8

Cuando distinguió la mole del Annawan en la lejanía, débilmente iluminado por la docena de linternas colgadas a estribor, Reynolds solo atinó a pensar que había sido la mano del Creador la que lo había guiado hasta él. De otro modo, no podía explicarse que su enloquecido deambular entre la niebla, a ratos corriendo y a ratos caminando exhausto, le hubiera conducido justo a donde quería llegar. Avanzó hacia el buque lo más rápido que pudo, sin dejar de mirar por encima del hombro, temiendo distinguir a la criatura en cualquier momento. Una vez lo alcanzó, subió por la rampa de nieve al límite de sus fuerzas. Griffin, que montaba guardia a estribor, contempló su penosa escalada con ternura. Cuando lo tuvo cerca, le tendió amablemente una mano y le ayudó a subir.

—¡Carson ha muerto! —logró informarle Reynolds entre bufidos—. ¡El monstruo lo ha despedazado!

Pero el marinero no se alarmó ante la terrible noticia, como Reynolds esperaba, sino que se limitó a contemplarlo inexpresivo.

—¿No me ha oído, Griffin? —repitió, gritando con más fuerza esta vez—. ¡Le he dicho que Carson está muerto!

—Cálmese, señor —reaccionó al fin el marinero—. Le he oído perfectamente, pero creo que se equivoca: Carson está allí.

El explorador siguió la dirección de su gesto, hasta distinguir al centinela que se encontraba a unos veinte metros de donde ellos estaban, montando guardia en la popa.

—¿Ese es Carson? —preguntó desconcertado, con la mirada clavada en la oscura silueta que les daba la espalda, concentrada en su vigilancia.

Griffin asintió.

—¿Está seguro?

El marinero estudió la lejana figura casi con pesar.

—Sí, estoy absolutamente seguro, señor —insistió—. Es él.

Reynolds observó la silueta durante varios segundos, incrédulo.

—¿Se encuentra bien, señor? —oyó que le preguntaba el marinero.

—Si, Griffin, estoy bien, no se preocupe… —murmuró lentamente Reynolds—. Creo que he bebido demasiado. Eso es todo.

—Entiendo, señor. Es comprensible —le disculpó Griffin—. Esta situación es difícil de soportar para todos.

Reynolds asintió distraído mientras se alejaba de Griffin con andares de sonámbulo, sin preocuparle lo que este pudiera pensar de él; apenas era consciente ya de la presencia del marinero, cuyos ojos permanecieron sin embargo clavados en su espalda, observándolo cruzar la cubierta del Annawan con algo más que simple curiosidad. Irónicamente, pese a lo que le había dicho a Griffin, Reynolds se encontraba más sobrio que nunca. La larga carrera por la nieve lo había espabilado y sentía la cabeza extrañamente despejada mientras, desgranando un rosario de parsimoniosos pasos, se dirigía hacia la oscura silueta que se recortaba en la popa del barco, y que a medida que avanzaba se tornaba más aterradora en su majestuosa inmovilidad. Griffin le había asegurado que aquel centinela era Carson, pero el explorador sabía que no lo era. No, no lo era porque él acababa de encontrar el cadáver del marinero en la nieve. Le bastaba con cerrar los ojos para evocar sus desencajados rasgos, aquella expresión de pavor que una crisálida de hielo había preservado para la eternidad. Intentó reconocer la silueta a la que se estaba acercando, pero le resultaba difícil a través de aquella lechosa semioscuridad, y sobre todo a causa de las numerosas capas de ropa en las que todos se veían obligados a enterrarse cuando salían al exterior. De entre toda la tripulación, las figuras que resultaban más reconocibles en la lejanía eran la de Peters, el gigante indio, y la de Allan, por aquella siniestra delgadez suya que lo reducía a poco más que un aroma. Pero aquel bulto informe que vigilaba atentamente las llanuras blancas, ajeno al escrutinio de Reynolds, podía ser cualquiera, desde el cocinero del barco hasta el presidente Jackson, pasando por su majestad Jorge IV; encontrarse con alguno de ellos le sorprendería menos que hacerlo con el marinero que yacía destripado en la nieve.

Pero… ¿y si realmente aquella silueta era Carson, como aseguraba Griffin?, se preguntó mientras se aproximaba a ella con una lentitud ridícula, como si transportara un cántaro en la cabeza. ¿Debía dudar entonces de lo que había visto en el hielo? Era evidente que sí. ¿Qué otra cosa podía hacer? Recelar de sus sentidos era lo más lógico. ¡No podía haber dos Carsons, uno allí, montando guardia, y otro tirado en el hielo con las tripas al aire! Y él estaba borracho, no debía olvidarlo. El marinero muerto le había parecido Carson, pero tal vez no fuese él, sino alguien que se le parecía. ¿Acaso había memorizado todos los rostros de la tripulación? Claro que no. ¡Dios santo, a algunos ni siquiera los había mirado a la cara dos veces! De repente, cuando ya se hallaba tan cerca del centinela que podía vislumbrar el vaho de su respiración surgiendo de su acolchada cabeza, un recuerdo le golpeó el alma como una pedrada, obligándolo a detenerse a escasos tres metros de él: había tenido que desenterrar el cadáver. ¡Había tenido que desenterrarlo porque estaba sepultado bajo un grueso manto de nieve! Entonces analizó con mayor atención lo que había visto, y advirtió que el cadáver presentaba un estado de congelación más avanzado del que mostraría un cuerpo que solo llevara una hora a la intemperie. Ni las ventiscas ni las bajas temperaturas podían haberlo castigado de ese modo en tan poco tiempo, por lo que su teoría de que Carson le había seguido al verlo salir del barco se le antojó de repente absurda. ¿Cómo no había reparado en eso al desenterrarlo? El cadáver debía de llevar allí más tiempo. Quizá un día o dos. Clavado en la cubierta, a escasos metros del centinela, Reynolds hizo memoria. La última vez que había visto a Carson había sido en la enfermería, en estado catatónico después de ser testigo del salvaje asesinato del cirujano. Allí lo habían visitado algunos de sus compañeros, ansiosos por recabar información sobre el monstruo. Pero desde entonces no había tenido noticias de él. Recordó que al salir de la armería le había parecido reconocerlo como uno de los centinelas, pero ahora no estaba tan seguro de ello. Debió de confundirlo con otro, como sin duda le había ocurrido a Griffin. Lo más probable era que Carson se hubiese escapado de la enfermería en algún momento y hubiese salido del buque sin que nadie lo viera, Dios sabía con qué fin. Quizá espoleado por los delirios de la fiebre, o porque ya no podía resistir más la tensa espera a la que estaban sometidos. El motivo no importaba demasiado. ¿Acaso no acababa de realizar él mismo una estupidez idéntica? Sea como fuere, el desdichado se había tropezado con la criatura, que le había dispensado el mismo trato que al cirujano. Y Reynolds había encontrado su cuerpo hacía apenas una hora, mientras todos pensaban que Carson seguía en el barco. Pero no lo estaba, no podía estarlo, se dijo, contemplando la oscura silueta que se recortaba contra la bruma a unos metros de él.

Con el corazón latiéndole con saña, Reynolds maldijo al imbécil de Griffin por provocarle aquella ridícula inquietud. Era evidente que aquel listillo se había equivocado, y en cuanto diera los cuatro o cinco pasos que lo separaban del centinela, le tocara el hombro y se enfrentara al rostro de Kendricks, Wallace o el mismísimo Jorge IV, respiraría aliviado. Entonces, tras aconsejarle a Griffin que se hiciera con unas buenas lentes cuanto antes, buscaría al capitán MacReady para informarle de su triste descubrimiento. Decidido al fin a resolver el misterio, Reynolds tomó aire y dio un par de pasos vacilantes. La oscura figura, debió de percibir su llegada por el crujido del entarimado y comenzó a girarse lentamente hacia él. Reynolds se olvidó de respirar y contempló cómo el nebuloso perfil de su rostro surgía tras las largas orejeras del gorro, y cómo se iba volviendo cada vez más nítido a medida que el marinero terminaba de girarse con exasperante lentitud, hasta que pudo verlo totalmente de frente. Sobre la cubierta del Annawan, Reynolds y el marinero que yacía muerto en el hielo se miraron en silencio. El rostro de Reynolds reflejaba sorpresa e incredulidad —estaba demasiado confundido para sentir miedo, o saber siquiera que debía sentirlo—, mientras que el de Carson mostraba una expresión algo extraviada, como si se hubiese quedado dormido de pie y la llegada del explorador lo hubiera despertado bruscamente. Sin embargo, fue el marinero quien rompió el hechizo de silencio que los envolvía.

—¿Necesita algo, señor?

A Reynolds aquella voz se le antojó extraña, quizá algo turbia, como la de alguien que ha permanecido mucho tiempo sin usar sus cuerdas vocales. Tuvo que hacer un esfuerzo sobrehumano para sobreponerse al aturdimiento que lo embargaba e improvisar una respuesta.

—Nada, Carson… Solo he venido a decirle que me alegro de verlo recuperado.

—Gracias, señor —le respondió el marinero amablemente.

Reynolds no pudo evitar comparar aquel rostro con el que había desenterrado de la nieve, aquel rostro amoratado y desencajado por el espanto, idéntico al que ahora tenía delante, y que se le había grabado en la mente para siempre. El rostro de Carson. Pero si aquel cadáver era el de Carson… Reynolds sintió cómo el corazón se le detenía en el pecho mientras en su mente tomaba forma una escalofriante pregunta: ¿Con quién estaba hablando ahora? ¿Con quién demonios estaba…?

—Señor… ¿puedo ayudarle? —repitió el marinero.

El explorador negó despacio con la cabeza, incapaz de articular palabra. Sin duda, había algo definitivamente extraño en su voz. Era la de Carson, sí, pero sonaba ligeramente diferente. Tal vez todo aquello no fuese más que pura sugestión, se dijo, aunque sentía que algo no encajaba en aquel hombre: su manera de moverse, de hablar, de mirarlo… Tenía la sensación de estar ante un actor que interpretaba con esfuerzo un papel. ¿Qué eres?, se preguntó Reynolds, abismándose casi sin quererlo en aquellos ojos pequeños y vulgares que parecían contemplarlo a su vez con excesiva suspicacia, con un recelo que nunca había percibido en la mirada de Carson.

En aquel momento, una enorme silueta que solo podía ser la del mestizo emergió a cubierta, distrayéndolos de su mutuo escrutinio. Peters descendió ágilmente por la rampa de hielo y, caminando algo encorvado por el frío, se dirigió a la jaula de los perros, que solía cubrir con unas lonas durante unas horas cada día, para que los animales, desconcertados por aquella perenne semioscuridad, conciliaran el sueño. Tanto Carson como Reynolds contemplaron hacer al indio en silencio, agradecidos de la tregua que suponía su irrupción, sobre todo el explorador, que necesitaba con desesperación ordenar sus impresiones. Sin embargo, no dispuso de demasiado tiempo, pues en cuanto Peters retiró las gruesas lonas, los perros salieron de su letargo y comenzaron a olfatear el aire, visiblemente inquietos. De repente, como en una coreografía, los animales volvieron la cabeza hacia donde ellos se encontraban y, casi de inmediato, prorrumpieron en furiosos ladridos, amontonándose contra los barrotes e incluso embistiendo las puertas de la jaula. Atónito y sobrecogido, Reynolds contempló aquel estallido de súbita agresividad, aquellos ladridos y gruñidos desafiantes que los perros lanzaban en su dirección. Peters intentó calmarlos, pero los animales parecían enloquecidos. El explorador miró entonces a Carson, quien le devolvió una mirada impasible.

—Los perros parecen nerviosos… —comentó Reynolds, sosteniéndole a duras penas la mirada.

Carson se limitó a encogerse de hombros. Sin embargo, detrás de sus diminutos ojos, el explorador creyó apreciar un maligno destello de rabia. Una disparatada sospecha cruzó entonces la mente de Reynolds, rauda y fugaz como un relámpago rayando el cielo, al tiempo que un sudor frío embalsamaba su cuerpo bajo las numerosas capas de ropa. Tragó saliva, se aclaró la garganta y, con la serenidad de un suicida que unas horas antes de llevar a cabo su suicidio ya se da por muerto, se dirigió de nuevo al marinero.

—Venga a mi camarote cuando acabe su guardia, Carson. Me gustaría invitarle a un trago de brandy. Creo que se lo ha ganado.

—Se lo agradezco, señor —respondió el marinero, clavando sus ojos en los de Reynolds con una inesperada intensidad—, pero no bebo.

Su mirada, sumada al inquietante tono de su respuesta, estremeció al explorador, aunque quizá su voz le había parecido siniestra debido simplemente a su espantoso acento irlandés, se dijo, intentando tranquilizarse.

—Piénselo —se obligó a decir, sintiendo un nudo de angustia en el estómago—. Un brandy como el que le estoy ofreciendo es una oportunidad que no debería desperdiciar.

Carson lo contempló en silencio durante unos segundos.

—De acuerdo, señor —contestó al fin, sin dejar de mirarlo con aquella sobrecogedora fijeza—. Iré a su camarote cuando termine mi guardia.

—¡Perfecto, Carson! —celebró el explorador con el mayor entusiasmo del que fue capaz, mientras sentía cómo el corazón se le desbocaba—. Allí le espero.

Reynolds se volvió entonces con naturalidad y caminó hacia la escotilla más cercana, sin poder evitar sentir cómo se le clavaban en la nuca los ojos del marinero muerto. La suerte estaba echada, se dijo, y sintió un estremecimiento. Había tomando aquella decisión casi sin ser consciente de ello, y ya no podía dar marcha atrás. Le gustase o no, lo único que podía hacer era continuar con aquello hasta el final. Pero necesitaría ayuda, y solo había una persona en todo el Annawan que pudiera ayudarle. Se dirigió a su camarote fingiendo un caminar despreocupado mientras, a su espalda, los perros continuaban ladrando desesperadamente.

Allan se hallaba inmerso en la escritura de un poema cuando Reynolds irrumpió en su diminuto camarote con el rostro alterado y la respiración agitada. Pese a ello, el joven apenas le dedicó una mirada distraída y volvió a concentrarse en su tarea, como si la inspiración fuera un puñado de arena que podía escurrírsele entre los dedos si aflojaba la presión. El explorador no disponía de demasiado tiempo, pero se obligó a morderse la lengua para no interrumpirlo. Allan le había contado que hacía unos años, tras una de sus muchas discusiones con su padrastro, había embarcado rumbo a Boston para probar fortuna, y allí había conseguido publicar su primer libro de poemas, aunque desgraciadamente no se había vendido lo suficiente como para permitirle sortear la miseria. Desesperado y con los bolsillos vacíos, había optado por alistarse en el ejército como soldado raso, e incluso había llegado a sargento mayor, antes de huir de aquel ambiente rudo tan poco propicio para continuar cultivando su vocación de poeta. Avergonzado, no había tenido más remedio que regresar de nuevo a casa de su benefactor. Aquello había sucedido un tiempo antes de que planeara su ingreso en West Point, por lo que Reynolds sabía lo importante que era para Allan lograr vivir de su pluma, así que se sentó sobre el catre a esperar que terminara, y aprovechó para recuperar el aliento y ordenar sus ideas. Intentó incluso organizarse los sentidos, pues en su confusión le parecía oír por los ojos y ver por la boca. Pero el trance en el que Allan se hallaba sumido acabó por hipnotizarlo. El joven estaba encorvado sobre su mesa, con el cabello derramándose sobre sus ojos como una catarata oscura. Y si generalmente la palidez de su piel, la melancolía de sus rasgos y su elegante delgadez invitaban a Reynolds a contemplarlo con una inevitable ternura, ahora el artillero se le antojó un ser todavía más frágil, pues su cuerpo parecía sacudido por un temblor casi imperceptible, como el ronroneo de un alambique. Pese a no ser él el poeta de aquel camarote, la improvisada comparación no le disgustó, pues Allan no estaba sino destilando sobre el papel las oscuridades que envolvían su alma.

Reynolds asintió para sí. Había hecho lo correcto acudiendo allí, se dijo, sin dejar de contemplar al artillero. Solo una inteligencia como la de Allan podría entender lo que iba a contarle, solo un alma tan alejada de lo mundano podría seguirlo en la empresa que iba a proponerle, y lo más importante: solo un hombre poseído por el veneno de la creación artística consentiría en apartarse a un discreto segundo plano cuando llegase el momento de repartirse la gloria terrenal con que serían recompensados, pues Reynolds sospechaba que a Allan únicamente le interesaba la gloria que pudieran reportarle sus escritos. Sí, definitivamente el sargento era el compañero perfecto para ayudarlo en el descabellado plan que había improvisado mientras hablaba con Carson en la cubierta, un plan que no podía llevar a cabo solo. Ahora únicamente tenía que contárselo sin que al artillero le pareciera que había perdido por completo la razón. Cuando al fin Allan terminó de escribir, se volvió hacia Reynolds con un leve resplandor en los ojos, como las ascuas de una fogata, pero este aún no sabía por dónde comenzar su historia.

—Se me ha ocurrido una teoría asombrosa sobre su marciano, Allan —dijo, porque por algún lado había que empezar aquel disparate—, tan asombrosa que, si la contara, nadie de este barco la tomaría en serio.

—Pero necesita que alguien lo haga. —Allan sonrió, y empezó a recoger sus útiles de escritura con el cuidado con que un forense guardaría sus herramientas.

Reynolds asintió con morosa solemnidad.

—Exacto. Y creo que solo usted puede hacerlo. Así que voy a contársela, y espero que pueda aportar algo de luz a este delirio, Allan, porque me temo que si no, pronto moriremos todos.

Tras decir aquello, alargó el silencio, consciente de que iba a contarle al joven artillero algo tan disparatado como que acababa de esculpir una estatua de agua. Pero Allan meneó la cabeza, divertido, al tiempo que alzaba teatralmente sus delgadas manos de arpista.

—Hemos visto descender del cielo un marciano en una máquina voladora, Reynolds, ¿qué otra cosa podría resistirse a aceptar mi pobre razón?

—Ojalá esté en lo cierto, porque creo que he descubierto el modo en que el monstruo ha entrado en el barco. —Dejó que aquellas palabras flotaran en el aire como motas de polvo, y que se asentaran lentamente sobre el alma de Allan, antes de añadir—: Y lo más importante: también he descubierto que todavía no lo ha abandonado.

—¿Sabe dónde está ahora? —preguntó el joven, incorporándose de golpe en el asiento.

—Si estoy en lo cierto y no he perdido la razón —murmuró el explorador, sombrío—, creo que está en cubierta, a punto de terminar su guardia. Y dentro de diez minutos, vendrá a mi camarote, a tomar una copa conmigo.

Allan encajó aquellas palabras en silencio. Reynolds lo contempló sin querer importunarle, dándole tiempo a que las digiriera. No había podido resistirse a dar aquella respuesta tan críptica, pero conocía al joven lo suficiente como para saber que no necesitaba más aclaraciones. Tal era su excepcional capacidad lógica que a veces Reynolds imaginaba que el artillero contemplaba cuanto le rodeaba desde una posición privilegiada —no necesariamente superior, pero sí al margen—, y desde su atalaya, dondequiera que se hallara, todas las conquistas de la humanidad, sus avances y triunfos sobre el entorno y sobre sí mismo, debían de parecerle un pintoresco juego de monos. Sin embargo, con el tiempo Reynolds también había constatado, no sin cierta tristeza, que aquel talento suyo para simplificar la realidad hasta reducirla a una fórmula tan idiota como comprensible no le permitía descifrar su interior, pues su revuelta y delicada alma funcionaba de un modo demasiado caprichoso hasta para él mismo.

—Quiere decir que… ¿se ha transformado en uno de nosotros? —preguntó al fin el artillero.

Escuchar sus sospechas en boca de Allan provocó al explorador un escalofrío que le recorrió la espalda de arriba abajo, como si hubiese apoyado los pies descalzos en un suelo de mármol. Dicho en voz alta, aquello no solo sonaba disparatado, sino también aterrador. Reynolds asintió con una débil sonrisa. El joven no le había decepcionado. Y a juzgar por la inquisitiva mirada que había posado sobre él, exigía la recompensa de los detalles. El explorador se aclaró la garganta, dispuesto a ofrecérselos, aunque decidido a omitir algunos para preservar su dignidad, al menos ante el único simpatizante que tenía en el buque.

—Hace unas horas salí a la nieve con la intención de regresar a la máquina voladora, pero me perdí a causa de la niebla. Caminé en círculos un buen rato, temiendo que el monstruo cayera sobre mí en cualquier momento… hasta que tropecé con el cadáver del marinero Carson. Estaba destrozado. Como el oso, como el pobre doctor Walker. Se encontraba semienterrado y mostraba signos de congelación avanzados, de al menos un día o dos. Regresé al Annawan lo más rápido que pude para dar la alarma, pero cuando llegué me encontré con una sorpresa: Carson estaba montando guardia en cubierta, con todas las tripas en su sitio. —Hizo una pausa para tomar aliento, y sonrió con resignación—. Como se podrá imaginar, al principio no entendí nada, pero luego se me ocurrió una idea extravagante. Una idea que cuanto más la medito, más me parece la única posible: ¿Y si el marinero que regresó con el oso no fue el verdadero Carson, sino algo que… había adoptado su apariencia?

—Algo que había adoptado su apariencia… —repitió Allan lentamente.

—Sí, imagine que mientras Carson y Ringwald exploraban los alrededores de la máquina voladora, se perdieron de vista el uno al otro en la niebla, momento que la criatura aprovechó para matar al primero y, bueno… suplantarlo.

—Y ahora, según usted, esa cosa, sea lo que sea, está en cubierta, montando guardia…

—Así es. Y solo Dios sabe con qué propósito —respondió Reynolds, sonriendo con embarazo al artillero, como disculpándose por haberle contado aquel delirio—. ¿Qué opina, Allan? ¿Cree que todo esto es una locura?

Durante un tiempo que a Reynolds le pareció infinito, el artillero guardó silencio, con la vista perdida en un punto inconcreto de la habitación.

—Creo que la pregunta no es si todo esto es una locura —respondió al fin—. A mí hace tiempo que el simple hecho de existir se me antoja un enigma demencial. La pregunta que debemos hacernos es si existe alguna otra explicación posible, una explicación que nos exima de tener que considerar este aparente delirio. Por ejemplo, ¿está completamente seguro de que el cadáver que encontró ahí fuera era el de Carson? Usted mismo ha dicho que había mucha niebla, y que se hallaba semienterrado en la nieve. Además… —Allan carraspeó incómodo—, discúlpeme si le parece grosera mi siguiente afirmación, pero debo confesarle que desde aquí puedo oler su… eh… aliento a alcohol.

Reynolds lanzó un bufido de desesperación.

—Allan, no voy a negarle que he bebido, pero le aseguro que jamás me he encontrado tan lúcido como ahora. Y nada me gustaría más que decirle que no estoy seguro de lo que vi porque estaba borracho y también terriblemente asustado. Eso me libraría de tener que defender una postura que ninguna mente racional se atrevería a aceptar. Yo mismo tacharía de loco a cualquiera que me contara algo así. Pero me temo que no puedo, Allan. Estoy completamente seguro de lo que vi. Ahí fuera, tirado en la nieve, está el cadáver de Carson.

Tras decir aquello, guardó silencio. ¿Creía de verdad en lo que había dicho? ¿No albergaba ningún resquicio de duda sobre la identidad del cadáver? En realidad, no estaba completamente seguro de lo que había visto. Solo estaba casi seguro de que era Carson, pero debía ocultarle aquel «casi» a Allan si quería que la conversación no se estancara en aquel punto. Además, tampoco estaba seguro de si ese «casi» no era más que un añadido posterior de su mente, motivado por el descubrimiento de aquel otro Carson en la cubierta.

—Entiendo… —murmuró el artillero.

—De todas maneras, Allan, si no fuera Carson, ¿quién podría ser? No ha desaparecido nadie más del barco. Sería igual de disparatado, o incluso más, suponer que se trata del cadáver de alguien que no vino con nosotros, ¿no le parece? —Reynolds guardó unos segundos de silencio, antes de añadir—: Pero hay algo más, Allan. Algo que me induce a pensar que mi teoría es cierta… El Carson con el que acabo de hablar en cubierta me ha parecido… No sé cómo explicarlo… Me ha parecido extraño, diferente. Por no mencionar que, al percibir su olor, los perros empezaron a ladrar enloquecidos.

—¿Los perros? —balbució Allan.

—Así es. ¿Le resulta tan extraño como a mí?

El artillero se levantó y comenzó a pasear por el angosto camarote en un visible estado de agitación.

—Pero en el caso de que sus sospechas sean ciertas, ¿cómo podría esa cosa convertirse en Carson? ¡Estamos hablando de duplicar a un ser humano! ¿Se da cuenta de la complejidad que supone un organismo? Habría que replicar cada uno de nuestros órganos… y no solo eso: también el aprendizaje, el lenguaje, el conocimiento…; la psique, Reynolds, ¡los recuerdos! Carson no era solamente un cascarón vacío, un traje que cualquiera pueda vestirse. Carson era un hombre, la obra maestra de la Creación… ¿Cómo puede copiarse algo tan exquisitamente confeccionado por el Creador y lograr, además, que nadie se dé cuenta?

—Oh, vamos, Allan, comprendo lo complicado que debe de resultar reproducir a un ser humano, desde la nariz hasta el maldito glande, pero reconozca que la mente del marinero Carson no supone precisamente ningún desafío. Ese paleto irlandés no era el representante más digno de nuestra raza. Ambos sabemos que era un hombre callado y taciturno, de inteligencia más que limitada. Y no creo que el hecho de que Carson estuviera más callado de lo normal pudiese despertar ninguna sospecha en el resto de la tripulación. Aparte de eso, hay varias pistas que apoyan mi teoría. Ya le he contado lo de los perros, pero hay una más… ¿No le parece extraño que Carson realice su guardia sin el menor problema, cuando se supone que tiene un pie congelado? ¿Cómo es posible que un ser humano al que se le ha congelado un miembro se recupere milagrosamente, sin intervención médica?

—Sí, he de reconocer que eso es bastante extraño… —convino el artillero, pensativo—. Pero aun así, me resisto a creer que…

—¡Por el amor de Dios, Allan! —se impacientó Reynolds—. Fue usted quien intentó convencerme de que esa criatura solo podía ser un marciano, basándose en que la explicación más sencilla es siempre la más lógica. Bien, ahora tenemos dos Carson en la Antártida. Uno tirado en el hielo, destripado y congelado, y otro en cubierta, alelado pero vivo. No sé qué opinará usted, pero para mí la explicación más sencilla de tan extraordinario prodigio es que el marciano se ha transformado en el marinero. Después de destriparlo, naturalmente.

Allan no contestó. Permaneció un buen rato contemplando una de las paredes del camarote, como si las respuestas que buscaba fueran a aparecer escritas en ellas de un momento a otro.

—De acuerdo, Reynolds… —murmuró al fin, un poco a regañadientes—, aceptemos que el marciano puede transformarse en uno de nosotros, y que ha adoptado la apariencia de Carson… ¿Por qué lo ha hecho? ¿Cuál es su propósito? ¿Y por qué despedazó al doctor Walker y, sin embargo, rehúsa hacer lo mismo con nosotros? ¿A qué está esperando?

—No tengo ni la menor idea —reconoció el explorador—. Por eso le he citado en mi camarote, para intentar comprender sus razones y tratar de comunicarme con él, pues le confesaré que albergo la sospecha de que, en realidad, no quiere atacarnos. De lo contrario, ya habría acabado con todos nosotros, ¿no le parece? Ha tenido la oportunidad de hacerlo. Escondido bajo la apariencia de Carson podría moverse libremente por el buque, e ir matándonos uno a uno. Eso me lleva a creer que el asesinato del doctor Walker fue un accidente. Imagino que lo mató en defensa propia, por decirlo de alguna manera, cuando el doctor se dispuso a amputarle el pie.

—Podría ser… —murmuró Allan.

—No sabemos cómo nos ve esa criatura —continuó Reynolds—. Quizá se sienta más asustado que cualquiera de nosotros, y solo esté intentando sobrevivir en un ambiente que se le antoja hostil. Lo único que sabemos es que sus reacciones pueden ser extremadamente violentas, por lo que debemos acercarnos a ella con la mayor cautela… Creo que solo así tendremos una posibilidad de dialogar con el marciano. Y si hay un hombre en este barco en quien pueda confiar para llevar a cabo esta empresa, ese es usted, Allan.

—Comprendo sus intenciones, Reynolds, pero por qué no ha informado al capitán MacReady de todo esto. ¿Por qué quiere que hagamos esto solos?

—¿Al capitán? Vamos, Allan, ya conoce la «elevada» opinión que MacReady tiene de mí —se sinceró el explorador—. Es evidente que no me creería a menos que viese el cadáver de Carson con sus propios ojos, y dudo que yo pudiese guiarlo de nuevo hasta él. Hace unas horas, aunque ahora me parezca una eternidad, hemos tenido un… pequeño intercambio de pareceres en su camarote, durante el cual me ha sugerido que me encerrara en el mío durante el resto del viaje, e incluso me ha amenazado con formarme un consejo de guerra si vuelvo a molestarle con mis «delirios», por lo que comprenderá que no haya ido corriendo a comunicarle que el marciano ha tomado la forma de uno de sus hombres. Además, suponiendo que MacReady me creyera, ¿qué cree que haría? A buen seguro intentaría acabar con la criatura a tiros, arruinando cualquier posibilidad de diálogo con ella. Y eso es precisamente lo que quiero hacer yo, Allan: comunicarme con ese ser. No solo porque crea que el diálogo con el monstruo es lo único que puede salvarnos, sino por lo que eso significa en sí mismo. Si estamos en lo cierto y hay un marciano en este barco, ¿no le parece que sería increíble hablar con él? ¡Con un ser de otro planeta, Allan!

El artillero asintió comprensivamente, aunque no se mostraba tan entusiasmado con la idea como parecía estarlo Reynolds, por lo que este continuó arengándolo:

—¡Tal vez este sea el paso más grande que haya dado nunca la humanidad, Allan! Si nuestra teoría es correcta, estamos a punto de realizar un descubrimiento de proporciones incalculables. No pretenderá que dejemos todo este asunto en manos de ese hatajo de majaderos… Nosotros somos las dos únicas personas de este barco capaces de actuar del modo correcto. El resto solo intenta salvar su trasero. Es nuestro deber para con la humanidad y para con las futuras generaciones tomar este asunto bajo nuestra responsabilidad. ¿No se le ha ocurrido pensar que todo sucedería de una manera absolutamente diferente si nosotros no estuviéramos en este barco? Nuestro destino nos ha guiado hasta aquí para que nos hagamos cargo de la situación, para que evitemos que la llegada a la Tierra del primer visitante del espacio se convierta en una vulgar cacería.

El artillero asintió, dejando escapar un suspiro que Reynolds quiso pensar que era de resolución y no de hartazgo. Luego volvió a su silla y abismó la mirada en el infinito.

—A lo mejor su máquina se estrelló aquí en vez de llegar a su destino, cualquiera que este fuese… —especuló Allan, comenzando a sentirse, a su pesar, entusiasmado con la idea de tener un marciano a bordo—, y ahora se encuentra en el sitio equivocado, en un trozo de hielo del que no sabe cómo salir.

—Sí, yo también lo creo —concedió Reynolds, magnánimo—. Y quizá nos considere la solución a su problema. Por eso se ha infiltrado en el buque, porque cree que nosotros sí sabemos cómo salir de aquí.

—Pues me temo que vamos a decepcionarle como especie inteligente. —El artillero sonrió, pero acto seguido, como si de repente fuera consciente de que permitirse bromear sobre aquella situación podía costarle caro en el futuro, adoptó una expresión de sombría gravedad—. Bien, Reynolds, ya me tiene de su lado. Ahora explíqueme su plan.

Reynolds le dedicó una mirada de desconcierto. ¿Plan? Oh, claro, Allan quería conocer su plan. Algo que a él también le habría gustado.

—Bueno… Debo confesarle que aún no he pensado muy bien cómo afrontar la entrevista… —reconoció—. Supongo que improvisaré a partir de sus reacciones.

—¿Y ha tenido en cuenta la posibilidad de que sus intenciones sean destructivas? —preguntó el artillero—. ¿Y si intenta atacarle?

—Por supuesto. Claro que he considerado la posibilidad de que el marciano rehúse dialogar conmigo y en lugar de eso prefiera destriparme. Por eso quiero que usted esté presente, Allan. Quiero que sea mi garantía, mi seguro de vida —respondió Reynolds.

—Pero ¿no le sorprenderá a esa cosa verme a mí también en su camarote? —objetó el artillero, que evidentemente prefería esperar en el suyo a que la entrevista se resolviera.

—No le verá, Allan. Usted se esconderá en la alacena y, si la situación se pone fea, saldrá y le disparará por sorpresa antes de que pueda atacarme.

—Ah. Entiendo… —susurró Allan, blanco como el papel.

—¿Puedo contar con usted? —inquirió Reynolds en un tono casi de súplica.

El artillero entrecerró los ojos y guardó silencio, y durante una eternidad solo se oyeron los crujidos que el hielo producía en su lento estrangulamiento del barco.

—Por supuesto, Reynolds. ¿Cómo se atreve siquiera a dudarlo? —respondió al fin con cierta vacilación, como si él mismo hubiese dudado de qué respuesta darle—. Me temo que soy el único marinero del buque que cabría en su alacena.

—Gracias, Allan. —Reynolds sonrió, realmente emocionado ante el gesto del artillero, y no creyó mentir demasiado cuando añadió—: Lo último que se me habría pasado por la cabeza es que encontraría a un amigo en este infierno.

—Bueno, recuérdelo cuando ya no me necesite —murmuró Allan—. Por cierto, ¿aún le queda alguna botella de brandy? Creo que si voy a disparar a un ser de otro mundo, necesitaré una copa. O incluso dos.

—Mejor esperemos a brindar con el marciano… —se apresuró a proponer Reynolds, pensando en cómo sacar el brandy de la alacena antes de que el artillero se escondiera en su interior.