aún faltaba más de medio siglo para que cierto neurólogo austríaco desvelara al mundo los mecanismos de la mente humana, que podría compararse, si me permiten el símil, a un castillo medieval cuyo noble suelo de piedra esconde una tupida red de sótanos y galerías donde el monarca arrumba todo cuanto no quiere tener delante.

Sea como fuere, cuando Reynolds y Allan llegaron a América, ambos contaron su fantástico relato sin ninguna vacilación ante el ejército de periodistas que esperaban la llegada de dos de los miembros de la Gran Expedición Americana al Polo Sur. Durante interminables horas, con voz quebrada y morosa, como si recordarlo todavía les estremeciera el alma, relataron todo lo que habían vivido desde que zarparon de la bahía de Nueva York en busca de la entrada al centro de la Tierra.

Y el mundo pareció creerles.

Tras aquella interminable ronda de entrevistas que los dejó exhaustos, regresaron al fin a Virginia, y Reynolds pudo comprobar con alivio que su aire parecía sentarle bien a Allan, pues a los pocos días se restableció por completo, emergiendo de la crisálida de su delirante pantomima convertido en una mariposa capaz de revolotear con normalidad, o al menos con la misma normalidad con que debía de revolotear antes de que el explorador la conociera. Sin embargo, a Reynolds le bastaba asomarse a sus ojos para atisbar el poso de horror que le había quedado en el alma, por lo que no sabía si Allan recordaba lo que había sucedido de verdad en la Antártida o lo había enterrado bajo aquel puñado de mentiras. Una semana después de su llegada, sin poder resistir más su ansiedad, optó por preguntárselo directamente. Allan le observó con una expresión de ligera sorpresa.

—Claro que recuerdo lo que nos sucedió allí, mi querido amigo. Me obligo a recordarlo cada noche, para que todo aquel horror alimente mis pesadillas, y me obligo a olvidarlo cada mañana, para templar mi pulso y poder escribirlas —le confesó, sonriéndole con ternura—. No te preocupes por mí, Reynolds. Soy un artista. Y un artista no es más que un hombre arrastrado por un río: en una orilla está la cordura y en la otra la locura, pero él jamás encontrará el descanso en ninguna de las dos: seguirá fluyendo entre ambas, arrastrado por las aguas de su arte, alejado de la vida que se desarrolla en tierra, desde donde los demás le observan sin poder ayudarle, hasta morir en la inmensidad del mar.

Aunque no llegó a entender del todo aquella enredada metáfora, Reynolds asintió: la primera frase sí la había entendido, y le bastaba con eso. Allan lo recordaba todo. Sabía perfectamente que habían sido atacados por un marciano. Sabía diferenciar lo sucedido de lo imaginado, lo inventado de lo real. No había enloquecido, como el explorador temía. Y satisfecho con aquella respuesta, nunca más volvió a preguntarle sobre ello. Desde que había puesto el pie en la bendita América, Reynolds se había despojado de su traje de soñador, por seguir con las metáforas, lo había quemado en una chimenea igual de metafórica, y había abrazado con euforia su verdadera y práctica naturaleza. Así que, una vez que la salud y la mente del artillero parecieron estar fuera de peligro, pasó a ocuparse de sus propios asuntos, considerando que ya había cumplido con creces su papel de amigo.

Lo primero que hizo fue acudir a casa de Josephine, su prometida, con la intención de abandonarla, tal y como había decidido durante la expedición. Pero para su propia sorpresa, salió de allí con fecha de boda. Al principio de la entrevista que había mantenido con ella, Reynolds la había estudiado con enigmática fijeza, esperando que en su interior eclosionara algo semejante al asco, pues tras haber descubierto aquel inmenso y novedoso amor por la vida no quería pasar ni un solo día más en compañía de alguien que respirase sin experimentar el menor regocijo ante tal milagro. Antes quizá se hubiera resignado a ella, pero ahora Reynolds aspiraba a algo más. Ya no necesitaba el dinero, ni el respeto de los demás, ni la gloria, ni la posición social. Lo que ahora necesitaba era vivir el amor, caer preso de una pasión inmortal, pues no quería morir sin haber experimentado lo que de pronto se le antojaba el más sublime de los sentimientos. Y Reynolds tenía muy claro que Josephine no era la mujer destinada a inspirárselo. Sin embargo, al verla sentada ante él, con el vestido apropiado para aquella hora de la tarde y escuchando sus aventuras con apacible deferencia, pero sin mostrar el menor interés por un mundo que para ella no tenía ninguna validez ni consistencia porque simplemente no habitaba en él, Reynolds dudó que existiera vida dentro de la Tierra o en las profundidades del espacio. O quizá fuese más exacto decir que prefirió no saberlo porque, de pronto, lo que tenía delante, aquel mundo tan obvio, lleno de cosas que podía ver y tocar, dispensadas de contener misterio alguno, como la tetera de porcelana que había sobre la mesa o la gargantilla que lucía la muchacha, le resultó por vez primera suficiente. Y Josephine, erigida en emperatriz de aquella realidad falsamente verdadera que habitaban los simples, le pareció el refugio perfecto para huir del horror que latía tras ella. De repente había comprendido que el único modo de sortear el miedo y la locura que lo amenazaban era volverse tan ordinario como ella, protegerse tras la ignorancia y el desinterés de las almas esmeradamente vulgares. Y contemplando a la muchacha, se dijo que de él dependía verla más hermosa e interesante de lo que en realidad era, así que se entregó a la tarea con la bendición de su insobornable espíritu práctico, y tras media hora de charla exaltada logró que Josephine se olvidara del desganado modo con que la había cortejado hasta entonces y que entregara su corazón a aquel amante inesperadamente entusiasta que le habían devuelto los hielos. ¿Y qué mejor forma de anclarse a esa inofensiva realidad que el hombre había construido a su alrededor que dedicarse a velar su buen funcionamiento?, pensó Reynolds. Así que, tras adornar los labios de su recién prometida con el beso más sincero que había dado nunca, guardó sus cosas en un baúl, se despidió de Allan y se fue a estudiar derecho a Nueva York.

Sin embargo, pese a refugiarse tras la empalizada de una vida corriente y aburrida, Reynolds no podía evitar que los recuerdos de lo sucedido en la Antártida le asaltaran cada vez que bajaba la guardia. Le bastaba con mirarse la palma de su mano izquierda para que eso sucediese. Allí lucía una extraña quemadura, una letra o un símbolo marciano cuyo significado ya nunca conocería, y que le advertía que el mundo ocultaba más misterios de los que a simple vista podía ver. Algunas noches aquel pensamiento le impedía conciliar el sueño, y el explorador atravesaba entonces la madrugada espiando el cielo estrellado por la ventana y preguntándose qué habría sido del marciano. ¿Habrían acabado realmente con él o habría sobrevivido, ingeniándoselas para seguirlo hasta América y ahora lo vigilaba con la apariencia de alguno de sus compañeros de estudio? Sabía que aquello era improbable, pero eso no impedía que lo inundara el miedo cada vez que algún compañero lo contemplaba con mayor fijeza de lo habitual. A un tal Jensen que lo había invitado a tomar un brandy en su habitación, incluso había dejado de hablarle. Reynolds sabía que se estaba conduciendo con un celo excesivo, por no decir ridículo, pero no podía evitar que aquellos temores condicionaran su vida. Se sentía solo, envuelto en una soledad tan inédita como absurda que solo lograban espantar las cartas de Allan, la única persona que podía comprenderle.

Desde que se mudara a Nueva York, su amigo había adoptado la costumbre de enviarle largas cartas que le ponían al corriente de las novedades de su vida, aunque resultaba evidente que aquello no era más que una excusa para hablarle del malestar de su alma, porque también Allan lo necesitaba a él. A través de las cartas, Reynolds fue testigo de cómo la vida del único amigo que tenía en el mundo cambiaba de forma con la lentitud de un gato que se despereza. Por la primera carta, supo que había forzado su expulsión de West Point, lo que le había causado un nuevo altercado con su padrastro, esta vez de dimensiones tan enormes que Allan había optado por refugiarse en Baltimore, en casa de su tía María Clemm, decidido a volcarse en el relato, pues se sentía decepcionado ante el escaso éxito que había obtenido con la publicación de Al Aaraaf, el largo poema que había escrito durante su estancia en el Annawan. No obstante, enseguida comprendió Reynolds que aquellos pormenores deslavazados no tenían otra función que la de ejercer de educado preámbulo a lo que a Allan realmente le interesaba contarle: sus pesadillas, aquella calceta siniestra que su cerebro tejía a oscuras. Le confesó que soñaba con toda suerte de horrores: buques tripulados por muertos, damas de hermosos dientes que se descomponían ante sus ojos presas de un misterioso mal, e incluso se veía a sí mismo torturado por la Inquisición española o sacándole los ojos a un gato con un cortaplumas, para luego ahorcarlo sin sentir un solo remordimiento. A veces, salía a la calle tan agitado que creía cruzarse consigo mismo.

Esos engendros tenebrosos que se han apoderado con tanta facilidad de mis sueños —le escribía con desconsuelo— hacen que despierte en medio de la noche terriblemente angustiado, con el corazón enloquecido y embalsamado en un sudor helado. Aunque debo confesarte que nunca escribí como lo estoy haciendo ahora. No quiero renunciar a ellas, pues temo que estas pesadillas sean el único modo de que dispongo para achicar el horror que inunda mi desgraciada alma, un horror que por fin he descubierto cómo estampar en el papel, con tanta veracidad como si lo estuviera escribiendo con mi propia sangre.

Reynolds había cerrado aquella carta con una triste sonrisa. El marciano les había emborronado el alma de sombras, pero no podía más que alegrarse de que, al menos a Allan, aquellas sombras le resultaran de utilidad. A él solo le habían servido para dejar de contemplar las estrellas con ojos inocentes y manifestar un injustificado recelo hacia cualquiera que lo observara con curiosidad, pero en Allan habían encontrado una tierra asombrosamente fértil donde germinar. Y le alegró imaginarlo, si no feliz, al menos tranquilo allí en Baltimore, cuidado por su tía y entregado a forjarse un nombre como escritor mientras trataban de mantener a la miseria tras la puerta.

Dos años después, cuando sus propios temores ya casi se habían extinguido, Allan le escribió al fin con buenas noticias:

Querido amigo:

Me complace comunicarte que uno de mis relatos ha ganado un premio literario. Parece que el trabajo duro tiene su recompensa, cosa que ya empezaba a dudar, aunque en este caso el premio únicamente me haya colmado de felicidad e investido de seguridad en mí mismo, pues no ha logrado liberarme de la tenaza de la miseria, que estos días ha redoblado aún más su presión sobre mi pobre cuello, pues has de saber que mi padrastro ha muerto sin dejarme un solo centavo. Ninguna herencia podrá rescatarme ya de este eterno naufragio que es mi existencia. Pero no te alarmes demasiado por mí, amigo mío, pues aunque ni siquiera disponga de un traje con el que salir a comer, la vida todavía no me ha vencido. Soy un sobreviviente, tú lo sabes mejor que nadie, y en unos días estaré a salvo en la mejor trinchera que pudiera encontrar: mi prima Virginia. Sí, mi querido amigo, quiero que seas el primero en saberlo: Virginia y yo hemos decidido casarnos en breve y en secreto.

A Reynolds no le sorprendió aquella ruindad póstuma por parte del padrastro de Allan, pero lo que jamás hubiera podido adivinar era que el artillero tomaría la decisión de casarse con su prima Virginia, una muchachita de apenas trece años, y por lo que él había oído, no muy desarrollada mentalmente. Tan extravagante boda, sin embargo, pareció traer suerte a Allan, pues al poco se trasladó a Richmond para ocupar el puesto que le habían ofrecido como redactor en la revista Southern Literary Messenger. A pesar de ello, Reynolds no tardó en enterarse de que era cada vez más habitual ver a su amigo salir de las tabernas más miserables patéticamente embriagado, por lo que su tía y Virginia tuvieron que trasladarse a Richmond con él para alejarlo del diablo de la botella. Gracias a los atentos cuidados de ambas, Allan pareció recobrar la normalidad.

Fue entonces cuando Reynolds recibió una carta en la que el artillero le anunciaba que, aprovechando que los relatos de aventuras marítimas se habían puesto de moda, había comenzado a escribir la novela inspirada en lo que les había ocurrido en el Polo Sur. La historia, titulada Narración de Arthur Gordon Pym, empezó a publicarse unas semanas después, y Reynolds leyó cada entrega con el corazón agitado. Aquellas páginas le obligaron a desempolvar los recuerdos de los días que habían pasado en la Antártida, pero ya no sintió terror al hacerlo, sino una extraña melancolía, pues ahora comprendía que aquel horror también le había permitido vivir momentos que jamás habría podido experimentar en la seguridad de su mediocre vida como periodista: había hablado con un marciano, lo había perseguido y había huido de él, y le había conducido a una trampa en el hielo, por no mencionar que había matado a un hombre y salvado a otro. No era algo que la gente hiciera a menudo. Pero él lo había hecho, por mucho que ahora casi se le antojara un sueño, y aunque cuando le llegara la hora sería enterrado como un abogado mediocre, su cadáver reposaría para la eternidad con un extraño signo marciano estampado en la palma de la mano.

La novela de Allan comenzaba narrando el viaje del bergantín Grampus por los Mares del Sur y, dejando a un lado la equivalencia rítmica y fonética de su nombre con el del protagonista del relato, había otros elementos autobiográficos, algunos de los cuales remitían sin ninguna duda a su viaje: parte de la narración transcurría en una bodega tan asfixiante como la que el monstruo de las estrellas había escogido como escondrijo, y uno de los personajes era un mestizo apellidado Peters. Aunque ahí acababan todos los ecos que había en la novela de su malograda expedición, pues en la segunda parte, donde se narraba el viaje al Círculo Polar Antártico, Allan se había dejado remolcar únicamente por su imaginación, quizá temiendo que su ánimo se resquebrajara si rememoraba la verdad: tras numerosos pasajes escabrosos y violentos, sorteando icebergs y con varios miembros de la tripulación mostrando síntomas de escorbuto, el buque lograba llegar a un islote donde eran recibidos por una tribu de salvajes que intentaban secuestrarlos. En la escena que remataba aquel festival de truculencias, tras navegar hacia el sur a través de un océano de un blanco lechoso, y bajo una finísima lluvia de ceniza, los protagonistas distinguían, antes de despeñarse por una impresionante catarata, una misteriosa figura de inmaculada blancura y dimensiones superiores a las de cualquier habitante de la Tierra.

Reynolds le escribió una larga carta expresándole lo mucho que había disfrutado con su novela, en la que también trató de averiguar lo que significaba aquel final tan extraño como alusivo. Se lo preguntó de la manera más sutil que supo, pero, para su sorpresa, el artillero tampoco sabía muy bien qué esperaba a sus protagonistas al borde de la catarata.

El abrupto final de la novela ha generado toda suerte de comentarios, mi querido Reynolds —le escribió—. Algunos críticos afirman que no he sabido rematarla, que la he abandonado en el momento culminante tal vez por pereza, por haber secado ya el pozo de mi pobre imaginación o porque la propia historia me lo ha impuesto, como si algo me obligara a callar. Yo les dejo que especulen, pobres infelices. Aunque lo cierto es que ni yo mismo tengo la respuesta, pues las páginas finales las escribí en lo que solo puedo definir como un estado de profunda alucinación, en una etapa de terribles pesadillas en las que inevitablemente aparecía una horrible criatura de la que luego, una vez despierto, lo único que podía recordar era la impresión de horror que me había causado. Pero no sufras por mí, amigo mío. Te conozco bien, lo suficiente como para adivinar lo que estarás pensando: temes que tu pobre amigo haya perdido la razón. Suspira tranquilo, eso todavía no ha ocurrido. Aunque a ti no quiero mentirte: de algún modo que no sé explicar, siento que cada vez me alejo más de la cordura. Mis pesadillas han invadido incluso mis horas de vigilia. A veces pienso: ¿Estoy enfermo? ¿Qué va a ser de mí? Y sé que solo tú sospechas la respuesta.

Reynolds leyó sus últimas palabras estremecido, mientras revivía todos los temores que había albergado sobre la salud mental de Allan durante su viaje de regreso a América. Quizá aquella mente tan brillante, delicada y tortuosa no había podido asumir una vida construida sobre los cimientos del olvido voluntario. Reynolds no había tenido el menor problema para vivir de esa manera, pues se esforzaba en no recordar de un modo consciente aquel episodio, al tiempo que repoblaba su cabeza de toda suerte de preocupaciones mundanas, hasta que el paso de los años había terminado por empañar los horrendos recuerdos de la Antártida. Tal vez había podido hacerlo porque los mecanismos que regían el funcionamiento de su mente eran mucho más simples que los del artillero, reconoció sin sonrojo. ¿Acaso no había olvidado que había matado a Symmes? En cambio, Allan, incapaz de olvidarlos voluntariamente, había tenido que borrarlos, emparedarlos tras un muro de piedra erigido para la ocasión, aunque no había podido evitar que el horror calara a través de la roca, derramándose sobre los páramos blancos e infinitos de las hojas vacías que cada día colocaba sobre su escritorio. Sí, allí había desterrado Allan a todos los monstruos que quería exorcizar de su vida. Sin embargo, Reynolds sospechaba que a su amigo cada vez le costaba más distinguir cuál de las dos existencias, la vida o la escritura, era la auténtica. A pesar de sus turbadoras conclusiones, Reynolds se limitó a enviarle una carta plagada de tópicas muestras de consuelo, pues sabía que poco más podía hacer por el atormentado artillero, salvo rogar a un Dios en el que cada vez creía con menos convicción, que aquel gigante blanco que esperaba a su amigo al borde de la catarata no fuera el fantasma de la locura absoluta.

La siguiente carta de Allan le llegó desde Filadelfia, adonde el artillero se había marchado a probar suerte, después de que sus continuas borracheras deteriorasen irreparablemente sus relaciones laborales.

Pero como un perro fiel, la miseria nos ha seguido hasta aquí —le escribió—, y he tenido que batir mi pluma en gestas más pedestres de las que hubiera deseado, escribiendo incluso un libro por encargo sobre el estudio de las conchas de los moluscos; ya me dirás tú qué placer estético puede reportarme tal cosa… Aunque afortunadamente esos encargos no me restan tiempo para seguir escribiendo cuentos, unos cuentos tenebrosos y malsanos que hasta a mí mismo me espantan. Sin embargo, sé que no podrían ser distintos, amigo mío, pues están moldeados con una arcilla oscura que tomo directamente de mis pesadillas. Ni siquiera mis cuentos sobre los casos de Auguste Dupin, que intento que resulten menos tenebrosos, pueden liberarse de ese horror inevitable que los recubre como musgo húmedo. Solo mi adorada Virginia logra filtrar un poco de luz en mi oscura alma cuando cada día, al regresar del trabajo, me recibe con un ramo de flores recién cortadas.

Desgraciadamente esa luz demostró ser tan frágil como la de una vela, pues enseguida se extinguió. La siguiente carta de Allan fue terrible y desgarradora, escrita por alguien que había perdido la fe en la vida.

Amigo mío, te escribo desolado, al borde del más hondo de los abismos, pues ya no albergo dudas de que la desgracia no tiene otro juguete con el que entretenerse que mi desdichada alma. Virginia, mi delicada ninfa, ha caído enferma. Hace unos días, mientras nos deleitaba cantando mis melodías preferidas acompañándose con el arpa, la voz se le quebró en una nota aguda, y acto seguido, como en una espeluznante coreografía ideada por el mismísimo diablo, la sangre comenzó a manar de su dulce boca. Es la tuberculosis, querido amigo, que viene a por ella. Sí, esa infame arpía pretende arrebatármela en dos años o menos, según los médicos, sin importarle que su ausencia ninguna otra pueda llenarla. ¿Qué será de mí cuando ella falte, Reynolds? ¿Qué será de mí cuando empiece a marchitarse, cuando su tierna belleza comience a deshojarse, dejando sobre los días una estela de pétalos con los que mis torpes manos intentarán en vano volver a construir una rosa?

Profundamente conmovido por la enfermedad de aquella niña a la que ni siquiera conocía, y por el salvaje dolor que aquello causaba en su amigo, Reynolds decidió ayudarle en la medida de sus recursos, y les ofreció el consuelo de una granja en Bloomingdale, en las afueras de Nueva York, un modesto paraíso rodeado de aire puro y praderas de mullida hierba, para que la naturaleza insuflara a Virginia el aliento que la muerte le estaba robando tan perezosamente. Allí encontró la pareja una breve tregua, según supo Reynolds, e incluso lograron arañarle a la vida un poco de felicidad, pero el feroz invierno les obligó a volver a Nueva York.

Al poco de su llegada, Allan convulsionó los círculos literarios neoyorquinos publicando El cuervo, un poema en el que llevaba trabajando largo tiempo y que el sosegado período estival le había permitido rematar. El explorador oyó que la gente se agolpaba en sus lecturas, ansiando oírle recitar aquellos versos oscuros que sobrecogían el corazón. Intrigado, acudió a uno de esos recitales, y comprobó in situ el efecto que la lectura del artillero, muy tieso en la silla y resplandecientemente pálido, tenía sobre el público asistente, en particular sobre las impresionables damas. Cuando el acto acabó, Reynolds le invitó a cenar en un restaurante cercano, y allí, después de diseccionar como un cirujano torpe su pastel de carne, el artillero se derrumbó, confesándole que aquel oscilar entre esperanza y desesperación al que la enfermedad de Virginia sometía su alma era algo mucho peor que la muerte misma de su mujer. Y solo había encontrado un modo eficaz de combatirlo: mediante el alcohol y el láudano. Naturalmente, no hablaron de aquellos extraños y lejanísimos días que ambos habían pasado en la Antártida, luchando codo con codo contra una temible criatura del espacio que había intentado matarles. Todo aquello sonaba ahora irreal, quizá imaginado, y carecía de relevancia. Y cuando se despidieron con un estrecho abrazo, a Reynolds ya ni siquiera le importó si el artillero había perdido o no la razón. El amor de Allan se moría, la muerte se llevaba poco a poco a su Virginia, la arrancaba de su lado sin que nadie pudiera hacer nada. En alguna parte, alguien había decidido que aquellas dos personas buenas y generosas debían sufrir, sin que se supiera por qué, en una elección que se antojaba arbitraria. Eso, y no otra cosa, era lo que realmente convertía el mundo en un lugar aterrador.

Reynolds no necesitó abrir su siguiente carta, enviada desde algún lugar de su eterna trashumancia, para adivinar la dolorosa noticia que contenía. Después de aquello, lo siguiente que supo de él fue que, en su desorientado deambular, había terminado volviendo a Richmond. Allí, Allan se había enterado de que Elmira, su amor de juventud, aquella muchacha que nunca llegó a recibir sus cartas, era entonces una viuda decente, y la buscó de inmediato, como quien necesita cerrar un círculo. Elmira se dejó cortejar y en cuestión de semanas el matrimonio había quedado concertado. Fue entonces cuando Reynolds recibió la última carta de Allan. En ella le decía que haría escala en Baltimore rumbo a Filadelfia, adonde se dirigía en busca de su tía para que pudiera acudir a la boda. Tras leerla, Reynolds le respondió de inmediato, ofreciéndose a recogerlo cuando llegara a la ciudad y a acompañarlo durante las horas que tenía que esperar el tren. Sin embargo, diversos asuntos —de una ridiculez que luego no podría evitar recordar con amarga rabia— le retuvieron más de lo necesario, y cuando llegó al puerto, Allan ya no estaba.