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A Herbert George Wells le hubiese gustado vivir en un mundo más justo y respetuoso, un mundo en el que existiera una especie de moral artística que prohibiese explotar las ideas de otro en beneficio de uno mismo, y donde a los desalmados que se atreviesen a hacerlo se les secara de golpe su presumible talento, condenándoles a ganarse la vida a la ingrata manera de los hombres corrientes. Pero por desgracia el mundo que habitaba no era así. En el mundo que habitaba todo estaba permitido, o al menos eso pensaba Wells, y no sin razón, pues apenas unos meses después de publicar La guerra de los mundos, un escritorzuelo estadounidense llamado Garrett P. Serviss había tenido la desfachatez de escribir su continuación sin ni siquiera avisarle de tal cosa, e incluso creyendo que aquello no iba sino a agradarle.

Ese era el motivo por el cual aquel caluroso mediodía de junio el escritor que firmaba sus obras como H. G. Wells caminaba algo ensimismado por las calles de Londres, la metrópoli más grande y orgullosa del planeta en aquel momento. Atravesaba el Soho en dirección a la taberna La Corona y el Ancla, donde el tal Serviss, que estaba de visita en Inglaterra, lo había invitado a almorzar con la ingenua ilusión de que, alentados por la cerveza y la buena mesa, sus espíritus pudieran confraternizar hasta el punto que él consideraba obligado. Pero si todo salía bien, la comida no iba a transcurrir como el cándido Serviss esperaba, pues Wells tenía planes muy distintos, y estos nada tenían que ver con la comunión entre iguales que pretendía el estadounidense. Y no es que Wells tuviera intención de convertir en un consejo de guerra lo que podía resultar una agradable comida porque considerase su novela como una obra maestra cuyas virtudes quedarían inevitablemente mancilladas si alguien pergeñaba una segunda parte. No, lo que el escritor realmente temía era que otro pudiera rentabilizar una idea suya mejor que él mismo. Esa posibilidad le removía por dentro produciendo toda suerte de marejadas en el apacible estanque con el que le gustaba comparar su alma.

A decir verdad, La guerra de los mundos se le antojaba, como todas sus novelas anteriores, una obra insatisfactoria que nuevamente había errado en sus propósitos. Narraba cómo la Tierra era conquistada por los marcianos, quienes poseían una tecnología muy superior a la humana, y lo hacía imitando el verismo con el que sir George Chesney había impregnado su novela La batalla de Dorking, donde, sin escatimar detalles truculentos, relataba una supuesta invasión de Inglaterra por parte de los alemanes. Sirviéndose de un realismo similar, sustentado por los arbotantes de unas descripciones tan pormenorizadas como espeluznantes, Wells había narrado la destrucción de Londres, que los marcianos llevaban a cabo sin el menor esfuerzo ni atisbo de misericordia, como si los humanos no merecieran más respeto que las cucarachas. En cuestión de días, nuestros vecinos espaciales habían pisoteado los valores y la autoestima de los terráqueos exhibiendo el mismo desdén que los británicos mostraban por los indígenas. Se habían hecho con el dominio del planeta, esclavizando a su población y convirtiendo la Tierra en algo parecido a un balneario para marcianos de élite. Nada había podido detenerlos. Absolutamente nada. Con aquella oscura fábula, Wells había pretendido lanzar una demoledora crítica contra el desmesurado espíritu imperialista británico, que aborrecía hasta la náusea. Pero el hecho de que se creyera que Marte estaba habitado —con los nuevos y avanzados telescopios, como el del italiano Giovanni Schiaparelli, se había descubierto que unas líneas atravesaban su roja superficie, y algunos astrónomos se habían apresurado a asegurar, como si hubieran paseado por allí, que eran canales construidos por una civilización inteligente— había inoculado en la población el miedo a una invasión marciana como la que se describía en la novela, lo cual acaparó toda la atención del lector, distrayéndole de sus verdaderas intenciones. A Wells, aquella reacción no le sorprendió demasiado, todo hay que decirlo, pues ya le había sucedido algo parecido con La máquina del tiempo, en la que el estúpido artefacto al que aludía el título había eclipsado el ataque a la sociedad clasista de la época que escondía sus páginas.

Y ahora el tal Serviss, quien al parecer gozaba de cierta reputación como periodista de divulgación científica en su país, había publicado su continuación: Edison conquista Marte. ¿Y qué contaba Serviss en esa obra? Su título no engañaba a nadie: la novelita la protagonizaba el mismísimo Thomas Edison, cuyos innumerables inventos le habían convertido en una suerte de héroe para los estadounidenses, y en el cargante personaje principal de toda suerte de novelas. En la «continuación» de La guerra de los mundos, el inefable Edison inventaba una poderosa arma de rayos y, con el apoyo de todas las naciones del mundo, construía una flota de naves dotadas de propulsión antigravitatoria, que enfilaban hacia Marte impulsadas por el afán de venganza. Aquel era su argumento, ni más ni menos.

Cuando Serviss le envió su novela, acompañada de una carta en la que elogiaba sus obras con una vehemencia tan grotesca que le produjo arcadas, y casi exigiéndole, entre rodeos y circunloquios varios, que bendijera aquella secuela, Wells ni siquiera le respondió. Ni a aquella ni a la media docena de cartas que le envió después, en las que seguía buscando infatigablemente su aprobación e incluso se atrevía a proponerle, apoyándose en la afinidad y en los intereses comunes que creía percibir entre sus obras, que escribiesen alguna novela juntos. Y no le contestó porque, tras leer su novela, Wells solo había sentido una mezcla de cólera y asco. Aquella obra, tan pueril como torpe, era un desvergonzado insulto al resto de los escritores que, como él, se esforzaban en amueblar los escaparates con productos más o menos dignos. Sin embargo, su silencio no detuvo el flujo de cartas; más bien pareció intensificarlo. Pero en la última de ellas, el incombustible Serviss le rogaba que, aprovechando que la semana siguiente viajaría a Londres y permanecería allí unos días, tuviese la amabilidad de aceptar una invitación a almorzar con él, pues nada le haría más feliz que disponer de unas horas para conversar agradablemente con su admirado escritor, al que tantas cosas le unían.

Llegados a ese punto, Wells decidió romper aquel silencio disuasorio, que de nada parecía servir, para aceptar su invitación. Aquella comida se le antojó la oportunidad perfecta para sentarse ante él y revelarle lo que verdaderamente le había parecido su novela. ¿Quería Serviss su opinión? ¿La quería de verdad? Pues se la daría. Vaya si lo haría. Wells podía imaginar cómo transcurriría el almuerzo: se sentaría ante él investido de una impasible serenidad y, con una voz tranquila que no incurriría en la descortesía de dejar traslucir su furia, le diría lo mucho que le había asqueado que su novela la protagonizara aquel Edison idealizado, pues a él el inventor de la lámpara incandescente le parecía un tipo poco de fiar que perfeccionaba sus inventos a costa de terceros, amigo del mal genio y aficionado al diseño de armas mortíferas. Le diría que su novela no era una digna sucesora de la suya se mirara como se mirase, ni por su nula calidad literaria ni por su execrable argumento. Le diría que su mensaje, diametralmente opuesto al de la suya, era más propio de un panfleto patriótico, porque la pueril moraleja que destilaba aquel puñado de aborrecibles páginas podía resumirse en que no era bueno meterse con los humanos, o más exactamente: no era aconsejable molestar al gran Thomas Edison ni a Estados Unidos. Y le reprendería, además, con el aliciente extra de saber que, tras su desahogo, sería el vilipendiado Serviss quien pagaría la comida.

Tan distraído en sus cavilaciones estaba que, cuando volvió a la realidad, el escritor descubrió que sus pies le habían conducido por Greek Street, que se hallaba fuera de su ruta, y sin poder evitarlo, se encontró ante el viejo teatro clausurado que se alzaba en el número 12. Pero no se dejen engañar por su mueca de asombro: aquello no tenía nada de casual, pues en la vida del escritor todo obedecía a un propósito, nada quedaba al azar o a la espontaneidad de los impulsos. Wells era consciente de que cruzaba por allí, por mucho que intentara culpar a sus inocentes pies, con la intención de tropezarse precisamente con aquel teatro, cuya fachada estudió con algo que solo podría calificarse como una rabia solemne. Y dado que, al contrario que ustedes, conozco a la perfección los motivos por los que se ha detenido aquí, así como los pensamientos que ahora mismo le embargan, puedo calcular sin temor a equivocarme que dicha contemplación le ocupará como mínimo diez minutos, tiempo de sobra para que pueda darles la bienvenida a esta historia. La educación, aparte de la sonrisa y el adulterio, es una de las pocas cosas que nos diferencian de los animales, y quisiera pensar que mi condición, pese a resultar especial, nada tiene que ver con la de las bestias. Considérense pues bienvenidos y dispónganse a escuchar una historia rebosante de emociones tanto para las damas más románticas, que podrán disfrutar con el idilio de la adorable y descreída señorita Harlow, a quien más adelante tendré el gusto de presentarles, como para los caballeros de espíritu más arrojado, que sin duda se estremecerán con las trepidantes y asombrosas aventuras que correrán nuestros personajes, entre los cuales figura el hombrecito con cara de pájaro que ahora contempla el teatro con gravedad. Obsérvenlo pues atentamente. Observen su extraordinaria delgadez, el bigotito rubio con el que intenta imponer una nota más adulta a su aniñado rostro, la boca de trazo delicado y sus ojos claros y vivaces, tras los cuales es imposible no percibir el aleteo de una inteligencia tan afilada como poco práctica. A pesar de su aspecto corriente y poco heroico, Wells será el principal protagonista de este relato, cuyo verdadero principio es difícil de precisar, pero que para él —y por supuesto para todos ustedes— comienza en esta tranquila mañana de 1898, una mañana inusualmente luminosa en la que, como pueden ver, nada hace sospechar al escritor que en apenas un par de horas va a realizar un descubrimiento tan increíble y prodigioso que cambiará para siempre su más íntima concepción del mundo.

Pero me dejaré de rodeos para revelarles al fin lo que seguramente llevan preguntándose desde hace varios minutos: ¿Por qué se ha detenido Wells ante ese viejo teatro? ¿Tal vez lamentaba el cierre del local en el que tantas noches había disfrutado de las mejores obras teatrales de su época? Nada de eso. Como irán descubriendo, Wells no era presa fácil para la melancolía. Se había detenido allí porque, un par de años atrás, el viejo teatro había albergado una empresa muy especial, Viajes Temporales Murray. ¿Significan esas sonrisitas que esbozan algunos de ustedes que dicho establecimiento les resulta familiar? Debo confesarles con cierto rubor que nada me complace más, pero he de ser considerado con el resto de mi público, y como aparte de las sonrisitas cómplices también veo muchos alzamientos de cejas, provocados sin duda por el curioso nombre de la empresa, explicaré a los recién llegados que aquel estrambótico local había abierto sus puertas dos años atrás con el fin de hacer realidad el que probablemente es el sueño más ambicioso del hombre: viajar en el tiempo. Un anhelo que el propio Wells, por cierto, había despertado en la sociedad con su primera novela, La máquina del tiempo. La oferta de lanzamiento de tan asombrosa empresa consistía en un viaje al futuro, en concreto al 20 de mayo del año 2000, el día en el que tendría lugar la batalla final por el destino del mundo, tal y como reflejaba el cartel que todavía podía verse en la fachada, y que mostraba al bravo capitán Shackleton enarbolando su espada contra su archienemigo Salomón, el Rey de los Autómatas. Aún quedaba más de un siglo para que se librara aquella memorable batalla, en la que el capitán lograría salvar a la raza humana de la extinción, aunque, gracias a Viajes Temporales Murray, ya había sido presenciada por casi toda Inglaterra. Pese al elevado precio del billete, la gente se había agolpado ante las puertas de la agencia, ansiosa por asistir, como si de una nueva ópera se tratara, a aquel combate que sus pobres existencias mortales no les permitirían ver. Todos menos Wells, el escritor cuya novela había desencadenado todo aquello, que siempre se había negado a viajar al futuro, a pesar de que había recibido innumerables invitaciones del mismísimo Gilliam Murray, el dueño de la empresa, al que los periódicos, con su característica mezcla de oportunismo y falta de imaginación, no habían tardado en apodar «el Dueño del Tiempo», y cuya intempestiva muerte, ocurrida en la cuarta dimensión, había conmocionado al mundo entero, quizá porque con él había muerto también el secreto de los viajes a través del tiempo. Wells debía de ser el único hombre sobre la faz de la Tierra que no había derramado una lágrima por aquel gordo jactancioso en cuya memoria incluso se había erigido una estatua en una plaza cercana. Allí se le podía ver sonriendo arrogante sobre un pedestal con forma de reloj, con una de sus manazas haciendo cosquillas al aire, como si conjurase algún hechizo, y la otra descansando sobre la cabeza de Eterno, su perro, al que Wells profesaba la misma aversión que a su dueño, no tanto por la maquinal fidelidad que el animal mostraba hacia él, como por el temor hacia los perros que anidaba en él desde que de niño, al cruzar por uno de los caminos de Bromley hacia su casa, uno enorme surgiera de entre los matorrales para morderle en una mano con una determinación tal que incluso creyó que seguía un plan establecido.

Por eso se había detenido allí, porque aquel teatro le recordaba las consecuencias que le había acarreado en el pasado su sinceridad respecto a la opinión que le merecía una novela. Y es que, antes de convertirse en el Dueño del Tiempo, Gilliam Murray era un joven que aspiraba a una metamorfosis algo más modesta: convertirse en escritor. Había sido en aquella época, tres años antes, cuando Wells lo había conocido. El futuro millonario le había solicitado su ayuda para publicar una infumable novela que había escrito, pero Wells se la había negado, diciéndole lo que opinaba de ella con una crudeza tal vez innecesaria, pero a la que no había podido sustraerse. Aquella descarnada sinceridad les convirtió inevitablemente en enemigos, como ya les conté en otra ocasión con todo lujo de detalles, y de todo aquello Wells extrajo una lección: en ciertas situaciones de la vida, era mejor mentir. ¿De qué había servido decirle la verdad a Murray? De nada. Si no lo hubiera hecho las cosas habrían sucedido de un modo muy diferente. ¿Y de qué iba a servirle decírsela a Serviss?, se preguntó ahora. Probablemente también de nada. Era mejor mentir, sin duda. Pero si bien Wells era capaz de mentir en muchos asuntos de la vida sin que le temblara la voz, por desgracia había algo en lo que no podía evitar ser sincero: si una novela no le gustaba, era incapaz de alabarla. El hombre se definía principalmente por sus gustos, y no soportaba la idea de hacerse pasar por alguien con un gusto tan detestable que le gustara Edison conquista Marte.

Tras consultar su reloj, el escritor descubrió que no podía malgastar más tiempo ante el teatro. Era casi la hora de su cita, así que echó un último vistazo al edificio y enfiló por Charing Cross Road, dejando atrás el Soho para ir hacia el Strand, en dirección a la taberna donde había quedado citado con Serviss. Se había propuesto hacer esperar al periodista para dejarle claro desde el primer momento el absoluto desprecio que sentía por lo que había hecho, pero si algo detestaba Wells más que mentir sobre sus gustos era llegar tarde a una cita, pues pensaba ingenuamente que si él acudía puntual a las suyas, por una suerte de equilibrio cósmico, tampoco le harían esperar a él, aunque de momento no había podido demostrar esta teoría: más de una vez había tenido que ejercer de hierático pasmarote en una esquina o de comensal desvalido en la mesa de algún concurrido restaurante. Así pues, Wells cruzó la bulliciosa avenida del Strand, donde parecía arremolinarse todo el ajetreo del universo, imponiendo a sus piernas un vigoroso caminar y enfiló hacia la callejuela de la taberna con un simpático trotecillo. Eso le permitió llegar al lugar de su cita con irreprochable puntualidad, si bien un tanto jadeante.

Dado que desconocía el aspecto de Serviss, el escritor no perdió el tiempo espiando el interior del lugar a través de sus ventanales, como solía ser su costumbre: de ese modo comprobaba si su cita había llegado y, en caso contrario, se escabullía por la calle más cercana para regresar paseando tranquilamente unos minutos después y evitar así tener que esperar dentro del bar, soportando las miradas compasivas de los otros comensales. No obstante, como aquel día su táctica no tenía sentido, Wells entró en la taberna aparentando una mundana resolución, se detuvo en el centro, bien visible para que el tal Serviss pudiera reconocerlo, y paseó una mirada ligeramente inquisitiva por el concurrido local, con la esperanza de que el estadounidense ya hubiese llegado y le librara de tener que vagabundear por la taberna mientras todos lo observaban. Por suerte, casi de inmediato un hombrecito de unos cincuenta años, flaco y estropeado por la vida, alzó el brazo derecho a modo de saludo al tiempo que una sonrisa desteñida le asomaba por debajo del frondoso bigote. Al comprender que debía de tratarse de Serviss, Wells reprimió una mueca de disgusto. Hubiera preferido que su contrincante tuviera un aspecto más amenazador y presuntuoso, que no pudiese despertar sus remordimientos, en vez de aquel aire desvalido, como de buitre mal alimentado. Para espantar la piedad que inevitablemente le provocaba su aspecto, antes de dirigirse al reservado en el que lo aguardaba tuvo que recordarse lo que aquel alfeñique había hecho. Al verlo acercarse, Serviss abrió los brazos de par en par y dejó que una sonrisa grotesca le desencajara el rostro, como un huérfano que desea ser adoptado.

—¡Qué honor y qué placer, señor Wells! —exclamó, desplegando ante él un catálogo de gestos devotos en el que solo faltó una reverencia—. No sabe cuánto me alegra conocerle. Siéntese, tenga la bondad. ¿Una pinta? Camarero, por favor, otra ronda, que esta conversación entre titanes de las letras hay que regarla como es debido. El mundo no podría perdonarse nunca que nuestras elevadas reflexiones tuvieran que detenerse a causa de una boca seca. —Tras aquel atropellado discurso, que hizo que el camarero, sin duda un tipo bregado en el lado físico y tangible de la vida, los mirase con la desdeñosa condescendencia que reservaba para aquellos que se ocupaban de algo tan etéreo como las artes, Serviss clavó sus diminutos ojos en Wells—. Y dime, George, ¿puedo llamarte George? ¿Qué se siente cuando cada una de tus novelas convulsiona a la sociedad? ¿Cuál es tu secreto? ¿Escribes con una pluma de otro planeta? Ja ja ja…

Wells no se molestó en reírle la ocurrencia. Se recostó en su silla y dejó que la aflautada risita se extinguiera en el aire, adoptando una expresión grave, más propia de un empleado de pompas fúnebres que de alguien que se dispone a disfrutar de un almuerzo con un amigo.

—Bueno, bueno… No es mi intención agobiarte, George —continuó Serviss, fingiéndose apurado por su envaramiento—, pero no puedo dejar de manifestarte mi admiración.

—Por mí puede ahorrarse sus elogios —dijo Wells, decidido a hacerse con las riendas de la conversación cuanto antes—. El hecho de que haya escrito la continuación de mi última novela habla por sí solo, señor Ser…

—Garrett, por favor, George.

—De acuerdo, Garrett —aceptó Wells, molesto. La familiaridad que le imponía Serviss era muy poco adecuada para un rapapolvo, y menos aún lo era el aire festivo con el que insistía en dotar a la conversación—. Te decía que…

—De todos modos, los halagos nunca están de más, ¿no te parece, George? —volvió a interrumpirle el americano—. Sobre todo si son merecidos, como es tu caso. Y te confesaré que mi admiración por ti no es cosa de un día. Se forjó hace… ¿cuánto? Un par de años, por lo menos, después de leer La máquina del tiempo, una obra que por ser tu primera novela resulta todavía más extraordinaria.

Wells asintió con apatía, aprovechando que Serviss hizo un alto en su verborrea de vendedor de crecepelo para propinarle un largo trago a su cerveza. Necesitaba encontrar cuanto antes un resquicio en su incesante palabrería para transmitirle lo que opinaba de su novela. Cuanto más tardara en hacerlo, más incómodo resultaría todo para ambos. Pero Serviss no parecía dispuesto a darle tregua.

—Y qué feliz casualidad que, justo tras la publicación de tu novela, se descubriese el modo de viajar en el tiempo —dijo, meciendo exageradamente la cabeza, como si todavía no se hubiese repuesto de la sorpresa—. Imagino que viajarías al año 2000 para ser testigo de la épica batalla por el destino de la humanidad, ¿no?

—No, nunca viajé al futuro —respondió Wells sin ninguna gana de extenderse en el tema.

—¿Ah, no? ¿Y eso por qué? —se sorprendió el otro.

Wells guardó silencio unos segundos, recordando cómo, durante el tiempo que Viajes Temporales Murray estuvo en funcionamiento, había tenido que arreglárselas para mostrar una especie de gélida reserva cada vez que alguien le hablaba de ella sonriendo fascinado. En dichas situaciones, que se sucedían con irritante frecuencia, Wells solía responder con un par de comentarios sarcásticos destinados a ridiculizar el entusiasmo de su contertulio, como si él se hallara por encima de la realidad, o por delante de ella, en cualquier caso ajeno a sus vaivenes, que era lo que, por otro lado, el vulgo esperaba de cualquier escritor, a los que les adjudicaba por defecto intereses más elevados y menos pedestres que los suyos. Otras veces, cuando no se sentía con ánimo para el sarcasmo, optaba por mostrarse ofendido ante el desorbitado coste del billete. Fue esa segunda opción la que decidió usar con Serviss, imaginando que la primera no iba a tragársela siendo también él escritor.

—Porque pienso que el futuro nos pertenece a todos, y nadie debería quedarse sin verlo por el hecho de no poder pagarse el billete.

Serviss se lo quedó mirando sin comprender, y luego se dio un manotazo brusco en la cara, como si se le hubiese pegado una telaraña.

—¡Ah, claro! Perdona mi falta de delicadeza, George: el billete era demasiado elevado para unos pobres escritores como nosotros… —malinterpretó—. Yo tampoco pude pagármelo, si te soy sincero. Aunque empecé a ahorrar para subirme al célebre Cronotilus, ¿sabes? Quería ver la guerra del futuro. Lo deseaba con toda el alma. Incluso pretendía llevar a cabo, una vez me encontrase en el año 2000, la travesura de escabullirme del grupo y estrecharle la mano al bravo capitán Shackleton, agradeciéndole que hubiese conseguido que todos nuestros sueños y anhelos no cayesen en saco roto. Pues, ¿acaso podríamos seguir con lo nuestro, inventando cosas y creando obras de arte sabiendo que en el año 2000 ya no quedaría ningún humano sobre la Tierra capaz de disfrutarlas, que no habría el menor rastro de todos nuestros logros, que por culpa de los malvados autómatas el hombre y todo lo que ha sido capaz de crear desaparecería como si nunca hubiese existido? —Tras soltar aquello, Serviss pareció desinflarse sobre la silla, y adoptó un tono melancólico—. Pero ya no tendremos la oportunidad de viajar al futuro ni tú ni yo, George. Una verdadera lástima, pues seguramente ahora tienes dinero más que suficiente para hacerlo. Supongo que debió de afligirte igual que a mí enterarte de que la empresa de viajes en el tiempo cerraba sus puertas debido a la muerte del señor Murray.

—Sí, fue una verdadera lástima —ironizó Wells.

—Según los periódicos fue devorado por uno de los dragones que habitan la cuarta dimensión —recordó Serviss con pesadumbre—, delante de varios de sus empleados, que nada pudieron hacer para impedirlo. Debió de ser terrible.

Sí, Murray se las ingenió para «morir» a lo grande, pensó Wells.

—¿Y ahora cómo se accederá a la cuarta dimensión? ¿Crees que quedará clausurada para siempre? —le preguntó Serviss.

—No lo sé —respondió Wells con absoluta falta de interés.

—Bueno, tal vez a nosotros nos corresponda ver otras cosas. Quizá nuestro destino sea viajar en el espacio, no en el tiempo —se consoló Serviss, apurando su pinta—. El firmamento es un lugar vasto e insondable. Y está lleno de sorpresas, ¿verdad, George?

—Tal vez… —concedió Wells, removiéndose nervioso en su silla, como si tuviese las posaderas escaldadas—. Pero me gustaría hablarle de su novela, señor Ser… Garrett.

Serviss se enderezó repentinamente y clavó una mirada alerta en Wells, como un sabueso que hubiera olfateado un rastro. Satisfecho de haber atraído al fin su atención, Wells se acabó su cerveza de un largo trago, con la intención de infundirse valor y alcanzar la serenidad que necesitaba para abordar el asunto, gesto que no le pasó desapercibido a Serviss.

—¡Por favor, garçon, otra ronda, que el mejor escritor del mundo está sediento! —gritó, reclamando la atención del camarero con un aspaviento exagerado. Luego volvió a contemplar a Wells lleno de expectación—. Y dime, amigo mío, ¿te gustó la novela?

Wells guardó silencio mientras el camarero dejaba sobre la mesa dos nuevas pintas, al tiempo que le dedicaba una mirada valorativa. Al saberse objeto de estudio, se enderezó mecánicamente sobre la silla y sacó pecho con disimulo, como si la grandeza de un escritor no solo tuviese que mostrarse en sus libros sino también en su apariencia física, esa mezcla azarosa de genes con la que venimos al mundo y cuya falta de autoridad apenas podemos modificar dejándonos bigote, barba y largas patillas, vistiendo ropas caras o engordando hasta alcanzar una intimidatoria rotundidad.

—Bueno… —dijo Wells cuando el camarero se retiró, reparando en que Serviss lo observaba ansioso.

—¿Sí? —preguntó este con la ilusión de un niño.

—Algunas cosas son… —Wells le sostuvo la mirada durante unos segundos antes de continuar, mientras un silencio, profundo como un abismo, se abría entre ellos— excelentes.

Serviss se dejó caer ruidosamente sobre la silla, presa de un repentino arrebato.

—Algunas. Cosas. Son. Excelentes —repitió, saboreando cada palabra en estado de trance—. ¿Como por ejemplo…?

Wells volvió a recurrir a la cerveza para ganar tiempo. ¿Qué demonios había de excelente en la novela de Serviss?

—Los trajes espaciales. O las pastillas de oxígeno —respondió, porque el atrezzo de la novela era lo único que podía rescatarse de ella—. Son muy… ingeniosos.

—¡Oh, gracias, George! Sabía que mi novela iba a parecerte excelente, lo sabía —canturreó Serviss rozando el éxtasis—. ¿Acaso podía ser de otro modo? Claro que no. Tú y yo somos almas gemelas, literariamente hablando, por supuesto. Aunque quién sabe en cuántos aspectos más… Oh, amigo mío, estamos creando algo desconocido hasta el momento, ¿te das cuenta? Nuestras novelas pronto se separarán de la corriente general de la literatura para buscar su propio camino. Tú y yo, George, estamos haciendo Historia. Seremos considerados los padres de un género nuevo. Junto con Verne, claro. No sería justo olvidarnos del gabacho. Los tres, los tres juntos estamos cambiando la literatura.

—Yo no tengo el menor interés en crear ningún género —lo cortó Wells, cada vez más irritado consigo mismo por no lograr conducir la conversación hacia donde él quería.

—Bueno, no creo que esté en nuestra mano decidir eso… —objetó Serviss con un gesto vago de cabeza, zanjando el tema como si no le interesara continuar por aquel derrotero—. Pero hablemos de tu última novela, George. Es tan sobrecogedora, con esas naves marcianas con forma de pez raya sobrevolando Londres… Aunque hay algo que me gustaría preguntarte: si después de que escribieras La máquina del tiempo se descubrió el modo de viajar en la corriente temporal, ¿no temes que ahora nos invadan los marcianos?

Wells le contempló impasible, intentando descubrir si hablaba en serio o se trataba de otra de sus estrafalarias ocurrencias, pero Serviss aguardaba su respuesta con gravedad.

—Que haya descrito una invasión marciana no significa necesariamente que crea en la existencia de vida en Marte, Garrett —le aclaró con displicencia—. Solo es una alegoría. Escogí Marte más bien como metáfora, porque lleva el nombre del dios de la Guerra, y por su color rojizo.

—Ah, la turbadora apariencia que le otorga el óxido de hierro presente en el basalto volcánico que cubre su superficie como un manto de sangre —explicó Serviss, alardeando de sus conocimientos.

—Lo único que pretendía era criticar la colonización europea de África —continuó Wells sin prestarle atención—, y avisar de los peligros de la investigación armamentística en un momento en el que Alemania se halla inmersa en un proceso de militarización que se me antoja, cuanto menos, intranquilizador. Pero sobre todo, Garrett, quería advertir al ser humano de que todo cuanto nos rodea, incluso la ciencia o la religión, puede resultar inútil frente a algo tan inconcebible como el ataque de una raza superior.

Obvió mencionar en su retahíla que, ya puestos, se había permitido saldar cuentas con su propio pasado, pues los primeros escenarios devastados por los marcianos, como Horsell o Addlestone, eran aquellos donde había transcurrido su no excesivamente feliz infancia.

—¡Y lo lograste con creces, George! ¡Vaya si lo lograste! —reconoció Serviss con melancólica admiración—. Precisamente por eso me vi obligado a escribir mi novela: debía ofrecerle al hombre la esperanza que tú le habías negado.

¿Y esa esperanza era Edison?, pensó Wells, divertido a su pesar, mientras se dejaba embargar por un tibio bienestar que no supo discernir si provenía de las jarras de cerveza que empezaban a atestar la mesa o de la encantadora manía de aquel hombrecillo de estar de acuerdo con todo lo que salía de su boca. Sea como fuere, no podía negar que empezaba a sentirse a gusto en una cita que había imaginado mucho más incómoda. No sabía cómo había sucedido, pero ya habían abordado el asunto de la novela de Serviss y no había ocurrido nada. Cómo iba a ocurrir, se dijo Wells, si lo único que había logrado balbucir ante él había sido la palabra «excelente», que nadie podía considerar un vocablo de significado negativo por haberse usado en sentido positivo desde el principio de los tiempos… En consecuencia, ahora Serviss creía que aquello era lo que Wells realmente pensaba de su novela, y este no se sentía con fuerzas para rebatir sus propias palabras. Hacía ya varios minutos que la conversación discurría por otros derroteros, ¿para qué volver a aquel asunto, para despacharse a gusto revelando a Serviss lo que opinaba, como tres años antes había hecho con Murray? Con Serviss no quería hacer eso, se dijo, para su sorpresa. Tal vez mereciese un correctivo por haberse atrevido a continuar su novela, pero no se veía experimentando ningún placer aplicándoselo. Recordó entonces que, durante la lectura de la obra, el delirante humor que la impregnaba, a todas luces involuntario, había logrado que una sonrisa fugaz le sacudiera varias veces los labios. Y aunque la había arrojado contra la pared en repetidas ocasiones, irritado ante aquella exhibición de torpeza y necedad, siempre había vuelto a cogerla para reanudar su lectura. Había algo en la forma de escribir de Serviss que le provocaba una extraña simpatía. Lo mismo le ocurría con sus delirantes cartas. Siempre acababa tirándolas a la chimenea, pero no podía evitar leerlas. Y según estaba comprobando, su autor, tan desvalido y equivocado en todo, le despertaba la misma ternura que sus escritos. Eso significaba que era perfectamente capaz de guardarse sus juicios para no causarle daño, se dijo con sorpresa; si con Murray no lo había hecho había sido únicamente por el desagrado que enseguida había despertado en él la prepotencia de aquel individuo. De repente, comprendió por qué lo había tratado tan despiadadamente: con la excusa de demoler su novela, lo que había tratado de demoler había sido su enorme ego. Serviss, en cambio, no era más que un pobre diablo, demasiado inseguro y apocado como para desarrollar ego alguno.

—¿No pensaste en ningún momento en darle un final distinto, en el que pudiéramos vencer a los marcianos? —La pregunta de Serviss sacó a Wells de su ensimismamiento.

—¿Cómo? —repuso escandalizado—. ¿Qué tendríamos en la Tierra capaz de vencer la tecnología marciana que yo describo? Serviss se encogió de hombros, sin saber qué decir.

—Bueno, de todos modos era mi deber ofrecer una alternativa, un rayito de esperanza… —murmuró al fin, contemplando a la clientela que atestaba el local, con una sonrisa mustia—. Tanto a mí, como a todos ellos, nos gustaría pensar que, si alguna vez somos invadidos desde las estrellas, tendremos alguna posibilidad de sobrevivir.

—Tal vez la haya —se ablandó Wells—. Pero mi desconfianza en el hombre es demasiado profunda, Garrett. Si existe un modo de vencer a los marcianos, no será gracias a nosotros, estoy convencido. Quizá esté donde menos lo esperamos. Además, ¿por qué te preocupa tanto? ¿Tan seguro estás de que seremos invadidos por nuestros vecinos de Marte? —bromeó.

—Por supuesto que sí, George —afirmó Serviss con gravedad—. Aunque supongo que sucederá después del año 2000. Antes debemos ocuparnos de los autómatas.

—¿Los autómatas? Ah, sí, claro… los autómatas.

—Pero estoy seguro de que tarde o temprano nos invadirán —insistió Serviss—. ¿Acaso tú no crees que los canales de Marte han sido construidos por una cultura inteligente, como asegura Lowell en su libro?

Wells había leído el libro Marte, de Percival Lowell, que defendía dicha tesis, e incluso se había servido de ella para sostener su novela, pero de ahí a creer en la existencia de vida en Marte iba un largo trecho.

—Imagino que los millones de millones de planetas que pueblan el universo no tienen únicamente una función decorativa —respondió Wells, a quien debatir sobre la existencia de vida en otros mundos le parecía un ejercicio estéril—. Lo más sensato es pensar que en cientos de ellos se habrán dado las condiciones necesarias para la vida. Pero si nos atenemos exclusivamente a Marte…

—Y ni siquiera es imprescindible que tengan oxígeno o agua —apuntó Serviss, exaltado—. En nuestro planeta tenemos seres, como las bacterias anaeróbicas, que no necesitan oxígeno. Eso doblaría el número de planetas aptos para la vida. Yo diría que en más de cien mil podría existir una civilización más desarrollada que la nuestra, George. Y estoy seguro de que las generaciones venideras hallarán una vida exuberante e insospechada en los planetas del firmamento, y terminarán reconociendo con resignación, aunque nosotros no podremos presenciarlo, que no son la única inteligencia ni, seguramente, la más antigua del cosmos.

—Estoy de acuerdo, Garrett —concedió Wells—, pero también estoy convencido de que esa «vida» nada tendrá que ver con nuestra idea de vida. Nos costaría comprenderla tanto como a un perro el funcionamiento de una locomotora. Puede ser que en su concepción de la existencia ni siquiera se encuentre el deseo de explorar el espacio, por ejemplo, por mucho que los terráqueos no dejemos de mirar el cielo preguntándonos si estamos solos o no en el universo, algo que ya se preguntaba hasta el mismísimo Galileo.

—Sí, aunque tuvo buen cuidado de no preguntárselo demasiado fuerte para no molestar a la Iglesia —bromeó Serviss.

Con la suavidad de una mariposa, una sonrisa se posó en los labios de Wells, que descubrió que el alcohol había destensado sus facciones lo suficiente para no espantarla con el rictus de animadversión que había esgrimido desde el comienzo de la charla. Aunque, para su sorpresa, tampoco deseaba hacerlo. Aquella sonrisa se la había arrancado Serviss limpiamente, y allí debía permanecer. Desbaratarla sería como suturarse las heridas durante un duelo con florete.

—Desde luego, lo que no podemos negar es el empeño del hombre por comunicarse con los presuntos seres del espacio —dijo Serviss, logrando que tras lo que a Wells se le antojó un gesto de ilusionismo, aparecieran sobre la mesa dos nuevas jarras de cerveza llenas hasta los bordes—. ¿Te acuerdas de aquel matemático alemán que intentó reflejar la luz del sol hacia los planetas con un artefacto inventado por él mismo llamado heliotropo? ¿Cómo se llamaba el tipo? ¿Grove?

—Grau. O Gauss —dudó Wells.

—Ah, sí, Gauss. Se llamaba Carl Gauss.

—También propuso que sobre la estepa rusa se plantara un gigantesco triángulo rectángulo de pinos para que los observadores de otros mundos comprendieran que en la Tierra existían seres capaces de entender el teorema de Pitágoras —recordó Wells.

—Sí, es cierto. —Serviss rio—. Sostenía que ninguna figura geométrica podría interpretarse como una construcción intencionada.

—¿Y el astrónomo que tuvo la ocurrencia de verter queroseno en un canal circular cavado en el desierto del Sahara y encenderlo de noche para señalar nuestra presencia?

—¡Sí, una diana perfecta!

Wells dejó escapar una risita. Serviss lo celebró apurando su jarra de un trago y animándolo a hacer lo mismo. El escritor obedeció, un tanto coaccionado.

—Lo último que he oído es que van a colocar varios reflectores en la Torre Eiffel para dirigir la luz solar hasta Marte —comentó mientras Serviss pedía otra ronda.

—¡Dios santo, qué insistencia! —exclamó este deslizando hacia delante otra jarra.

—Y que lo digas —corroboró Wells, reparando sorprendido en que empezaba a costarle hablar sin que se le trabara la lengua—. Por lo visto, en la Tierra todos creen que los seres del espacio verán cualquier cosa que se nos ocurra.

—¡Como si se gastaran todo su dinero en telescopios! —bromeó Serviss.

Wells no pudo contener una carcajada. Serviss pareció contagiarse de su risa, e incluso la acompañó con varias palmadas en la mesa, provocando un pequeño escándalo que les granjeó una mirada reprobatoria del camarero y de algunos comensales cercanos. Aquella expectación, sin embargo, no pareció amedrentar a Serviss, que intensificó el palmoteo con gesto de desafío. Wells lo observó con satisfacción, orgulloso como un padre ante las gracietas de su hijo.

—Bueno, bueno… Entonces no crees que nadie se moleste en invadir este diminuto planeta que pasa tan desapercibido en la infinitud del cosmos, ¿verdad, George? —intentó recapitular Serviss, una vez logró calmarse.

—Yo diría que no. Piénsalo bien: las cosas nunca suceden como uno las imagina. Esa es una ley casi matemática. Por lo tanto, jamás sufriremos una invasión marciana igual que la que he descrito en mi obra, por ejemplo.

—¿Ah, no?

—Jamás —soltó con rotundidad Wells—. Fíjate en la cantidad de novelas que están apareciendo sobre contactos con otros mundos, Garrett. Parece que cualquiera puede escribir una. Si en el futuro se dieran encuentros con criaturas espaciales tal y como los escritores los describimos, sería un caso de premonición literaria, ¿no crees?

Tras decir aquello, dio un trago a la cerveza, con la molesta impresión de que lo que acababa de decir no era más que una reflexión extravagante.

—Sí —admitió Serviss, sin dar muestras de encontrar estrafalaria su disertación—. Incluso puede que nuestros ingenuos gobernantes acabaran sospechando que los malvados seres del espacio habían introducido en nuestro subconsciente toda esa imaginería, mediante rayos ultrasónicos o hipnosis, quizá para preparar al mundo ante una futura invasión.

—¡Probablemente! —Wells estalló en una carcajada.

Serviss lo secundó volviendo a palmear la mesa, para desesperación del camarero y de los clientes más próximos.

—Así que, como te he dicho —prosiguió Wells cuando Serviss dejó de armar jaleo—, aunque haya vida en Marte o en algún otro planeta de nuestro vasto sistema solar… —Señaló hacia el cielo con un gesto majestuoso, y pareció irritarle encontrarse con el techo de la taberna, cruzado de simples vigas de madera. Se quedó observándolo en silencio unos segundos, como defraudado—. Demonios… ¿Qué estaba diciendo?

—Creo que ibas a decir algo… sobre la vida en Marte —apuntó Serviss, contemplando el techo con el mismo recelo.

—Ah, sí, Marte… —recordó Wells a duras penas—. Quería decir que aunque hubiera vida allí, probablemente no pueda compararse a la nuestra, por lo que imaginar unas astronaves fabricadas industrialmente en Marte resulta una idea tan absurda como risible.

—Bueno. Pero ¿y si yo te dijera… —Serviss trató de componer una mueca de seriedad— que estás equivocado?

—¿Equivocado? No podrías decirme que estoy equivocado, mi querido Garrett.

—A menos que te demostrara lo contrario, mi querido George.

Wells asintió, y Serviss se reclinó en su asiento, sonriendo misteriosamente.

—¿Sabías que durante un período de mi juventud me obsesionaba que hubiera vida en otros mundos? —le confesó.

—¿De verdad? —dijo Wells con una sonrisa tonta asida a los labios, agradablemente mecido por los vapores del alcohol.

—Sí, y auscultaba periódicos, tratados y ensayos antiguos en busca de… —meditó qué nombre darles— señales. ¿Sabías, por ejemplo, que en 1518, encima del navío del conquistador Juan de Grijalva, apareció «una especie de estrella» que luego se alejó lanzando fuego y proyectando un rayo luminoso hacia la Tierra?

—¡Demonios, no tenía ni idea! —Wells se fingió escandalizado.

Serviss correspondió a su burla sonriendo con condescendencia.

—Podría ponerte docenas de ejemplos similares que he compilado sobre avistamientos de máquinas voladoras de otros mundos en el pasado, George —le aseguró sin dejar de sonreír—. Pero no es por eso por lo que estoy convencido de que los seres de las estrellas ya han visitado la Tierra.

—¿Ah, no? Entonces, ¿por qué?

Serviss se inclinó sobre la mesa y, bajando dramáticamente la voz, reveló:

—Porque he visto un marciano.

—Ja ja ja… ¿Dónde, en el teatro, por la calle? ¿Es quizá la nueva mascota de la reina?

—No es broma, George —repuso Serviss, incorporándose de nuevo y contemplándolo con simpatía—. He visto uno.

—¡Estás borracho!

—¡No estoy borracho, George! Por lo menos no tanto como para no saber lo que estoy diciendo. Y te digo que he visto un maldito marciano. Lo he tenido ante mis ojos. Incluso lo he tocado con estas manos —insistió, alzándolas ante sí como Herodes esperando una palangana con agua—. Con estas.

Wells lo observó con seriedad durante unos segundos. Y luego estalló en una sonora carcajada, una especie de graznido que sobresaltó a la mitad de los presentes.

—Eres un tipo muy divertido, Garrett —sentenció cuando se recuperó—. Incluso te perdonaré que hayas escrito una novela para beneficiarte de…

—Sucedió hará diez años o quizá más, no lo recuerdo con exactitud —dijo Serviss, ignorando sus bromas—. Por aquel entonces, yo me encontraba pasando unos días en Londres, documentándome en el Museo de Historia Natural para una serie de artículos que estaba escribiendo.

Al comprender que Serviss no estaba bromeando, Wells se enderezó en su silla e intentó prestar atención a lo que decía, mientras sentía que el suelo de la taberna oscilaba levemente, como si se encontraran tomando cerveza en una barca que discurría por un riachuelo. ¿Había visto aquel tipo un marciano?

—Si la memoria no me falla, el museo, que como sabes se construyó con el fin de albergar la cada vez más ingente cantidad de fósiles y esqueletos que no cabían en el Museo Británico, acababa de abrir sus puertas —continuó Serviss en tono soñador—. Todo se veía nuevo y estaba expuesto con un didacticismo exquisito, como si realmente quisieran transmitir a los visitantes la idea que se tenía del mundo, de un modo ordenado y entretenido. Consciente de que numerosos exploradores habían arriesgado su vida, o cuanto menos su salud, para que las damas del West End pudieran suspirar sobrecogidas al contemplar una hilera de hormigas marabunta, yo vagabundeaba entre sus salas y arcadas como un paseante agradecido. Desde las urnas me sonreían una profusión de maravillas que prendían en mi interior un poderoso deseo de aventura, un ansia por conocer países remotos que, por fortuna, mi apego por las comodidades de la civilización acababa sofocando. ¿Merecía la pena perderse toda la temporada de teatro para ver a un gibón saltando de una rama a otra? ¿Para qué ir tan lejos cuando otros estaban dispuestos a traerte hasta casa todo el exotismo que encerraba el mundo, soportando lluvias tozudas, heladas imposibles y estrafalarias enfermedades? Me limitaba, pues, a observar el variado contenido de sus vitrinas como un auténtico palurdo del conocimiento. Aunque lo que realmente llamó mi atención no estaba expuesto en ninguna de ellas.

Wells le contemplaba en un respetuoso silencio, sin querer interrumpirle hasta ver dónde acababa aquella historia. También él había sentido algo parecido la primera vez que visitó el museo, por lo que la evocadora crónica de Serviss no le impacientó.

—Al segundo o tercer día empecé a reparar en que, de vez en cuando, el director del museo conducía discretamente a un grupo de visitantes a los subterráneos del edificio. Y he de decirte que en aquellos grupos creí reconocer a algunos científicos importantes, cuando no a algún ministro. Los visitantes eran acompañados siempre por dos agentes de Scotland Yard, además del director del museo. Como te imaginarás, aquellas extrañas y regulares procesiones al sótano despertaron mi curiosidad, así que una tarde abandoné mis asuntos y me atreví a seguirlos. La comitiva recorrió el dédalo de pasadizos que hay en el subsuelo, hasta llegar a una misteriosa puerta que siempre permanecía cerrada. Cuando el grupo se detuvo, el agente de mayor edad, un tipo gordito que lucía un extravagante parche en un ojo, dio una orden al otro, que apenas era un muchacho. Con gesto diligente, este se quitó una llave que llevaba colgada del cuello, abrió la puerta y les invitó a entrar en la sala, para cerrarla tras él. Me bastó con dejar caer algunas preguntas entre los empleados del museo para descubrir que nadie sabía a ciencia cierta lo que había en aquella cámara, apodada la Cámara de las Maravillas. Cuando le pregunté al director qué había allí, su respuesta me desarmó: «Cosas que el mundo jamás sospecharía que existen», me dijo con una sonrisita de suficiencia, y luego me sugirió que siguiera maravillándome con las plantas e insectos de las vitrinas, que había fronteras que no todo el mundo estaba preparado para rebasar. Como comprenderás, su respuesta me indignó, tanto como el hecho de que jamás tuviera el detalle de permitir que me uniera a ninguno de aquellos grupos a los que con tanta regularidad facilitaba el acceso a lo desconocido. Al parecer, yo no era tan importante como esos prohombres de ciencia que merecían una visita guiada. Así que me tragué mi orgullo y me hice a la idea de que volvería a Estados Unidos habiendo conocido del mundo lo que únicamente un puñado de insensibles mandamases quería que supiera. Sin embargo, al contrario que el director del museo, la Providencia debía de considerar importante que yo conociera el contenido de la cámara. Si no, no comprendo por qué me resultó tan fácil entrar en ella.

—¿Cómo lo conseguiste? —preguntó Wells, asombrado.

—Verás, el último día de mi estancia en Londres coincidí en el ascensor con el agente más joven de Scotland Yard, e intenté sonsacarle algo de información sobre lo que había en la cámara que se encargaba de velar. Pero resultó inútil, pues el joven se mostró inexpugnable. Incluso rechazó mi invitación a tomarnos una cerveza en una taberna cercana con la excusa de que él solo tomaba zarzaparrilla. Ya ves, ¿quién toma zarzaparrilla hoy en día? Pero a lo que iba: al bajarnos del ascensor, se despidió de mí educadamente y enfiló por una galería que conducía hacia la salida, ajeno a la mirada de hondo rencor que yo le dedicaba. Entonces, para mi sorpresa, vi que avanzaba con paso vacilante y se detenía en mitad del pasillo, como si de repente no supiera dónde se hallaba, y a continuación se desplomó sobre el suelo, como una marioneta a la que han cortado los hilos. Yo me asusté, como imaginarás, porque pensé que había muerto ante mis ojos, de un ataque fulminante al corazón o cualquier cosa parecida. Acudí al instante, le desabroché el cuello de la camisa con el propósito de comprobar sus constantes vitales y descubrí con un enorme alivio que todavía tenía pulso. Simplemente se había desmayado como una damisela a la que le apretara el corsé. Tenía la cara medio cubierta de sangre, pero me di cuenta de que se debía tan solo al corte que se había hecho en una ceja al caer, y que sangraba profusamente.

—Tal vez sufrió una bajada de tensión. O un golpe de calor —dijo Wells.

—Puede ser, puede ser —dijo distraído Serviss—. Entonces…

—O una bajada de azúcar en la sangre. Aunque yo me inclinaría por…

—¡Qué demonios importa lo que fuera, George! ¡Se desmayó y ya está! —soltó Serviss enfadado, impaciente por continuar con su historia.

—Lo siento, Garrett —dijo Wells, un tanto amedrentado—. Continúa.

—Bien, ¿por dónde iba? —refunfuñó Serviss—. Ah, sí, yo estaba desconcertado. Pero mi desconcierto duró poco, pues de repente, al reparar en que el agente llevaba colgada del cuello una extraña llave dorada, tocada por dos simpáticas alitas de ángel, mudó en algo que se parecía más a la codicia; enseguida comprendí que aquella primorosa llave era la que usaba para abrir la Cámara de las Maravillas.

—¡Y se la robaste! —se escandalizó Wells.

—Bueno…

Serviss se encogió de hombros y se abrió el cuello de la camisa, mostrando una cadenita de la que colgaba la llave que acababa de describir.

—No pude resistirme, George —se disculpó, teatralmente apesadumbrado—. Y no era como robarle los zapatos a un muerto. El agente solo se había desmayado. Des-ma-ya-do.

Wells sacudió la cabeza con desaprobación, un gesto de lo más arriesgado dada la cantidad de alcohol que había ingerido tan alegremente, pues aumentó tanto su mareo que tuvo la sensación de encontrarse subido al caballito de un carrusel. Serviss continuó:

—Así fue como pude entrar en la sala donde ocultan todo aquello que, por diferentes motivos, se ha decidido no mostrar al mundo. Ni te imaginas lo que esconden allí dentro, George. Si vieras su contenido, dejarías de escribir fantasías, te lo aseguro.

Wells lo observó con recelo, recomponiendo su postura en la silla.

—Pero eso es, en el fondo, lo de menos —continuó Serviss—. Lo verdaderamente importante se encontraba en un rincón de la sala. Sobre un pedestal, había una impresionante máquina voladora. —Hizo un alto para sonreír largamente a Wells—. Era una máquina de lo más extraña. Los científicos que habían tenido el privilegio de estudiarla sospechaban que era capaz de volar, deduje de lo que pude leer en los cuadernos y papeles amontonados en una mesa cercana, donde se hallaban registrados todos los pormenores del descubrimiento. Al contrario que el Albatros que describe Verne en Robur el conquistador, aquel artefacto no disponía de alas ni de hélices. Tampoco iba asida a ningún globo aerostático. Se parecía más bien a un plato.

—¿A un plato? —preguntó Wells, atónito.

El ingenio volador descrito por Verne, erizado de hélices y fabricado en pulpa de papel prensado, que había generado en Estados Unidos una auténtica fiebre de avistamientos de máquinas similares, le había provocado a Wells un escéptico alzamiento de cejas, aunque debía reconocer que probablemente aquella reacción había sido causada más por el rencor que sentía hacia los logros del francés que por la plausibilidad de su invento. Pero… ¿a un plato?

—Sí, a un plato sopero. O más exactamente a un platillo. Un platillo de esos que se usan en las orquestas —precisó Serviss, abriendo y juntando las palmas de sus manos como si quisiera aplastar una mosca.

—Un platillo volador —resumió Wells, deseando que continuara.

—Exacto. Según leí en los cuadernos, una expedición reciente al Polo Sur había encontrado la máquina enterrada en el hielo de la Antártida. Al parecer, se había estrellado accidentalmente en una cordillera montañosa, lejos del mar, y los científicos supusieron que el artefacto podía volar, aunque no pudieron abrirla, pues carecía de escotilla o cualquier cosa semejante.

—Entiendo. Pero ¿por qué pensaron que provenía de otro planeta? —preguntó Wells—. Podría tratarse de un artefacto de fabricación alemana, por ejemplo. Los alemanes realizan continuos experimentos sobre…

—No —le interrumpió tajante Serviss—. Bastaba verla para comprender que había sido construida con una tecnología muy superior a la que podrían tener los alemanes, George. Muy superior, en realidad, a la que podría tener cualquier país de la Tierra. Por ejemplo, no hay nada que indique que funciona a vapor. De todos modos, no pensaron que provenía del espacio solo por su aspecto.

—¿No? Entonces, ¿por qué?

Serviss realizó una pausa de efecto en la que aprovechó para darle un trago a su cerveza.

—Habían encontrado la máquina cerca del Annawan, un buque desaparecido que había zarpado de Nueva York el 15 de octubre de 1829 con el objeto de explorar el Polo Sur. El barco estaba calcinado, y la tripulación muerta. Los cadáveres de los marineros estaban esparcidos a su alrededor, congelados y semienterrados en el hielo. La mayoría se encontraban carbonizados, pero los que no lo estaban todavía conservaban en sus rostros una mueca de pavor, como si hubieran tratado de escapar desesperadamente del incendio… o quién sabe de qué inimaginable horror. También había varios cadáveres de perros, algunos de ellos extrañamente desmembrados. El espectáculo, según describían los miembros de la expedición, era dantesco. Pero el verdadero descubrimiento lo hicieron unos días después, al encontrar cerca de allí, enterrado en el hielo, al posible tripulante del artefacto. Lo habían trasladado a Londres junto con su máquina. Y no era alemán, George, te lo aseguro: lo supe en cuanto abrí la urna en la que lo guardan.

Hizo un nuevo alto en la narración para sonreír a su colega con una ternura casi maternal, como pidiéndole disculpas por el modo en que lo estaba aterrorizando. Wells lo observaba todo lo sobrecogido que su embriaguez le permitía estar.

—¿Cuál era su aspecto…? —preguntó con un hilo de voz.

—Desde luego, no se parece a los marcianos que describes en tu novela, George. En realidad, a mí se me antojó una especie de Jack Pies Ligeros más tenebroso y sofisticado. ¿Has oído hablar de Jack Pies Ligeros, la extraña criatura saltarina que aterrorizó Londres hace unos sesenta años?

Wells asintió, sin comprender qué parecido podía haber entre ambos.

—Sí, se decía que tenía muelles en los pies, por lo que podía dar grandes saltos, ¿no?

—Y que se aparecía de la nada ante las muchachas, para acariciarlas por todo el cuerpo con glotonería antes de volver a desaparecer. Muchas lo describieron con rasgos diabólicos, orejas puntiagudas y afiladas garras.

—Supongo que debido a la histeria del momento —reflexionó Wells—. El tipo no sería más que un acróbata de circo con ganas de poner sus habilidades al servicio de sus deseos.

—Probablemente, George, probablemente. Pero lo que guardaban en el museo me recordó a la versión monstruosa que de él hicieron los ilustradores de los periódicos y revistas más truculentos. Pude ver algunos ejemplares de aquellos viejos periódicos de niño, y su aspecto me heló la sangre. Todavía hoy protagoniza algunas de mis peores pesadillas. Pero bueno, quizá ese parecido solo lo encuentro yo, a causa de mis miedos más profundos.

—¿Quieres decir, entonces, que hay… un marciano en el Museo de Historia Natural? —trató de recapitular Wells.

—Sí. Aunque está muerto, naturalmente —dijo Serviss, como si eso le restara atractivo—. En realidad, es una especie de humanoide reseco sin mucho interés. Lo único que podría ofrecer alguna sorpresa interesante sería lo que haya dentro de la máquina. Tal vez contenga alguna pista de su procedencia, mapas del espacio o algo así, quién sabe. Y no debemos olvidar el avance que supondría para la ciencia terrícola lograr desentrañar su funcionamiento. Pero por desgracia, son incapaces de abrirla. No sé si a estas alturas todavía seguirán intentándolo o se habrán aburrido y ahora, tanto la máquina como el marciano, estarán cubriéndose de polvo en el museo. Lo único cierto es, mi querido George, que esa cosa no era de la Tierra.

—¡Un marciano! —dijo Wells, dando al fin rienda suelta a su perplejidad al comprender que Serviss ya había terminado de relatar su historia—. ¡Por Dios santo… un marciano!

—Sí, un marciano, George. Un feo y monstruoso marciano —confirmó Serviss—. Y esta llave conduce a él. Aunque yo solo lo vi aquella vez. No he vuelto a usar la llave desde entonces. Me limito a llevarla colgada del cuello, como un talismán cuya única función es recordarme que vivimos en un mundo donde existen más cosas imposibles de las que quienes escribimos historias podremos imaginar nunca.

Se quitó la cadenita y le tendió la llave a Wells con un gesto ceremonial, como quien entrega un objeto sagrado. Wells la examinó con sumo cuidado, contagiado de la misma solemnidad que transmitía Serviss.

—Estoy convencido de que la verdadera Historia de nuestra época no es la que recogen los periódicos ni los historiadores —divagó mientras Wells examinaba la llave—. La verdadera Historia es casi invisible, discurre como un manantial subterráneo. Transcurre en las sombras y en silencio, George. Y solo unos pocos escogidos saben cuál es.

Con un movimiento sutil, le arrebató la llave a Wells y se la guardó en el bolsillo de la chaqueta.

—¿Quieres ver al marciano? —le preguntó entonces con una sonrisita maliciosa.

—¿Ahora?

—¿Por qué no? Dudo que tengas otra oportunidad, George. Como te he dicho, a los escritores no nos consideran tan importantes como a los científicos, aunque nuestra imaginación vaya casi por delante de sus inventos.

Wells le miró con inquietud. Necesitaba tiempo para digerir todo lo que Serviss le había contado. O más exactamente, necesitaba al menos un par de horas para que la cabeza dejara de darle vueltas y se le despejara lo suficiente como para permitirle juzgar su historia de un modo racional. Tal vez entonces podría darla por falsa, porque estaba claro que, preso en el gracioso balanceo del alcohol, resultaba terriblemente agradable aceptar que lo imposible formaba parte del mundo. Bien mirado, en el estado de eufórica placidez en el que se hallaba, incluso sentía ganas de celebrar que así fuese, que la realidad en la que estaba condenado a vivir tuviera un doble fondo, que las fronteras que la razón del hombre había levantado para delimitarla se vinieran abajo de golpe, y lo que existía al otro lado se mezclara con ella, forjando una nueva realidad, una realidad donde la magia flotara en el aire y la fantasía que habitaba en los libros solo fuera la fiel transcripción de unos hechos vividos por sus autores. ¿Era eso lo que le estaba diciendo Serviss? Como el conejo blanco que había guiado a Alicia hasta el País de las Maravillas, aquel hombrecillo deslucido pretendía conducirle hasta su madriguera, para que accediera a través de ella a un mundo donde todo era posible. Un mundo regido por un Dios mucho más imaginativo que el actual. Pero el mundo no era así, no podía serlo, aunque ahora le pareciera de lo más natural que lo fuese.

—¿Tienes miedo? —preguntó sorprendido Serviss—. Ah, comprendo. Tal vez todo esto sea demasiado para ti, George. Tal vez quieras que los monstruos sigan a buen recaudo en el penal de tu imaginación, desde donde no puedan provocarnos más que el estremecimiento que sentimos al leer. Tal vez no tengas arrestos para enfrentarte a ellos en la realidad, más allá del papel.

—Claro que puedo enfrentarme a ellos en la realidad —replicó Wells, indignado por la conclusión a la que había llegado Serviss—. No se trata de eso, Garrett, sino de…

—No pasa nada, George, de verdad. Te entiendo, te entiendo —le consoló—. A mí también me espantaría ver un marciano. Una cosa es escribir una novela sobre ellos y otra bien distinta es…

—¡Claro que puedo enfrentarme a ellos en la realidad, maldita sea! —gritó Wells, levantándose con la gracia desmañada de un chimpancé—. ¡Vamos ahora mismo, Garrett! ¡Enséñame ese marciano de una vez!

Serviss le miró divertido, y luego se levantó de su silla con el mismo entusiasmo.

—¡De acuerdo, George, tú mandas! —bramó, intentando mantener el equilibrio a duras penas—. ¡Camarero, la cuenta! ¡Y rápido, que tengo que llevar a mi amigo a ver una criatura de las estrellas!

Wells intentó hacerlo callar, pero Serviss ya se volvía hacia el resto de las mesas.

—¿Alguien más quiere acompañarnos? ¿Alguien más quiere ver un marciano? —exclamó, dirigiéndose a los atónitos comensales con los brazos abiertos—. ¡Sí, acompáñenme y les mostraré un auténtico habitante del planeta Marte!

—¡Cállate de una vez, borracho! —le gritó alguien desde una mesa que estaba al fondo.

—¡Vete a dormirla y déjanos comer en paz! —sugirió otro.

—¿Ves, George? —dijo Serviss con decepción, arrojando un puñado de monedas sobre la mesa y dirigiéndose a la salida caminando en zigzag pero con altanería—. Nadie quiere saber, nadie. La gente prefiere seguir viviendo en su ceguera. ¡Pues allá ellos! —Se plantó delante de la puerta y señaló a los comensales con un dedo, haciendo equilibrios para no caerse—. ¡Seguid con vuestras miserables vidas, idiotas! ¡Seguid habitando en vuestra apestosa realidad!

Wells observó cómo algunos hombres más o menos fornidos hacían amago de levantarse de sus mesas en lo que le pareció una actitud poco amigable, por lo que alcanzó a Serviss con una carrerita y pugnó por arrastrar su flaco cuerpo afuera de la taberna mientras con un gesto pedía calma a los parroquianos. Una vez en la calle, detuvo al primer carruaje que le salió al paso y empujó a Serviss a su interior, mientras gritaba la dirección al cochero. El norteamericano cayó de lado sobre el asiento, y durante un tiempo permaneció así, con la cabeza apoyada en la ventanilla y sonriendo tontamente a Wells, que se había sentado enfrente en una postura no mucho más digna. El traqueteo del carruaje, que bordeaba Green Park, los despabiló un poco. Ambos se rieron del lamentable espectáculo que habían dado en la taberna y, animados todavía por el alcohol, dedicaron el trayecto a improvisar disparatadas teorías sobre el propósito de las visitas de los seres del espacio, fueran de Marte o de cualquier otro sitio. Cuando el carruaje se detuvo en Cromwell Road, ante un imponente edificio de estilo neogótico cuya fachada estaba salpicada de esculturas de plantas y animales, Wells y Serviss se apearon y caminaron tambaleantes hacia su pórtico de entrada mientras el cochero los observaba con mirada espantada. Se llamaba Neal Hamilton, rondaba los cuarenta años y su vida ya no volvería a ser la misma tras escuchar a aquellos dos caballeros de aspecto respetable y amplia cultura, pues aseguraban que unas inteligencias provenientes del espacio cósmico, encargadas de polinizar el universo y expandirlo, habían traído la vida a la Tierra en enormes artefactos voladores y que había indiscutibles huellas de ello en cualquier monumento de las civilizaciones antiguas y en la gran variedad de razas, colores, morfologías y otros caracteres físicos que había sobre el planeta. Neal hizo restallar su látigo y se dirigió a su casa, donde, unas horas después, con una copa de vino en la mano y estudiando el cielo estrellado con cautela, se preguntaría por primera vez en su vida quién era y de dónde venía, e incluso por qué había escogido ser cochero. Desgraciadamente, no dispongo de tiempo para ocuparme de la historia de Neal Hamilton porque Wells y Serviss acaban de franquear el portón del colosal edificio del Museo de Historia Natural, disimulados en una riada de visitantes.

Envuelto en una bruma pegajosa, Wells se dejaba arrastrar por Serviss a través de las galerías. En su estado, apenas era consciente de lo que sucedía. El mundo había adquirido una textura irreal, las cosas habían perdido su significado, todo era a su vez familiar e irreconocible. Tuvo la fugaz impresión de atravesar la célebre sala de las ballenas, atiborrada de esqueletos y gigantescas reproducciones de cetáceos, y en cierto momento, se sorprendió al encontrarse arrodillado al lado de Serviss junto un grupo de primates entre los que intentaban pasar desapercibidos para burlar la vigilancia de los guardias. Y finalmente, se descubrió siguiendo al americano por los pasadizos del subterráneo con paso tambaleante, hasta que llegaron a la puerta de la que le había hablado durante el almuerzo. Existía. Al menos la puerta existía. Con gesto ceremonioso, Serviss sacó de su bolsillo la llave robada, abrió la cerradura y, ejecutando una reverencia un tanto oscilante, invitó a Wells a pasar al reino de lo imposible.

—Hay cosas que preferiría ver sobrio —se lamentó Wells adentrándose en la estancia con paso vacilante.

Tal y como le había dicho el americano, la Cámara de las Maravillas era una vasta sala donde las cosas más prodigiosas del mundo se amontonaban sin orden ni concierto, en una confusión cegadora, como si constituyesen un botín pirata. Había tantos portentos desperdigados por todas partes que Wells no supo dónde detener la mirada, y los molestos empujoncitos que Serviss le propinaba en la espalda para que avanzara entre aquella fantástica mercadería tampoco facilitaban demasiado la labor. Logró reparar, al menos, en que muchos de los objetos allí almacenados tenían una etiqueta donde se aclaraba qué eran. De asombro en asombro, Wells contempló una aleta del monstruo del lago Ness, una especie de gatito aovillado en un tarro de cristal cuya etiqueta aseguraba que era una porción de pelo del Yeti, el esqueleto de una presunta sirena, docenas de fotografías de diminutas y luminosas hadas, una corona hecha con plumas del ave Fénix, la gigantesca cabeza de un toro perteneciente al Minotauro, y cientos de sorpresas más que no logró reconocer, hasta que puso fin a aquel carrusel de fantasías deteniéndose sobrecogido ante el cuadro de un hombre deforme y monstruosamente envejecido cuya etiqueta rezaba: RETRATO DE DORIAN GRAY.

Aún no se había recobrado del susto cuando, cerca de él, distinguió unos objetos que le resultaron familiares. Se trataba de un vaso graduado lleno de un líquido rojizo y un pequeño sobre que contenía una especie de sal cristalina de color blanco. Su etiqueta indicaba: «Última partida defectuosa obtenida del almacén de productos químicos de los señores Maw, imprescindible para obtener la pócima del doctor Henry Jekyll». Wells tomó el vaso lleno de incredulidad, casi en un acto reflejo: necesitaba tocar algo de lo que allí había para comprobar que aquellos prodigios no eran ninguna ilusión fraguada por su embriagada mente al calor de los comentarios de Serviss. Necesitaba constatar que todo aquello existía realmente fuera de los libros, los cuentos y las leyendas. Mientras sostenía el vaso, envuelto en el penetrante olor que desprendía aquel fluido color sangre, recordó que, según la novela de Stevenson, si disolvía aquella sal defectuosa en el líquido obtendría el bebedizo que había transformado al civilizado doctor Jekyll en el monstruoso señor Hyde. ¿En qué lo convertiría a él si tomaba la mezcla?, se preguntó. ¿Cómo sería su lado maléfico? ¿Disminuiría súbitamente de estatura, adquiriría la fuerza de doce hombres, tendría una mente brillante y sentiría una desmedida atracción hacia los placeres perversos, tal y como Stevenson contaba que le sucedía al doctor Jekyll, en lo que siempre creyó que era una pura ficción?

—¡Vamos, George, no tenemos toda la tarde! —ordenó el americano, tirándole del brazo.

La repentina sacudida de Serviss le hizo dar un respingo, con tal mala fortuna que el vaso se le resbaló de las manos y se hizo añicos contra el suelo. Wells contempló atónito cómo el líquido rojizo se derramaba por las baldosas. Se arrodilló para intentar arreglar el desaguisado, pero lo único que consiguió fue cortarse en la mano derecha con uno de los cristales.

—¡Se ha roto, Garrett! —exclamó apesadumbrado—. ¡La pócima del doctor Jekyll se ha roto!

—Bah, olvídate de eso y ven conmigo, George —contestó Serviss, haciéndole un gesto para que lo siguiera—. Esto no es más que bisutería fantástica, comparado con lo que quiero enseñarte.

Wells lo siguió, abriéndose paso entre aquella acumulación de objetos mientras intentaba con torpeza tapar la herida de su mano derecha con los dedos de la izquierda. Serviss lo condujo hasta un rincón de la amplia sala, donde les aguardaba el platillo volador. La máquina se hallaba colocada horizontalmente sobre un pedestal y, tal y como le había dicho Serviss, tenía la forma de un enorme disco achatado por los bordes y coronado por una cúpula. Parecía, en fin, un plato sopero construido para servirle el caldo a un Titán, si me permiten el estrafalario símil. Wells se acercó tímidamente al artefacto, impresionado por su tamaño y por el extraño material espejeante con que estaba hecho, que le otorgaba una apariencia tan sólida como ligera. Reparó entonces en unos extraños signos en relieve que moteaban su superficie, emitiendo un suave resplandor cobrizo. Le recordaron los caracteres orientales, aunque algo más intrincados. ¿Qué significarían aquellos trazos?

—Parece que aún no han logrado abrirla —comentó Serviss a su espalda—. Como puedes ver, no se aprecia ninguna abertura por ningún lado, ni tampoco parece estar provista de motor alguno. Aunque no es difícil suponer que, dado su aspecto, debe de poseer una maniobrabilidad fantástica en el aire, y posiblemente alcance una velocidad fulminante.

Wells asintió algo distraído. Acababa de reparar en la amplia mesa rebosante de papeles que se hallaba a un costado de la máquina, donde Serviss le había dicho que estaban registrados todos los detalles del increíble descubrimiento. Se acercó a ella y, en un estado de absoluta fascinación, hojeó el rebujo de cuadernos y documentos que nublaba su superficie, entre los que descollaban un par de gruesos álbumes que albergaban fotografías y recortes de periódicos. En su errática inspección tropezó con el diario de a bordo del buque calcinado, escrito por su capitán, un tal MacReady. A juzgar por su escritura, concisa y despojada de cualquier floritura, debía de tratarse de un hombre de talante práctico y austero, muy distinto del responsable de aquella expedición al Polo Sur, que respondía al nombre de Jeremiah Reynolds, y cuyo diario le resultó mucho más farragoso y disperso. También hojeó la nutrida colección de recortes de periódicos que mostraba uno de los álbumes, donde se describía el espantoso destino de la «Expedición Maldita», nombre con el que los medios la habían bautizado, que había zarpado de Nueva York rumbo a la Antártida el 15 de octubre de 1829. Impresionado, leyó algunos de los truculentos titulares que ocupaban la primera plana, acompañados de escalofriantes fotografías de los cadáveres y de lo que quedaba del buque: «¿Quién o qué masacró a la tripulación del Annawan?», «¿Qué horrores esconden los hielos del Polo Sur?»… Pero por lo que pudo comprobar, en ninguno de los artículos se mencionaban los verdaderos hallazgos del descubrimiento: la máquina voladora y el marciano. En el segundo álbum, sin embargo, encontró varias fotografías de la extraña máquina, que la mostraban semienterrada en la nieve y recortada contra un amenazador cielo plomizo, como una brillante moneda que un gigante hubiera dejado caer desde las alturas. Junto a ellas había también un gran número de informes científicos que Wells apenas acertó a comprender, y que a todas luces habían permanecido en secreto, al resguardo de los periodistas y de la opinión pública.

—No pierdas el tiempo con eso, George. Lo interesante está dentro de esta urna —anunció Serviss, sacándole de su absorta contemplación, al tiempo que se dirigía a una especie de arcón de madera con remaches de cobre al que habían adosado una pequeña máquina refrigeradora. Serviss colocó sus manos solemnemente sobre la tapa y, volviéndose hacia él, le preguntó con una sonrisa traviesa—: ¿Estás preparado para ver a un marciano?

Huelga decir que Wells no estaba preparado, pero asintió tragando saliva. Serviss procedió entonces a abrir el arcón con exasperante lentitud, acompañando el movimiento con un gesto de intriga, mientras del interior de la urna escapaba una vaharada de aire frío. Cuando al fin estuvo abierta, se apartó para que su colega pudiera mirar dentro. Con exagerada cautela y la mandíbula apretada, Wells se inclinó sobre ella. Y durante varios minutos, no comprendió qué demonios estaba viendo, pues lo que tenía delante rechazaba cualquier clasificación biológica conocida. Incapaz de describir lo indescriptible, Wells había situado a los marcianos de su novela en algún incierto lugar entre la ameba y los reptiles. Los había descrito como unos bultos viscosos y amorfos que mostraban cierto aire de familia con los pulpos terráqueos, pero comprensibles para la mente del hombre. La extraña criatura que ocupaba el féretro lo desafiaba, sin embargo, a intentar catalogarlo zoológicamente, a definirlo con las palabras que conocía, lo cual era evidentemente imposible. Aun así, Wells trató de hacerlo, sabiendo que por muy preciso que quisiera resultar, no estaría aproximándose ni remotamente al verdadero aspecto de aquel ser. El marciano era de un color grisáceo semejante al de las polillas, aunque algo más oscuro en ciertas partes. El cuerpo debía de medir alrededor de tres metros, si no más, era alargado y estrecho como las sombras al atardecer, y estaba envuelto en una especie de crisálida membranosa. Aquella suerte de capa parecía formar parte de su fisonomía, pues brotaba de lo que debían de ser sus hombros y le cubría desde la cabeza hasta el comienzo de las piernas, finísimas y divididas en tres secciones, como las de las mantis. De la membrana asomaban también las extremidades superiores, igual de finas pero rematadas en lo que a Wells se le antojaron un par de afilados aguijones. Pero lo más llamativo era su cabeza, que parecía enterrada en una capucha hecha con la misma piel estriada y cartilaginosa de la capa. Aunque apenas se distinguía entre los pliegues que la arropaban, Wells pudo ver que tenía forma triangular y, por supuesto, carecía de rasgos faciales reconocibles, salvo un par de ranuras a cada lado, que quizá equivaliesen a sus ojos. El supuesto rostro, de aspecto sombrío y aterrador, estaba cubierto de protuberancias, y a la altura de las mandíbulas, Wells creyó apreciar un tosco manojo de flagelos, de entre los cuales emergía una especie de trompa puntiaguda, parecida a la de las moscas, que ahora colgaba exánime sobre su largo cuello. Desde luego, se parecía a cualquier cosa menos al recuerdo que tenía del supuesto Jack Pies Ligeros, se dijo. Y sin poder evitarlo, adelantó su mano y acarició una de las extremidades superiores del marciano, intrigado por el tacto que tendría aquella extrañísima piel. Sin embargo, no logró discernir si era suave o áspera, húmeda o seca, repulsiva o agradable. Parecía serlo todo a la vez, por extraño que resultara. Pero al menos, una cosa sí podía asegurar, pensó: por el hieratismo de su rostro y la falta de brillo de sus supuestos ojos, aquella aterradora criatura estaba muerta.

—Bueno, es hora de largarnos, George —anunció Serviss, cerrando la tapa de la urna—. No conviene permanecer aquí dentro demasiado tiempo.

Wells asintió todavía algo abotargado, y se dejó remolcar por Serviss hacia a la puerta intentando no tropezar con ninguno de los prodigios que atestaban la sala.

—Memoriza todo lo que has visto, George —le sugirió Serviss mientras lo empujaba—, y considéralo prodigios auténticos o reproducciones falsas, dependiendo de tu osadía mental, pero no hables con nadie de la existencia de esta sala, a menos que sea de confianza.

Serviss abrió la puerta y, tras comprobar que el pasillo estaba despejado, ordenó a Wells que saliera. Juntos cruzaron las interminables galerías del sótano hasta emerger con disimulo a la planta superior, donde se mezclaron entre el gentío, ignorando que bajo sus oscilantes pies, dentro de su urna de madera, la piel de la criatura de las estrellas absorbía las gotitas de sangre que Wells había dejado sobre su brazo al acariciarla, y como una figura de arcilla bajo la lluvia, sus contornos empezaban a desdibujarse y a adquirir el aspecto de un joven extraordinariamente delgado y pálido con cara de pájaro, idéntico al que en aquel mismo instante abandonaba el museo como un visitante más.

Una vez en la calle, Serviss le propuso a Wells ir a cenar, pero este declinó la oferta alegando que el camino hacia su residencia en Worcester Park era demasiado largo y prefería emprenderlo cuanto antes. Ya había comprobado que las comidas con Serviss se caracterizaban precisamente por la falta de esta, y se encontraba demasiado borracho como para continuar bebiendo. Además, ansiaba quedarse solo cuanto antes para reflexionar con calma sobre todo lo que había visto. Se despidieron con la vaga promesa de volver a verse cuando Serviss regresara de nuevo a Londres, y Wells tomó el primer carruaje que encontró. Una vez dentro, y tras darle la dirección al cochero, intentó aclarase la mente para repasar los delirantes acontecimientos del día, pero el sopor del alcohol era demasiado poderoso, por lo que el sueño no tardó en vencerle.

Y mientras, cansado y abotargado, aquel Wells cerraba los ojos, en el interior de un arcón oculto en el Museo de Historia Natural de Londres, otro Wells los abría.