Durante la marcha, Reynolds evitó situarse junto al capitán, aunque ese fuera el sitio más apropiado para él. No le apetecía enredarse en un duelo verbal con MacReady mientras avanzaban por el hielo, por lo que se fue quedando deliberadamente rezagado, hasta que se encontró caminando junto a Griffin, el enclenque marinero que con sus comentarios había logrado despertar su curiosidad. Recordó que Griffin se había enrolado en el Annawan en el último momento, cuando la tripulación ya estaba completa. Su insistencia por formar parte del Servicio de Descubrimientos había vencido las reticencias de MacReady, lo cual delataba tanto la pasión del marinero por aquel viaje como su habilidad para sortear los obstáculos que le salieran al paso, en especial a los capitanes rudos e intransigentes… Pero ¿por qué era tan importante para Griffin estar allí ahora, helándose de frío?, se preguntó Reynolds.
—Creo que tiene razón, Griffin —le dijo cuando estuvo a su altura—. Probablemente lo que nos encontremos en esas montañas sea algún tipo de máquina voladora.
A Griffin le sorprendió que el responsable de la expedición, que apenas se mezclaba con los marineros, se dirigiera a él empleando el característico tono amable de quien busca un poco de charla. Visiblemente incómodo, se limitó a asentir con la cabeza, convertida en un rebujo de pañoletas y bufandas del cual asomaba una nariz congelada. Pero su parquedad no desanimó a Reynolds, empeñado en hilar una conversación con el esquivo marinero, quisiera este o no.
—¿Por qué se ha enrolado en nuestra expedición, Griffin? —le preguntó sin rodeos—. ¿Cree en la Tierra Hueca?
El marinero lo contempló con asombro durante unos segundos. Tenía el fino bigote escarchado, y el explorador pensó que cuando regresara al buque no le quedaría otro remedio que cortarse el pelo que se le había congelado. Precisamente para evitar aquel remedio tan doloroso y desagradable, Reynolds continuaba afeitándose, aunque tenía que hacerlo sirviéndose de una palangana llena de hielo fundido. Era evidente que Griffin prefería no pasar por aquel suplicio todas las mañanas.
—Es una idea muy poética, señor —respondió al fin el marinero.
—Una idea muy poética, ya… Pero no cree en ella —dedujo Reynolds, dedicándole una mirada suspicaz—. Supongo que está aquí por el sueldo, como todo el mundo. Pero, dígame, ¿por qué insistió tanto en embarcarse en el Annawan? En cualquier otro barco pagan lo mismo, o incluso más, y las condiciones no son tan peligrosas.
Griffin, que parecía sentirse cada vez más molesto ante aquel interrogatorio, se tomó unos segundos para meditar su respuesta.
—Necesitaba embarcar en un buque que no garantizara el regreso, señor —respondió al fin.
Reynolds no pudo ocultar su perplejidad. Recordó el anuncio que MacReady había publicado en varios periódicos de Nueva York para reclutar a la tripulación, y que a él mismo le había helado la sangre al leerlo:
Se buscan hombres para un viaje a la Antártida con la intención de encontrar la entrada al centro de la Tierra. Condiciones peligrosas: frío extremo y riesgos constantes. No se asegura el retorno con vida. Honor, reconocimiento y generoso sobresueldo en caso de éxito.
—Nunca pensé que eso pudiera suponer un aliciente para alguien —dijo Reynolds, contemplando al hombrecillo con algo parecido al respeto.
Hasta aquel momento había pensado que él no era tan distinto al resto de los mortales, pues suponía que todos habían embarcado en el Annawan atraídos por la última frase del anuncio. Pero aquel marinero delgaducho lo había hecho por la penúltima. Al parecer, los caminos del corazón humano eran tan inescrutables como los designios de Dios. Griffin se encogió de hombros y continuó caminando en silencio, hasta que la mirada inquisitiva de Reynolds le obligó a añadir algo más.
—No sé por qué se habrán embarcado los demás, señor —confesó, sin dejar de mirar al frente—, pero yo estoy aquí para escapar de una mujer. Al menos durante un tiempo.
—¿De una mujer? —preguntó el explorador, cada vez más intrigado.
El marinero resumió su aflicción en un suspiro pesaroso.
—Se trata de la muchacha a la que cortejaba. Hace algo más de cuatro meses, y sin llegar a saber muy bien cómo, me encontré comprometido con ella para contraer matrimonio. —Griffin pareció sonreír con resignación tras las múltiples capas de tela que le ocultaban el semblante—. Y como comprenderá, no pienso casarme todavía. ¡Solo tengo treinta y dos años, señor! ¡Aún me queda mucho mundo por ver!
Reynolds asintió, fingiendo comprensión.
—El día después de sellar mi compromiso —continuó el marinero—, fui al puerto y me enrolé en esta expedición. Odio el frío, pero como ya le he dicho, el Annawan era el único buque que no garantizaba el regreso. Así dispondría de tiempo suficiente para decidir qué quiero realmente hacer con mi vida.
—Entiendo —dijo Reynolds sin entenderlo en absoluto—. ¿Y ella? —añadió, dando por sentado que la mujer habría roto su compromiso con aquel hombre que, antes de casarse con ella, había creído conveniente embarcarse en un viaje suicida.
—Como podrá imaginarse, no se tomó demasiado bien que nuestro compromiso se prolongara de repente unos cuantos meses, o incluso años, pero comprendió mis… ansias de aventuras.
—Entiendo —repitió Reynolds de forma mecánica.
Griffin cabeceó, agradeciéndole su aprobación, y como si hubiera despilfarrado irresponsablemente la mayor parte de la provisión de palabras que había traído para el viaje, dio por terminada la charla, abismándose de nuevo en un silencio inexpugnable que abortaba cualquier intento de camaradería, por lo que Reynolds al fin se rindió. Siguió caminando a su lado, compartiendo un mismo silencio, como dos monjes paseando por un claustro, mientras una inoportuna niebla comenzaba a levantarse a su alrededor y el frío parecía intensificarse.
Para tratar de ignorarlo, Reynolds se entretuvo rememorando la caída de la extraña máquina. Le resultaba especialmente curioso que aquello hubiese ocurrido justo cuando ellos estaban allí, como si se tratase de un espectáculo por encargo. Si no hubiesen encallado en el hielo, nadie lo habría visto, y quizá su ocupante, si es que aquel artefacto lo dirigía alguien, habría muerto sin testigos, implorando una ayuda que nadie podía ofrecerle. Luego se preguntó qué país contaría con la ciencia y con los medios necesarios para fabricar un aparato como el que había surcado el cielo a aquella pavorosa velocidad, pero enseguida sacudió la cabeza: no tenía sentido hacer cábalas. Dentro de una hora o quizá menos lo descubriría por sí mismo, se dijo, concentrando su atención en la majestuosa belleza del paisaje, en aquel blanco puro e inagotable que lo rodeaba por todas partes, jugando a imitar el mármol de los palacios. Resultaba irónico que las características que dotaban de belleza a aquel paraje fuesen las mismas que tal vez terminarían matándolos.
Pese a la consistencia que la niebla había empezado a adquirir, no tardaron en atisbar la máquina. Lo que había caído del cielo era tan enorme que se recortaba siniestramente en la distancia, como un faro que guiara sus pasos. Cuando al fin alcanzaron el lugar del accidente pudieron comprobar que, en efecto, se trataba de algún tipo de artefacto volador. Era casi del tamaño de un tranvía, aunque redondeado y aplanado como un penique, y al encontrarse medio incrustado en el hielo, se alzaba ante ellos como el ídolo de una religión desconocida. La máquina no parecía haber sufrido daño alguno, pero el impacto había agrietado el hielo en al menos treinta metros a la redonda, por lo que al aproximarse a ella tuvieron que vigilar dónde pisaban. Comprobaron entonces que el ingenio estaba hecho de un material pulido y resplandeciente. La tersura de su superficie evocaba la piel de los delfines, y no se veía ninguna puerta o escotilla. Lo único que rompía la lisura de su fuselaje eran unas agrupaciones de extraños símbolos en relieve, que emitían un suave resplandor cobrizo.
—¿Alguien tiene alguna idea de qué demonios es esto? —preguntó MacReady mirando inquisitivo a su alrededor.
Nadie contestó, aunque el capitán tampoco esperaba una respuesta. Todos estaban fascinados ante la refulgente superficie de la máquina, donde, junto a los racimos de nubes que adornaban el cielo y el cerco de montañas, se reflejaban también sus boquiabiertos rostros. Reynolds contempló su reflejo como si no se reconociese. Llevaba tanto tiempo asomándose al pequeño espejo que usaba para afeitarse, viendo su rostro a retazos que se le antojaban irreconciliables, que ahora le sorprendía el lamentable resultado que se obtenía al unir todas las piezas. Su afeitado era impecable, sin duda, pero sus ojos destilaban una mirada cansada y febril, provocada por la falta de sueño, por no mencionar su extrema delgadez. Por lo demás, el rostro que le devolvía la lustrosa piel de la máquina seguía siendo el de siempre, demasiado aniñado para poder medirse sin esfuerzo en el mundo de los adultos, y con aquellos labios gordezuelos donde tan difícil le resultaba apuntalar una mueca de autoridad.
Dejando escapar un suspiro de resignación, Reynolds se desentendió de su reflejo para estudiar una de las constelaciones de signos que tenía más cerca. Eran, en su mayoría, símbolos de trazos sinuosos que recordaban vagamente a los caracteres orientales, y estaban cercados por algo parecido a figuras geométricas. Sin poder resistirse, acercó su mano derecha a uno de aquellos símbolos, con la intención de acariciar sus ondulantes formas en espiral. Aunque sentía curiosidad por descubrir qué tacto tenía aquel material tan asombroso y refulgente, prefirió no quitarse el guante por temor a que se le congelara la mano. Pero cuando la tela rozó el símbolo, un extraño hilo de humo comenzó a elevarse perezosamente en el aire. Reynolds observaba aquel fenómeno sin entender lo que sucedía, cuando una diminuta llamarada azul brotó de su guante como una flor repentina. A continuación el explorador experimentó un dolor brutal, que enseguida se propagó desde su mano hacia el resto del cuerpo. La apartó de la máquina con un movimiento brusco, sin poder evitar que aquella agonía le rebosara de entre los labios convertida en un terrible bramido. Percibió un olor repentino, mezcla de tela y carne quemadas, y entre la bruma del dolor, el explorador apenas pudo acertar a comprender que al apoyar su guante sobre aquel extraño signo, había empezado a incendiarse a pesar de hallarse a varios grados bajo cero. Los marineros que se encontraban a su alrededor se apartaron horrorizados, mientras Reynolds, con el rostro contraído, se clavaba de rodillas en el hielo y sostenía la mano derecha, que ahora se mostraba envuelta en jirones de tela chamuscada, humeante y crispada como la garra de una bruja.
—¡Dios mío! —exclamó el doctor Walker, acudiendo a su lado.
—¡Demonios, que nadie toque el casco de esa cosa! —rugió MacReady—. ¡Maldita sea, que nadie toque nada sin mi permiso o lo colgaré del palo mayor!
El cirujano ordenó a Shepard, el marinero que tenía más cerca, que abriera rápidamente un agujero en el hielo. Shepard sacó su piqueta y golpeó la quebradiza capa varias veces, con urgente saña, hasta que logró cavar una especie de madriguera, en la que Walker hundió la mano de Reynolds hasta el antebrazo. Se oyó entonces un silbido semejante al que se produce cuando se sumerge un hierro al rojo en un cubo de agua. Cuando consideró que ya era suficiente, o tal vez cuando sintió que su propia mano empezaba a congelársele a pesar del guante, Walker extrajo la extremidad del explorador, que se dejaba hacer medio desmayado por aquel vaivén de fuego y hielo al que había sido sometido.
—Necesito llevarlo a la enfermería urgentemente, capitán —anunció el doctor Walker—. Aquí no llevo nada para vendarle la mano.
—¡Capitán MacReady! —gritó el mestizo, antes de que el oficial pudiera responder.
MacReady volvió la cabeza hacia Peters, que se hallaba a unos diez metros de la máquina, señalando el hielo.
—¡He encontrado huellas, señor!
El capitán abrió la boca en un gesto de asombro, luego recompuso su expresión y acudió al lugar donde se hallaba el indio, seguido de algunos marineros.
—Parece que algo ha salido de la máquina —dedujo el mestizo.
MacReady lo contempló con fastidio, como si todo aquello fuera culpa suya, aunque resultaba evidente que con lo que estaba enfadado era con aquella interminable cadena de sorpresas que le impedía mostrar ante sus hombres la serena imperturbabilidad que todo capitán debía esgrimir. El mestizo se arrodilló ante las huellas, las estudió en silencio y luego tradujo al resto lo que él veía en aquellos garabatos sobre la nieve.
—Son huellas enormes, mayores que las huellas de los osos polares. En realidad, son mayores que las de cualquier animal de la Tierra, al menos que yo recuerde —dijo, señalando su contorno—. ¿Ven? Son casi tan largas como el brazo de un hombre. Y son extrañamente ovaladas y profundas, como si lo que las hubiese producido pesara toneladas. Pero lo más raro es que no hay impresión de dedos sobre la nieve. Las marcas semejan las estrías de unas garras.
—¿Estás seguro, Peters? —le contradijo Wallace, inclinándose también sobre ellas—. A mí me parecen más bien marcas de pezuñas.
—¿De pezuñas? ¿Desde cuándo sabes rastrear, Wallace? —se mofó otro marinero.
—No sé, Shepard, pero tengo cabras y estas marcas son…
—¡Cállense los dos! —rugió MacReady a los marineros. Luego se volvió hacia el indio, que en vez de discutir con ellos se había limitado a refugiarse tras una mirada hosca, quizá ofendido porque alguien cuestionara sus vastos conocimientos en aquella materia—. Continúe, Peters, por favor… ¿Estaba diciendo que no son huellas humanas?
—Me temo que no, señor —aseguró Peters.
—¡Pero eso es imposible! —exclamó MacReady—. ¿De qué podrían ser si no?
—Las huellas no mienten, capitán —dijo el indio—. Sea lo que sea lo que ha bajado de la máquina, es una criatura que camina sobre dos patas, pero no creo que sea humana.
Se hizo un silencio sepulcral, mientras los demás se inclinaban sobre las extrañas marcas.
—Y son huellas recientes —añadió—. Yo diría que de hace unos veinte minutos, incluso menos.
Las palabras del mestizo alarmaron a todos, que miraron asustados a su alrededor, escrutando aquella nada blanca en la que, de repente, habían dejado de estar solos.
—¿Dónde están las siguientes huellas? —quiso saber MacReady, intentando aparentar calma—. ¿Hacia dónde ha ido esa… criatura?
—Eso es lo más extraño, capitán —dijo Peters, guiándolos unos metros más allá—. Las siguientes huellas están aquí, a casi dos metros de distancia de las otras. Eso significa que la criatura puede cubrir con sus zancadas una distancia imposible para cualquier animal. Y las siguientes deben de estar aún más lejos, pues no logro verlas.
—¿Quieres decir que… se desplaza a saltos?
—Eso parece, capitán. A saltos cada vez más espaciados, lo que dificultaría su seguimiento aunque no hubiese niebla. Es imposible determinar hacia dónde ha ido sin peinar la zona. Podría haber escogido cualquier dirección.
—¿Ves, Wallace? —se oyó decir a Shepard—. ¿Podría hacer eso tu cabra?
El capitán lo mandó callar con una mirada furibunda.
—¿Qué crees que es esa cosa, Peters? —preguntó entonces otro de los marineros, el tal Carson, como si en aquella situación el indio fuera una autoridad mayor que el propio capitán.
El mestizo guardó unos segundos de silencio antes de responder, como si estuviese considerando si sus compañeros estaban preparados para la revelación de la que iba a hacerles partícipes.
—Un demonio —dijo en tono sombrío—. Y ha venido de las estrellas.
Aquellas palabras produjeron una inevitable agitación en el grupo. El capitán iba a levantar una mano para hacerlo callar, pero luego se contuvo. ¿Acaso tenía él una teoría mejor con la que tranquilizar a sus hombres?
—De acuerdo —dijo, intentando controlar la situación—. No nos precipitemos en catalogarlo. Sea lo que sea, tal vez siga por los alrededores. Iremos a comprobarlo. Doctor Walker, usted y Foster regresen al barco con el señor Reynolds, cúrele la mano y, cuando se reponga, recuérdele que a veces es preferible esperar antes de tocar las cosas. Es algo que sabe hasta un niño.
El doctor asintió, ayudando al sollozante Reynolds a levantarse, mientras MacReady continuaba repartiendo órdenes.
—Lo mejor será dividirse, así abarcaremos todo el perímetro de la máquina. Peters y Shepard, ustedes cojan uno de los trineos y busquen por el sur. Carson y Ringwald, ustedes llévense el otro trineo y busquen por el norte. Griffin y Allan, vayan al este, y usted, Wallace, venga conmigo. Recorran un par de millas, y si no encuentran nada regresen a este lugar, que será el punto de reunión. ¿Alguna pregunta?
—Yo tengo una, capitán —dijo Carson—. ¿Y si encontramos al… demonio?
—Si se lo encuentran y muestra una actitud agresiva, no dude en abatirlo de un disparo de mosquete, Carson. Y luego remátelo.
Todos asintieron.
—Bien —dijo el capitán tomando una gran bocanada de aire—, ahora pongámonos en marcha. ¡Vayamos a por esa cosa!