Por el asombro que reflejan sus caras en este momento, puedo deducir lo mucho que les han intrigado los distintos misterios que este relato esconde entre sus pliegues: ¿Qué le sucedió realmente al buque Annawan y a su tripulación en el Polo Sur? ¿Está vivo el marciano de la Cámara de las Maravillas? ¿Se halla nuestro mundo bajo la sombra de alguna amenaza oscura y desconocida? Yo también estaría intrigado, si no fuera, por supuesto, porque conozco todas las respuestas. Unas respuestas que les iré desvelando poco a poco y con sumo placer, pues esa es una de las tareas más gratas de todo narrador, ya que, salvando las distancias, nos permite emular a los magos que llenan los teatros. Nada que ver, por ejemplo, con el tedio de las descripciones, una labor más propia de los obreros. Aunque para hacerlo de un modo ordenado, como corresponde, debería retroceder en el tiempo hasta el verdadero comienzo de este relato, hasta el momento exacto en el que hunde sus raíces el pequeño prólogo que acabo de narrarles. No obstante, ya les advertí que el principio de una historia es siempre difícil de precisar porque un relato tiene infinitos principios, aunque yo, por suerte o por desgracia, puedo verlos todos. Comprenderán pues mi temor a equivocarme en la elección. ¿Cuál de ellos debería escoger? ¿Existe un principio que pueda calificarse como tal? ¿Y acaso un principio no es siempre el final de otra historia? Sea como sea, por algún sitio he de empezar, y tras considerarlo unos segundos, creo que lo mejor será desandar el siglo hasta el año de gracia de 1830, desplazándonos también en el espacio, hacia los helados páramos de la Antártida. Como recordarán si han prestado atención a los recortes que ojeó Wells en el sótano del museo, se trata del lugar y el momento en el que encalló el tristemente célebre Annawan, donde viajaban los valientes marineros que tuvieron la desgracia de dar la bienvenida al marciano en su llegada a la Tierra, un papel para el que sin duda ninguno de ellos estaba preparado.
Trasladémonos hasta allí, pues, y veamos cómo, mientras la máquina voladora con forma de platillo se aproximaba a nuestro planeta surcando la oscuridad del espacio, Jeremiah Reynolds, el responsable de aquella malograda expedición al Polo Sur, estudiaba el pedazo de hielo en el que había encallado su barco preguntándose cómo lograrían salir de allí, sin sospechar que muy pronto aquella iba a ser la menor de sus preocupaciones. El explorador cayó entonces en la cuenta de que probablemente ningún ser humano había puesto todavía sus ojos en aquel paraje antártico, y lamentó no estar enamorado para bautizarlo con un nombre de mujer, como solía ser lo habitual. A aquel trozo de hielo, a la cordillera montañosa que se adivinaba en el horizonte austral, a la bahía que se abría a su derecha emborronada por la nieve, o incluso a un témpano cualquiera de los muchos que había por allí, igual le daba. Lo importante era mostrarle al mundo que su corazón pertenecía a alguien. Pero por desgracia Reynolds nunca había experimentado ningún sentimiento remotamente parecido al amor, y el único nombre que habría podido usar para aquel fin era el de Josephine, la adinerada muchachita de Baltimore a la que cortejaba por intereses bien distintos. Y francamente, no se imaginaba diciéndole, mientras tomaban el té bajo la atenta mirada de su madre: «Por cierto, querida, le he puesto tu nombre a un continente situado en el remoto círculo polar. Espero que eso te haga feliz». No, Josephine no sabría valorar aquel regalo. Josephine solo valoraba lo que podía ponerse en los dedos, las muñecas o el cuello, siempre que no fueran unos grilletes, naturalmente. ¿De qué iba a servirle un regalo que nunca podría ver ni tocar? Se trataba de un presente demasiado sutil para alguien como ella, ajena a las sutilezas. Así que allí, en mitad del hielo, a más de cuarenta grados bajo cero, quién iba a decirlo, Reynolds tomó una decisión que no habría podido tomar en ningún otro lugar: dejar de cortejar a Josephine. Sí, eso haría. Era bastante improbable que lograra regresar con vida a Nueva York, pero si por mediación de algún milagro lo conseguía, se hizo la solemne promesa de que solo pretendería a alguien con la suficiente sensibilidad como para que le emocionara la existencia de un peñasco helado con su nombre en el Polo Sur. Aunque tampoco estaría de más, le obligó a añadir su insobornable sentido práctico, que la muchacha en cuestión dispusiera de suficiente dinero como para perdonarle que, en el caso de que la suerte no le sonriera, aquel islote remoto fuera todo lo que él pudiera ofrecerle.
Agitó la cabeza para espantar aquellas meditaciones románticas, que en aquel sitio parecían remitir a un mundo absurdo, lejanísimo, que costaba creer que existiera realmente, y su mirada se perdió en aquella llanura infinita en la que estaban prisioneros, aquel lugar tan a trasmano de la civilización que ni siquiera el Creador se había molestado en adornar de vida. Habían zarpado de Nueva York en octubre con la intención de llegar al Polo Sur tres meses después, en pleno verano austral, pero la serie de desafortunados imprevistos que habían padecido casi desde el comienzo había retrasado fatalmente el viaje. Para cuando sobrepasaron las islas Sandwich del Sur en dirección a la isla de Bouvet, hasta el último pinche de cocina sabía que tendrían suerte si lograban llegar antes de que el verano se extinguiera. Aun así, la expedición había resultado muy costosa y ya habían avanzado demasiado para que el regreso resultara una opción satisfactoria para nadie, por lo que el capitán MacReady había ordenado continuar hacia las islas Kerguelen, confiando en que las patas de conejo que llevaban encima los marineros fueran más efectivas en el círculo polar que en América. Desde allí habían puesto rumbo suroeste, navegando a once nudos gracias a los vientos favorables, y enseguida habían empezado a sortear los primeros hielos flotantes, que parecían custodiar las costas de la Antártida como arrojados centinelas. Aprovechando los canales abiertos entre los témpanos y los bancos de hielo más gruesos, y soportando continuas granizadas, consiguieron avanzar sin incidencias un largo trecho, hasta que el mar de hielo casi sólido que amortajaba las aguas les anunció que ese año el invierno había decidido llegar a mediados de febrero, con más de un mes de adelanto. Aun así, se entregaron a la labor de hendir el hielo con ingenuo entusiasmo, envalentonados por la doble capa de roble africano con que Reynolds había ordenado reforzar el casco del viejo ballenero. Había sido un pulso largo y desesperado, pero finalmente la aparición de la indestructible banquisa había convertido el duelo en un espejismo. Llegados a aquel punto, el capitán MacReady demostró ser un hombre de recursos: ordenó echar polvo de carbón en el hielo que les apresaba para fundirlo con mayor rapidez, puso las velas en facha, incluso mandó una cuadrilla de hombres a picar los bloques de hielo con formones, palas, picos y cualquier herramienta punzante que encontraran en la bodega. Lo único que le faltó fue intentar sacar el buque a pulso él mismo, como un dios del Olimpo. Pero de nada servía rebelarse, salvo para añadir más patetismo a la situación. Estaban condenados desde el instante en que se aventuraron en aquel mar sembrado de cepos de hielo, quizá desde el momento en que Reynolds planeara la expedición. Así que, sin posibilidad de maniobrar, se fueron incrustando en la banquisa con la resignación de quien asume su derrota, hasta que el Annawan quedó completamente atascado en la inmensidad antártica, con una vereda de agua a su espalda que el hielo iba estrechando un poco más a cada hora que pasaba, como se reducían sus esperanzas de sobrevivir. Luego, una vez lograron bajar del buque, que había quedado ligeramente inclinado hacia estribor, MacReady ordenó a uno de sus hombres que subiera a la cima del iceberg más cercano y les informara de lo que veía. Tras cincelar pequeños escalones en el hielo a golpe de piqueta, el vigía sacó un catalejo de latón y les confirmó lo que Reynolds ya sospechaba: para ellos, el mundo había quedado reducido a una infinita pradera de hielo que se extendía en todas direcciones, erizada de crestas e icebergs, una nada blanca donde no había abrigo ni refugio, y que los convertía de golpe en seres insignificantes: tanto daba que estuviesen vivos o muertos, porque eso era del todo irrelevante en aquella inmensidad desgajada del mundo.
Dos semanas después, estúpido era negarlo, la situación seguía sin mejorar. La tenaza helada que aprisionaba el Annawan no había aflojado su presa ni un milímetro. Al contrario, de los inquietantes quejidos que producía el hielo, solo podía deducirse que no estaba sino aferrándose aún más al casco del buque. Únicamente empezaría a ceder dentro de ocho o nueve meses, quizá más, cuando llegase de nuevo el verano, y eso si tenían suerte, pues Reynolds conocía demasiadas historias parecidas donde el ansiado deshielo nunca había llegado a producirse. En realidad, cuando uno se aventuraba en los dominios del hielo, por mucha experiencia que tuviese, todo era imprevisible. La expedición que sir John Franklin había llevado a cabo en 1822 a través del norte de Canadá para encontrar el paso del Noroeste, por ejemplo, no había contado con las simpatías de la Fortuna. La desgraciada caravana había tenido que pasar tanto tiempo en el hielo que Franklin se había visto obligado a comerse sus propias botas, como único modo de distraer la intensa hambre. Aunque al menos Franklin había logrado regresar a casa, algo que no todos conseguían. ¿Terminarían ellos engrosando la larga lista de expediciones malditas, de buques desaparecidos, de sueños tragados por lo desconocido que anotaban cuidadosamente en el almirantazgo?, se preguntó Reynolds, contemplando sus botas congeladas con aprensión.
Estudió con melancolía el Annawan que, pese a sus muchos refuerzos, el hielo había tomado de rehén sin excesiva dificultad. El buque era un enorme ballenero que había conocido tiempos mejores, cuando participaba en la caza del cachalote y la yubarta en el Atlántico Sur. De aquel pasado glorioso lo único que conservaba era la media docena de arpones y lanzas que se guardaban en la armería como un recuerdo escalofriante, pues la longitud de esas armas era lo único que separaba a las enormes ballenas de los valientes arponeros que las ensartaban desde los botes en aquellos duelos épicos. Ahora el Annawan se encontraba ridículamente recostado sobre lo que parecía un pedestal de mármol, ladeado y algo alzado por la proa. Para reducir las posibilidades de que volcara, MacReady había ordenado deshojar sus dos palos de los masteleros de gavia y la obencadura, y levantar una suerte de repecho de hielo a estribor, que servía a la vez de puntal y rampa de descenso. El sol, apenas suspendido sobre el horizonte, donde permanecería todavía unas semanas tejiendo aquel demorado crepúsculo, antes de apagarse definitivamente en abril para dar paso a la eterna noche del invierno austral, escanciaba sobre el Annawan una luz débil y mortecina. Le gustase o no, pensó el explorador, aquel buque de aire espectral iba a ser su hogar durante un tiempo indefinido. Quizá su último hogar.
Hartos de moverse en la angostura de las cubiertas interiores, golpeándose en la cabeza con los utensilios que colgaban del techo como racimos de una parra, y tropezando con las literas y los víveres amontonados por todas partes, un puñado de hombres formaban corrillos al pie del Annawan, haciendo frente a aquel frío inhumano que jugaba a tallar diamantes con el aliento que escapaba de sus bocas. Aparte de Reynolds, que figuraba en los papeles como el responsable de aquella caprichosa expedición, la tripulación que dirigía el capitán MacReady la formaban dos oficiales, un contramaestre, dos artilleros, un cirujano, un cocinero y dos pinches de cocina, dos carpinteros, dos electricistas y una docena de marineros, uno de los cuales, el que se ocupaba de los perros de los trineos, era un mestizo enorme y silencioso, fruto de la «sacrílega» alquimia de una india de la tribu de los upsarokas con el hombre blanco. Y por lo que Reynolds había podido comprobar hasta el momento, ninguno de ellos mostraba una excesiva preocupación por su destino, tan solo una especie de curtida resignación. A pesar de ello, el explorador esperaba que, pasara lo que pasase con el carbón y los víveres, sus provisiones de ron no se agotaran nunca. En las tabernas de los muelles había oído que en condiciones como aquella no había de qué preocuparse mientras se contara con el suficiente alcohol. Una vez la bebida se terminara, todo cambiaría drásticamente: la locura, que hasta el momento se limitaba a rondarlos desde lejos, como un pretendiente tímido, tentaría a la tripulación, y acabaría seduciendo a los más débiles, que no tardarían en llevarse una pistola a la sien y apretar el gatillo. Y como en un ritual macabro, los regulares disparos de las armas, resonando en las diferentes partes del buque, se convertirían en la única distracción del largo invierno. Reynolds se preguntó cuántos galones de ron habría en la sala de licores. MacReady, que a juzgar por su habitual aliento disponía de sus propias reservas de brandy, había ordenado a Simmons, uno de los ayudantes de cocina, que lo administrara rebajado con agua para dilatar todo lo posible su duración. Y por el momento ninguno de los marineros había protestado, como si también ellos supieran que mientras tuviesen su ración diaria de alcohol se encontrarían a salvo de sí mismos.
Reynolds contempló entonces al capitán MacReady, que parecía haberse contagiado de la misma actitud de indiferencia que flotaba en el aire. En aquel momento, el oficial se hallaba también fuera del buque, sentado sobre un bulto, cerca de la jaula de hierro que Peters, el mestizo, había improvisado sobre la nieve para encerrar a los perros. Como la mayoría de sus hombres, estaba envuelto en varias capas de lana, cubierto por un sobretodo impermeable y tocado por uno de esos gorros con orejeras a los que burlonamente llamaban «pelucas galesas». Estudiando al fornido oficial, quien permanecía tan inmóvil que parecía posar para algún fotógrafo, Reynolds comprendió que debía sacarles de aquella molicie enseguida, antes de que la tripulación al completo cayera en un invencible letargo. Habían encallado, sí, pero eso no significaba que ya nada importara. Había llegado el momento de pedirle a MacReady que formara grupos entre sus hombres para explorar el lugar, con la intención de continuar con el plan que les había llevado hasta allí, el plan que iba a proporcionales más gloria y riqueza de la que jamás podrían soñar: encontrar la entrada al centro de la Tierra.
Sin embargo, pese a su intención, Reynolds no se movió ni un milímetro. Permaneció donde estaba, contemplando al capitán desde lejos, sin decidirse a caminar hacia él. No le gustaba el capitán. Lo consideraba un hombre rudo, cínico y exaltado, la clase de individuo que uno no se imagina consolando a un hombre que ha sufrido un desengaño amoroso, pero sí a un podenco atrapado en un cepo. Y cualquiera podía ver que se trataba de una animadversión mutua, un aborrecimiento que a causa de la jerarquía se había contagiado inevitablemente al resto de la tripulación, de modo que Reynolds enseguida descubrió que dirigía una expedición donde no tenía un solo simpatizante, exceptuando a Allan, el sargento de artillería que quería ser poeta. Ambos eran los más jóvenes del grupo, y quizá por eso, porque el sargento era el único que no lo veía como un petimetre caprichoso, había brotado entre ellos algo parecido a la amistad. Pero ahora Allan se encontraría probablemente en su camarote, derramando palabras en el papel como ya le había visto hacer otras veces, casi sin tocarlo con la pluma, con la misma suavidad con que una nube pasajera escribiría sobre las aguas de un río. Así que Reynolds comenzó a excavar en la nieve con la punta de su bota, intentando reunir el valor necesario para enfrentarse solo a MacReady, pues eso le parecían últimamente sus conversaciones con él, duelos sin espadas en los que el oficial intentaba atravesarle metafóricamente el corazón. Diez minutos después, apretó los puños dentro de los bolsillos de su impermeable y echó a andar por la nieve con paso decidido en dirección al capitán. Después de todo el esfuerzo que le había costado llegar hasta allí no pensaba dejar que un oficial presuntuoso y mostrenco le impidiera rematar su aventura, aunque le sacara una cabeza y diera la impresión de poder arrancarle un brazo con sus propias manos.
—Capitán MacReady —saludó el explorador, dirigiéndose al hombre que, con su ridícula petulancia, pretendía erigirse en el último obstáculo para sus fines.
—¿Qué desea, Reynolds? —preguntó el oficial, molesto de que le interrumpiese en la importante tarea que estaba realizando, que no parecía ser otra que la de sentir el frío en los huesos y vigilar que la nieve siguiese siendo blanca.
—Me gustaría que hoy comenzáramos a explorar este lugar —respondió Reynolds sin amedrentarse—. No creo que sea conveniente limitarnos a esperar el deshielo.
El capitán sonrió para sí durante unos segundos. Luego se levantó de donde estaba sentado con calculada lentitud, desplegando ante el joven explorador su amenazador corpachón.
—¿Eso es lo que cree que estamos haciendo, limitarnos a esperar el deshielo? —le preguntó.
—Si están haciendo otra cosa, lo disimulan bastante bien, capitán —respondió Reynolds tratando de resultar irónico.
MacReady lanzó una risotada desdeñosa.
—Me parece que no ha comprendido bien la situación, Reynolds. Permítame que le ilustre. El problema no es solo que nos hayamos quedado atascados en este maldito sitio. ¿Sabe qué es lo que produce esos crujidos intermitentes que nos sobresaltan durante el sueño? El hielo, Reynolds. Sí, el maldito hielo, apretándose cada vez más contra nuestro pobre buque y dañando su casco, por lo que probablemente, cuando el deshielo lo libere, si es que tal cosa llega a ocurrir, estará tan perjudicado que no podrá navegar. Esa es exactamente nuestra situación. No se lo he dicho a mis hombres para no alarmarlos, aunque imagino que la mayoría sospecha que esos crujidos no auguran nada bueno. Pero usted es el responsable de esta expedición, y debe saberlo. Además, me trae sin cuidado si se alarma. ¿Y qué podemos hacer? Se lo diré antes de que me lo pregunte: abandonar el buque y caminar por las aguas heladas hasta encontrar la costa, lo que puede suponer cientos de kilómetros, que tendríamos que recorrer con el equipo, los víveres, los botes del barco y al menos dos de las estufas de hierro con su correspondiente carbón para evitar congelarnos en el camino. Dígame, ¿le parece un plan con posibilidades de éxito?
Reynolds no contestó. También a él se le antojaba una solución descabellada, naturalmente. Nadie sabía con exactitud a qué distancia ni en qué dirección estaba la costa, y caminar a ciegas por aquel paisaje erizado de crestas de hielo con los trineos cargados acabaría por agotarlos, por no mencionar que en aquel desesperado trayecto hacia ninguna parte podían sufrir ataques de osos polares. Y dejando a un lado esa locura, a Reynolds solo se le ocurría otra aún mayor. Había oído que, en situaciones similares, algunos capitanes habían ordenado erigir un precario campamento sobre un bloque de hielo, para dejarse arrastrar por las corrientes en aquel improvisado bajel de nieve, aunque los casos en los que tan imaginativo plan había salido bien podían contarse con los dedos de una mano: las olas fraguadas por las tempestades y los vientos habían hundido la mayoría de los campamentos, sin sentir la menor piedad por aquellas simpáticas muestras del ingenio humano. Reynolds ni siquiera se atrevió a sugerirle a MacReady esa opción. Era preferible, después de todo, permanecer en el refugio que ofrecía el buque, y esperar bebiendo ron a que ocurriera algo, cualquier cosa. Sin embargo, él no pensaba cruzarse de brazos hasta que sucediera algún milagro. Era absurdo no explorar la zona, ya que habían llegado hasta allí.
—¿Y la misión? —preguntó, aun a riesgo de provocar la ira del capitán—. No encuentro ninguna razón para no continuar con ella. Tal vez sea el mejor modo de sortear el aburrimiento, que, como supongo que sabe, puede mudar fácilmente en locura.
—Ah, sí…, su misión —dijo MacReady con sorna—. Su intento de encontrar un agujero que conduzca al centro de la Tierra, que según usted está habitado e iluminado por un sol más pequeño que el nuestro, ¿o eran dos?
Al oír a MacReady burlarse de sus ideas, Reynolds no pudo evitar acordarse de su compañero Symmes, y de las risas que ambos habían tenido que capear durante su agotadora gira de conferencias sobre la Tierra Hueca. Ahora el capitán traía aquellas risas del pasado hasta la Antártida, obligando al explorador a recordarse que quien ríe el último, ríe mejor, aquel refrán que, repetido hasta la extenuación como un mantra, le había permitido sortear el desánimo.
—Lo crea o no, capitán, ese es el objetivo de esta expedición, como bien sabe —respondió Reynolds sin amilanarse.
MacReady lanzó una carcajada que retumbó en aquel desierto blanco.
—Su ingenuidad es conmovedora, Reynolds. ¿De verdad cree que esta expedición tiene un fin tan altruista? Al señor Watson la existencia de un boquete polar que permita el acceso al interior de la Tierra le importa bien poco.
—¿Qué quiere decir? —preguntó el explorador.
El capitán le sonrió condescendiente.
—No hemos organizado todo esto para demostrar si su ridícula teoría es cierta o no, Reynolds. Lo que nuestro promotor quiere es lo que quieren todas las potencias mundiales: comprobar la importancia estratégica de las únicas tierras que todavía no han podido conquistarse.
El explorador contempló al oficial con fingida incredulidad, mientras en su interior sonreía con indulgencia. Con aquellas palabras, MacReady acababa de confirmarle que se había tragado el anzuelo. Él sabía que Watson creía en la existencia de la Tierra Hueca, al igual que los poderes políticos, las instituciones gubernamentales que les apoyaban en la sombra y el puñado de patrocinadores que también preferían actuar desde el anonimato. Pero todos habían decidido ser cautos y disfrazar sus verdaderos propósitos, al menos por el momento. Si la expedición fracasaba estrepitosamente, Reynolds sería el único sobre quien caería la desgracia, la mofa y el escarnio público. Quienes permanecían en la sombra, en cambio, solo perderían unos cuantos dólares; se lavarían las manos, dirían que sus intenciones habían sido otras y que nunca habían dado demasiado crédito a aquel pobre loco, sino que se habían limitado a utilizarlo para sus propios fines. Tal y como estaban las cosas, era preferible evitar que el vulgo creyera que se malgastaba el dinero en empresas tan disparatadas. Y Reynolds había aceptado el papel de cabeza de turco que le habían ofrecido, aunque a cambio de un pacto secreto: si conseguía encontrar aquel otro mundo, y él estaba seguro de que lo encontraría, sus aspiraciones de riqueza y gloria se verían ampliamente satisfechas, pues en el despacho de sus abogados se hallaba a buen recaudo un documento, inspirado en las Capitulaciones de Santa Fe entre los Reyes Católicos y Colón, donde a Reynolds se le prometían los títulos de almirante, virrey y gobernador de todas las tierras descubiertas por debajo de la corteza terrestre, así como un diezmo de todas las mercaderías que hallase en los lugares descubiertos. Por lo tanto, MacReady podía seguir pensando que él era una marioneta manejada por oscuros titiriteros; era incluso preferible: cuanto menos supiera el capitán, mucho mejor. Reynolds no se fiaba de él. En realidad, no se fiaba de nadie: la historia estaba poblada de hombres mediocres que habían usurpado la gloria de los descubrimientos a sus verdaderos protagonistas, llevándose todos los laureles y condenando a los auténticos descubridores al olvido. Y Reynolds no quería correr ese riesgo. Así que cuanto más imbécil pensara MacReady que era, mucho mejor, pues eso le otorgaba una valiosa ventaja sobre él.
El capitán permanecía en silencio con una sonrisa burlona, aguardando alguna respuesta por su parte. Y decidido a perfeccionar aún más su papel de ingenuo idealista, Reynolds se dispuso a responderle cualquier sandez sobre el empresario. Pero entonces, un ruido ensordecedor proveniente del cielo sacudió el mundo. Tanto MacReady como Reynolds alzaron la mirada sobrecogidos. El resto de los miembros de la tripulación también levantaron la vista, convencidos de que aquel atronador bramido solo podía significar que el cielo se estaba desplomando sobre sus cabezas.
Y si el platillo volador había logrado impresionar a un hombre como Wells, de vastos conocimientos científicos y cuya imaginación era capaz de concebir artefactos similares, imaginen el horror que debió de causarles a aquel puñado de vulgares marineros, que mientras lo observaban caer del cielo iniciaron una involuntaria competición por ver quién era capaz de componer la mueca de asombro más grande. El platillo apareció repentinamente en el horizonte, se acercó a gran velocidad, cruzó por encima de sus espantadas cabezas, aturdiéndoles con un rugido de dragón, y luego se perdió en dirección a las lejanas montañas, trazando una sinuosa cicatriz de luz sobre el lienzo de penumbra que era el cielo. Solo lo vieron con claridad cuando los sobrevoló, pero nadie logró distinguir qué era aquel objeto enorme, plano y redondeado, que parecía rotar sobre sí mismo mientras hacía retumbar el mundo. Al poco de desaparecer tras la cordillera helada, ya convertido en un punto incandescente, se oyó un terrible estruendo, como si algo de gran tonelaje y posiblemente de hierro u otro material igual de pesado se hubiera estrellado contra el hielo. El eco del estrépito tardó en extinguirse casi un par de minutos. Cuando lo hizo, el silencio que les sobrevino se les antojó a todos insoportable, como si se encontraran sumergidos en el fondo del océano. Solo entonces el capitán MacReady se atrevió a hablar.
—¿Qué diablos era eso…? —balbuceó, sin molestarse en ocultar su perplejidad.
—Dios santo, no lo sé… Imagino que un meteorito —respondió Reynolds, sin apartar su desconcertada mirada de la lejana cordillera de icebergs.
—No lo creo —oyó que le contradecían.
Quien había hablado era un marinero flaco llamado Griffin. Reynolds se volvió hacia él y lo observó con curiosidad, sorprendido ante la autoridad con que le había llevado la contraria.
—Su trayectoria era demasiado… caprichosa —explicó el marinero, algo incómodo al ver cómo todas las miradas se clavaban de repente en él—. Cuando se acercó a las montañas giró en ángulo recto y trató de elevarse, como si quisiera evitar el fatal desenlace.
—¿Qué quiere insinuar? —inquirió MacReady, que no estaba para acertijos.
Griffin se volvió hacia el oficial y respondió a su pregunta un tanto cohibido.
—Bueno, es como si alguien se esforzara en marcarle un rumbo determinado, capitán. Como si lo estuviera… guiando.
—¿Guiando? —exclamó MacReady.
Griffin asintió.
—Es cierto, capitán. A mí también me lo ha parecido —lo apoyó Wallace, otro de los marineros.
MacReady contempló a Griffin sin decir nada, intentando digerir lo que acababa de oír. Los hombres que se hallaban dentro del Annawan en el momento del impacto habían salido del barco alarmados por el ruido, y tras descender por la rampa de nieve, se arremolinaban en torno a sus compañeros, preguntándoles qué había pasado.
—Quizá sea algún tipo de… objeto volador —se atrevió a aventurar Griffin, ignorando el revuelo y dirigiéndose al pensativo capitán.
La apreciación del marinero sorprendió a Reynolds. ¿Un objeto volador? Pero ¿qué clase de objeto podía ser? Estaba claro que no era un globo. Había surcado el cielo a una velocidad endiablada, como si algo lo propulsara, aunque no había apreciado ningún motor de vapor adosado al aparato. El capitán MacReady perfeccionó aún más su mueca de efigie meditabunda, y volvió a mirar en dirección a las montañas, como si pretendiera construirse una casa allí.
—Bueno, solo hay una forma de averiguarlo —reaccionó al fin—. Iremos al lugar donde ha caído.
Investido de una súbita energía, como si de pronto hubiera recordado que él era el capitán de aquel barco, examinó a sus hombres, nombró a unos cuantos y organizó en pocos segundos un grupo de exploración. Al teniente Blair lo dejó al mando del Annawan y del resto de los marineros desestimados. Luego le ofreció al explorador otra de sus burlonas sonrisas.
—Usted puede acompañarnos si lo desea, Reynolds. Tal vez nos tropecemos con su agujero por el camino.
Reynolds no se molestó en responder a su ataque. Asintió para sí, y subió con el resto de los hombres al buque, para pertrecharse de todo lo que requería un viaje a través del hielo. Descendió a la cubierta inferior y, tratando de ignorar la bofetada de calor que lo golpeó, debido a la calefacción y al calor residual de la cocina, sorteó las literas y las hamacas que había repartidas por doquier y, guiándose por la desfallecida luz que arrojaban los candiles, logró alcanzar el angosto pasillo que conducía a las dependencias de los oficiales, un modo eufemístico de referirse al conjunto de cubículos donde se hacinaban los mandos. Una vez en su minúscula madriguera, mal iluminada por la roñosa luz que se filtraba por la claraboya, Reynolds estudió con melancolía el incómodo feudo donde ahora se desarrollaban sus días: la cucheta empotrada con su abultado colchón de pelo de caballo, su diminuto escritorio, la mesa y las dos sillas, el sillón que se había empeñado en traer desde su casa, la angosta despensa donde apenas guardaba otra cosa que botellas de brandy y un par de quesos, el lavabo que había en una esquina, con el agua ahora congelada, y el par de repisas atestadas de libros, que apenas se atrevía a mover porque había descubierto una función que nunca sospechó que tuvieran los grandes clásicos: aislarlo del frío que acechaba al otro lado de la pared. Aquella estrechez no permitía bailar un vals, cosa que Reynolds no tenía la menor intención de hacer aunque por arte de magia apareciera una señorita en el camarote, pero desgraciadamente tampoco facilitaba empresas menos ambiciosas, como la simple tarea de abrigarse para el frío. Cuando lo consiguió, golpeándose durante la operación con todo lo imaginable, regresó a la cubierta procurando que ninguno de los utensilios que colgaban del techo a lo largo de la zona donde dormía la tripulación lo rematara con un mazazo en la cabeza.
Veinte minutos después, los escogidos por MacReady estaban de nuevo sobre el hielo, tan bien abrigados como armados, acompañados de un par de trineos y un puñado de perros. El grupo seleccionado por MacReady lo formaban, aparte de Reynolds y el propio capitán, el doctor Walker, el sargento de artillería Allan, y siete marineros con los que Reynolds apenas había tenido trato, Griffin, Wallace, Foster, Carson, Shepard, Ringwald y Peters, el mestizo. Tras comprobar que estaban todos, MacReady señaló las montañas heladas con un enérgico gesto de cabeza y, sin más dilación, pusieron rumbo hacia ellas.