Reynolds paseó una atenta mirada por su diminuto camarote, como un director teatral estudiando el escenario que ha mandado disponer. Había desalojado el armario que le servía de despensa, teniendo especial cuidado en que el artillero no reparase en las dos o tres botellas sin abrir que todavía conservaba, y ahora Allan se encontraba escondido en su estrecho interior, como un muerto dentro de un ataúd que un sepulturero hubiese apoyado contra un muro mientras cavaba la fosa, pero empuñando una pistola en su mano de poeta. Sobre la mesita que ocupaba el centro del cubículo, Reynolds había colocado una de las botellas de brandy junto a dos vasos y, como una pincelada tenebrosa que trastornaba la cotidiana estampa, había situado la pistola, que acababa de cebar de pólvora, a la derecha del conjunto. Había preferido ponerla allí, a la vista, en vez de llevarla escondida en el bolsillo, donde guardaba la baqueta y los cartuchos, pues pensaba que así levantaría menos sospechas, ya que desde que se instaurara la situación de asedio, todo el mundo iba armado de aquí para allá. A un lado de la mesa, había una silla, y frente a ella se encontraba el sillón que había viajado con él desde su otra vida, cómodo y protector. Solo faltaba uno de los actores que, si su teoría era correcta, vendría disfrazado.
Nervioso, el explorador se toqueteó el vendaje de la mano izquierda, intentando serenarse. Carson estaba a punto de llegar y él todavía no había decidido cómo empezar la entrevista. ¿Qué saludo era el más apropiado según las leyes de la cortesía para recibir a un ser de otro mundo? Allan y él habían estado discutiendo momentos antes sobre el modo de enfrentar la conversación, y aunque tenían pareceres distintos al respecto, habían logrado ponerse de acuerdo. En principio, el abordaje directo del asunto había quedado descartado en favor de un comienzo más sutil. Con cuatro o cinco comentarios rutinarios, Reynolds debía propiciar un ambiente relajado, y luego, cuando el otro bajara la guardia, lanzarle una andanada de preguntas malintencionadas que lo pusieran contra las cuerdas, obligándole a arrebatarse la máscara con su propia mano. Sí, eso habían convenido. Nada de preguntas directas. Primero había que lograr que el monstruo se sintiera tranquilo y confiado evitando cualquier tono de amenaza, para llegado el momento demostrarle que había sido descubierto y que, aun así, se le estaba ofreciendo la oportunidad de dialogar. A decir verdad, aquella cautela extrema, que había sido idea de Allan, no satisfacía plenamente a Reynolds, pues no se veía deshaciéndose en sutilezas mientras la criatura lo estudiaba a través de los ojos de Carson. El explorador había sugerido entrar rápidamente en materia, pero Allan objetó que el marciano tal vez reaccionaría violentamente en el momento en que se sintiera acosado. Su desenmascaramiento debía ser, por tanto, lo más elegante y delicado posible, casi una obra maestra de la manipulación, con el fin de demostrarle a aquella criatura «la fina sagacidad de la especie humana», había concluido el poeta de forma algo grandilocuente. Después procedió a introducirse en la despensa con la dignidad de un faraón que prueba un sarcófago nuevo, y dejando a Reynolds igual de confuso que antes, o incluso más, sobre la estrategia a seguir. Lo único que el explorador tenía claro era que, en algún momento de aquella conversación, él y la criatura tendrían que enseñar sus cartas. Y la pregunta que lo atormentaba era: ¿Cómo reaccionaría el marciano cuando se supiera descubierto? ¿Le atacaría o se mostraría dispuesto a dialogar con él? Entonces fue consciente de que, de su manejo de la entrevista dependían muchas cosas: por lo pronto su propia vida y todas las que bullían dentro de aquel buque, pero también el lugar que su nombre ocuparía en la Historia, e incluso la propia Historia.
Recolocó por enésima vez las copas sobre la mesa y miró el reloj, preguntándose si Allan oiría los encabritados latidos de su corazón desde la alacena. Aquella mezcla de pavor y excitación que lo embargaba era lógica: estaba a punto de conversar con una criatura del espacio. Al hablar con Carson en la cubierta no había sido del todo consciente del inmenso significado de aquel encuentro. Todo había sucedido demasiado rápido. Podía decirse que Reynolds había actuado por intuición, movido por la sospecha que apenas había esbozado su mente y que ni siquiera había tenido tiempo de asimilar. Pero ahora ya no se trataba de una sospecha: lo que en breves segundos llamaría a su puerta era, casi con toda probabilidad, un ser de otro planeta. Y aquel ser, tan distinto a él, tan ajeno al hombre, se sentaría allí, en una de sus vulgares sillas terráqueas, oculto bajo un caparazón con forma humana, e intentaría mantener una conversación con él sin delatar su verdadera naturaleza, tal vez analizando sus reacciones con la misma atención con que el explorador estudiaría las suyas. Fueran cuales fuesen sus oscuros propósitos, en aquel camarote se produciría un acto de comunicación entre dos especies diferentes. Dos inteligencias surgidas en dos planetas distintos del espacio se entenderían, mantendrían un diálogo, realizarían un pequeño milagro de espaldas al mundo. Y al ser consciente de ello, Reynolds sintió un vértigo extraño. Recordó entonces el oscuro destello que había visto en los pequeños y vulgares ojos de Carson cuando los perros empezaron a ladrar, y se preguntó si, ahora que iba a tener aquellos ojos frente a él, expuestos a su escrutinio durante mucho más tiempo, su verdadero dueño sería capaz de ocultar la memoria de lo que habían visto. Si aquel ser venía de las estrellas y había surcado el espacio rumbo a la Tierra en un artefacto volador, habría visto bandadas de meteoritos, cometas de cabelleras de fuego y todo cuanto el Creador había tenido a bien disponer más allá de la vista del hombre. Habría visto, en fin, cosas que él no creería, que ni siquiera podría soñar. Y eso no podía esconderse, se dijo. ¿O sí?
En ese instante, alguien llamó suavemente a la puerta del camarote. Reynolds se sobresaltó. Cuando se recuperó del susto, dedicó una mirada significativa a la alacena, pues sabía que Allan podía verlo a través de la celosía de la puerta. Asintió levemente, como si con aquel gesto quisiera indicar al mundo que empezaba el espectáculo. A continuación, se dirigió a la puerta de su camarote intentando que no le temblaran las rodillas y abrió. Carson pasó al interior, saludándole con timidez al tiempo que desliaba la pañoleta que le envolvía el rostro y se deshacía de los mitones. Y como le había ocurrido en la cubierta, a Reynolds le sorprendió de nuevo su manera de andar: si se miraba con atención resultaba antinatural. El marinero se movía con cierta torpeza que se esforzaba en disimular, como si llevase los zapatos cambiados de pie. Intentando no dejarse llevar por el pánico que le invadió al pensar que aquel hombre bajito y feo tal vez no era un hombre sino un monstruo del espacio capaz de destrozarlo en un segundo, Reynolds le ofreció la silla y se sentó con rapidez en su sillón, sintiéndose enseguida protegido en aquella especie de crisálida de madera y piel. Una vez sentados, Reynolds sirvió dos copas de brandy con la mayor serenidad de la que fue capaz. El marinero lo miraba hacer en silencio, con expresión neutra, casi indiferente. El explorador nunca había visto un rostro que se le antojara más incapacitado que aquel para acoger un sentimiento, cualquiera que fuese. Parecía haber sido modelado con absoluta desgana por la mano de un Creador cansado de inventar hombres. Cuando hubo llenado los vasos, tomó el suyo e hizo un veloz brindis en el aire, como si probara un florete, antes de bebérselo de un trago. No había podido evitar aprovechar aquel paso de la pantomima para templarse los nervios. Carson lo observó impasible, sin decidirse a coger el vaso que tenía delante.
—Pruébelo sin miedo, Carson —le animó Reynolds procurando que la voz no le temblara—. Ya verá como no le he mentido. Es un brandy excelente.
El marinero cogió la copa con un gesto excesivamente cuidadoso, como si temiera destrozar el cristal si apretaba demasiado, y se la llevó a los labios para propinarle un trago brevísimo. Compuso luego una esforzada mueca de placer que alteró el mohín bovino que llevaba zurcido al rostro cuando no tenía nada que expresar. Después volvió a colocar el vaso en la mesa, como si con aquel sorbo de pajarillo pensara que ya había cumplido con las normas de cortesía que se esperaban de él.
—Supongo que todavía no habrá podido olvidar lo que vio. Debió de ser una escena atroz —comentó Reynolds, intentando recordar si había visto beber en alguna ocasión al verdadero Carson, no fuera a encontrarse realmente ante el único miembro abstemio de la tripulación y estuviera sacando conclusiones precipitadas—. Aunque he de confesarle que su descripción de la criatura no nos ha ayudado demasiado a comprender contra qué estamos luchando.
Tras decir aquello, a Reynolds le pareció atisbar de nuevo aquel centelleo extraño cruzando la mirada de Carson, y no pudo evitar separarse ligeramente de la mesa al imaginar a la criatura observándolo con suspicacia desde el interior del marinero.
—Lo siento, señor, pero todo sucedió muy rápido… —contestó Carson al fin, como si de repente hubiese reparado en que Reynolds esperaba una respuesta.
—No se disculpe, Carson, no se disculpe. Es normal que no le apetezca hablar sobre el asunto. Supongo que está asustado… —El explorador lo tranquilizó con un gesto de la mano. Luego lo contempló con fijeza—. ¿Estoy en lo cierto? ¿Está usted asustado… Carson?
Pronunció su nombre con un matiz irónico, preguntándose si a Allan aquello le habría parecido sutil, o simplemente burdo.
—Supongo que sí, señor —contestó el marinero.
—Claro, claro… todos lo estamos —continuó el explorador, ensanchando un poco más su sonrisa—. No tiene que avergonzarse por ello. Pero debe comprender que una descripción más detallada de la criatura nos sería de gran utilidad. Piense que quizá él nos vea a nosotros tan espantosos o peligrosos como nosotros lo vemos a él, e incluso más. Y si tengo interés en saber todo lo posible sobre el monstruo es únicamente para conocerlo mejor e intentar comunicarme con él —dijo, dedicándole una mirada penetrante—. Estoy convencido de que podríamos llegar a entendernos. ¿Comprende lo que quiero decirle… Carson?
—Creo que sí, pero me temo que no puedo ayudarle —se disculpó el marinero—. No recuerdo nada de lo que vi. Solo recuerdo mis propios gritos. Pero, en mi humilde opinión, a mí no me pareció que estuviera asustado cuando despedazó al doctor, por lo menos no más asustado que yo… señor.
Reynolds se obligó a asentir. Aquella parecía la respuesta lógica de un hombre cabal. A no ser, naturalmente, que uno tuviera la seguridad de que aquel hombre tan cabal se encontraba en realidad despanzurrado muy lejos de allí. Con aquella información, la sensata respuesta podría interpretarse de muchas otras maneras…
—Así que la criatura no le pareció asustada —continuó Reynolds, esforzándose en perfilar su sonrisa más deslumbrante—. Ese es un juicio muy arriesgado por su parte, ¿no le parece, Carson? En realidad, ¿quién podría conocer los sentimientos de una criatura tan ajena a nosotros? Solo ella misma. Nosotros solo podríamos descubrir cómo se siente si se lo preguntáramos directamente, ¿no cree?
—Puede ser, señor —admitió el marinero, algo intimidado por las palabras de Reynolds.
—Por ejemplo, usted y yo somos humanos y por eso reconocemos nuestras expresiones. Usted me ve sonreír y comprende que estoy feliz.
—Me alegro mucho por usted, señor —respondió Carson, visiblemente confuso.
—No, no… No quiero decir que ahora mismo esté feliz —le explicó Reynolds—, sino que si lo estuviera, usted lo reconocería sin problemas, porque ambos compartimos el mismo código de gestos, al igual que yo podría leer en su rostro como en un libro, y ponerle nombre a cualquier emoción que reflejara. Como el miedo, por ejemplo, o la desesperación, emociones que yo también conozco y que incluso he experimentado en algunos momentos de mi vida… ¿Me sigue?
—Creo que sí, señor —respondió el marinero con el rostro cepillado de toda expresión.
—Bien. Pero ahora piense una cosa —pidió Reynolds—. Esa criatura debe de ser tan diferente de nosotros y nosotros tan distintos a ella que probablemente no estemos sino enviándonos mensajes equivocados. Nuestros mutuos intentos de comunicación, en caso de haber existido, habrían pasado del todo desapercibidos, como si alguien enarbolara una bandera blanca ante un ejército de ciegos.
Carson guardó silencio.
—¿Qué opina de todo esto? —tuvo que preguntarle Reynolds.
El marinero lo contempló con cierta sorpresa.
—Que solo un ejército de idiotas se rendiría ante un ejército de ciegos, señor —contestó al fin.
Reynolds lo observó durante unos segundos en silencio.
—Sí, eso sería lo más probable si esto no fuera una metáfora, Carson. Lo que quería explicarle es que su propuesta de paz no podría llegar jamás a los otros —dijo—. ¿Lo entiende ahora?
Carson no dio la menor muestra de entenderlo.
—Bueno. Olvide ese ejemplo —dijo Reynolds, visiblemente desesperado—. Hay otra cosa que me preocupa, Carson, y es que no hayamos encontrado en el casco del buque ningún orificio de salida ni de entrada… ¿No le inquieta eso a usted? La criatura podría estar todavía entre nosotros.
Al oír eso, Carson compuso una mueca de terror que a Reynolds se le antojó un tanto exagerada.
—Dios no lo quiera, señor —respondió el marinero, estremecido—. Porque si así fuera, no le quepa duda de que moriríamos todos.
Ante aquella respuesta Reynolds sintió un escalofrío. Por todos los santos, se dijo, definitivamente aquello sonaba a amenaza. ¿Le estaba advirtiendo la criatura de su poder? ¿Le estaba invitando a dejar las cosas como estaban, a no alterar la aparente calma que embargaba el buque avisándole de lo peligrosa que era? Reynolds trató de serenarse. No podía permitir que el pánico le nublara el entendimiento. No ahora, cuando resultaba imprescindible que mantuviera la sangre fría si quería llevar a buen puerto aquella conversación. Lanzó una mirada furtiva hacia la alacena, preguntándose cuál sería la opinión de Allan sobre las palabras de Carson. En aquel momento habría dado cualquier cosa por conocerla.
—Tal vez tenga razón. Pero lo que ahora me preocupa es averiguar cómo logró entrar en el barco —prosiguió en tono divagatorio, sorteando como pudo la presunta amenaza—. ¿Qué piensa usted, Carson?
—No lo sé, señor.
—¿No tiene ninguna teoría al respecto? No le creo. Usted estuvo a punto de morir en sus manos en la enfermería. Y su aspecto le aterrorizó de tal modo que le dejó durante casi un día en estado de shock. Estoy convencido de que ve a esa criatura cada vez que cierra los ojos, ¿me equivoco?
—No, señor, no se equivoca —reconoció el marinero con amargura.
—Bien. Entonces seguro que ha estado preguntándose con el mismo desconcierto que yo cómo entró en el barco. ¿A qué conclusión ha llegado?
—Me temo que no he llegado a ninguna conclusión, señor —respondió con una sonrisita azorada.
La actitud del marinero hizo que Reynolds volviera a vacilar. ¿Estaba la criatura burlándose de él o inconscientemente estaba aplicando a las respuestas de aquel hombrecillo un barniz siniestro que no tenían? No lo sabía. Lo único que sabía era que por ese camino no iba a llegar a ningún sitio. No tenía sentido seguir dando rodeos. Había llegado el momento de dar un paso en otra dirección, de tomar una senda más peligrosa. Dedicó una rápida mirada al armario, esperando que Allan supiera interpretarla.
—Yo sí tengo una teoría, en cambio. ¿Le interesa conocerla? —le preguntó mientras sonreía apretando los dientes, como si sostuviera una pipa invisible.
Carson se encogió de hombros, mostrando su cansancio ante aquella entrevista. El explorador carraspeó.
—Creo que entró en el barco subiendo por la rampa de hielo, como cualquiera de nosotros.
—¿Y los centinelas? —se extrañó el marinero—. Ninguno lo vio subir, ¿no es cierto?
Reynolds le dedicó una sonrisa de divertida piedad.
—¿Sabe que hace un par de horas me ha sucedido algo muy curioso? —dijo, ignorando su pregunta y acercando su mano con disimulo a la pistola que descansaba sobre la mesa—. Salí a dar un paseo por la nieve, y tropecé con un cadáver.
Hizo una pausa para contemplar largamente a su interlocutor, que le sostuvo la mirada. El marinero no sonreía, y cuando no lo animaba ninguna emoción, su rostro lucía su perenne expresión estúpida. Sin embargo, a Reynolds le volvió a parecer que algo rebullía en sus ojos, muy adentro, alerta e intranquilo.
—¿Adivina de quién? —le preguntó.
El marinero lo contempló con cierta reserva.
—No.
—De Carson —desveló Reynolds, lanzándole una mirada desafiante. Dejó que su revelación flotara entre ellos unos segundos, antes de añadir—: Creí que me había seguido al verme bajar del barco, con la mala fortuna de tropezarse con el monstruo de las estrellas. Pero al regresar lo encontré aquí. Y ahora le tengo delante, evidentemente vivo, aunque hace un rato le he visto muerto en la nieve, con el pecho abierto de par en par. ¿Qué conclusión puede sacar de eso?
Carson acentuó su perenne expresión de estupor.
—Pensaría que se equivoca, señor, puesto que yo estoy aquí —respondió, desorientado—. Quizá se tropezó con otro marinero y me confundió con él.
—Mmm… podría ser —concedió Reynolds—, pero no falta nadie más en el barco. Lo he comprobado. Además, yo sé lo que vi. El cadáver que encontré en la nieve tenía sus mismos rasgos, los rasgos del marinero Harry Carson. —Hizo una pausa para endurecer la voz, mientras sentía cómo el corazón le latía con tanta vehemencia que parecía capaz de agujerearle el pecho—. Ahora imagine por un momento que no tengo la menor duda al respecto. ¿A qué conclusión cree que habré llegado? Yo se lo diré: creo que al pobre Carson lo mataron en la primera exploración, que el monstruo adoptó su forma y que de esa manera se infiltró en el barco. Por eso no hay ningún agujero en el casco. Y por eso pudo matar al cirujano y luego desaparecer, sin dejar el menor rastro.
El marinero lo contempló impasible durante unos instantes. De pronto, estalló en una tremenda carcajada. Reynolds lo observó realizar su pantomima con mirada severa.
—Perdone, señor, pero es la cosa más disparatada que he oído nunca —dijo Carson cuando dejó de reír. Luego sacudió la cabeza lentamente, y le contempló con repentina curiosidad—. ¿Qué opina de todo esto el capitán MacReady?
Reynolds no respondió.
—Oh, comprendo. No se ha atrevido a contárselo… —dedujo el marinero esbozando una expresión de desconsuelo que al explorador le resultó grotesca—. Me hago cargo, señor. Debe de ser complicado encontrar a alguien que dé crédito a tremendo despropósito. Eso quiere decir que solo lo sabe usted, ¿verdad? Únicamente usted. Y ahora yo, claro.
Reynolds sintió cómo se le tensaba cada músculo del cuerpo. Lanzó una nueva mirada a la alacena, preguntándose si el artillero se habría tensado también allí dentro, preparado para salir en cuanto el marciano confirmara aquella amenaza. Un sudor helado comenzó a resbalar por su frente y a bajarle después por las sienes. Se lo enjugó con pulso tembloroso, mientras Carson lo observaba inexpresivo, con la mirada inocente de las almas simples. Si en aquellos momentos alguien tuviese que juzgar la culpabilidad de ambos por su aspecto, pensó Reynolds, sin duda sería él quien resultaría condenado. Lanzó un suspiro de irritación, y decidió que había llegado el momento de terminar con aquella farsa, dirigiéndose directamente al monstruo.
—Me decepciona, sea lo que sea —dijo, subrayando su disgusto, al tiempo que intentaba que su voz sonara templada—. ¿Acaso no se da cuenta de que le estoy ofreciendo la posibilidad de que hablemos antes de descubrirle? —Carson continuó contemplándolo en silencio—. No somos una raza inferior. ¡Podemos comunicarnos de igual a igual! —exclamó Reynolds, pero el marinero no dio la menor muestra de interesarse por la oferta del explorador, quien lanzó un bufido de resignación—. Deduzco por su comportamiento que no piensa lo mismo. Lo lamento de verdad. Sinceramente, creo que podríamos aprender mucho el uno del otro, nuestra raza de la suya y viceversa.
Carson emitió una risita desagradable, como si considerase que la raza humana no tenía nada que enseñarle. Aunque también podía interpretarse como la desesperada carcajada de un marinero que no sabe cómo reaccionar ante los delirios de un superior. Cuando dejó de reír, volvió a mirarlo con expresión estúpida. El explorador se reclinó en su sillón y lo contempló en silencio durante un largo instante, considerando cómo continuar la charla. Era evidente que no había sabido conducir la conversación con el ingenio y la perspicacia que había prometido a Allan, al que imaginaba sacudiendo la cabeza con disgusto dentro de la alacena. Sin saber muy bien cómo, la entrevista se le había ido de las manos, y ahora se hallaba estancada. ¿Cómo debía continuarla? ¿Debía seguir provocando al marciano hasta que consintiera en desenmascararse para dejar así de escucharlo? Pero ¿y si Carson se levantaba, abandonaba el camarote e iba a quejarse al capitán? Reynolds no tenía la menor duda de que MacReady vería entonces la oportunidad perfecta para acusarlo de alborotador o de cualquier otra cosa y encerrarlo en la bodega. Dedicó al armario una mirada de súplica. ¿Qué más podía hacer, por el amor de Dios? Clavó los codos en la mesa y la vista en Carson.
—Tal vez le sorprenda, pero nuestra especie es mucho más inteligente de lo que cree —dijo, un tanto a la desesperada—. Y le aseguro que mis intenciones son del todo honorables y pacíficas. Tan solo deseo comunicarme con usted, llegar a un entendimiento. Pero si continúa con esa actitud, no me dejará otra alternativa que descubrirle.
—Señor, yo…
—¡Deje de fingirse Carson, maldita sea!
El marinero suspiró y se reclinó en su silla. Reynolds sacudió la cabeza, entre decepcionado y asqueado por su obstinación.
—Y se equivoca si piensa que soy el único que conoce su secreto. He tenido la precaución de cubrirme las espaldas antes de revelarle mi descubrimiento. Así que si me ocurre algo a mí, alguien dará la voz de alarma, y le aseguro que ya no tendrá lugar ni cuerpo donde esconderse en este barco. Le superamos en número, y conociendo su secreto, no tardarán demasiado en acorralarlo. Y entonces ya no estaré yo para ofrecerme a dialogar con usted. Le acribillarán a tiros, no le quepa duda. Y aunque he visto lo que es capaz de hacer con un oso polar, me temo que no podrá matar a toda la tripulación antes de que acaben con usted —dijo, sintiéndose ridículo al soltar todo aquello al hombrecillo que tenía delante.
—¡Oh, claro que no podría, señor! —exclamó el marinero sacudiendo la cabeza, preso de la desesperación. Luego, en un murmuro, añadió—: Solo el monstruo de las estrellas podría hacer eso…
—¿Me está amenazando otra vez, Carson? —dijo Reynolds con más rabia que miedo—. El monstruo, claro. El monstruo podría hacerlo. Pero usted no, porque es un simple marinero, ¿verdad? —Lo miró fijamente—. Un simple marinero que llegó con un pie tan congelado que el doctor Walker recomendó su amputación, y que ahora anda por ahí como si se hubiese recuperado milagrosamente. ¿Cree usted que un simple marinero podría curarse así?
—Es evidente que el doctor Walker, que en paz descanse, se equivocó en su diagnóstico —dijo Carson, encogiéndose de hombros.
—Lo dudo mucho. El doctor Walker no era ningún advenedizo. Llevaba años ejerciendo.
—Pero todos los hombres se equivocan, señor —dijo el marinero, sonriendo tímidamente—. Y el doctor Walker era tan humano como usted y yo. Tan erróneo, frágil y mortal como todos los humanos.
Reynolds volvió a guardar silencio, enojado y exhausto. Era evidente que sus palabras, ya fuesen amistosas o provocadoras, resultaban inútiles. Quizá su destino no fuese alcanzar la gloria, sino continuar con aquella conversación hasta que llegara el deshielo, o tal vez hasta el día del Juicio Final. Pero no creía que la criatura dispusiera de tanta paciencia. De hecho, más bien parecía un gato jugando con un ratón, a la espera del momento en que el aburrimiento le conminara a devorarlo. Y Reynolds comprendió que, a esas alturas, ya solo le quedaba una cosa por hacer, aunque eso lo cambiaría todo definitivamente: abortaría aquel diálogo entre distintas especies interplanetarias que tanto había ansiado, un anhelo que ahora, a la luz de los acontecimientos, le parecía tan absurdo como infantil. Un ser que tuviese intenciones de dialogar no habría aprovechado su oferta, se dijo. Tuvo que reconocer en su fuero interno que MacReady tenía razón, después de todo: ante un ser que ya había dado sobradas muestras de un comportamiento hostil, lo más inteligente era dispararle en cuanto se pusiera a tiro. Sin embargo, Reynolds acababa de arruinar aquella opción, poniendo a la criatura sobre aviso con su empeño de sentarse a departir amigablemente con ella. El resultado hablaba por sí solo: se encontraba en su camarote, frente al monstruo, con todas sus cartas descubiertas sobre la mesa, desesperado, humillado, aterrorizado y plenamente consciente de haber manejado toda aquella situación como un idiota presuntuoso. Posó los ojos en la alacena una última vez, esperando que Allan comprendiera que había llegado el breve y único momento de gloria al que podrían aspirar, y rezando porque el artillero estuviera a la altura de las circunstancias.
Contempló a la criatura con una mueca de franca decepción. Le hubiese gustado hablar con ella, descubrir para qué había llegado a la Tierra, saber de dónde venía. Desgraciadamente, tendría que conformarse con dispararle. Con un movimiento rápido, tomó la pistola y apuntó al hombrecillo entre las cejas. Sin embargo, no apretó el gatillo. Permaneció con el brazo extendido, observando al marinero con frialdad.
—Lamento que no quiera dialogar, porque entonces solo me deja un camino.
—¿Va a dispararme? —le preguntó Carson, más que estupefacto—. ¿Va a disparar a uno de sus marineros? Le condenarán, le someterán a un consejo de guerra, le…
—Le agradezco su preocupación, Carson, pero estoy seguro de que en cuanto le dispare cambiará de forma, por lo que todos podrán comprobar que he matado al monstruo de las estrellas —respondió Reynolds aparentando una calma que no sentía—. Le he dado la oportunidad de resolver esto civilizadamente, pero la ha rechazado. Contaré hasta tres y apretaré el gatillo. Ese es el tiempo de que dispone por si quiere cambiar de opinión.
Carson lo contempló con el rostro desencajado por el terror.
—Uno —dijo Reynolds.
El marinero se removió en su silla, presa de la desesperación, y enseguida rompió a llorar desconsolado, al tiempo que juntaba sus manos en actitud de súplica.
—¡Señor, no dispare, se lo ruego…! Está equivocado, el cadáver que encontró en la nieve no puede ser el mío. ¡Por el amor de Dios, va a cometer una locura…! —gimoteó, mientras un torrente de lágrimas resbalaba por sus mejillas, para introducirse en la grotesca caverna de su boca.
Una duda terrible cruzó el alma de Reynolds, que tuvo que esforzarse para que el brazo que sostenía la pistola no le temblara. En el nombre de Dios, ¿qué estaba a punto de hacer? ¿Pensaba matar al marinero a sangre fría? ¿Y si se había equivocado y el cadáver de la nieve no era el de Carson? En ese caso, ¡dispararía contra un hombre inocente! ¡Pero él estaba seguro de que se trataba de Carson! Y el marinero que gemía ante él no podía serlo también. No, estaba ante el marciano. Aquella era la explicación más sencilla, y Allan le había dicho que la explicación más sencilla, por descabellada que resultara… Sin embargo, todo aquello se sustentaba en la certeza de que el cadáver de la nieve era el de Carson, y no era una certeza completa. ¿O sí?
—Por favor, señor, se lo suplico… —sollozaba el marinero.
—Dos —añadió Reynolds, intentando que su terrible lucha interna no se trasluciera en su voz.
El marinero enterró la cabeza entre los hombros en actitud de rendición, mientras los sollozos sacudían todo su cuerpo. Reynolds le observó durante unos segundos, temblando a su vez, preso de la indecisión. Soltó la pistola sobre la mesa, atormentado por las dudas. No podía matarle sin estar del todo seguro. Simplemente no podía. Él no era ningún asesino. O al menos era incapaz de matar a sangre fría a alguien que quizá fuera inocente, a alguien que no le había hecho ningún daño ni suponía un obstáculo para sus fines, como lo había sido Symmes.
—Tres.
Al principio, Reynolds no supo de dónde había surgido aquella voz que había terminado la cuenta. Lanzó una mirada desconcertada hacia la alacena, pensando que habría sido Allan animándolo a disparar de una vez, a confiar en sí mismo, a dar por válido lo que creía haber visto en el hielo, pero la puerta del armario permanecía cerrada. Entonces volvió la cabeza hacia el marinero. Y el corazón se le detuvo en el pecho al descubrir que Carson lo observaba fijamente, sin rastro de llanto y con una perversa sonrisa invistiendo de maldad su rostro. Reynolds estiró la mano hacia la pistola, pero antes de que pudiera alcanzarla, el marinero abrió la boca de un modo grotesco, como si se le desencajara la mandíbula, y de su interior surgió una especie de tentáculo verdoso que, tras restallar en el aire como un látigo, cruzó veloz la exigua distancia que los separaba para enroscarse en su cuello. Sorprendido tanto por la brusca aparición de aquella serpiente viscosa como por el súbito dolor que le atenazó la garganta, el explorador lanzó un grito de pavor, que enseguida fue ahogado por la falta de aire. Aterrado, agarró con ambas manos el tentáculo que trataba de estrangularlo y luchó por liberarse. Pero la presión que ejercía aquella soga resbaladiza tan difícil de asir era demasiado fuerte, y antes de que pudiera hacer nada más, sintió cómo el tentáculo lo arrancaba del sillón y lo levantaba por encima de la mesa, hasta casi rozar el tragaluz del camarote. De repente, se encontró pataleando ridículamente en el aire, sostenido por aquella serpiente poderosa, mientras de soslayo contemplaba a Carson sentado hierático en la silla, ajeno al escalofriante apéndice que le brotaba de la garganta y oscilaba sobre su cabeza, sujetándolo a él en su extremo. Entonces vio salir a Allan de su escondite, pálido y tembloroso a causa de la horripilante escena que tenía lugar en el camarote, y apuntar al marinero en la nuca, aunque el artillero no fue precisamente silencioso. Desde las alturas, Reynolds vio que Carson se volvía de golpe y lanzaba hacia la pistola de Allan su mano izquierda, que se fue transformando en una garra monstruosa a medida que surcaba la distancia hasta el arma. El joven profirió un aullido de dolor cuando la afilada zarpa envolvió la pistola, desgarrándole de paso la piel de la mano, pero logró disparar antes de que se la arrebatara. Se oyó una especie de ladrido. La bala había alcanzado el hombro del marinero en el hombro izquierdo, y el impacto lo derribó hacia atrás. Reynolds notó entonces que el tentáculo que lo asfixiaba se aflojaba y a continuación, sin nada que lo sostuviera en el aire, cayó desde el techo sobre la mesa. El golpe lo dejó medio atontado, pero mientras boqueaba angustiosamente como un pez fuera del agua, consiguió ver a Allan de pie frente a él, con la mano ensangrentada, mirando espantado hacia la esquina donde había caído la criatura.
Desde su posición, Reynolds no podía verla, pero le bastó con contemplar la expresión del artillero para deducir que el monstruo se estaba recomponiendo. El disparo a bocajarro debía de haberle resultado lo suficientemente doloroso como para hacerla desentenderse de su disfraz, por lo que probablemente el pobre Allan se estuviese enfrentando ahora a su verdadero aspecto, cualquiera que este fuese. O quizá el marciano solo estuviese intentando levantarse del suelo para volver a atacarlos, todavía a medio transformar, con la apariencia de Carson pero con una de sus garras, como si el marinero hubiese sido sorprendido vistiéndose para acudir a un baile de carnaval. No obstante, lo que se levantó del suelo no fue ni una cosa ni otra, y Reynolds no pudo evitar que la boca se le abriera en un rictus atroz al ver a Allan de pie frente a otro Allan. Dos reflejos entre los que faltaba el espejo, que alguien debía de haber apedreado. Dos hombres idénticos que solo se diferenciaban en las heridas que mostraban. Al verdadero Allan le sangraba la mano con la que sostenía la pistola, y al falso, al Allan que servía de disfraz a la criatura, le sangraba profusamente el hombro derecho, del que manaba una especie de gelatina verdosa. Pero había una diferencia más: el falso Allan, el doble del artillero, sonreía con tranquilidad ante el temblor que mostraba su reflejo mientras trataba de apuntarlo.
—¿Vas a disparar contra ti mismo, Allan? —preguntó la criatura.
Allan dudó, y el monstruo abrió la boca hasta convertir su sonrisa en una mueca macabra, mientras daba un paso hacia él.
—Claro que no —concluyó—. Nadie puede disparar sobre sí mismo, por muchas sombras que le enloden el alma.
Un segundo después, el falso Allan recibió un disparo en el pecho y se desplomó de nuevo en el suelo a causa del impacto. Su reflejo se volvió hacia el lugar del que había surgido la bala, para encontrarse a Reynolds con la pistola humeante.
—Gracias, Reynolds —musitó, tembloroso.
—No tiene por qué dármelas. Solo me he limitado a demostrarle a esa cosa la fina sagacidad de la especie humana, como usted quería —le contestó el explorador con una trémula sonrisa. Luego volvió a mirar hacia la esquina donde estaba la criatura, que había comenzado a gemir, y como no disponía de ángulo para apuntar, ordenó—: ¡Dispárele otra vez, Allan! ¡Hágalo antes de que vuelva a levantarse!
Pero antes de que el joven pudiera cebar de nuevo su pistola, la criatura se escabulló por debajo de la mesa. Reynolds contempló con una mezcla de espanto y repulsión el amasijo de tentáculos que cruzó la habitación hacia la puerta, correteando como una especie de araña del tamaño de un perro y arramblando con todo lo que le salió al paso, que dada la escasez de posesiones de la que gozaba Reynolds, se reducía únicamente a su sillón. Desconcertado, el explorador vio volar su asiento por los aires hasta hacerse astillas contra la pared más cercana. En ese momento, el marinero Griffin abrió la puerta del camarote con la pistola presta. Sin embargo, antes de que tuviera tiempo de disparar, la criatura lo arrolló y huyó a través del pasillo.
—Hija de perra… —masculló Reynolds contemplando su destrozado sillón, encontrando al fin la excusa perfecta para desaguar todo el miedo y todo el odio que se le había ido acumulando dentro durante las últimas horas—. Puedes darte por muerta.