11

Imagino que quienes han seguido mi relato con cierta atención, ya se habrán dado cuenta de que, pese a mis cuidados, me he equivocado al escoger el principio de esta historia. Evidentemente, si el marinero Griffin aniquila al marciano como acaba de hacerlo de un modo tan inesperado para todos, ninguna expedición podrá encontrarlo años más tarde enterrado en el hielo ni llevarlo al Museo de Historia Natural, donde será descubierto por Wells. Me temo que al retroceder en el tiempo he debido de elegir el principio de otra historia parecida aunque con un desenlace muy distinto. ¡No saben cuánto lo siento! Pero permítanme que intente reparar mi torpeza.

¿Cómo puedo hacer que esta historia encaje con el prólogo que ya les he narrado? Está claro que solo hay un modo: evitando que Griffin mate al demonio de las estrellas. Imaginemos, pues, que ese extraño marinero no hubiese aparecido tan oportunamente. Es más, imaginemos, para mayor seguridad, que nunca hubiese subido al Annawan. Coincidirán conmigo en que la historia habría transcurrido de una manera muy distinta, como sucedería si suprimiéramos a cualquier otro tripulante, aunque no todos resultarían tan determinantes en el curso de los acontecimientos, desde luego. Si borráramos de la narración al cocinero, por ejemplo, un tipo malcarado y tripón que respondía al sonoro nombre de Dunn, seguramente los hechos principales no sufrirían ninguna alteración, más allá de las relacionadas con el menú diario de la tripulación, o con la cantidad de ron sustraída de la despensa por dicho individuo, algo que no he referido hasta ahora porque, a menos que sea necesario, prefiero no empañar la imagen de la raza humana con la ruindad de algunos de sus integrantes. Tampoco habría supuesto un cambio sustancial en la historia que Wallace o Ringwald no hubiesen embarcado, y en su lugar lo hubieran hecho Potter y Granger, que llegaron cuando la tripulación ya estaba completa y al final se enrolaron en otro buque, donde el primero acabó acuchillando al segundo durante una timba de cartas. Ambos habrían procedido exactamente como sus antecesores en el puesto, estoy seguro de ello porque yo, como ya les he dicho, puedo ver el resto de posibilidades que cuajan más allá del velo de este universo, las flores que crecen en el jardín de al lado. Sin embargo, en los hechos que nos ocupan, la aparición de Griffin no habría podido ser más relevante. ¿Habría acabado el marciano congelado en el hielo si el marinero no hubiese aparecido para ensartarlo en su arpón? ¿Habría tenido Reynolds las agallas necesarias para dispararse en la cabeza, o habría rebañado del caldero de la vida las últimas migajas, aun sabiendo que eso le condenaría a una muerte atroz? ¿Habrían logrado salvarse gracias quizá a algún otro milagro, a algo imprevisto y ajeno a sus voluntades, o por el contrario, una idea genial habría eclosionado en la mente de alguno de ellos, dándoles la clave para realizar un jaque mate in extremis sobre aquel tablero de hielo?

Conozcamos las respuestas a estas preguntas haciendo desaparecer al marinero de la narración, como quien roba el huevo de un cuco del nido donde no debería estar, restituyendo así el curso legítimo de la Naturaleza. Imaginen que, como hemos convenido, Griffin jamás llegó a embarcar en el Annawan, de modo que el barco puso rumbo a su fatal destino con un marinero menos. Eso no solo provocó que Dunn tuviera que cocinar una ración menos cada día, o que hubiese que vaciar con menos frecuencia el cubo de los excrementos, si no que, como sospechábamos, también acarreó algunas consecuencias más importantes. Sin Griffin, nadie repararía, por ejemplo, en que el objeto que había surcado el cielo para estrellarse entre las montañas lo conducía alguien, Reynolds no habría tenido con quién conversar de camino a la máquina voladora, habría sido otro marinero quien le ofreciera su mano para ayudarlo a subir al Annawan tras tropezar con el cadáver de Carson, y nadie le habría parado los pies al capitán MacReady cuando le colocó la pistola en la sien y amenazó con matarlo alegando que podía ser la criatura. Pero sobre todo, y eso es lo que realmente debe importarnos, nadie habría arponeado al marciano justo cuando estaba a punto de acabar con la pobre vida de Reynolds y de Allan. ¿Qué habría ocurrido entonces? ¿Cómo habría continuado la cacería si Griffin jamás hubiese embarcado en el Annawan huyendo de las garras de una mujer para acabar enfrentando a las de un demonio de las estrellas?

Olviden mi error, posiblemente achacable a mi escasa habilidad como narrador, y retrocedan conmigo un par de minutos, hasta el momento en que el monstruo, tras haberse librado de los perros, camina hacia Reynolds y Allan desplegando sus garras, y veamos cómo transcurre todo. El explorador, apuntándose a la cabeza con la pistola, lo contempló avanzar hacia ellos, poderoso, inhumano, enorme, y reparó en que observó cómo lo inundaba una extraña calma. Ya no sentía miedo, ni euforia, ni derrota. No sentía nada. Había agotado su ración de emociones en el despilfarro de las últimas horas. Ahora estaba hueco; lo único que aleteaba en su interior era un terrible desapego por su destino. Parecía que todo aquello no le estuviera pasando a él, sino que lo estuviera observando desde muy lejos, como un pájaro que sobrevolara en aquellos momentos la escena mostrando apenas un ligero interés hacia el extraño cuadro que sucedía allá abajo, donde por lo general nunca ocurría nada. El explorador acarició el gatillo, presionándolo ligeramente. Contempló entonces al marciano que, como si hubiera comprendido que Reynolds pretendía desbaratarle la diversión, apresuró su marcha. El explorador sonrió, observándolo avanzar con los ojos fijos en él. Quería mantenerlos abiertos hasta el preciso momento del disparo, para llevarse al más allá la expresión de derrota que sin duda compondría el marciano cuando comprendiera que había escapado de sus garras por el atajo del suicidio. Intentó tragar el cuajarón de saliva que le obstruía la garganta. ¿Le dolería o no sentiría nada cuando la bala hiciera estallar su cerebro en una flor de pensamientos, esparciendo sus sueños por la nieve? ¡Qué fácil era destruir a un hombre, y todo lo que suponía!, pensó Reynolds. ¡Y qué ilusos habían sido al pensar que aquella poderosa criatura, superior a todo lo que el hombre alcanzara a soñar jamás, podría ser destruida con sus pobres recursos! Aquel ser era como el mismo Mal, indestructible y eterno. Le habían disparado una y otra vez, había sobrevivido a una explosión, el frío no le afectaba… Ahora estaba seguro de que ni siquiera la bala que dormía incrustada en la frente del capitán MacReady habría podido terminar con él. Todo había sido inútil. Absolutamente inútil. Solo le quedaba la pírrica victoria de matarse por su propia mano.

—Te veré en el infierno, hija de perra —susurró, observando su enorme complexión, sus increíbles proporciones y su robusta musculatura con los ojos de entomólogo que le prestaban la ausencia de miedo y de cualquier otro sentimiento.

Ociosamente se preguntó cuántas toneladas pesaría un ser como aquel. ¿Más que un buey? ¿Menos que una cría de elefante? Entonces, para su sorpresa, una idea absurda se abrió paso en su mente cual inesperado relámpago, haciéndole aflojar el dedo sobre el gatillo. ¿Y si…? Pero ¿merecería la pena intentarlo? Observó a Allan, que se encontraba tendido en la nieve, hipnotizado por el avance del monstruo, como un cordero entregado al sacrificio. El cambio de planes que pretendía llevar a cabo iba a molestarle, pero tal vez no se lo tendría en cuenta si con ello lograba salvarlo de morir en manos de la criatura, aunque fuera únicamente para ofrecerle a cambio una muerte distinta, por inanición o entumecimiento. Con un movimiento brusco, Reynolds separó la pistola de su sien y apuntó al marciano, que lo contempló sorprendido por aquel gesto inesperado. Le disparó a la cabeza sin contemplaciones ni ilusión, como quien realiza un trámite. Al recibir el disparo, el monstruo se desplomó sobre el hielo, y aunque Reynolds sabía que eso no había acabado con él, esperaba que al menos le concediera el suficiente tiempo para llevar a cabo su plan. Sin perder un segundo, levantó de nuevo al artillero y le obligó a correr, esta vez en dirección al buque derruido, dando un rodeo para sortear al demonio.

—¡Corre, Allan, corre todo lo que puedas! —jaleó al artillero, que había emprendido un trote desorientado con lo que parecía sus últimas reservas de energía.

Reynolds corrió junto a él, intentando que el joven no se desviase del camino previsto, y sin dejar de espiar de vez en cuando al monstruo por encima de su hombro. Una vez repuesto del disparo, el marciano se había levantado, todavía un tanto desorientado, y había reanudado su persecución, aunque de momento no caminaba demasiado rápido, como un depredador confiado que sabe que su presa no tiene escapatoria. Mejor así, se dijo Reynolds al borde del desmayo cuando alcanzó el barco destruido. Hizo detenerse al artillero junto a una pila de escombros para que ambos pudieran tomar aliento. Cuando consiguió arrancar su mirada del excusado de MacReady, que coronaba de un modo grotesco un montón de maderos, el explorador echó un nuevo vistazo por encima de su hombro y comprobó que el marciano continuaba avanzando hacia ellos, ahora dando saltos cada vez más largos sobre el hielo, quizá invadido por una súbita impaciencia que lo movía a poner fin de una vez por todas a aquella estúpida cacería. Sonriendo para sí, Reynolds sorteó el barco y, empujando a Allan, se internaron en la extensión de hielo que se hallaba a babor, por donde el malogrado MacReady les había prohibido aventurarse. Allan lo miró alarmado cuando el hielo crujió bajo sus pies, amenazando con quebrarse como el hojaldre. Pero inmediatamente un rayo de comprensión cruzó su oscura mirada y la gruesa máscara roja de sangre congelada que le ocultaba el rostro se cuarteó por varios sitios a causa del seísmo de una silenciosa carcajada. Reynolds lo animó a seguir, y el artillero obedeció, investido de una nueva energía, mientras el hielo se resquebrajaba más y más a cada paso que daban. Pronto tuvieron la inquietante sensación de caminar sobre un mar ondulante. Entonces, cuando juzgaron que ya se habían internado lo suficiente en aquella superficie fragilísima, se detuvieron y se volvieron hacia los restos del Annawan, en el momento exacto en que el marciano los rodeaba, acercándose a ellos en un salto espectacular, sin reparar en que se dirigía a la improvisada trampa que le había tendido Reynolds. La criatura aterrizó sobre el hielo a unos cinco metros de donde se habían detenido, y para alivio de sus presuntas víctimas, este cedió enseguida bajo su increíble peso. Observaron cómo el hielo se tragaba al monstruo, que se hundió agitando desconcertado los brazos en un mar tan oscuro como el vino, y luego volvía a cicatrizar con un estampido ensordecedor. Pero el impacto, semejante al de una explosión de dinamita, produjo una red de grietas que se propagó en todas direcciones, astillando el hielo en un círculo de al menos veinte metros de diámetro. Sacudidos por el repentino terremoto, Reynolds y Allan cayeron sobre la nieve, esforzándose en agarrarse el uno al otro para permanecer juntos en el mismo pedazo de hielo de los muchos en los que se había desmenuzado la superficie. Desde allí, con el corazón encogido, oyeron cómo el marciano pugnaba por acceder de nuevo al exterior, intentando romper el grueso hielo que lo cubría. Sus brutales golpes lo agrietaban, pero no lograban destrozarlo del todo, y poco a poco aquellos desesperados impactos bajo la capa de hielo se fueron alejando de ellos, convirtiéndose en un inquietante tamborileo cada vez más débil y remoto, por lo que dedujeron que una corriente subterránea estaba arrastrando al monstruo, afortunadamente en dirección opuesta. Cuando al fin cesó el martilleo, Reynolds pidió al Creador, o más bien le exigió, dado el tono imperativo de su plegaria, que aquel mar helado se convirtiera en la tumba del monstruo. Sí, aunque la falta de oxígeno, el entumecimiento y la hipotermia no tuviesen ningún efecto sobre él, como no lo habían tenido ni las balas ni el fuego, esperaba que el marciano encontrara allí la muerte, fuera del modo que fuese, pues por muy indestructible que le pareciera, que él supiera el Creador nunca había mostrado el menor interés por bendecir con la inmortalidad a sus criaturas: Tras su súplica, se dejó caer junto al artillero sobre la improvisada balsa que ahora se internaba lentamente en el angosto canal surgido tras la ruptura del hielo. Ambos se hallaban sin fuerzas, tan exhaustos y jadeantes que les costaba hablar. Aun así, a Reynolds le pareció escuchar a su lado el débil revoloteo de la voz de Allan.

—Gracias por haberme salvado, Reynolds. Lo último que se me habría pasado por la cabeza es que encontraría a un amigo en este infierno.

El explorador sonrió.

—Pues recuérdelo cuando ya no me necesite —bromeó, respirando con dificultad—. Si es que ese insólito momento llega alguna vez.

El artillero emitió una carcajada que se desbarató apenas rozar el aire. Luego solo hubo silencio. Reynolds se incorporó ligeramente y descubrió que Allan había gastado sus últimas fuerzas en celebrar su broma, pues ahora yacía desmayado a su lado. Le dedicó una cansada sonrisa y volvió a dejarse caer en el hielo, al límite de sus fuerzas, pensando en lo que acababa de decirle. ¿Por qué había cargado con él de un lado a otro sin ni siquiera contemplar la posibilidad de abandonarlo a su suerte? Aquello era impropio de él. Pero lo cierto era que lo había hecho, incapaz de sustraerse al conjuro que lo apresaba cada vez que el artillero pronunciaba su nombre, reclamándolo a su lado con la misma confianza ciega con que un niño llama a su madre en la oscuridad. Y acudir a aquel llamamiento desesperado le había hecho sentir algo profundo y extraño, reconoció entre la bruma del cansancio, algo que no había sentido antes: por primera vez, alguien se encomendaba a él, alguien lo necesitaba. Allan, el artillero que quería ser poeta, había pronunciado su nombre en la bodega, en la cubierta, en el hielo, y él había acudido a su rescate sin pensarlo, porque intuía que, al salvar a Allan, de algún modo también salvaría su egoísta alma. Por eso lo había hecho, sí. Y quién sabía, quizá aquel gesto de última hora lo hubiese redimido del infierno, desviándolo hacia el cielo. Porque estaba claro que, si no ocurría un milagro, aquel frío atroz iba a matarlos en cuestión de horas.

Extrañamente contento por el anhelado descanso que eso supondría, Reynolds se dejó transportar por aquella carroza helada, que había comenzado a abrirse paso entre los icebergs maternalmente impulsada por el viento que soplaba desde el noroeste, hacia donde tuviera a bien conducirlos. El terrible cansancio y las fuertes emociones de las últimas horas no tardaron en sumirlo en una suerte de duermevela, y solo las punzadas del frío o el incesante cañoneo del hielo conseguían despertarlo de vez en cuando. En aquel estado alucinatorio, Reynolds dejó transcurrir el tiempo contemplando el cielo, fascinado por los racimos que componían las oscuras nubes, o los afilados desfiladeros que atravesaban en su misterioso itinerario, aliviado porque, al fin, salvarse o morir ya no dependiese de su voluntad, porque nada pudieran hacer más que seguir allí tumbados, amenazados por el hambre y el frío, hasta que alguien, tal vez el Creador, decidiera por ellos. Pronto empezó a resultarle cada vez más difícil saber cuánto tiempo llevaban a la deriva, esperando morirse, pero cuando despertaba comprobaba sorprendido que la vida seguía obstruyéndole el corazón. Y según constataba estirando la mano hacia Allan, pese a encontrarse embalsamado por una capa de escarcha, el artillero también conservaba en su interior un débil rescoldo de vida que tal vez se avivase si milagrosamente lograban llegar a algún refugio, o quizá se extinguiese de pronto allí mismo, en un discreto silencio. Qué importaban sus vidas, después de todo. Con qué condimento imprescindible debían contribuir ellos al puchero del mundo. No obstante, algo debían de aportar, concluyó cuando, no supo cuánto tiempo después de la desaparición del monstruo, la balsa irrumpió en un canal mucho más ancho que se le antojó mar abierto y, mareado y aterido, creyó distinguir prendido a la costa un retal de civilización.

Mecido en un estado de semiinconsciencia, se dejó arrastrar por manos recias, y consolar por el fuego dócil de una estufa, y reanimar por el caldo caliente que le cartografiaba la garganta, sintiendo cómo la vida volvía a despabilarse en su interior, lenta y desconfiada, hasta que un día, no supo cómo ni cuándo, despertó en un camarote cálido y confortable, junto a un modesto lecho donde respiraba con voracidad Allan, que aunque extraviado en el laberinto de unas fiebres delirantes, también había sobrevivido. Por eso cuando el capitán del ballenero, un hombretón tan grande que podría arrancarle la cabeza a un Kraken con sus propias manos, les preguntó sus nombres, él tuvo que responder por los dos:

—Jeremiah Reynolds —dijo—, y mi compañero es el sargento mayor Edgar Allan Poe. Ambos somos miembros de la tripulación del buque Annawan, que zarpó de Nueva York el 15 de octubre hacia el Polo Sur, en busca de la entrada al centro de la Tierra.