La llegada de los presuntos muertos sacudió el Annawan con el mismo ajetreo que provocaría un fantasma. Reynolds, el capitán MacReady, el doctor Walker, el contramaestre Fisk y algunos marineros, entre los que se encontraban Peters, Allan y Griffin, descendieron por la rampa de nieve para recibir a sus compañeros desaparecidos, aunque la mayoría parecían más excitados por la posibilidad de que hubieran cazado al monstruo del espacio. Se detuvieron ante el trineo, envueltos en un silencio reverente.
—¿Lo habéis encontrado? —preguntó MacReady sin decidirse a mostrar aún su admiración por aquel par de marineros que en el fondo le parecían de los más ineptos del buque, al tiempo que señalaba el bulto que había en el trineo, donde se amontonaban las miradas de todos.
—No, capitán —respondió Ringwald—, pero hemos encontrado esto.
El marinero le hizo una señal a su compañero y, tirando cada uno de un extremo de la gruesa manta, descubrieron la carga que transportaban en el trineo, que al quedar expuesta a los ojos de todos, levantó un murmullo generalizado. No se trataba del demonio de las estrellas, aunque su visión resultaba igual de sobrecogedora. Lo que Ringwald y Carson habían encontrado mientras exploraban el lugar era el cadáver de un enorme oso polar atrozmente destrozado. El animal, un ejemplar gigantesco, tenía el cuello desgarrado, el cráneo aplastado y el abdomen abierto, exhibiendo las serpentinas de las tripas, que colgaban muy rígidas debido a la congelación. Por si aquello no fuera bastante, también le habían arrancado de cuajo una de las patas. Aquellas heridas eran tan brutales que ninguno se atrevía a imaginar qué podía haberlas causado. Mientras el grupo examinaba asombrado el cadáver, Ringwald explicó que cuando lo encontraron su interior aún humeaba, por lo que no debía de llevar demasiado tiempo muerto, así que cuando la niebla alcanzó una densidad que imposibilitaba la marcha, decidieron desgarrar aún más la herida del abdomen y refugiarse por turnos en su cálido interior. Gracias a eso, habían evitado congelarse, aunque ambos habían perdido sensibilidad en varios dedos de los pies. Al oír aquello, todos repararon, intentando contener las arcadas, en la película viscosa y maloliente que empapaba el sobretodo de los marineros. Inevitablemente, se los imaginaron dentro del apestoso capullo en que habían convertido el cuerpo del oso, apuntando con sus mosquetes a la nada, y alguno incluso debió de preguntarse si no habría sido preferible morir en ese instante a vivir el resto de sus días envueltos en aquel horrible hedor que con toda seguridad no vencería ningún jabón. Fue entonces cuando Griffin llamó la atención de los presentes señalando una de las zarpas del oso. Inclinándose sobre ella, Reynolds pudo distinguir en algunas de sus uñas lo que parecían ser restos de una extraña piel rojiza.
—Bueno, quizá no sepamos aún cómo es el monstruo, pero al menos sabemos que su piel es de un encendido color escarlata —dijo, irguiéndose de nuevo—. No lo tendrá fácil para pasar desapercibido en la nieve.
—¿Escarlata, señor? —se extrañó uno de los marineros, examinando los jirones que adornaban las uñas del oso—. A mí me parece más bien dorada.
—Pues deberías usar lentes, Wallace —intervino otro, un tal Kendricks—. Es evidente que es azul oscuro.
Wallace insistió en que era tan amarilla como el heno, y el resto de los marineros se inclinaron sobre la zarpa del oso para observar el color de la piel del monstruo. A cada uno le parecía de un color distinto.
—¡Dejen de discutir de una maldita vez! —rugió el capitán, harto de aquel absurdo debate—. ¿No entienden que el color de la criatura es lo de menos? ¡Santo Dios, lo que importa es lo que es capaz de hacer!
Los marineros guardaron silencio, repentinamente avergonzados, y posaron sus ojos sobre los despojos del oso. Y como imagino que ninguno de ustedes ha tenido en sus apacibles vidas la ocasión de verse las caras con tan poco sociable animal, voy a realizar un pequeño inciso para informarles de que el oso polar es un enemigo formidable, casi imposible de abatir de un disparo. Su cráneo es tan duro que puede parar una bala de mosquete, así como sus pulmones, donde casi nada logra hacer mella. A eso hay que añadir que su corazón es un órgano difícil de localizar en el poderoso amasijo de músculos, tendones y gruesas capas de grasa que es su interior. Es, en definitiva, como si siempre llevara puesta una armadura medieval. Sin embargo, el monstruo de las estrellas no parecía haber tenido demasiados problemas a la hora de destrozarlo.
Pero Reynolds no solo observaba el cadáver del oso con espanto, sino también con cierta decepción. A juzgar por el trato que había dispensado al animal, no podía decirse que el demonio de las estrellas fuera un dechado de paciencia, ni alguien que antepusiera las más primordiales normas de cortesía a cualquier otra cosa, por lo que sus intenciones de dialogar con él se le antojaron de repente un tanto arriesgadas. Aunque… tal vez el ser del espacio, si es que realmente provenía de allí, se hubiera limitado a defenderse.
El capitán MacReady dejó de cabecear con expresión sombría ante las heridas del oso, se apartó del cadáver y paseó una mirada valorativa a su alrededor, mientras todos lo contemplaban expectantes.
—Escúchenme bien —dijo tras escrutar el paisaje con los ojos entrecerrados—. A partir de ahora, nadie saldrá del barco sin mi autorización. Nos refugiaremos dentro y haremos turnos de guardia. Si esa cosa ha hecho esto con un oso polar, no es necesario que les diga lo que podría hacer con cualquiera de nosotros.
Hubo un murmullo de angustia unánime. No, no era necesario que el capitán les ilustrara sobre eso.
—En cuanto al oso —añadió—, súbanlo al barco. Al menos tendremos algo que comer mientras esperamos a que esa criatura venga a por nosotros. Y créanme, tarde o temprano lo hará.
Todos asintieron, y regresaron al buque intentando asimilar la situación de asedio a la que de repente se veían abocados, sin emitir una sola protesta, aunque probablemente aquella exhibición de aplomo se debía más a que no sabían a quién quejarse que a otra cosa. ¿Acaso no bastaba con la posibilidad de morir congelados en aquel maldito pedazo de hielo que se hacía necesario añadirle el condimento especial de un monstruo del espacio capaz de triturar a un oso polar? Reynolds, que caminaba al final de la pesarosa procesión, reparó en que Allan permanecía donde habían detenido el trineo, escrutando la lejanía con gravedad, quizá preguntándose si la frágil mente del hombre estaría preparada para contemplar a un ser de otro mundo, cuyo aspecto debía de ser tan ajeno a todo lo que existía sobre la Tierra que tal vez resultara más incomprensible que espantoso. Finalmente, el joven artillero se volvió y se unió al grupo con la cabeza gacha y la mirada sombría.
—Estamos solos… —murmuró al pasar junto a Reynolds—. Solos con «él».
Sus palabras hicieron que a Reynolds se le helara la sangre. De repente, aquel lugar de dimensiones infinitas se la antojó terriblemente pequeño.
Dos días después, todo seguía en calma. Aunque se trataba, evidentemente, de una calma tensa, hecha de miradas huidizas y muecas temerosas, donde cualquier ruidito intempestivo desencadenaba un sobresalto, los temblores hacían que los más impresionables derramaran la mitad del caldo y el mosquete era un cubierto más en la mesa. Era aquella una quietud recelosa y exagerada que ponía los nervios a flor de piel, propiciando discusiones por cualquier motivo, que la mayoría de las veces se resolvían cuando alguno de los implicados mostraba un cuchillo, o bien mediante la intervención del capitán MacReady, que solía aprovechar la excusa de aquellas reyertas para exhibir sus conocimientos pugilísticos. Era una paz tan exasperante, en definitiva, que todos anhelaban secretamente que el monstruo de las estrellas les atacara de una maldita vez para comprobar si podían vencerlo o a la postre su resistencia se revelaría tan inútil como la del oso cuya carne apaciguaba sus estómagos.
Para que la llegada del demonio no les tomara por sorpresa, MacReady había apostado cuatro centinelas en cubierta, uno en cada extremo del barco, obligados a relevarse cada dos horas. Reynolds había quedado dispensado de las guardias, no sabía si por su condición de responsable de la expedición o por la herida de su mano, aunque a veces salía a cubierta a tomar el aire, especialmente cuando el largo encierro conseguía hacerle creer que su ya de por sí angosto camarote se había estrechado aún más. Sin embargo, esta vez las volubles dimensiones de su madriguera no fueron las que propiciaron su huida. El explorador había resuelto enfrentar el frío del exterior porque su habitación se hallaba demasiado próxima a la enfermería, situada en el pique de proa del buque, y acababa de saber que el doctor Walker, que tanta misericordia había mostrado con su mano quemada, había decidido amputarle el pie derecho a Carson antes de que se le gangrenara. Ya había oído los aullidos de Ringwald unos minutos antes, unos alaridos propios de las profundidades del averno, y eso que a él solo le habían amputado tres dedos de una mano. En la cubierta pasaría frío, sí, pero al menos no sería ilustrado con tanta crudeza sobre las duras condiciones que debían soportar las expediciones polares como la que él tan alegremente había organizado.
A juzgar por el frío atroz que lo abrazó al salir afuera, esa tarde debían de encontrarse a más de cuarenta grados bajo cero. Un viento salvaje aullaba por encima de los muñones de los mástiles y por la rampa inclinada, barriendo la nieve de un lado a otro. Reynolds se arrebujó en su sobretodo y echó una mirada alrededor. Le alegró descubrir que uno de los centinelas era Allan. La silueta del artillero, cuyo cuerpo parecía estar construido mediante miembros finos y alargados, al modo de las aves zancudas, resultaba inconfundible pese a hallarse enterrada bajo varias capas de ropa. El sargento parecía escrutar atentamente el horizonte, mientras acunaba el mosquete en sus manos de poeta. Tras considerarlo unos segundos, Reynolds decidió regalarse una conversación con él. Después de todo, el joven de Baltimore era la única persona de la tripulación cuya impresión sobre lo que estaba sucediendo podía aportarle algo.
Como había hecho con Griffin durante la marcha hacia la máquina voladora, la primera vez que Reynolds se había acercado al joven había sido sin otro propósito que el de desvelar el motivo que había llevado a enrolarse en su expedición a alguien cuyo perfil distaba tanto del resto de los marineros, pues Allan destacaba como una capitular entre aquella caligrafía de hombres ordinarios que presentaban el corazón atascado de nostalgias vulgares y vicios sencillos. Pero desde el primer momento, Allan se había revelado como un conversador brillante y se había convertido en casi la única persona con la que alguien como Reynolds podía llegar a congeniar dentro del Annawan, por lo que el explorador se hacía el encontradizo con él en cuanto se le presentaba la ocasión, como un modo de airearse el espíritu allí dentro. Con el correr de los días, Reynolds advirtió que Allan también parecía sentirse cómodo en su compañía, y optó por invitarlo abiertamente a su camarote para que le ayudara a diezmar las reservas de brandy que se había traído del continente. El explorador descubrió entonces los devastadores efectos de la bebida sobre el pobre Allan, pues si bien el primer sorbo lo transformaba en un orador lúcido, el siguiente le hacía parlotear sin el menor rumbo y extraviarse en su propio discurso, hasta que finalmente el tercero lo tronchaba sobre la mesa, al borde de la inconsciencia, ante el vaso casi intacto. Reynolds jamás había conocido a nadie que tolerara el alcohol menos que el artillero. Hasta un niño de corta edad mostraría una mayor resistencia. No había hecho la prueba.
Pese a todo, aquellas charlas erráticas y exaltadas habían permitido al explorador trazar sin demasiados errores la biografía de Allan, y en particular descubrir los motivos por los que se había enrolado en el Annawan, que no eran otros que las malas relaciones que mantenía con su padrastro. Tras varios años de desavenencias, desencuentros e incluso amenazas por ambas partes, que habían vuelto irrespirable el ambiente familiar, Allan, hastiado de todo aquello, había optado por tramar una estrategia que le reconciliara con aquel dictador intransigente que se había hecho cargo de él tras la muerte de sus padres: le había propuesto ingresar en West Point. Y como sospechaba, su tutor había aceptado, aliviado al ver que aquel irritante joven había encontrado al fin la senda que lo apartara de la holgazanería. No obstante, a medida que se acercaba la fecha del ingreso en la academia, Allan era cada vez más consciente de que nada le apetecía menos que ir a West Point. Lo único que quería era desaparecer, que la Tierra se lo tragara, o en su defecto, encontrar un lugar donde el tiempo se detuviese milagrosamente y le permitiera pensar, reponer fuerzas, decidir qué quería hacer con su vida, quizá incluso escribir el nuevo poema que barruntaba en su cabeza, sin tener que preocuparse por conseguir un plato caliente al mediodía. Aparte de un penal, ¿existía algún sitio así? Comprendió que sí cuando llegó a sus oídos la expedición del Annawan, que no prometía el regreso aunque sí grandes dosis de aventura.
De ese modo se había formado aquella curiosa tripulación, pensó Reynolds, con hombres que huían de algo. En realidad, ni a Allan, ni a Griffin ni a nadie de los que se hallaban ahora en el Annawan les importaba lo más mínimo que la Tierra estuviese hueca. Incluso empezaba a darse cuenta de que ni siquiera a él mismo le importaba. No eran más que un hatajo de desesperados huyendo de sus demonios interiores, que habían tomado la forma de una mujer ansiosa por casarse, de un padrastro intransigente o, como en su caso, del temor a la peor de las muertes, aquella que sucede años después de la natural, cuando todos los que conocieron al difunto también han muerto y nadie queda en la Tierra para recordar su nombre ni cantar sus alabanzas. Sin embargo, en aquella huida a ninguna parte, todos los fugitivos que atestaban el buque habían encontrado un mismo destino: enfrentarse a un demonio verdadero y, quizá, a una muerte aún peor que la del olvido.
Aquellos pensamientos le obligaron a sacudir de nuevo la cabeza. Estaba dando muchas cosas por sentadas, reconoció mientras caminaba hacia Allan con una mueca resignada. ¿Quién le aseguraba que aquel artefacto no tuviera un origen terrestre? ¿Cómo iba a fiarse de lo que sospechaba un indio que ni siquiera sabía rastrear? A pesar de todo, una especie de corazonada le decía que aquel ser no era de su mundo, aunque indudablemente su deseo de que así fuera restaba objetividad a aquel presentimiento. Y sobre las intenciones de la criatura, mejor no seguir especulando. Él mismo, a pesar de sus anhelos por entablar algún tipo de diálogo con ella, se había contagiado del miedo de la tripulación: ahora dormía con la pistola bajo la almohada y apenas lograba pegar ojo, imaginando al monstruo allí fuera, rondando el buque.
Al llegar junto a Allan, Reynolds lo saludó amablemente, y durante unos minutos, ambos guardaron un respetuoso silencio de compañeros de palco, admirando la abrupta pradera de hielo que se extendía ante ellos. El viento mecía las linternas clavadas en estacas que acordonaban el barco, otorgándole cierta magia al cuadro, como si a lo lejos, en la intimidad de la nieve, tuviese lugar una asamblea de hadas. ¿Estarían siendo observados en aquel momento?, se preguntó Reynolds con cierta inquietud. Y entonces, se aclaró la garganta y formuló la pregunta que desde el principio había querido hacerle al artillero:
—¿Qué cree que es esa cosa, Allan?
El bulto de telas superpuestas que era la cabeza del sargento permaneció observando el hielo durante unos segundos.
—No lo sé —respondió al fin, encogiéndose ligeramente de hombros.
Pero Reynolds no se contentó con aquella respuesta y probó a reformularla de otro modo:
—¿Cree que viene de… las estrellas?
Esta vez el artillero respondió de inmediato:
—Sí, amigo mío, probablemente de Marte.
A Reynolds le sorprendió la precisión del joven.
—¿De Marte?
El artillero asintió y se volvió hacia Reynolds, clavando en él sus enormes ojos, aquellos ojos grises que el explorador siempre evitaba mirar, por temor a que lo succionaran como un maelström.
—Es la explicación más sencilla —dijo casi con pesar—. Y las explicaciones más sencillas suelen ser las verdaderas, mi querido Reynolds.
—¿Por qué? —preguntó el explorador, sin dejar claro si cuestionaba la primera afirmación, la segunda o las dos.
—Porque Marte es el planeta más parecido al nuestro —le explicó Allan, volviendo de nuevo su atención al hielo—. ¿Ha leído los informes de la Royal Society, basados en los estudios que William Herschel, el astrónomo real de la corte de Inglaterra, ha realizado con su telescopio? —Reynolds le invitó a continuar, mientras negaba con la cabeza. Allan añadió enseguida—: Aseguran que Marte dispone de una atmósfera densa, semejante en muchos aspectos a la nuestra, por lo que lo más probable es que esté habitado.
—Veo que no considera la posibilidad de que esa cosa y el ingenio que la ha traído hasta aquí sean el experimento armamentístico de alguna potencia extranjera, por ejemplo.
—Claro que lo he considerado, pero se me antoja terriblemente complicado. Creo que sería muy difícil, por no decir imposible, que una potencia extranjera poseyera avances científicos tan desmesuradamente superiores a los de otras —dijo Allan—, y que además hubiera logrado mantenerlos en secreto hasta el momento, ¿no le parece? Eso descartaría que el origen de esa cosa fuera terrestre, por lo que solo nos quedaría suponer que proviene del espacio. Y si tomamos dicha hipótesis como verdadera, quizá no nos equivoquemos al considerar que nuestro visitante viene de Marte, el planeta con condiciones para la vida más cercano de todos cuantos nos rodean. —Allan lanzó una mirada rápida—. Por supuesto, puedo estar equivocado, y tal vez incluso esté deformando los hechos para que encajen en mi teoría, esa tendencia tan común de las mentes deductivas, pero hasta que alguien me demuestre lo contrario, para mí la explicación más sencilla, y por lo tanto la más lógica, es esta: la extraña criatura que está ahí fuera, probablemente espiándonos amparada por la oscuridad, es un marciano —concluyó con rotundidad.
Tras decir aquello, Allan alzó el rostro hacia el cielo y sus penetrantes ojos parecieron mirar en una dirección determinada, tal vez hacia donde se encontraba el planeta rojo. Encogido de frío a su lado, el explorador lo observó entre sobrecogido y hechizado, sin saber qué decir ante el análisis de la procedencia de la criatura que había realizado el artillero. Los conocimientos de Allan siempre lo sorprendían. Reynolds nunca había conocido a nadie tan versado en tantas materias como parecía estarlo su compañero, ni a nadie capaz de analizar de modo tan exhaustivo como categórico cualquier asunto. No en vano, el artillero había ingresado en la prestigiosa Universidad de Virginia nada más cumplir los diecisiete años. Aunque según le había contado en una de sus exaltadas borracheras, enseguida se había endeudado hasta lo imposible y, sin nadie dispuesto a pagar sus deudas de juego, había sido expulsado de allí sin contemplaciones, no sin antes tener tiempo de quemar los muebles de su habitación. Otro mensaje que su padrastro, al que reprochaba que le hubiera educado como a un rico pero sin dejarle serlo, no había sabido o querido interpretar.
—¿Sabe, Reynolds? En realidad, siempre he creído que era cuestión de tiempo que vinieran a hacernos una visita —añadió de pronto el artillero, entre soñador y sombrío, sin dejar de observar el cielo estrellado.
—Un marciano… —repitió Reynolds, sin acabar de creerlo.
Las palabras del sargento le habían provocado un escalofrío de emoción. Ahora se sentía eufórico y aterrado al mismo tiempo. Allí, a su lado, tenía una mente tan preclara como la suya, que al igual que él creía que la criatura venía del espacio. De Marte, para ser exactos. Las consecuencias de todo ello volvieron a aturdir a Reynolds, hasta tal punto que incluso se sintió ligeramente mareado. Un marciano… Del cielo había caído un marciano… Y los primeros humanos que entablarían contacto con él serían ellos, los valientes tripulantes del Annawan, los integrantes de la Gran Expedición Norteamericana, organizada por él, Jeremiah Reynolds, el gran explorador, el primer hombre que hablaría con un ser de las estrellas, el explorador que quizá no sería nunca el virrey del mundo subterráneo, pero que tal vez pasara a la Historia como el embajador de la Tierra más allá de sus confines.
—Sí, un marciano —recalcó el artillero, mirando ahora a Reynolds con los ojos brillantes, como impregnados por el fulgor de las constelaciones que había estado contemplando—. Y su existencia lo cambia todo, ¿no le parece? ¿Cómo podrá el hombre seguir creyendo en Dios a partir de ahora, por ejemplo?
—Bueno, yo no estaría tan seguro. Según el Génesis, Dios es el Señor de todas las cosas, Creador del Cielo y de la Tierra, de todo lo visible e invisible —respondió Reynolds—. De todo, Allan, de todo. Y eso incluye al marciano. Creo que Dios nos parecerá a todos más poderoso por haber sido capaz de inventar seres que superan la imaginación del hombre.
—¿Tan seguro está de eso? —replicó Allan en tono indulgente—. Mire a su alrededor por un momento: el Annawan es uno de los barcos más avanzados de nuestra época, y sin embargo, tras casi cuatrocientos años, lo único que lo diferencia de una simple carabela es el uso del carbón además del impulso del viento y la sustitución de la madera por el metal. Y a solo unas millas de él, hay un ingenio de otro mundo, algo tan increíblemente avanzado que ninguno de nuestros genios ha podido siquiera soñar jamás. Piense en qué clase de civilización debe de haber creado un artefacto semejante, y qué otras maravillas debe de reservarnos una sociedad que ha sido capaz de fabricar algo así. ¿La vacuna contra la vejez? ¿La destrucción de todo cuanto provoca nuestros más terribles pesares? ¿Seres fabricados a nuestra imagen que desempeñen por nosotros los trabajos más duros o los más anodinos? ¿Acaso la inmortalidad? Dígame, Reynolds: ¿Hacia dónde dirigirán su mirada los creyentes después de esto? Me temo que cuando todo esto salga a la luz, lo que Dios y su cielo nos ofrezcan ya no le importará a nadie —sentenció el sargento, tan proclive a soltar frases como aquellas, dignas de esculpirse en mármol.
Reynolds no supo cómo rebatir sus palabras, entre otras cosas porque en realidad estaba de acuerdo con Allan en todo lo que había dicho, punto por punto. Si le había llevado la contraria había sido únicamente porque el artillero no había considerado los beneficios que todo aquello le reportaría a nivel personal, como había hecho él. No, Allan se había centrado en calcular las consecuencias que la llegada del marciano tendría para la humanidad, haciéndole sentirse un ser mezquino, egoísta e interesado. Ambos guardaron entonces silencio, contemplando la danza de las luces en el hielo. De cualquier forma, pensó Reynolds, a él tanto le daba si al cabo de cincuenta años el hombre seguía creyendo en Dios o se dedicaba a adorar a las mofetas, por lo que no pensaba perder el tiempo discutiendo sobre ello. Lo que realmente quería preguntarle a Allan era si, pese al revolucionario descubrimiento que suponía la criatura, le parecía bien que la respuesta del hombre, su supuesto anfitrión, fuera recibirlo a tiros. Si lograba convencer a Allan de que aquello sería un error, tal vez decidiera acompañarlo a ver al capitán para disuadirlo sobre el modo en que estaba enfocando aquel asunto.
Pero Reynolds no tuvo oportunidad de preguntarle nada, pues un alboroto proveniente del interior del barco les obligó a interrumpir la conversación. Ambos se volvieron, y tras aguzar unos segundos el oído, concluyeron que el revuelo surgía de la enfermería. ¿Qué demonios sucedía allí? A Reynolds le pareció excesivo que Carson montara todo aquel escándalo por perder un pie. Como el resto de los centinelas, Allan no se atrevió a abandonar su puesto, así que el explorador, tras despedirse de él con un encogimiento de hombros, fue el único que alteró la paz helada de la cubierta al correr hacia la escotilla más cercana para averiguar qué ocurría. Bajó a la cubierta inferior y se dirigió hacia la enfermería, en cuya puerta se arracimaban varios curiosos con expresión de terror. Se abrió paso entre ellos, y una vez logró entrar, el dantesco espectáculo que encontró allí lo dejó sin habla, tal y como le había ocurrido al capitán MacReady, que se hallaba en medio de la habitación, con el rostro pálido y demudado.
La causa de su pavor no era otra que el cuerpo desmembrado del doctor Walker. El cirujano yacía en el suelo como un muñeco roto. Alguien, o quizá fuese más exacto decir «algo», porque ningún hombre sería capaz de hacer aquello con un semejante, lo había destrozado con una minuciosidad turbadora. Le había arrancado el brazo derecho a la altura del hombro, tronchado ambas piernas y segado la garganta tan profundamente que podían apreciarse las vértebras de la columna. También le había abierto el tórax y había desparramado su contenido por el suelo del camarote, ya fuesen órganos, vísceras o trozos del costillar, como un niño que buscase algún juguete en el interior de un baúl. Las paredes mostraban sobrecogedoras salpicaduras de sangre y restos pegajosos, y allí donde uno posaba sus ojos, descubría un jirón de carne sanguinolenta o un órgano extraviado. Reynolds contempló aquella devastación con el mismo rostro demudado y pálido del capitán. Le pareció increíble que todos aquellos pedazos, convenientemente reunidos y ensamblados, dieran como resultado al doctor Walker, la misma entidad pensante y sonriente que apenas una hora antes se había interesado por el estado de su mano al cruzárselo en el pasillo. Y frente a aquel desaguisado, envuelto en temblores y encogido sobre su catre, como si hubiese visto todo el horror que podía generar el mundo, se encontraba el marinero Carson. No le costó demasiado a Reynolds deducir que el responsable de aquella matanza era el demonio que había bajado del cielo, o el marciano, si hacía caso a Allan. Constatar que para el monstruo un hombre no merecía mucho más respeto que un oso polar, sumado al hecho de que, según parecía, podía infiltrarse en el buque sin ser visto, le congeló la sangre, le revolvió el estómago y le impuso un temblor en el alma que enterró cualquier atisbo de euforia o emoción que pudiera haber sentido momentos antes mientras teorizaba alegremente con Allan sobre aquel ser. Lo que ahora sentía tenía otro nombre: miedo, un miedo como nunca lo había sentido, un miedo que le advertía sobre su fragilidad, sobre su insignificancia, sobre su triste vulnerabilidad, y especialmente sobre la patética presunción de sus planes de grandeza.
—Dios bendito… —murmuró el capitán, sin poder apartar los ojos del cadáver destrozado del cirujano.
Cuando logró sobreponerse, se acercó a Carson y le interrogó sobre lo que había sucedido, pero el marinero se hallaba en estado catatónico. MacReady lo zarandeó varias veces y lo abofeteó con desesperación, sin que pareciera reaccionar. Finalmente, decidió que aquello era una pérdida de tiempo, así que apartó a Reynolds de la puerta con un gesto brusco y se dirigió a sus hombres.
—Escúchenme todos. Lo más probable es que lo que ha hecho eso con el doctor Walker esté todavía dentro del buque —dijo—. Vayan a la armería, cojan todas las armas que puedan cargar y registren el barco de arriba abajo.
Y de pronto, Reynolds se encontró solo en la enfermería, mientras oía a lo lejos cómo el capitán repartía órdenes a los hombres, organizando la batida del Annawan. Entonces, tras contener una arcada, volvió a examinar el grotesco archipiélago de despojos que era el cuerpo desmembrado del cirujano. Luego observó a Carson, que no paraba de temblar encogido en un rincón, y se preguntó si en realidad el marinero estaría temblando porque presagiaba su muerte y la del resto de la tripulación, pues su pobre mente había comprendido que nada humano podría hacer frente a lo que había visto. El demonio de las estrellas era tan terrible que todos podían darse por muertos. Nada podrían hacer para defenderse. Acabaría con ellos uno a uno, en aquel remoto pedazo de hielo, mientras Dios miraba hacia otro lado.