10

Seguía vivo. Había desenmascarado al marciano y seguía vivo. Y aquello le inundaba de una delirante y absurda felicidad, a pesar de que su plan había sido un completo desastre. No había podido comunicarse con la criatura, ni de un modo pacífico ni de ningún otro modo, por lo que era evidente que su glorioso destino como embajador terráqueo más allá de las estrellas se había desdibujado un tanto; en realidad, después de aquel descalabro, no creía que le permitieran regentar ni una triste estafeta de telégrafos interplanetaria. Tampoco había podido abatir ni capturar al marciano, ya puestos. Todo lo contrario: lo había enfurecido de tal manera que, con toda probabilidad, la sentencia de muerte de toda la tripulación del Annawan había sido ya firmada en algún despacho del destino. Pero eso no importaba demasiado. De momento, seguía vivo: respiraba, corría, sentía la vida como un torrente salvaje fluyendo por sus venas, resonando en su interior. Y aunque su vida siempre le había parecido triste, mediocre y despreciable, ahora se le antojaba un regalo incalculable. ¡Vivía, maldita sea!, se dijo, mientras corría por la cubierta inferior enarbolando la pistola seguido de Allan, que no dejaba de quejarse en una cantinela malhumorada, y de aquel marinero enclenque llamado Griffin, que trotaba a su espalda con los labios apretados, silencioso y tenso. A Reynolds le había llamado la atención la rapidez con que Griffin había acudido al rescate. Parecía que hubiese estado escuchando tras la puerta. Quizá le había resultado sospechoso su comportamiento en cubierta, cuando le insistió en que Carson estaba muerto para luego achacarlo a un delirio de borracho, pero Reynolds tampoco disponía de demasiado tiempo para reflexionar sobre ello. De momento, le bastaba con que aquel hombre tan misterioso como resuelto le siguiera con un arma cargada.

Al abandonar la zona de oficiales e internarse en pos de la criatura en la cubierta donde se hacinaba la tripulación, el explorador tuvo que contener la respiración, golpeado por un desagradable hedor, mezcla de aceite de lámpara, ropa sucia, cubos de orina e incluso miedo, si es que el miedo se puede oler, como algunos aseguran. La criatura había dejado un rastro de sangre verdusca y de marineros temblando contra la pared, que no daban crédito a la aberración que habían visto pasar ante ellos. Los disparos, descubrió Reynolds enseguida, habían atraído a toda la tripulación, desde los centinelas que montaban guardia en cubierta hasta los carpinteros o los pinches de cocina. Al fondo, distinguió al capitán MacReady, rugiendo en medio del tumulto, intentando que alguien le explicara qué demonios estaba pasando.

—El monstruo está en el barco, capitán —respondió alguien entre la algarabía—. Se ha escondido en la bodega.

—¿En el barco? —inquirió MacReady, desenfundando su pistola—. ¡No es posible! ¿Cómo demonios ha entrado?

Pero nadie podía responder a eso, salvo Reynolds. Abriéndose paso entre los desconcertados marineros que se agolpaban por todos lados, como hojarasca arrastrada por el viento, el explorador logró llegar hasta él.

—El monstruo puede transformarse en humano, capitán —le explicó sin tantos rodeos como a Allan—. Había adoptado la forma de Carson, por eso pudo matar al doctor Walker.

—¿La forma de Carson? ¿Qué disparate está diciendo, Reynolds? —dijo MacReady sin prestarle atención. Luego se dirigió a la trampilla que comunicaba con la bodega amartillando su arma y empezó a descender por la escala.

—Le digo que la criatura puede adoptar el aspecto de cualquiera de nosotros —insistió el explorador jadeando mientras descendía tras él—. ¡Tiene que avisar a sus hombres!

—Guárdese sus delirios para usted, Reynolds —masculló el capitán una vez abajo—. No pienso decirles eso a mis hombres.

Reynolds sintió cómo su desesperación mudaba en una furia inesperada que le encendió la sangre. Sin pensarlo, enganchó la pistola al cinto y, con las manos libres, tomó de repente al capitán por la solapas de la chaqueta y lo empujó contra la pared. El gesto sorprendió a MacReady, que lo contempló con incredulidad.

—Escúcheme por una vez, maldita sea —le dijo sin aflojar su presa—. Le estoy diciendo que esa cosa puede transformarse en humano. ¡Dígaselo a sus hombres, o moriremos todos!

MacReady lo escuchó sin hacer amago alguno de soltarse, quizá tratando de encajar el inesperado comportamiento de Reynolds en el tosco y elemental retrato que se había hecho de él.

—De acuerdo —dijo con frialdad—. Ya ha dicho lo que quería decir, ahora suélteme.

Reynolds lo liberó, sorprendido ante su propia reacción. El capitán se recompuso las solapas de la chaqueta lentamente y contempló al explorador con desprecio. Reynolds, un tanto avergonzado de su comportamiento, pensó en disculparse, pero antes de que pudiera hacerlo se encontró empotrado contra la pared, con la pistola de MacReady apoyada en la sien izquierda.

—Escúcheme bien, Reynolds, porque no voy a repetírselo —dijo el capitán con voz ronca—. Nunca, nunca más en toda su vida, vuelva a agarrarme de las solapas. O le aseguro que se arrepentirá.

Ambos hombres se miraron en silencio durante unos segundos.

—Capitán… —la voz de Reynolds parecía escurrirse entre sus dientes apretados—, si no me hace caso, ni usted ni yo viviremos mucho tiempo para arrepentirnos de nada. Hace tan solo unos instantes, Carson estuvo en mi camarote, y ante mis propios ojos y los del artillero Allan, se transformó en el monstruo de las estrellas. Después intentó matarnos. Conseguimos dispararle y huyó, pero antes tuvo tiempo de volver a transformarse, esta vez en el propio Allan, y luego en una especie de araña gigantesca. ¿Entiende lo que le digo? ¡Esa cosa puede transformarse en lo que desee, incluso en uno de nosotros!

—¿Quiere que me crea que Carson irrumpió en su camarote para ofrecerle una especie de delirante fiesta de disfraces? —se burló MacReady.

—Le invité yo mismo porque sospechaba de él —explicó el explorador—. Unas horas antes había tropezado con el cadáver del verdadero Carson mientras me dirigía a la máquina voladora.

—¿Qué…? ¿El cadáver de Carson? ¿Y por qué demonios no me informó de ello?

—No lo creí necesario… —repuso Reynolds, encogiéndose de hombros en la medida que se lo permitía la presa del capitán.

—¿No lo creyó necesario? —estalló MacReady, fuera de sí—. ¿Quién se piensa usted que es? ¡Acaba de agotar la poca paciencia que me quedaba, Reynolds!

—¿Me habría creído, capitán? Usted mismo me ordenó que no le molestara más, ni a ninguno de sus hombres… —le recordó Reynolds con más ironía que rencor.

—Caballeros… —intervino Allan, nervioso—, no creo que este sea el momento de…

—¡Era su obligación informarme de ese incidente, Reynolds! ¡Soy el capitán! —aulló MacReady—. ¿Se da cuenta de que en su intento de hacerse el héroe nos ha puesto a todos en peligro?

—¿Está seguro, capitán? Gracias a eso ahora puedo ofrecerles la única posibilidad de salvación que tenemos. Si no hubiera descubierto lo que la criatura puede hacer, estaríamos perdidos.

—¡Y si la criatura no supiera que lo sabemos, le llevaríamos ventaja! —le espetó MacReady—. Por todos los santos, Reynolds, ¿por qué no me avisó para que le apresáramos sin más? ¿Qué pretendía, en el nombre del Cielo, citándolo en su camarote?

—Quería entablar un diálogo con él —reconoció Reynolds a regañadientes, no sin cierto embarazo—. Pensaba que…

—¿Un diálogo? —rugió el capitán, bañando el rostro de Reynolds con una lluvia de saliva—. ¿Le invitó a tomar el té como si fueran dos señoritas?

—Capitán… —intervino tímidamente Allan—, ¿no le parece que…?

—¡Usted cállese, sargento! —le cortó MacReady—. Le creía con más cerebro que a este idiota. Reynolds… le prometo que cuando esto acabe le meteré entre rejas por desacato a la autoridad. Casi me dan ganas de meterle ahora mismo una bala entre las cejas. —El capitán le miró en silencio, considerando seriamente lo que acababa de decir—. En realidad, quizá debería hacerlo de una maldita vez. ¿No dice usted que esa cosa puede transformarse en cualquiera de nosotros? ¿Quién me asegura que no ha adoptado su forma? —dijo, acariciando el gatillo de la pistola.

—Yo se lo aseguro, capitán —dijo una voz a su espalda—. La vi salir huyendo por delante del señor Reynolds con mis propios ojos, así que le ruego que baje su arma.

MacReady miró de soslayo el cañón de la pistola que le apuntaba a la cabeza desde su izquierda, empuñada con firmeza por un brazo escuálido al final del cual se encontraba el marinero llamado Griffin.

—Y permítame decirle que estoy totalmente de acuerdo con el sargento Allan, capitán: esta conversación podría continuarse en cualquier otro momento —sugirió con delicadeza, manteniendo la pistola en alto.

MacReady observó a los tres alternativamente, con el rostro enrojecido y congestionado como si estuviera a punto de sufrir una apoplejía. Finalmente, soltó un bufido, liberó a Reynolds y, apartando a Griffin de un empellón, se dirigió a la bodega dando furiosas zancadas, con los tres hombres pisándole los talones. En la puerta, un corro de marineros inquietos esperaba sus órdenes.

—¿Están seguros de que el monstruo se ha escondido ahí dentro?

—Sí, capitán —corroboró Wallace—, yo mismo lo he visto entrar. Parecía una hormiga gigante… Bueno, tampoco se le parecía tanto, en realidad, y era del tamaño de un cerdo, aunque tampoco se parecía a un cerdo. Era más bien como…

—Ahórrese la descripción, Wallace —le interrumpió MacReady con un gesto hastiado.

Tras decir aquello guardó silencio, mientras la tripulación que se amontonaba en la reducida entrada de la bodega lo observaba con expectación.

—Presten atención —dijo, emergiendo al fin de su ensimismamiento, al tiempo que le dedicaba a Reynolds una mirada condescendiente—. Por increíble que suene, ese hijo de mala madre puede adoptar forma humana, es decir, puede transformarse en cualquiera de nosotros.

Sus palabras desataron un murmullo de incredulidad en los marineros, pero nadie se atrevió a opinar. Reynolds, sorprendido por el gesto del capitán, dejó escapar un suspiro de alivio. Al menos ahora tendrían una mínima oportunidad de salvarse. Le agradeció el detalle a MacReady con una inclinación de cabeza y el oficial señaló a la tripulación con la mano, invitándole a dirigirse al puñado de valientes que tenía delante. Reynolds se colocó junto al capitán y carraspeó para aclararse la garganta antes de hablar.

—Bien. Sé que esto parece una locura, pero el capitán está en lo cierto: la criatura puede adoptar la apariencia de cualquiera de nosotros. No sé cómo lo hace, pero lo hace. Mató a Carson y subió al barco con su aspecto. Por lo tanto, si se encuentran con Carson ahí dentro, no duden en dispararle. No es él. El verdadero Carson yace destripado en el hielo.

Hizo una pausa y esperó a que los marineros digirieran sus palabras.

—¿Cómo podemos saber que no es uno de nosotros? —se atrevió a preguntar Kendricks, verbalizando en voz alta el temor que todos sentían.

—No podemos saberlo. Podríamos serlo cualquiera… incluso yo mismo —respondió Reynolds mirando con intención al capitán—. Por eso debemos estar doblemente alerta.

—Creo que lo mejor será dividirnos por parejas —propuso MacReady, tomando de nuevo la palabra—. Eso será lo más seguro. Cada uno deberá evitar perder de vista a su compañero aunque sea un segundo, pase lo que pase. Solo así nos aseguraremos de que el monstruo no se transforma en uno de nosotros.

—Y ante cualquier comportamiento extraño de la pareja —advirtió Reynolds—, ya sea un brillo diferente en la mirada, una forma extraña de hablar…

—Un tentáculo espantoso surgiendo de su boca… —añadió Allan con voz casi inaudible.

—… no duden en dar la alarma a los demás inmediatamente —concluyó Reynolds.

—Bien. Ya lo han oído, muchachos —dijo MacReady, impaciente por comenzar la cacería.

Distribuyó a sus hombres en cinco parejas, y luego ordenó a Shepard que repartiera entre los escogidos las linternas que colgaban de los ganchos. Cuando el marinero colocó en manos del capitán la última de las lámparas, este echó un vistazo a la puerta de la bodega y volvió a dirigirse a sus hombres.

—Ese hijo de perra no podría haber escogido un lugar mejor para esconderse. Pero aunque nos costará encontrarlo, ese escondrijo también tiene una ventaja para nosotros: esta es su única salida. Teniente, usted y Ringwald quédense vigilando la puerta de la bodega. Si esa cosa intenta salir, acribíllenla sin miramientos, ¿entendido? A los demás —dijo, señalando a los carpinteros, electricista y al resto del personal de mantenimiento que se amontonaba en el pasillo— les sugiero que vuelvan a la cubierta inferior y esperen allí armados con lo que sea.

—¿Y yo, capitán? —preguntó Reynolds, que no estaba dispuesto a que lo dejara fuera de la bodega.

—Usted vendrá conmigo, Reynolds.

Sorprendido, el explorador apenas pudo asentir. Sacó la pistola y se colocó al lado de MacReady fingiendo una determinación que estaba lejos de sentir. Formar pareja con el capitán era lo que menos le apetecía del mundo, sobre todo porque desconocía si MacReady lo había escogido como acompañante porque era el que más sabía sobre el monstruo —aunque bien mirado, todo su conocimiento se reducía a saber cómo enfurecerlo para dispararle después sin pensar—, o porque lo consideraba un inútil redomado que lastraría la eficacia de cualquier marinero con el que lo emparejase. A lo mejor pretendía incluso dispararle por la espalda en cuanto se hallaran a solas, para deshacerse de una vez por todas de su molesta presencia. Sea como fuere, Reynolds se dijo que debía estar a la altura de las circunstancias si quería demostrarle a aquel patán que él, Jeremiah Reynolds, se merecía todo el respeto y la admiración que se empeñaba en negarle.

—Bien, ahora vamos a por ese bastardo —ordenó el capitán.

Con las armas a punto y las linternas en alto, el grupo entró en la bodega punteando la densa oscuridad como un enjambre de luciérnagas. Reynolds sintió entonces cómo se le erizaba la piel ante el frío glacial que reinaba en aquel lugar, donde la temperatura parecía haber descendido al menos treinta grados. Y aunque la bodega era inmensa, enseguida comprendió que apenas podrían moverse por ella, pues más allá del tímido resplandor de las linternas se adivinaba un enrevesado laberinto construido con pilas de cajas, sacos de carbón, tanques de agua, canastos, toneles, fardos y decenas de misteriosos bultos cubiertos con lonas, amontonados unos sobre otros hasta casi alcanzar el techo. A una señal de MacReady, Reynolds vio a sus compañeros aventurarse como sombras sigilosas por los senderos delimitados por las cajas, con los mosquetes olisqueando el aire. Peters, el gigante indio, caminaba enarbolando un machete del tamaño de su antebrazo, mientras lanzaba una mirada implacable hacia la oscuridad, retando a lo que allí se escondiese. Griffin, increíblemente pequeño y frágil en comparación con el indio, se adentraba en la negrura que envolvía el lugar con un aplomo frío. De entre todos los marineros, solo Allan parecía tan seguro como él de que todos morirían allí dentro.

MacReady y Reynolds tomaron entonces el desfiladero central. El capitán se situó delante, moviéndose muy despacio con la pistola enarbolada y la linterna bien alta, y el explorador se aplicó en seguirle a una distancia que consideró prudencial —ni demasiado cerca, para no aparentar miedo; ni demasiado lejos, para poder protegerse mutuamente en caso de que la criatura los emboscara—, también con su arma cargada y dispuesta para disparar en cuanto percibiese el menor movimiento sospechoso. Estaba convencido de que el marciano iría a por él antes que por cualquier otro. Y era una sospecha lógica: de toda la tripulación había sido él quien lo había desenmascarado. Si ahora se disponían a cazarlo, era por su culpa. Desde luego, no era muy bueno haciendo amigos, ya fuesen de este planeta o de otro, se dijo.

De repente, vieron pasar una figura inmensa unos metros por delante de ellos. Sin pensárselo, MacReady alzó la pistola y corrió por el pasillo hacia el lugar por donde había desaparecido la criatura. Reynolds, por el contrario, permaneció inmóvil, sobrecogido por el aspecto que ahora presentaba el monstruo, mientras la oscuridad lo vestía como una túnica. El marciano había cruzado el pasillo a la carrera, por lo que apenas había podido verlo, aunque sí lo suficiente para constatar que el monstruo habría alcanzado otro estadio de su metamorfosis. Lo que había vislumbrado era una criatura de aspecto vagamente homínido, más cercano al de un demonio fugado de algunos de los grimorios que había ojeado y que tanto le habían aterrado de pequeño, que al de una araña juguetona. Y aunque le había parecido que corría ligeramente encorvada, se le había antojado más alta que Peters. Eso era todo cuanto podía decir de ella. La penumbra de la bodega ni siquiera le había permitido distinguir el color de su piel. Un par de disparos sacaron al explorador de su ensimismamiento. Por la proximidad del sonido dedujo que quien había disparado era MacReady. Reynolds tragó saliva, intentando vencer el miedo que, como un tamo espeso, se le había colado entre las junturas de los huesos, y unos segundos después echó a correr en la dirección que había tomado el oficial. Cuando, jadeando y acalorado, logró llegar a su lado, MacReady se encontraba escudriñando con rabia la oscuridad que se extendía más allá de su lámpara.

—Ese bastardo es muy rápido —dijo.

—¿Le ha dado? —preguntó Reynolds, intentando recuperar el resuello.

—Creo que sí, aunque no estoy seguro. ¿Vio su aspecto, Reynolds? Parecía un maldito orangután, aunque tenía una especie de cola doble que…

Antes de que MacReady acabara la frase, se oyeron algunas descargas de mosquete en la distancia, seguidas de una algarabía de gritos y del estruendo de varias cajas al caer. Cuando el alboroto cesó, Reynolds oyó los gritos de unos marineros que, excitados, aseguraban que habían acertado a la criatura, aunque las voces parecían provenir de distintos puntos de la bodega. MacReady sacudió la cabeza con pesar.

—¡Reagrupémonos en la entrada de la bodega! —ordenó, mientras la luz de la linterna encendía la niebla que su aliento formaba en el aire, convirtiéndolo en una suerte de dragón de guiñol.

Con un movimiento de cabeza ordenó a Reynolds que lo siguiera. Recorrieron el camino de vuelta casi al trote, pero cuando llegaron al punto de reunión, ya había varios hombres esperándoles. El resto fue llegando casi al instante, y enseguida pudieron comprobar con alivio que no faltaba nadie. Se hallaban en la angosta entrada de aquel desfiladero de cajas, y mientras el capitán se esforzaba en extraer de la desordenada información de sus hombres una idea aproximada de lo que había sucedido, Reynolds se apoyó en una pila aparentemente sólida, y contempló la escena con una extraña indiferencia: había vislumbrado a la criatura, cuyo aspecto era más terrible y poderoso de lo que había imaginado en sus pesadillas, y la idea de que cualquier cosa que hicieran por sobrevivir sería inútil empezó a rondarle la cabeza, empañando poco a poco la euforia que había sentido al salir con vida de su camarote. Pero no podía entregarse a ese lúgubre pensamiento, se dijo, o caería en la desesperación, y eso era lo que menos le convenía ahora. Debía seguir creyendo que todavía tenían alguna esperanza de sobrevivir, por pequeña que fuera.

—Creo que le he dado —aseguró Ringwald exaltado.

Reynolds lo observó con desconfianza, igual que el resto, pues todos afirmaban lo mismo. De repente, de la frente del marinero pareció brotar una gota de sangre. A esta le siguió otra, y pronto se formó un hilillo que resbaló por su rostro hasta humedecerle la boca. Ringwald se llevó los dedos a la frente, confundido, y al comprobar que la sangre no era suya, sino que caía de arriba, alzó la cabeza hacia el techo, gesto que todos imitaron. Sobre una altísima pila de cajas distinguieron lo que parecía un cuerpo destrozado, aunque lo único que se veía era una pierna que colgaba en el vacío, retorcida en un ángulo imposible.

—Santo Dios… —musitó espantado el teniente Blair.

—¿Por qué lo habrá puesto ahí? —preguntó Kendricks, sobrecogido.

Contemplaron como hipnotizados aquella pierna colgante que parecía dibujar en el aire un signo de interrogación, hasta que una oleada de comprensión comenzó a recorrerles. Entonces, aquel mar de cabezas envueltas en pañoletas pareció ondular mientras los marineros se giraban de un lado a otro, constatando una y otra vez con creciente terror que en el grupo no faltaba nadie. Algunos incluso se apartaron bruscamente del compañero que tenían al lado.

—¡Maldita sea! —rugió MacReady, molesto porque el marciano no se limitara a dejarse cazar como una bestia cualquiera—. ¿Quién ha perdido de vista a su pareja?

Todos se encogieron de hombros, intercambiando miradas recelosas. Al parecer, nadie había perdido de vista a su compañero. Pero alguien tenía que haberlo hecho, se dijo Reynolds. Fue entonces cuando recordó, con un escalofrío de pavor, que había sido él. Sí, él había perdido de vista a MacReady durante unos minutos, justo después de la aparición de la criatura. Como si su gesto fuera la continuación de su pensamiento, se volvió hacia el capitán para encañonarlo con la pistola, pero por lo visto MacReady había llegado a la misma conclusión, pues apuntaba a Reynolds con su arma. Los marineros contemplaron la escena, horrorizados. Hubo unos segundos de silencio.

—Si yo fuera el monstruo, Reynolds —dijo entonces MacReady, amartillando su arma—, le suplantaría a usted para no levantar sospechas.

El explorador sonrió con repugnancia.

—Esta vez no perderé el tiempo hablando contigo, seas lo que seas —respondió—. Tres.

El disparo de Reynolds sacudió hacia atrás la cabeza de MacReady. Luego volvió a su posición inicial, y lo miró con expresión confundida, como si no acabara de creer que le hubiese disparado. Finalmente, las piernas se le aflojaron y el oficial se derrumbó sobre el suelo, quedando tumbado entre los presentes cuan largo era. Reynolds lo contempló sorprendido, incrédulo ante la facilidad con que se había deshecho de la criatura.

—¡Dios mío, ha matado al capitán! —exclamó atónito el teniente Blair.

Reynolds se volvió hacia los demás, tranquilizándoles con un gesto de la mano.

—Guarden la calma. No es el capitán MacReady, sino el monstruo. Le perdí de vista unos minutos, el tiempo que la criatura aprovechó para matarlo y adoptar su aspecto —explicó con voz serena. Luego volvió a clavar la mirada en el cadáver del capitán, que yacía boca arriba en medio del círculo que componían entre todos—. Observen con atención y verán cómo recupera su verdadero aspecto.

Todos se callaron sus dudas y contemplaron el cuerpo de MacReady con sumo interés. El capitán lucía un pequeño agujero de bala en medio de su despejada frente, y la muerte había borrado al fin la perenne expresión de disgusto de su rostro, trocándola por un semblante sorprendentemente afable, casi bondadoso, mucho más apropiado para ingresar en el trasmundo sin levantar la inquina ni el miedo en los espíritus que lo habitaban. Pero los segundos transcurrían sin que su aspecto sufriera cambio alguno, y la expectación de los marineros se transformó en aburrimiento. ¿Acaso la criatura conservaba su disfraz una vez muerta?, se preguntó Reynolds, a quien empezaban a incomodarle las cada vez más frecuentes miradas de recelo que le dirigía la tripulación. Se volvió y se encogió de hombros sin saber qué hacer.

—Bueno, puede que tengamos que esperar un poco más… —se excusó.

Allan carraspeó con timidez.

—Recuerde que cuando se transformó en el camarote solo estaba herida… —le recordó.

—Quizá sea eso… —Reynolds dedicó al grupo una sonrisa tranquilizadora—. Seguramente no puede volver a transformarse una vez muerta.

—Entonces, ¿cómo podemos estar seguros de que no sigue entre nosotros? —preguntó con nerviosismo el teniente Blair.

—Porque yo soy el único que perdió de vista a su pareja —explicó Reynolds.

—Y el capitán MacReady a usted… —El gigante indio dio un paso adelante, con el enorme machete meciéndose perturbador al final de su brazo, mientras sus palabras reverberaban entre las cajas como los truenos de una tormenta lejana.

Reynolds observó alarmado al grupo, sin cosechar otra cosa que miradas desconfiadas, incluso furibundas.

—No creerán que… Oh, Dios mío… —balbució con espanto—. ¡Yo no soy la criatura, maldita sea! Allan, por favor, explíqueles que…

El artillero le dirigió una mirada angustiada, aturdido por la desquiciada y veloz sucesión de los acontecimientos.

—Escúchenme, por favor… —consiguió articular al fin con voz desmayada—, yo he visto a la criatura transformarse en humano. En Carson y en mí mismo. Y aunque es capaz de lograr una réplica exacta, puedo asegurarles que hay algo que la diferencia del original. ¡Este hombre es Reynolds, confíen en mí!

—¿Y cuál es esa diferencia, sargento? —preguntó el teniente Blair observando a Reynolds con desconfianza.

—No sabría decirlo con exactitud… —se disculpó el artillero, tan débilmente que sus palabras se perdieron entre el frenético murmullo de los marineros.

—¡Escuchen! Hay un modo mucho más sencillo de aclarar esto. —La aguda voz de Griffin horadó la oscuridad como un delicado rayo de luz—. Bajemos el cadáver y comprobemos quién es.

Todos guardaron unos segundos de silencio, sorprendidos de que existiera una solución tan obvia.

—¡De acuerdo! —bramó Peters, señalando arbitrariamente a todos los marineros con su machete—. Que una pareja se encargue de bajar el cuerpo, pero por el amor de Dios, la que lo haga esté segura de no haberse perdido de vista el uno al otro en ningún momento. Mientras, los demás vigilaremos al señor Reynolds. Lo siento, señor —se excusó, apuntando con su cuchillo a la garganta del explorador—, pero ahora mismo usted es la mitad sobrante de la única pareja que se separó.

Shepard y Wallace dieron un paso al frente como un solo hombre.

—Nosotros nos ocuparemos —anunció Shepard—. Estamos completamente seguros de que no nos hemos separado ni un segundo, ¿verdad, Wallace?

—Así es, Shepard. Hemos estado unidos en todo momento —contestó el aludido, mirando al frente con una fijeza inquietante.

—Tan unidos como siameses —bromeó Shepard con una voz extraña, semejante a la suya pero al mismo tiempo algo distorsionada, como si la lengua le estorbara en la boca. Y sin transición, para perplejidad de todos los presentes, aquella voz averiada surgió de nuevo, aunque esta vez de la garganta de Wallace—. Tú lo has dicho, Shepard. Tan unidos como un matrimonio. Incluso más: unidos más allá de la muerte…

Confundido, Reynolds alternó su mirada de un marinero a otro, hasta reparar espantado en la tupida telaraña de viscosos filamentos que unía la bota derecha de Shepard con la izquierda de su compañero. En ese instante, supo que había matado a MacReady para nada. Y sintió cómo desde algún lugar inconcreto de su interior, quizá del extremo de la médula espinal, brotaba un terror puro que se propagaba por todo su cuerpo a través de la red de nervios y ganglios, tratando de paralizarlo, de arrebatarle la energía, el ánimo o lo que fuera aquello que lo dotaba de movimiento. El resto de los hombres se encontraban tan aturdidos como él.

Lo que ocurrió entonces es difícil de explicar. Quizá un narrador más versado no tendría problemas para hacerlo —pienso en Wilde o en Dumas—, pero desgraciadamente soy yo a quien le corresponde narrarlo. Aun así, escogeré las palabras con el mayor tiento, confiando en no resultarles al menos demasiado confuso. De repente, antes de que nadie fuese capaz de reaccionar, los cuerpos de Shepard y Wallace comenzaron a deshacerse como figuras de arcilla bajo una lluvia intensa, para fundirse entre ellos, moldeando lentamente una única forma. Los rasgos de los marineros se deformaron y navegaron en un fluido viscoso, como tropezones en un caldo, hasta confundirse en un mejunje delirante de ojos y bocas y cabellos. Pese al miedo que sentía, Reynolds no pudo hacer otra cosa que contemplar hipnotizado el proceso de metamorfosis de la criatura, cada vez más inquieto porque a cada segundo que pasaba el resultado de aquel precipitado gelatinoso resultaba más grande y monstruoso. Y de pronto, como la levadura en el horno, ese ser viscoso empezó a cuajar, a solidificarse en una criatura compacta, provista de un cuerpo alargado, adornado con músculos poderosos, y envuelto casi en su totalidad por un pelaje rojizo, como si estuviese recubierto de algas marinas. Cuando la criatura adquirió consistencia, el explorador pudo apreciar que, efectivamente, sus brazos y piernas estaban rematados por largas y afiladas garras. Un segundo después también observó que lo que juzgó que debía de ser su cabeza, simplemente por encontrarse entre sus hombros, había cristalizado en un rostro de pesadilla, que parecía el resultado de barajar la cabeza de un lobo con la de un cordero, pues disponía tanto de un hocico puntiagudo como de algo semejante a unos cuernos en espiral situados a ambos lados del impresionante cráneo. Entonces la cosa pareció sonreír, descorriendo los labios como un perro y exhibiendo una hilera de finísimos colmillos. Acto seguido se volvió hacia Foster, el marinero que desgraciadamente se hallaba a su derecha, y con un gesto fulminante le hundió una de sus garras en el abdomen, para extraerla al segundo siguiente, arrastrando en el movimiento un puñado de órganos y vísceras que se desparramaron por el suelo produciendo un golpeteo amortiguado. Allan palideció al contemplar aquella granizada de órganos que brincaba entre sus pies, pero apenas tuvo tiempo de soltar siquiera una triste arcada porque la garra del monstruo se lo impidió atrapándolo por la garganta y levantándolo del suelo como si fuera una marioneta. Afortunadamente Peters venció la parálisis que atenazaba al grupo y avanzó hacia la criatura, al tiempo que alzaba su machete. Con resolución, descargó el arma sobre su hombro. La hoja se hundió en él con pasmosa facilidad, obligando a la criatura a proferir un agudo gemido que reverberó entre las cajas y a abrir su garra en un acto reflejo, liberando al artillero. Allan rodó por el suelo, tosiendo y jadeando, mientras el gigante extraía su machete, que salpicó en todas direcciones gotas de una sustancia verdosa, y volvía a enarbolarlo para descargar un nuevo golpe. Esta vez, sin embargo, el marciano reaccionó más rápido. Detuvo el brazo del indio atrapándolo velozmente por la muñeca, y lo dobló sin aparente esfuerzo, como un niño tronchando la rama de un arbusto. Peters se puso lívido de golpe ante el espectáculo de su brazo torcido en un ángulo antinatural, con el hueso asomándole por el codo, pero su sufrimiento fue breve, pues con otro movimiento increíblemente rápido, la criatura lo decapitó de un zarpazo. La cabeza del indio golpeó contra las cajas, produciendo un sonido acolchado, y luego rodó por el suelo, exhibiendo la mueca de incomprensión con la que Peters había recibido aquella muerte vertiginosa. El monstruo se volvió entonces hacia al resto de los marineros, pero Griffin, con una serenidad que sobrecogió a Reynolds, alzó su mosquete, lo encañonó y le disparó en pleno pecho. Debido a la cercanía, el impacto tumbó al marciano hacia atrás. Aquello detuvo momentáneamente la refriega, y los que quedaban en pie contemplaron cómo el monstruo se retorcía en el suelo, esforzándose penosamente para volver a cambiar de forma.

—¡Remátelo, Kendricks! —ordenó el teniente Blair al marinero que había quedado más cerca del marciano.

Kendricks, que se mantenía encogido contra las cajas, con el rostro salpicado de sangre verdusca, tardó en reaccionar. Cuando lo hizo, avanzó hacia el monstruo, pero este, convertido de nuevo en la criatura vagamente arácnida que había huido del camarote de Reynolds, echó a correr hacia la salida de la bodega y se perdió en la oscuridad.

—¿Adónde crees que vas, perra del demonio? —gritó Kendricks, saliendo en su persecución.

El teniente Blair, Griffin y el resto de los marineros lo siguieron, y Reynolds se encontró de pronto solo en la bodega, otra vez con vida, rodeado por los cuerpos de sus compañeros caídos. A la luz que emitía la única linterna que no se había apagado al rodar por el suelo durante la refriega, comprobó que no podía hacer nada por ninguno de ellos, salvo por el joven artillero, que estaba sentado contra la pared de cajas, con la mirada extraviada, ajeno a lo que estaba sucediendo. El primer impulso de Reynolds fue huir de allí en busca de un lugar seguro, abandonando a Allan a su suerte, pero algo se lo impidió. Unos instantes atrás, cuando todos creían que él era la criatura y se disponían a matarle a sangre fría, el artillero había intercedido por él, enfrentándose a toda la tripulación. Y no debía olvidar que también había consentido esconderse en su alacena. Pero ¿era aquella lealtad una razón suficiente para arriesgar su vida por él?, se preguntó con su incombustible espíritu práctico. ¿Desde cuándo se movía su alma por ese tipo de correspondencias? Ya no necesitaba a Allan, podía dejarlo allí. Si cargaba con él en su estado, ambos se convertirían en una presa fácil para el marciano. En ese instante, el artillero levantó la cabeza. A Reynolds le pareció que había logrado vencer su aturdimiento, al menos en parte, porque se las arregló para clavar su mirada en él y musitar su nombre.

—Reynolds, Reynolds…

El explorador se arrodilló a su lado.

—Aquí estoy, amigo —contestó, pasándole un brazo por el hombro para ayudarle a incorporarse.

—¿Dónde están todos? —inquirió Allan con un hilo de voz.

—Bueno, su marciano ya ha revisado el arrumaje de la bodega y ahora se ha marchado a inspeccionar otras partes del barco. Creo que quiere comprobar si es seguro navegar con nosotros —bromeó Reynolds, logrando que el artillero esbozara una débil sonrisa—. ¿Puede levantarse?

Allan asintió débilmente, pero al intentar incorporarse con la ayuda de Reynolds, su tobillo no pudo sostenerle y se desplomó de nuevo emitiendo un gemido de dolor.

—Maldita sea, creo que me lo he torcido. No sé si podré caminar, Reynolds… —anunció con voz ahogada—. ¿Qué demonios podemos hacer?

—No lo sé, Allan —reconoció el explorador, sentándose a su lado con gesto de derrota y apartando un poco la cabeza del indio con la punta del pie—. Si no puede caminar, quizá deberíamos quedarnos aquí y esperar… Este es un lugar tan bueno como cualquier otro. Tal vez los demás consigan cazar al monstruo. Y si regresa, tenemos munición de sobra —declaró, señalando las pistolas que el capitán y Foster tenían todavía enraizadas en sus manos.

—No, Reynolds. Vaya a ayudar a los demás —logró articular el artillero—, yo me las arreglaré. No es necesario que se quede aquí conmigo.

Sin embargo, antes de que el explorador pudiera contestarle, oyeron la voz de Kendricks en la distancia.

—¡Lo he encontrado, teniente! —gritó—. ¡Ese hijo del demonio se ha ocultado en la santabárbara!

—¡Tenga cuidado, Kendricks! —oyó advertir al teniente—. ¡No abra fuego allí dentro!

Reynolds y Allan oyeron a continuación varias descargas de mosquete.

—¡Por el amor de dios, Kendricks, le he dicho que…!

Una explosión interrumpió al teniente. Ambos la oyeron desde la bodega, y casi de inmediato sintieron cómo el barco se estremecía violentamente. La pila de cajas en la que estaban apoyados comenzó a temblar, y Reynolds se apresuró a empujar a Allan a un lado, rodando junto a él, antes de que varios cajones llenos de costillares de cordero se derrumbaran sobre el lugar que habían ocupado un momento antes.

—Maldito seas, Kendricks —se quejó Reynolds, incorporándose y levantando trabajosamente al artillero, quien se agarró a él sofocando el alarido de dolor que le provocó apoyarse en su castigado pie—. Vamos, Allan —le animó—. Tenemos que irnos. Ya no es tan buena idea quedarnos aquí. Apóyese en mí.

El eco de la explosión no se había extinguido aún cuando se oyó otra, seguida de un nuevo temblor, y Reynolds comprendió que las cajas de munición y los barriles de pólvora que se almacenaban en la santabárbara habían comenzado a estallar en cadena. Era cuestión de minutos que aquel crescendo de explosiones se volviera realmente peligroso e hiciera estallar el buque en mil pedazos. Tenían que abandonarlo lo antes posible, tal y como le había dicho a Allan. Consciente de ello, tiró del artillero en dirección a la trampilla por la que se accedía hacia la cubierta donde se alojaba la tripulación y los oficiales. Del angosto pasillo que conducía a la santabárbara emergía una enredadera de humo negruzco, que empezó a extenderse por la bodega, emborronándolo todo. Reynolds dio por muertos a los marineros que habían perseguido a la criatura e incluso se atrevió a darla por muerta también a ella, y sin tiempo que perder en oraciones por sus pobres almas si no quería acabar como ellos, apremió a Allan a ascender por la escala. Una vez lograron alcanzar la cubierta inferior, donde no había ningún marinero, el explorador trató de pensar qué hacer a continuación, aunque no tuvo tiempo de darle a Allan ninguna instrucción, pues enseguida volvió a sorprenderlos una explosión, esta vez mucho más poderosa que las anteriores. La sacudida levantó el entarimado de la cubierta por varios sitios, retorció unas cuantas vigas, y los lanzó a ellos por los aires, junto a un puñado de aperos y baúles. El explorador golpeó con fuerza contra una de las paredes y rebotó unos metros por el suelo, quedando tendido entre los escombros, medio atontado. Una bruma oscura empezó a apoderarse de su consciencia.

—Reynolds…

La voz de Allan lo sacó de su aturdimiento. Parpadeó varias veces, tosió y comprobó sorprendido que seguía vivo. Le dolían todos los huesos, pero parecía estar entero. Se incorporó un poco y buscó al artillero con la mirada, intentando localizarlo entre el denso humo que lo difuminaba todo. La explosión había arrancado algunas lámparas de aceite de sus ganchos, y aquí y allá habían brotado pequeñas hogueras que no tardarían en extenderse por todas partes, animadas por aquellos maderos a los que el frío del polo había despojado de cualquier vestigio de humedad. Pero antes de que sus ojos localizaran al artillero, Reynolds distinguió una silueta al fondo de la habitación, que se dirigía hacia la armería con un trotecillo sereno, como un condenado que de tanto visitar el infierno hubiese aprendido a moverse por él con familiaridad. Comprendió que se trataba de Griffin, aquel marinero extraño que según parecía no había seguido a los otros hasta la santabárbara, salvando así la vida, pero que ahora, en vez de abandonar el barco, como sería lógico, pretendía proveerse de armas, como si todavía no diera por perdida la batalla contra la criatura. Reynolds se encogió de hombros. Aquel loco podía hacer lo que quisiera con su vida, él no pensaba discutírselo.

—Reynolds… —volvió a gemir Allan desde algún rincón.

El explorador lo vislumbró entonces, atrapado bajo varios trozos de viga. Al parecer, seguía vivo, pero no lo estaría por mucho tiempo más si él no lo liberaba y lo ayudaba a abandonar el buque. Esta vez, para su propia sorpresa, Reynolds no consideró ni por un segundo la posibilidad de dejarlo allí. Sencillamente se levantó y, medio tambaleándose, corrió hacia él. Cuando llegó a su lado, reparó en que el sargento presentaba una herida en la frente, de la cual manaba profusamente la sangre. No había perdido del todo la conciencia, pero sus ojos, bajo el cabello apelmazado, brillaban temblorosos, como las llamas de un candelabro frente a una ventana abierta. Reynolds lo liberó de los maderos a duras penas, volvió a ponerlo en pie y lo remolcó hacia la escotilla más cercana. La escalada resultó exasperante. Cuando al fin lograron salir a la cubierta del Annawan, el frío del exterior se le antojó a Reynolds un bálsamo rejuvenecedor. Pero aún no estaban a salvo. Todavía seguían en el buque. Sin perder tiempo, intentó orientarse y localizar el costado junto al que se hallaba la rampa de hielo. Cuando lo encontró, condujo a Allan hacia allí a empujones, le pasó los brazos por la cintura y se arrojaron por la pendiente mientras a su espalda el barco se estremecía violentamente bajo una nueva explosión.

Una vez sobre la nieve, Reynolds levantó de nuevo a Allan y tiró de él hasta que se alejaron del Annawan a una distancia que juzgó prudencial. Se desplomaron exhaustos cerca de la jaula de los perros, que ladraban enloquecidos, y desde allí, tratando de recuperar el aliento, contemplaron fascinados, como si de algún tipo de exhibición se tratara, la lenta e inevitable destrucción del barco. Las explosiones se sucedían a intrigantes intervalos y, dependiendo de su intensidad, causaban rupturas en el casco del buque o se limitaban a mecerlo levemente sobre su pedestal de hielo, con un cuidado de nodriza. Entretanto, el fuego se extendía por los puentes, ávido e imparable. Imponentes llamaradas brotaron del castillo de proa, que enseguida se enroscaron como serpientes ígneas en la arboladura y en los mástiles, componiendo un espectáculo de turbadora belleza, que no dejó de serlo ni cuando contemplaron con espanto cómo algunos hombres se arrojaban desde la cubierta, muchos de ellos envueltos en llamas. Aquellos desdichados se habían escondido en algún lugar del buque huyendo del monstruo, y las explosiones no les habían permitido abandonarlo a tiempo. Afortunadamente, la mampara de la distancia evitaba que el crujido de huesos que debían de producir al estrellarse contra la nieve llegara a sus oídos. Reynolds contempló entonces cómo una densísima masa de humo, semejante a una nube de tormenta, se alzaba desde los puentes, a modo de siniestra obertura a la furiosa explosión que le siguió, lanzando en todas direcciones una colección de fragmentos de madera, hierro y miembros humanos. Reynolds se tendió boca abajo contra la nieve y se llevó las manos a la cabeza, mientras Allan seguía sentado a su lado, admirando el mortífero aguacero con la fascinación de un niño que disfruta de unos fuegos artificiales. Las colinas heladas repitieron y multiplicaron el atronador estrépito de tal manera que incluso el aire mismo pareció astillarse por mil sitios. Cuando el eco se extinguió, solo el bullicio de los perros, que ladraban y se revolvían en su jaula, impidió que les sobreviniera un silencio de ataúd.

Reynolds se incorporó con lentitud, comprobó aliviado que ningún fragmento había impactado en Allan, que continuaba sentado sobre la nieve como si estuviese en un picnic, y estudió la devastación que lo rodeaba sintiendo, pese a todo, una oleada de alegría al comprender que el marciano habría perecido en algún momento de aquella orgía de destrucción. Ya había acabado la pesadilla. Tras la última explosión, el buque había quedado reducido a una escombrera de maderos y hierros retorcidos de la que se levantaba un tirabuzón de humo, y la nieve exhibía un variado muestrario de cadáveres quemados y mutilados. Por pura casualidad, sus ojos se posaron en uno de ellos, que todavía ardía levemente, como una antorcha a punto de extinguirse, mientras se dejaba anegar de nuevo por la absurda e irrefrenable euforia de descubrirse vivo. Sabía que tan solo podría disfrutar de aquella vida escamoteada a la destrucción un puñado de horas más, antes de que el frío y el hambre se la arrebataran para siempre, pero eso no le impidió sonreír, forjar una amplia sonrisa para nadie en mitad de aquella inmensidad blanca, sencillamente porque todavía estaba vivo.

Fue entonces cuando el despojo que Reynolds observaba abstraído comenzó a moverse débilmente. El explorador lo contempló con curiosidad, preguntándose cómo era posible que alguien hubiera sobrevivido a aquella devastación. Pero de pronto, reparó en que la silueta que comenzaba a levantarse en la nieve era de un tamaño demasiado grande para ser un hombre. Sintiendo una mezcla de pánico e impotencia, vio erguirse al marciano, enorme, intacto, indestructible. Había sobrevivido a la explosión sin sufrir un solo rasguño, constató. Las llamas prendían en el pelaje de los hombros, pero eso no parecían afectarle. Una vez en pie, el monstruo olisqueó el aire, paseando una mirada a su alrededor, hasta que distinguió a Reynolds y a Allan a unos veinte metros, sentados en la nieve y vivos, insultantemente vivos. El marciano comenzó a avanzar en su dirección, cojeando sobre el hielo. Reynolds miró a Allan. El artillero también había visto al monstruo, y lo observaba caminar hacia ellos con una expresión desencajada, más allá del pavor.

—Que Dios se apiade de nuestras pobres almas —musitó.

Reynolds volvió de nuevo sus ojos hacia la criatura, que a ese paso no tardaría mucho en llegar hasta ellos. Pero calculó que disponía del tiempo suficiente para realizar un último intento de acabar con ella. Se levantó y, dejando a Allan allí, corrió hacia la jaula de los perros, que ladraban enloquecidos y embestían los barrotes. Destrozó el candado con la culata de su pistola, abrió la puerta y se echó a un lado, rezando porque los perros ladraran de furia y no de miedo. Sintió un infinito agradecimiento al ver que, una vez liberados, la docena de perros enfilaba hacia el marciano gruñendo. Aquella jugada del explorador sorprendió a la criatura, que detuvo su avance y observó cómo la jauría se acercaba a ella. El perro que la encabezaba se abalanzó sobre el marciano de un salto, mostrando toda la rabia que había ido fermentando en ellos desde que el falso Carson subiera al barco. Sin apenas esfuerzo, de un veloz zarpazo, el marciano lo partió en dos en el aire. Sin embargo, eso no amedrentó al resto de sus compañeros. Afortunadamente, la posibilidad de que pudiesen correr la misma suerte que su predecesor no atravesó por sus insignificantes cerebros, y si lo hizo, no debió de importarles, pues saltaron sobre el monstruo con la misma fiereza primordial, como valientes soldados acatando su destino, quizá porque eran incapaces de sustraerse a aquel gesto póstumo de lealtad hacia el hombre, o tal vez porque estaban demasiado acostumbrados a sus amos como para querer cambiar de dueños. Reynolds observó cómo se asían al cuerpo del monstruo con sus poderosas mandíbulas, pero a este le bastaron apenas unos segundos para arrancárselos y arrojarlos lejos o decapitarlos a zarpazos, por lo que el explorador comprendió enseguida que el voluntarioso ataque de los perros no iba a tener más consecuencia que la de entretener al marciano unos pocos minutos. Resignado a seguir huyendo, corrió hacia el artillero y volvió a levantarlo. Echó a correr en la dirección opuesta prácticamente arrastrando a Allan, oyendo a su espalda los gemidos de los perros que iban siendo minuciosamente destripados. Un par de ellos incluso pasaron volando sobre sus cabezas, reducidos a jirones sanguinolentos, y cayeron en la nieve con un golpe sordo.

De repente, Reynolds sintió que no tenía más fuerzas para seguir corriendo, y se detuvo, extenuado. Sin el sostén de sus manos, Allan se dejó resbalar hacia el suelo, y desde allí, arrodillado, lo miró con una mueca de cansancio. ¿Realmente merecía la pena seguir huyendo?, parecía decirle. ¿Acaso no era mejor rendirse, dejarse matar de una vez por la criatura y descansar en paz? Reynolds observó la infinita extensión de hielo que tenían delante y que tan claustrofóbica había llegado a resultarle, y comprendió que no tenía ningún sentido continuar corriendo, salvo para alargar aquella agonía. Aquel monstruo en apariencia invencible acabaría por alcanzarlos tarde o temprano, y los mataría como había hecho con el resto de los miembros de aquella expedición maldita. Tragó aire y, resignado, se volvió hacia el marciano, que caminaba hacia ellos pausadamente por la nieve, con un par de perros muertos prendidos por las mandíbulas a su cuerpo, como adornos macabros. Reynolds tomó la pistola del cinto, la contempló durante unos segundos, sopesando la posibilidad de usarla una última vez, y al final la arrojó sobre la nieve. Ya no eran necesarios gestos heroicos ni desesperados, pues nadie estaba mirando. Aquella función se había desarrollado desde el primer acto sin espectadores, en la intimidad de un pedazo de hielo olvidado.

El monstruo se detuvo a unos diez o doce metros de ellos, los contempló con la cabeza ladeada y lanzó algo parecido a un chillido animal. Ahora que no se servía de las cuerdas vocales de ningún hombre, su voz sonó como realmente era, una especie de graznido, como un cuervo con modales intentando hablar. Reynolds no pudo entenderlo, naturalmente, pero el tono se le antojó triunfal, se preparó para morir despedazado. Agachó la cabeza y dejó caer los brazos, en señal de rendición, de simple agotamiento o incluso de desinterés por su destino. Su mirada se posó entonces en la pistola que tan alegremente había despreciado unos segundos antes, y una idea cuajó en su mente. ¿Por qué entregarse a una muerte lenta y espantosa en manos de aquel ser, cuando podía ocuparse de eso él mismo? Un tiro en la sien, y todo acabaría de una manera rápida y limpia. Sería un final mucho más misericordioso que el que sin duda iba a ofrecerle el marciano. Contempló a Allan, quien se había tendido en el suelo, con la mejilla contra el hielo y la mirada extraviada en horizontes que solo él podía ver. El monstruo, entretanto, seguía acercándose hacia ellos con la lentitud de una araña que disfruta saboreando el miedo de su presa. Aún así, Reynolds dudó que le diera tiempo a disparar a Allan, sacar el frasco de pólvora y la baqueta, cargar de nuevo la pistola, y propinarse luego un tiro en la cabeza antes de que lo alcanzara. No, solo tendría tiempo de matarse él. De todos modos, el artillero parecía haber encontrado refugio en algún lugar más allá de la conciencia o de la cordura, y deseó con todas sus fuerzas que su amigo pudiera permanecer allí escondido hasta el último momento, para sortear de alguna forma el tormento con el que iba a terminar su vida.

—Lo siento, Allan —susurró, mientras se apresuraba a recoger su arma y la amartillaba—. Creo que ni siquiera al final voy a alcanzar la grandeza que tanto soñé.

Pero eso ya no importaba. Un acto heroico y desinteresado en el último segundo de su vida tampoco habría supuesto ninguna diferencia. Se apuntó a la sien con el arma, mientras acariciaba el gatillo con suavidad, casi con afecto. Contempló entonces al marciano que, como si hubiera comprendido que Reynolds pretendía desbaratarle la diversión, apresuró su marcha al tiempo que desplegaba amenazadoramente sus zarpas. Y sonrió. No iba a llegar a tiempo, por mucho que corriera, se dijo, percibiendo un tufo a carroña y crisantemos. El olor de la criatura. Un olor que también desaparecía cuando se transformaba en humano.

—Te veré en el infierno, hija de perra —susurró, preparado para apretar el gatillo y derramar todos sus sueños sobre la nieve.

Pero de repente, para sorpresa de todos, incluido él mismo, el marciano se detuvo, alzó su aberrante cabeza al cielo y profirió un terrible quejido, un segundo antes de que la punta de un arpón le brotara violentamente del pecho. El marciano la contempló tan confundido como Reynolds. La aferró con sus zarpas, y el explorador, bajando desconcertado la pistola, lo observó pugnar en vano por arrancársela, retorciéndose de dolor, mientras sus rasgos volvían a diluirse. Y entonces fue Wallace quien intentó liberarse del arpón, y luego Shepard, y luego el joven artillero, por mucho que el verdadero Allan siguiese tumbado a su lado. La apariencia del marinero Carson, que aullaba con la boca retorcida y los ojos muy abiertos, puso fin a aquel carrusel de transformaciones, a aquel rosario de cuerpos atormentados por el dolor. Fue entonces cuando Reynolds reparó en que quien había lanzado el arpón también se había tomado la molestia de atarle un par de cartuchos de dinamita. Sin perder un segundo, se echó sobre Allan, protegiéndolo con su cuerpo. Al instante siguiente, se oyó un bramido atronador, y el marciano estalló en mil pedazos que volaron en todas direcciones. Cuando el silencio volvió a enraizar en aquel pedazo de hielo, Reynolds se atrevió a alzar el rostro, medio atontado y con los oídos taponados. Y a través del humo de la explosión, que empezaba a disiparse, distinguió recortada contra el crepúsculo austral la impasible silueta del marinero llamado Griffin.