Desde la cubierta del Annawan, acunando su mano vendada, Reynolds contemplaba cómo el crepúsculo teñía de un púrpura rojizo los campos de hielo, transmitiéndole la impresión de que se encontraba en la superficie del planeta Marte. Se asomara por donde se asomase, le era imposible distinguir dónde se hallaba la frontera entre el mar helado y la tierra, pues la nieve había borrado cualquier huella de su ávida unión, como el perfecto zurcido de un sastre habilidoso. Reynolds solo sabía que el capitán MacReady había prohibido rodear el buque y caminar hacia babor. Aunque no lo pareciera, el hielo allí era mucho más delgado, de apenas veinte centímetros de grosor, y andar sobre él conllevaba el riesgo de que se quebrara por el peso, ya que en realidad estarían cruzando el canal, ahora suturado por la nieve, que les había conducido hasta allí. Como consecuencia de ello, se había ordenado que los marineros curtidos en evacuar por la borda, lo hicieran siempre por el pasamano de babor, así que disfrutar del grandioso paisaje helado por ese costado del buque no resultaba una experiencia muy recomendable.
Desentendiéndose de las llanuras heladas, Reynolds alzó su cabeza hacia las pocas estrellas que se veían y las contempló con la mirada reverente que solía reservar para la majestuosa obra del Creador. Si el mestizo tenía razón, la máquina que había caído en el hielo provenía de alguna de ellas. En realidad, no era descabellado pensar eso, se dijo; al menos, no más descabellado que creer que el centro de la Tierra estaba habitado, y Reynolds lo creía. Aunque quizá fuera más exacto decir que deseaba creerlo, porque el único camino que había encontrado hacia la inmortalidad era convertirse en el último gran conquistador del último gran reino desconocido. Sin embargo, de un modo inesperado, ante sus ojos se presentaba ahora otro horizonte infinitamente más ambicioso en sus promesas de gloria eterna: ¿Cuántos de los planetas que poblaban el firmamento estarían habitados? Quien lograra conquistarlos se cubriría de gloria.
Tan abstraído estaba Reynolds en aquellos pensamientos que a punto estuvo de apoyarse en el pasamano metálico de la cubierta. Se apartó de él en el último momento, y dedicó unos segundos a contemplarlo con estupor, asustado por las consecuencias que habría tenido tocarlo. Le habían dicho que las bajas temperaturas convertían el metal en un arma peligrosa, incluso con guantes, y fuera verdad o no, Reynolds prefería no comprobarlo. Lanzó un bufido de cansancio.
Aquella maldita realidad, hostil y desagradable, no le daba tregua. Había peligros por todos lados: aparte de que apenas podía tocar nada, en aquel momento una cuadrilla de trabajo, armada con hachas y picos, estaba desalojando el hielo acumulado en los palos para evitar que el sobrepeso volcara el barco, por lo que este caía a plomo sobre la cubierta, produciendo el mismo estruendo que un proyectil de artillería. De modo que, si quería contemplar el cielo estrellado, Reynolds debía sortear aquella mortífera lluvia de fragmentos de hielo capaces de descalabrarlo. Pese a los riesgos, el explorador prefería estar allí, como un juguete dado al frío, pateando la cubierta de vez en cuando para reactivar la circulación de sus entumecidas piernas, antes que en la enfermería, pues los crujidos que producía el hielo al aplastar el casco del buque le impedían conciliar el sueño. Aquellos incansables chirridos se habían convertido en una exasperante canción de cuna que le obligaba a contemplar de cerca el paso de cada una de las horas de aquel atardecer mortecino e interminable en que se sumía la Antártida, donde el sol no era más que un voluntarioso candelabro que se esforzaba en vano en iluminar un salón de baile.
Hacía ya más de cinco horas que el capitán MacReady y su grupo habían vuelto de la exploración sin encontrar nada. La única partida que no había regresado era la formada por los marineros Carson y Ringwald, que no se habían presentado en el punto de reunión. Habían salido en dirección norte, y MacReady y los demás los habían esperado casi una hora, hasta que finalmente, cansados, hambrientos y helados, decidieron regresar al Annawan. Nadie había sacado ninguna conclusión sobre su ausencia, pero una pregunta flotaba en el aire: ¿Se habrían tropezado aquel par de desgraciados con lo que la tripulación había empezado a llamar «el monstruo de las estrellas»? No podía saberse a ciencia cierta, naturalmente, aunque era lo más probable. El capitán, como casi todos en el barco, daba ya por perdidos a sus dos hombres, pero Reynolds suponía que, en cuanto juzgara que la tripulación había descansado lo suficiente, MacReady organizaría un nuevo grupo de búsqueda.
Al principio, mientras mareado por el dolor era arrastrado hasta el buque por Foster y el doctor Walker, Reynolds lamentó su imprudencia, no solo porque le había hecho quedar en ridículo ante la tripulación y daría pábulo a las bromas del capitán, sino porque le había impedido explorar el lugar donde se hallaban, que era lo que había deseado hacer desde el momento que encallaron. No obstante, ahora se alegraba de su irresponsabilidad, pues según le había explicado el sargento Allan, con la niebla cada vez más densa, habría sido imposible descubrir su anhelado agujero hacia el interior de la Tierra a menos que hubiesen caído en él. Por no mencionar el peligro que suponía la criatura que había bajado de la máquina, la cual habría acabado sin duda con las pobres existencias de Carson y Ringwald. Tras oír aquello, la quemadura de su mano, como podrán imaginarse, se le antojó a Reynolds un módico precio por haber evitado poner en riesgo su vida.
Aunque debía reconocer que la expedición no estaba saliendo como imaginaba, y tras los últimos acontecimientos, era difícil predecir cómo continuaría. Recordó entonces el rosario de obstáculos que había tenido que sortear para llegar hasta allí y los enemigos que su insistencia le había reportado. No había sido sencillo encontrar financiación para una expedición como aquella, y no lo había sido porque la gran mayoría de la humanidad no consideraba ni remotamente la posibilidad de que la Tierra estuviera hueca. Él sí, por supuesto. Y casi podía afirmar que había estado en su interior, aunque no la hubiera pisado más que en sueños.
Todo había comenzado una lejana tarde en la que, de una forma absolutamente casual, un hombre le había reescrito el destino. Desde entonces, Jeremiah Reynolds había dejado de deambular a la deriva para empezar a vivir en una sola dirección, con el rumbo pulcramente trazado.
Aquella tarde en cuestión, él pasaba junto a uno de los salones que en Pensilvania se usaban para dar conferencias, cuando oyó una algarabía de carcajadas provenientes de su interior. Y si algo necesitaba Reynolds tras un insatisfactorio día de trabajo en el periódico que dirigía, eran unas risas. Sí, las necesitaba desesperadamente. Aunque para comprender el estado de ánimo que aquel día embargaba a Reynolds, y que le llevó a detenerse allí, habría que conocer un poco más sobre él, así que permítanme que haga un pequeño alto en la narración para cartografiar brevemente el alma del explorador.
Como muchos otros antes que él y muchos otros después, Reynolds había crecido sumergido en la poza de la pobreza, y había tenido que trabajar desde muy pequeño para costearse cualquier cosa que necesitara, desde unas suelas nuevas para sus botas hasta el ingreso en la universidad. Desde su más tierna infancia, aunque tal vez dicha expresión no sea la más adecuada en este caso, había sido un niño aficionado a la lectura, pero más que las novelas, lo que le atraía eran las narraciones de viajes y descubrimientos. Con sobrecogedora voracidad, había devorado los relatos de Marco Polo, la elogiosa biografía de Colón escrita por su propio hijo, las heroicas epopeyas que habían protagonizado quienes se habían aventurado por vez primera en el Polo Norte, el Polo Sur, la ignota África… Y como es fácil de comprender, todas aquellas gestas habían modelado sus fantasías adolescentes, de manera que Reynolds había crecido soñando con emular a aquellos aventureros que, como si por sus venas corriera la misma sangre brava que la de los dioses del Olimpo, habían cincelado sus nombres en la loza de la Historia, pero sobre todo, no convenía ignorar eso, habían regresado cargados de riquezas y títulos para ellos y para sus herederos. Reynolds aborrecía la mediocridad, y desde muy joven había empezado a sentirse superior a todos los que le rodeaban, aunque ni él mismo habría podido definir en qué estribaba aquella superioridad pues, a poco que uno mirase, podía constatar que era alguien sin ningún talento especial, ni atributos físicos espectaculares o una inteligencia superior a la media. Sin embargo, hasta aquí no puede decirse que Reynolds se diferenciara mucho de cualquier otro joven, ni siquiera en el sentimiento de superioridad que le maceraba el alma, tan intrínseco al hombre. ¿Qué lo distinguía entonces del contable que vivía en su misma planta, por ejemplo, con el que acostumbraba a intercambiar miradas arrogantes al cruzarse en las escaleras? Lo que lo diferenciaba de aquel tipo y del resto de sus vecinos era su fe en sí mismo, el absoluto convencimiento de saberse destinado a grandes y emocionantes gestas, porque Reynolds intuía que no había venido al mundo para devanar aquella existencia tan escandalosamente vulgar. Sin embargo, los años se sucedían sin que nada le invitara a desenterrar el magnífico y secreto destino que guardaba. Es cierto que enseguida dejó de pasar privaciones, pues consiguió terminar sus estudios de periodismo e incluso dirigir un periódico, pero aquellos logros mundanos que estaban al alcance de cualquiera no calmaban su sed de gloria. En lo más profundo de sí mismo Reynolds sentía que estaba desperdiciando su vida, la única que tenía, y que cuando esta llegara a su fin, tanto le daría haber vivido hasta entonces como que la viruela se lo hubiera llevado de niño. Nadie recordaría su insulso paso por el mundo, ni él dispondría de ningún recuerdo gozoso que llevarse a la tumba. Estaba harto, en definitiva, de revolcarse en la mediocridad mientras cantaba las gestas de los demás, inventariaba milagros que siempre sucedían a otros y contabilizaba las riquezas de los privilegiados para unos lectores que, como él, solo podían soñar con ellas. Él no había nacido para eso. No, él había nacido para aparecer en los periódicos como protagonista de las más grandes hazañas, hazañas sin igual que provocaran la envidia de los hombres, los suspiros de las esposas, la admiración de las madres e incluso los ladridos de sus caniches, porque ni en el reino animal pasarían desapercibidas sus extraordinarias proezas.
Desgraciadamente, no se le ocurría ninguna forma de conseguir todo aquello con lo que soñaba, por lo que no les sorprenderá oír que sus noches eran lo más parecido a un martirio que se pueda imaginar. Tendido en la oscuridad, a la espera de que lo embalsamara el sueño, Reynolds se torturaba evocando algunos de los pasajes más épicos que había leído en sus libros sobre exploradores, y cuando se cansaba de ello, se entregaba a apuñalar la negrura con suspiros casi postreros, lamentándose de que todo estuviese ya descubierto. Al menos, todo lo que valía la pena descubrir, porque no bastaba con descubrir algo, naturalmente. ¿Qué gloria y riquezas podían reportarle a alguien perfilar en un mapa cada una de las mellas de las heladas costas de la Antártida, por ejemplo? Ninguna. Había que ser mucho más astuto y descubrir algo que cambiara la Historia, que le garantizara la inmortalidad a su descubridor, y, de paso, si era posible, le llenara los bolsillos. Pero había que andar con pies de plomo, pues entre el regreso de Marco Polo en 1295 y la partida de Colón en 1492, docenas de exploradores habían realizado grandes descubrimientos y, pese a todo, sus nombres habían caído prácticamente en el olvido, eclipsados por el descubrimiento de América, y lo que era aún peor, casi ninguno de aquellos bravos aventureros había sacado de ello algo más que un sueldo mísero y unas fiebres de por vida. ¿Quién se acordaba de fray Oderico de Pordenone, por ejemplo, que se había internado aguerridamente en China atravesando India y Malasia? ¿Y del árabe Ibn Batutah, que había explorado Asia Central y el norte de África? Ni siquiera el célebre Cristóbal Colón había sabido jugar bien sus cartas. Se las había ingeniado para convencer a toda una corte de que la Tierra era mucho más pequeña de lo que Eratóstenes había calculado en la Antigua Grecia, y de que él era capaz de hallar una ruta a las Indias que asegurara un próspero comercio de las especias, pero sobre todo, se maravillaba Reynolds, había sabido negociar envidiablemente sus retribuciones. Por desgracia, después de su fabuloso éxito, había comenzado a forjarse poderosos enemigos, quienes no habían dudado en denunciarle por abusos a los indígenas. El lamentable gobierno de su virreinato había terminado por despojarle de su prestigio y de sus poderes. Sí, resultaba evidente que el oficio de descubridor acarreaba muchos peligros, y estos no siempre se encontraban ocultos tras el follaje de una selva. Reynolds confiaba en poder hacer mejor las cosas si alguna vez se le presentaba la ocasión. Después de todo, contaba con su perspicacia de periodista, con sus contactos políticos, con su olfato para los negocios… Le faltaban conocimientos geográficos y náuticos, eso era cierto, pero lo más frustrante era que le faltaba una Tierra por descubrir. Así que poco podía hacer, salvo aguardar pacientemente a que algún milagro lo redimiera de su vulgaridad. Y si nada ocurría, siempre podría casarse con Josephine, lo cual no sería una gesta digna de pasar a la Historia, pero al menos le llenaría los bolsillos. Aunque a estas alturas Reynolds tampoco sabía si podía contar con esa baza, pues la muchacha se mostraba cada día más inmune a su poco imaginativo galanteo.
Estas eran, en resumidas cuentas, las zozobras que torturaban al explorador cuando pasó junto a la puerta del salón de conferencias y oyó las carcajadas. Es comprensible que Reynolds abriera la puerta de la sala con gesto resuelto: necesitaba reírse de alguien, o acabaría haciéndolo de sí mismo. Pero nada más entrar, lo embargó el más puro desconcierto al comprobar que el hombre que se encontraba en el estrado, provocando aquella hilaridad en el público, no era ningún cómico. Todo lo contrario, el exoficial del ejército John Cleves Symmes parecía tomarse muy en serio lo que estaba diciendo. Y lo que estaba diciendo, por increíble que resultara, era que la Tierra se semejaba a una gran cáscara hueca. En realidad, a un huevo, con su cascarón, su clara y su yema perfectamente separados unos de otros. A su interior se accedía por cualquiera de los dos inmensos agujeros que había en cada polo terráqueo, y en su seno albergaba cuatro esferas igualmente huecas, maceradas en una especie de fluido elástico, que era el responsable de la fuerza de la gravedad. Pero para Reynolds lo más sorprendente fue escuchar que en las entrañas del planeta también había ocurrido el milagro de la vida. Symmes aseguraba que existía un segundo mundo bajo el que todos habitaban, todavía más cálido y variado, donde podían encontrarse vegetales y animales y quizá… la presencia humana. Como era de esperar, aquel comentario desencadenó otro temporal de carcajadas entre los asistentes, a las que Reynolds, que se había sentado en la última fila, se unió de buena gana.
Para acallar las risotadas, Symmes intentó prestigiar sus ideas señalando que estas se apoyaban en los escritos de algunos de los estudiosos más insignes del pasado. Citó al astrónomo Edmund Halley, que había soñado una Tierra cuyo vientre rebosaba también de vida y que se hallaba iluminada por una especie de gas resplandeciente, que a veces se fugaba a través de la fina corteza de los polos terráqueos pintando el cielo de auroras boreales. Y a aquel nombre le siguieron otros muchos, que con sus delirantes teorías no hacían sino avivar las risas del público, y Reynolds reía desde su butaca como un poseso, desaguando con aquellas carcajadas toda la frustración que le provocaba el ejercicio de vivir, mientras Symmes hablaba de que en el corazón de la Tierra habitaban gigantes vegetarianos de más de cuatrocientos años de edad, seres que se transmitían unos a otros el pensamiento mediante radiaciones, enanos albinos que se desplazaban usando trenes antigravitacionales, o mamuts y otras criaturas que el hombre creía extintas desde tiempos inmemoriales. El vientre de la Tierra, según Symmes, era un lugar muy concurrido. Pero de repente, mientras el público seguía riendo cada vez con mayor estrépito, a Reynolds empezó a estancársele la risa en la garganta, y aunque en sus labios permaneció una sonrisa divertida, sus ojos comenzaron a entornarse, y su cuerpo todo se inclinó hacia delante con la lentitud de un árbol talado, para intentar escuchar más atentamente el discurso del patético hombrecillo. Como flechas de papel, sus palabras apenas lograban atravesar la algarabía que le asediaba. Pese a todo, Reynolds logró oír, casi sin respirar y con el corazón estremecido, las teorías del científico Trevor Glynn, que hablaba de los yacimientos subterráneos de la Tierra. Como todos sabían —explicaba Symmes—, el hombre llegaba a ellos trabajosamente, horadando centímetro a centímetro la dura roca sobre la que había asentado su existencia, cavando minas de carbón, de diamantes de y otros minerales, y arriesgando su vida en el empeño por rapiñar aquellos preciados metales a una Tierra cuya cáscara parecía protegerlos maternalmente. Sin embargo, si se conseguía llegar al interior de la Tierra por alguna de sus entradas, situadas en los Polos, el acceso a dichos yacimientos sería tan sencillo como pasear en carruaje por una avenida. Al parecer —y aquí Symmes desplegó un sinfín de planos, mapas y complicados esquemas para corroborarlo—, la Tierra albergaba en su interior cientos de yacimientos infinitamente más ricos y abundantes que aquellos que se hallaban más próximos a la corteza terrestre, y que tan inaccesibles resultaban para el hombre. Esas profundas grutas estaban tan al alcance de los moradores del interior del planeta como para nosotros lo estaban las manzanas en los árboles, por lo que no costaba suponer que los habitantes subterráneos utilizarían el oro, los diamantes y demás piedras preciosas con la misma despreocupación con que sus vecinos de arriba usaban la arcilla. Seguramente construían sus ciudades, sus carreteras, e incluso confeccionaban sus vestidos, con aquellos metales, por lo que resultarían de un valor incalculable en la superficie. Encontrar la entrada al centro de la Tierra equivalía, pues, a encontrar la entrada a todas esas riquezas.
Las últimas palabras de Symmes apenas pudieron oírse entre las carcajadas, pero de todos modos Reynolds tampoco escuchaba ya. Se hallaba estupefacto, con las manos fuertemente aferradas a los brazos de su sillón y la garganta seca y ardiente. Aquella era la respuesta a todas sus plegarias. Aún no estaba todo descubierto. Quizá no quedara nada importante por descubrir sobre la superficie terrestre, pero bajo ella otro Nuevo Mundo esperaba a su conquistador. Un reino en el cual aquel que llegara primero podría afianzar su poder e incluso organizar una nueva Ruta de las Especies, una ruta que achicaría al exterior paletadas de oro, carbón, minerales, brillantes, sobre la que se establecería uno de los mayores comercios jamás imaginados. Era evidente que su descubridor tendría el control de aquel negocio bajo la bandera de su país, con todos los privilegios que ello le reportaría. Sin darse cuenta, Reynolds comenzó a soñar en su butaca, arrullado como un bebé en su cuna por las risas de los asistentes. ¿Cómo llamarían las gentes a aquellas nuevas tierras, el Otro Nuevo Mundo, el Mundo Interior? El comercio dejaría de ser ultramarino, naturalmente. Habría que acuñar un término nuevo para la ocasión: ¿Comercio intraterrestre? ¿La Ruta de las Profundidades? Se imaginó la conmoción que todo aquello supondría para la sociedad: al igual que había sucedido tras el descubrimiento del continente americano, un sinfín de aventureros ansiarían viajar a aquellas nuevas tierras atraídos por sus riquezas. Pero solo quien llegara primero y supiera jugar sus cartas con mayor acierto sería el elegido para la gloria. De repente, a Reynolds le resultó insoportable la idea de que alguien pudiera adelantársele. Debía acercarse al hombrecillo e ingeniárselas para recabarle toda la información que necesitaba para dilucidar si aquello era un delirio más o tenía alguna posibilidad de convertirse en un plan exitoso. Todavía no sabía qué pensar de todo aquello, pero pese a sus dudas, a Reynolds le pareció notar contra la suela de sus zapatos un cosquilleo proveniente de las entrañas de la Tierra, el eco de la misteriosa vida que en aquellos momentos sucedía en su interior, hacendosa y recogida, ajena a las discusiones sobre su existencia.
De modo que, cuando el público abandonó la sala, agitando la cabeza ante los despropósitos que había tenido que oír, y Symmes comenzó a recoger los dibujos del interior de la Tierra con que había ilustrado su plática, mostrando el aire desvalido de un náufrago, Reynolds se acercó a aquel hombre de rostro gordezuelo, le felicitó por su conferencia y se ofreció para ayudarle a recoger las ilustraciones. Symmes aceptó encantado, deseoso de continuar desaguando sus ideas ante aquel inesperado oyente que le había tendido el destino. Así supo Reynolds que el capitán llevaba ya diez años recorriendo el país como un predicador exaltado, vociferando su teoría desde toda clase de púlpitos, sin cosechar más que risas atronadoras o sonrisitas piadosas, como él mismo acababa de comprobar. Symmes se había entregado a difundir su idea por el mundo en cuanto abandonó el ejército, y a Reynolds no le costó imaginarlo provocando el delirio en los salones y teatros que se atrevían a acogerlo con su desastrosa oratoria y sus ideas descabelladas.
—Las evidencias de que mi teoría es cierta son abrumadoras —le anunció mientras recogían los dibujos que había dispuesto sobre varios caballetes—. ¿Cuál podría ser la causa de los huracanes y las ventoleras, si no el viento succionado en los agujeros polares? ¿Y por qué miles de pájaros tropicales emigran al norte durante el invierno?
Reynolds las consideró preguntas retóricas, y dejó que se deshicieran en el aire como copos de nieve. No tenía claro si Symmes quería insinuar que los pájaros se colaban por los huecos polares para anidar en el interior de la Tierra o si se refería a algo totalmente distinto, pero poco le importaba. Optó por asentir con entusiasmo, fingiendo que escuchaba su enervante voz, mientras examinaba febrilmente aquel revoltijo de papelajos, mapas, ilustraciones y estudios con el que el capitán intentaba sustentar sus palabras. La mayor parte parecían tratados serios, muchos de ellos firmados por reputados científicos, por lo que Reynolds no pudo evitar lamentar que el paladín de toda esa excéntrica sabiduría fuera aquel torpe y bufonesco hombrecillo. Imaginó lo que haría él, ayudado por sus dotes periodísticas, con aquel batiburrillo de información y conocimientos: lo organizaría todo, le conferiría una presentación atractiva, no solo para el público, sino también para las instituciones que pudieran apoyarles —casi inconscientemente había comenzado a pensar en plural—, y en suma, barnizaría el proyecto con la pátina de credibilidad de la que carecía la circense exposición de Symmes. Sí, se dijo contemplando los dibujos, podía ser que la Tierra, después de todo, estuviera hueca. ¿Por qué no? Muchos parecían creerlo.
—Por no mencionar las incontables veces que en los mitos antiguos se alude a lugares ubicados en el interior de la Tierra —continuó el capitán, atento a la reacción del joven—. Imagino que habrás oído hablar de la Atlántida o del reino de Agartha, muchacho.
Reynolds asintió distraído: había encontrado los dibujos de Trevor Glynn. Leyó con detenimiento las anotaciones y los intrincados cálculos de los márgenes, que informaban sobre distancias entre los yacimientos, sobre diversas rutas de acceso, sobre cantidades aproximadas de minerales, y proporcionaban datos topográficos y geológicos de un modo tan meticuloso que no costaba imaginar al propio Glynn cartografiando personalmente el terreno, paseando por aquellas recónditas cavernas lápiz en mano. Y en aquel momento, como si sufriera una suerte de iluminación, Reynolds comprendió que aquello no era cuestión de creer o no creer, sino de apostar o no apostar. Sí, tan solo se trataba de eso. Y él decidió apostar. Decidió apostar por la Tierra Hueca. Creería en ella de la misma forma infantil con que creía en la existencia de Dios: si después de todo Dios era una falacia, las consecuencias de haber creído en Él no serían tan terribles como sin duda lo serían si existiera y él se hubiera declarado ateo. Creía por prevención, para evitar arder en el infierno si se equivocaba, lo cual no dejaba de ser otra pequeña muestra de su sentido práctico. Aunque para creer en la Tierra Hueca lo tenía mucho más fácil, ya que si había algo en lo que Reynolds creía sinceramente era en el destino, y esa tarde había entrado en aquel salón para encontrarse con él. Reflexionó sobre todo aquello tratando de ignorar la molesta voz de Symmes. Si había un mundo por descubrir, él no iba a perder el tiempo discutiendo sobre su existencia. Que lo hicieran los demás. Él, sencillamente, iría en su busca: había decidido apostar por él y, después de todo no tenía nada que perder, salvo su aborrecible vida. Así que podría decirse que aquella tarde, por el simple hecho de entrar en una sala atestada, Reynolds había encontrado el sentido de su existencia, tan esquivo hasta el momento. Y solo podía hacer una cosa: acatarlo con alborozo.
La voz de Symmes lo sacó de sus cavilaciones.
—Sin embargo —dijo, considerando si aquel desconocido merecía ser depositario de su sabiduría, de todo aquello que se callaba en los estrados—, la razón principal por la que estoy seguro de que la Tierra es hueca no es ninguna de esas.
—¿Ah, no?
—No, la razón es puramente económica, muchacho —respondió Symmes con suficiencia—. La idea de hacer la Tierra hueca, como los huesos, supone un ahorro de material que no debió de pasarle desapercibido al Creador.
Reynolds se las ingenió para que su rostro no mostrase el desprecio que tan estúpido argumento le provocó, y exhibiera en su lugar la mueca arrobada de quien se halla ante la prueba irrefutable de que habitaban un planeta en cuyo seno se hacinaba una civilización entera, gesto que naturalmente no defraudó las expectativas del exmilitar. El joven le miró de reojo, no sin cierta piedad. Era consciente de que si quería llevar a cabo su plan, debía congraciarse, al menos de momento, con aquel ridículo hombrecillo. Reynolds poco o nada sabía sobre la Tierra Hueca, y seguramente podría aprovecharse de los conocimientos y contactos de Symmes, aunque comenzaba a intuir que una asociación con aquel individuo le supondría un tremendo lastre. De todos modos, era demasiado pronto para pensar en todo eso. Más adelante se vería. Si, llegado el caso, debía deshacerse de Symmes, no creía que le resultara especialmente complicado.
Así que, al día siguiente, Reynolds vendió su participación en El Espectador, el periódico que editaba en Wilmington y, libre como un pájaro, acompañó a Symmes en su cruzada, adoptando como suyo el sueño del exmilitar. Durante casi un año recorrieron el país como dos evangelistas que anunciaran un reino delirante y a trasmano, con un nuevo discurso más ordenado y atractivo, remozado por la hábil mano de Reynolds. Sin embargo, sus esfuerzos por dotar de credibilidad aquel proyecto se veían una y otra vez abortados por los desvaríos y excentricidades de Symmes, incapaz de plegarse a lo acordado o de mantener al menos la boca cerrada. Pese a todo, el explorador intentaba sobreponerse a la desesperación, aplicándose en seguir aquel otro patrón que había confeccionado a espaldas de su compañero. Pronto aprendió todo lo que había que saber sobre las diversas teorías de la Tierra Hueca, y a discernir cuáles serían más atractivas y fáciles de digerir para el público que atestaba los salones, y cuáles resultarían más interesantes para los poderosos que ocupaban los despachos, a los que pretendía seducir. Alentado por sus progresos, durante meses se entregó a una actividad febril: enviaba cartas a sus colegas periodistas, concertaba citas con políticos y pedía favores a todo aquel que le debiera alguno, intentando obtener dinero de debajo de las piedras. Poco a poco, logró que en diferentes círculos se empezara a hablar de la Tierra Hueca como una teoría científica, quizá no lo bastante coherente como para evitar alzamientos de cejas, pero sí lo suficientemente respetable como para sortear las hasta entonces habituales carcajadas, siempre y cuando Symmes no apareciera para echarlo todo por tierra.
Una noche, mientras celebraban lo que Symmes consideraba su último triunfo y Reynolds su último sabotaje, este aceptó al fin que el exmilitar tenía un problema grave con el alcohol. Como siempre, habían consumido el día revelando los entresijos de la Tierra Hueca a todo aquel que quisiera escuchar, y ahora, ante varias jarras de cerveza, les tocaba mostrarse el uno al otro los mucho más sencillos engranajes de sus almas, o por lo menos a aquel rito se entregaba invariablemente Symmes en las postrimerías de la cena, mientras su compañero le escuchaba con una mezcla de piedad y fastidio. Durante muchas noches, a medida que el alcohol soltaba su lengua, Reynolds lo había visto extraviarse más y más en el laberinto de sus propias ilusiones, que él no tardó en catalogar de desvaríos. Symmes cada vez se le antojaba más patético, pero también más peligroso para sus planes. Había imaginado el mundo subterráneo hasta en sus más pequeños detalles, y el resultado era una especie de oasis idealizado, donde la felicidad podía respirarse en el aire y donde no existía ninguno de los tormentos que asediaban a los hombres de la superficie. Un mundo, en suma, donde era imposible no ser feliz, y cuyas maravillas Symmes le describía noche tras noche, con la mirada febril del moribundo que espera la muerte con los ojos ya puestos en los goces del paraíso.
La noche que nos ocupa, sin embargo, pese a comenzar igual que muchas otras, tomó un rumbo inesperado que permitió a Reynolds comprender la locura de su compañero en toda su magnitud. Reclinado en su butaca, y meciendo peligrosamente una copa en su mano, Symmes le confesó con voz pastosa que si podía imaginar tan bien el mundo subterráneo, si estaba tan seguro de que lo que había bajo sus pies era tal como lo describía y no de otra forma era, sencillamente, porque había estado allí. La repentina confesión del exmilitar sorprendió a Reynolds, como es natural, que, atónito, escuchó la delirante historia de cómo Symmes había ido a parar al centro de la Tierra. Lamentablemente, reproducir ahora el relato de Symmes con todos los pormenores les distraería de la narración principal, así que me limitaré a señalar someramente que el presunto suceso tuvo lugar en 1814, en plena guerra contra los británicos. La formación que Symmes capitaneaba cayó en una emboscada, y pronto se hizo patente para todos, tanto soldados como mandos, que no había más órdenes que obedecer que las que les dictara su instinto de supervivencia. Perseguido por dos soldados británicos, Symmes logró esconderse en una gruta que le salió al paso. Tras perderse durante horas por un laberinto de túneles, tropezó con una escalinata que parecía conducir al mismo centro de la Tierra. Allí se había encontrado con una ciudad de hermosas cúpulas que parecía surgida de Las mil y una noches, al igual que el relato que le contó al estupefacto Reynolds, que incluía el enamoramiento de la bella princesa de aquel reino, un complot palaciego, una revolución, y finalmente una huida desesperada que había dejado a la mencionada princesa enferma de amor. Cuando Symmes acabó su relato, rubricándolo con un llanto amargo por el amor de Litina, la princesa de Milmor, el reino subterráneo, Reynolds supo, mientras un escalofrío le recorría la espalda, que había llegado el momento de deshacerse de él. Sí, tenía que hacerlo como fuera, y lo antes posible, o no tendría ninguna posibilidad de llevar a cabo sus planes. Pero por desgracia aquello era más fácil de decidir que de hacer, pues Symmes, que pese a su patético proceder a veces sufría raptos de inspiración, al principio de su relación le había hecho firmar un acuerdo por el cual ambos se comprometían a realizar juntos una expedición al centro de la Tierra, y se prohibía también a ambos emprender dicho proyecto sin la participación del otro, salvo en caso de defunción de una de las partes. Y ahora que había constatado lo difícil de manejar que era aquel hombrecillo, Reynolds no pudo sino maldecirse por haberlo firmado.
Durante los días siguientes no hubo un solo instante en el que no se preguntase qué podía hacer para deshacerse de Symmes. Su compañero cada vez bebía más, incluso durante el día, y especialmente antes de las conferencias, como si creyese que el alcohol le ayudaba a engrasar su oratoria, por lo que Reynolds vivía en una insoportable angustia, temiendo que el exmilitar escogiera cualquier reunión o conferencia para revelar al mundo su delirante historia, convirtiéndolos a ambos en los bufones del reino. Dado que asesinar a Symmes con sus propias manos rebasaba incluso su amoralidad, Reynolds optó por minimizar al máximo los daños. Empezó a concertar las reuniones a sus espaldas, e incluso le incitó a beber todavía más, para mantenerlo durante el día en una dócil semiinconsciencia. Así podía acudir solo a las conferencias, mientras dejaba a Symmes dormido en su habitación del hotel.
Un día, al fin, se le presentó la oportunidad que había estado anhelando. Se hallaba en plena reunión con un par de senadores en la habitación de su hotel cuando, sin previo aviso, Symmes apareció en paños menores, completamente ebrio, y arrodillándose frente a los insignes caballeros, les suplicó que apoyasen su proyecto, que les dieran un poco de su dinero a su amigo y a él, porque en aquellos momentos una bella princesa suspiraba de amor bajo sus pies, como podrían comprobar si aplicaban el oído a la alfombra, y, ¿qué otra cosa había en el mundo por lo que mereciera la pena luchar más que por el amor verdadero? Acto seguido, se desplomó a sus pies y comenzó a roncar plácidamente. Reynolds lo observó dormir con una mueca de asco. Sin excesivas disculpas, despidió a los dos senadores, todavía sobrecogidos por la grotesca aparición, y luego, una vez se encontró solo en la habitación, estudió a Symmes con detenimiento durante varios minutos, mientras la mueca de repulsa de sus labios iba trocándose en una sonrisa siniestra. ¿Se atrevería a llevarlo a cabo? Si dejaba pasar aquella oportunidad, tal vez no tendría otra, concluyó. Así que, evitando pensar en el verdadero significado de lo que estaba haciendo, procedió a abrir las ventanas con la diligencia de una sirvienta que quisiera airear la habitación. Se encontraban en Boston, en mitad de un invierno que estaba resultando especialmente crudo. Un viento gélido comenzó entonces a sacudir las cortinas, mientras un enjambre de danzarines copos de nieve invadía la estancia, salpicando la alfombra, el suelo y los rincones de jirones blancos, como si una novia frustrada hubiese desgarrado allí su vestido. Tras comprobar que no dejaba pistas de su intervención, Reynolds abandonó a Symmes, dejándolo en el suelo, medio desnudo en mitad de aquel simulacro de intemperie, y se fue a dormir a la habitación de este, no sin antes avisar en recepción de que no lo molestaran bajo ningún concepto. Y he de decir que concilió el sueño enseguida, sin que las posibles consecuencias de sus actos le perturbaran lo más mínimo.
A la mañana siguiente, Reynolds regresó a su habitación y encontró a Symmes todavía inconsciente, aunque a unos metros de donde lo había dejado, como si en algún momento de la noche se hubiese despertado y hubiese intentado arrastrarse hasta la cama en busca de abrigo. Tenía el rostro congestionado, casi morado, y su piel ardía. Respiraba trabajosamente, emitiendo un bufido agónico similar al que surge de un trombón si se le obstruye con trapos mojados. Reynolds lo trasladó de inmediato a la habitación que le correspondía y lo acostó en la cama. Después llamó al médico, a quien bastó una ojeada para diagnosticarle una pulmonía grave. El enfermo nunca llegó a recuperar del todo la conciencia. Durante cuatro días, no hizo más que sudar, delirar y agitarse sobre la cama al compás de la fiebre, llamando a gritos a Litina. La madrugada de su último día sobre la faz de aquella Tierra que tantas humillaciones le había reportado, Symmes abrió los ojos y se encontró a Reynolds sentado junto a su cabecera, de donde no se había movido durante todo ese tiempo. En un susurro ronco y ahogado, el exmilitar logró dirigirse a él. «Todos mis esfuerzos han sido en balde —le dijo—. Litina jamás sabrá que fui víctima de un complot, que la amé de verdad y que desde que huí de su mundo no he dejado un solo día de amarla». Reynolds le contempló sintiendo cómo el corazón se le inundaba de piedad, de una piedad tan sorprendente como inmensa por aquella vida inútil que podía haberse resuelto con dignidad si a última hora no la hubiese truncado la locura. Y casi sin darse cuenta, se descubrió tomándolo de las manos y prometiéndole, en aquella habitación que apestaba a medicinas y muerte, que no desfallecería hasta llegar al centro de la Tierra para poder transmitir a Litina sus palabras. Sí, eso haría, y cumpliría su promesa aunque fuera lo último que hiciera en esta vida. Symmes se las arregló para esbozar una leve sonrisa de agradecimiento. Fue su último gesto, pues apenas unos segundos después, los ojos se le vaciaron de luz y la boca se le abrió con ansia para aspirar un aire que ya no era suyo. En aquel momento Reynolds pudo comprobar que nada hay más triste en el mundo que ver morir a un hombre con el rictus desolado de quien no ha logrado hacer realidad sus sueños.
Librarse de Symmes de aquel modo dejó un regusto agridulce en el alma de Reynolds, pero dado que no resultaba práctico lamentarse por ello, y mucho menos torturarse hasta el resto de sus días con aquel recuerdo, como sin duda habría hecho cualquier espíritu sensible, el explorador decidió arrumbarlo a ese rincón de su mente donde amontonaba todos los actos de los que no se sentía especialmente orgulloso, y seguir con su plan como si la muerte del exmilitar se hubiese producido sin su intervención. Así que, libre ya de su pesado lastre, Reynolds continuó dando conferencias por toda la costa Este, empapelando las paredes con las ilustraciones de Halley, Euler y los demás, tal y como había hecho junto a Symmes. Dado que sus exposiciones a puerta cerrada no parecían cuajar, la desesperación lo llevó a cobrar cincuenta centavos por la admisión, intentando de ese modo costearse la expedición que el exmilitar nunca había podido hacer realidad. Pero aquello enseguida se le reveló como un gesto más romántico que útil, y decidió que ya había llegado la hora de picar más alto. Continuó con su proselitismo de ciudad en ciudad, aporreando las puertas de los despachos con redobladas fuerzas, pero solo cosechó fracasos. Se le ocurrió entonces aprovechar el complejo de inferioridad cultural que arrastraba Estados Unidos frente a sus vecinos europeos, y probó a vender la exploración polar como la mayor gesta patriótica imaginable. Gracias a lo que no dudó en considerar un merecido golpe de suerte, aquel planteamiento llamó la atención de Watson, un empresario que enseguida se mostró dispuesto a hacer realidad sus sueños. Con el dinero de Watson de por medio, otros muchos poderes se fueron adhiriendo a su causa, hasta formar una intrincada red de intereses ocultos, y de la noche a la mañana, Reynolds se descubrió acechado desde las sombras por una alianza de alimañas poderosas, atentas a cada paso que daba, dispuestas a sumarse a su triunfo, o a devorarle por su fracaso. De ese modo, el Annawan zarpó del puerto de Nueva York rumbo al boquete polar en olor de multitud, y el sueño que había envenenado la vida de Symmes fue bautizado en los periódicos como «la Gran Expedición Americana».
Sin embargo, ahora se hallaban en un lugar que no parecía formar parte del mundo, donde ya no se oían los aplausos exaltados de ninguna multitud, solo aquel silencio tan semejante al olvido que lo envolvía todo. Por si eso no bastase, había ocurrido algo absolutamente inesperado, cuyas consecuencias Reynolds todavía no podía predecir. Habían llegado hasta allí con el propósito de encontrar la entrada al centro de la Tierra, y se habían tropezado con un monstruo proveniente de las estrellas. Y aunque de momento el miedo lo empañaba todo, Reynolds no podía evitar que su mente comenzara a jugar con la idea, no demasiado extravagante, de que aquel descubrimiento azaroso también le aureolaría de gloria y lo enterraría bajo una montaña de dinero. ¿Acaso una buena parte de los grandes descubrimientos no sucedían por azar? ¿No había tropezado Colón con el Nuevo Mundo cuando buscaba una ruta nueva a las Indias? Sí, el destino de los grandes parecía estar escrito por designios tan poderosos como ocultos. Tal vez la llegada de la criatura no representara un obstáculo para la expedición, sino algo mucho mejor que esta. Si contemplaba el asunto desde esa perspectiva, al explorador no le costaba concluir que se había tropezado con Symmes, había creído en la Tierra Hueca y había sufrido cientos de penalidades, únicamente para encontrarse allí en aquel momento y ser testigo del que tal vez sería el acontecimiento más importante para la humanidad, más aun que el mismísimo nacimiento de Jesucristo. Sí, todo aquello no podía ser casualidad, se dijo. Su destino era alcanzar la gloria, pasar a la Historia, y estaba claro que iba a conseguirlo fuera como fuese.
Reynolds trató de serenarse. Ahora más que nunca debía estudiar con frialdad el abanico de opciones que se abrían ante él, para intentar adelantarse a los acontecimientos. Si conseguían cazar al demonio y llevarlo a Nueva York, provocarían una conmoción nunca vista, eso era evidente. Resultaba incalculable lo que un descubrimiento de tal calibre como era la existencia de otros seres en el espacio supondría para la humanidad. Si realmente provenía de allí, como aseguraba el mestizo, la criatura y su artefacto volador ofrecerían al hombre la oportunidad de obtener una nueva perspectiva sobre el lugar que ocupaba en la naturaleza, incluso cambiaría su opinión sobre el sentido de la vida. Lo quisiera o no, el hombre, ese engreído emperador del cosmos, tendría que reconocer que la Tierra era un astro más, perdido en el firmamento; tendría que ser consciente, en definitiva, de su terrible pequeñez. El monstruo de las estrellas sería un hallazgo revolucionario, sí, aunque primero había que cazarlo, naturalmente. Pero ¿era eso posible? ¿Podrían cazar al demonio y regresar a casa con él? De repente, le asaltó otra idea: ¿Y si el monstruo de las estrellas no era un ser maligno, como todos daban por sentado, sino una criatura que había llegado a la Tierra con fines pacíficos? ¿Sería posible comunicarse con ella? No lo sabía, pero tal vez debería intentarlo, pues eso supondría un logro infinitamente mayor que llevar su cabeza a Nueva York. ¡La primera comunicación con un ser inteligente de otro mundo! ¿Cuántas maravillas podría contarle a la raza humana una criatura como esa? ¿Y cómo se recordaría a Reynolds, al artífice de tal milagro, durante los siglos venideros? El explorador se obligó a embridar su imaginación. Todo eso estaba todavía por ver. Lo más importante era encontrar el modo de volver a casa, pues de nada iba a servirles saber que había vida en otros mundos, incluso aunque hubieran tomado el té con un ser proveniente de alguno de ellos, si morían congelados.
Las dos siluetas que se recortaron en el horizonte le sacaron de sus cavilaciones. Reynolds extrajo el catalejo del bolsillo de su sobretodo y encañonó al par de bultos oscuros que avanzaban hacia el barco. Aunque la distancia no le permitía distinguir sus rostros con claridad, solo podía tratarse de Carson y Ringwald, que al parecer no habían sido devorados por el monstruo. Y por la forma en que caminaban, tampoco parecían estar heridos. Reparó entonces Reynolds en el trineo que custodiaban entre ambos, y en el enorme bulto cubierto con una manta que cargaban. El explorador se quedó atónito. Aquello solo podía significar una cosa: Carson y Ringwald habían logrado cazar al monstruo de las estrellas.