Llegará un día, un día en la sucesión infinita de días, en que seres, seres que están ahora latentes en nuestros pensamientos y escondidos en nuestros lomos, se erguirán sobre esta tierra como uno se yergue sobre un escambel y reirán y con sus manos alcanzarán las estrellas.
H. G. Wells, «El descubrimiento del futuro»
—En definitiva, si tuviera que resumir en un único consejo cuál es la fórmula del éxito, diría que uno debe procurar dedicarle al proyecto su máxima atención y pasión. Sé que suena a formulilla insustancial, pero creo que no se puede alcanzar el estado mental necesario para reaccionar rápidamente ante los acontecimientos si uno no le dedica todo su tiempo. Compaginarlo con otros quehaceres laborales es muy duro. Imaginad qué es lo peor que puede pasaros si lo abandonáis todo en busca de vuestro sueño. Hacedlo, en serio. Dedicadle unos minutos, lápiz en mano, y sed sinceros con vosotros mismos. Seguro que en la mayoría de los casos, las consecuencias son salvables y tienen fácil solución. Gracias por escucharme todo este rato.
Estallaron los aplausos. Algunos miembros de entre la multitud incluso se levantaron de sus asientos, en un claro signo de entusiasmo y respeto por el orador. En los ojos de los asistentes se podían apreciar sentimientos que este recordaba vagamente de tiempos pasados: inspiración, euforia, ambición… Ahora todo era distinto, y no podía evitar sentir cierto celo. Un muchacho que vestía unos vaqueros y una camiseta con el logotipo del palacio de congresos se le acercó, sin disimular una enorme sonrisa en su rostro mientras estiraba la mano hacia él en gesto de saludo.
—Ha sido magnífico, Jesús. Es evidente que has conseguido atraer su atención. Quizás alguno de ellos esté en el mismo sitio que estás tú ahora tras unos años, ¿no te parece?
—Estaría bien, sí —respondió casi de forma automática, al mismo tiempo que dirigía la vista hacia el fondo de la sala. Allí estaba, de brazos cruzados, sin moverse de su silla, la persona que estaba deseando ver, el verdadero motivo por el cual aceptó madrugar para venir hasta aquí—. Oye, ¿me disculpas un segundo?
Apenas avanzó unos pasos, bajando de la tarima en el recorrido, cuando él se apresuró a levantarse. Tenía el mismo aspecto de siempre, con el traje gris piedra algo arrugado y la barba de dos días, tal y como le recordaba. Mientras tanto, los aplausos se acallaron.
—Vaya, vaya… Veo que no has perdido tu gancho. Fíjate, de aquí saldrán los próximos emprendedores que harán que nos sintamos aún más viejos.
—Yo también me alegro de verte, Gonzalo. Anda, ven aquí y dame un abrazo.
Tan pronto entró en contacto con él, nublaron su cabeza retazos de la infancia, como si su mera cercanía fuese el catalizador que activara esos recuerdos. De repente, por unos instantes, se vio sentado en el porche de la casa de la playa, despidiéndose de él un día antes de trasladarse a Barcelona, pues a su padre le surgió una oportunidad de esas pocas que se presentan en la vida. Aún no había cumplido los 12 años, quizás 13. Casi podía oír el rugir de las olas del fondo, agua salada embravecida como las lágrimas que caían por su rostro.
—Hey, no tan fuerte. Cualquiera diría que hace 3 años que no nos vemos.
—Y 12 semanas. Oye, vámonos de aquí, tengo mucho que contarte.
—¡Pero si apenas has realizado el paseíllo de rigor! Seguro que muchos están deseando dirigirse a ti por unos minutos para acribillarte a preguntas. No te preocupes por mí, te esperaré fuera.
—Precisamente. No necesito que me cosan a preguntas. Si aprovechamos el momento de confusión, tardarán en darse cuenta que me he largado contigo.
—Bueno, como quieras. —Miró su reloj—. Podríamos cenar temprano. Pediré un taxi. ¿Donde siempre?
—Ni te imaginas lo que he echado de menos esos fetuccini.
El taxi tardó sólo unos minutos, tiempo suficiente para que Gonzalo le pusiera al día sobre lo contento que estaba con su nuevo gestor y lo bien que parecían irle las cosas últimamente. A juzgar por la baja calidad del traje, ahora que podía apreciarlo de cerca, no lo tenía muy claro. Pero Gonzalo nunca había sido un quejica, siempre se enfrentaba a las adversidades con valentía, y se podría decir que se trata de un hombre eminentemente positivo.
—Aunque nada comparable a tu éxito. ¡Estás causando sensación! —finalizó.
—¿Tú crees? Bueno, eso ya no me preocupa mucho. —El taxi se aproximó a la acera, y el conductor tocó ligeramente el claxon.
—¿Pero qué demonios te pasa? No me irás a decir que aún estás deprimido por…
—Anda, sube. Ahora te cuento. A la calle Regueros, por favor —se apresuró a decir al taxista mientras se sentaba en la parte de atrás con su amigo.
El taxi se puso en marcha rápidamente. En apenas 5 minutos habían conseguido salir del edificio y escapar por carretera. Todo un récord, pensó. Gonzalo se preguntaba si este gesto de descortesía no lo acabaría pagando caro.
—Déjame que te diga que tienes muchas razones para estar contento. Me consta que sólo con los dividendos del último año de «myhumanguide.com» tienes ya para jubilarte de por vida, aunque sé que eso es imposible tratándose de ti. Es más, te veo mucho más delgado que la última vez, seguro llevas tiempo tramando algo y no me has dicho nada.
Hacía ya 6 años que «myhumanguide.com» salió al mercado como un software de realidad aumentada revolucionario. Mientras visitaba Kyoto en un intento por escapar de sus propios pensamientos, Jesús se percató de que había olvidado llamar a una chica que un amigo le recomendó para que le hiciese de guía por la ciudad. Probablemente su subconsciente le jugó una mala pasada, pensó entonces. En cualquier caso, sacó su teléfono móvil y comenzó a buscar en Internet páginas informativas sobre la situación en un mapa de algunas de las atracciones turísticas más interesantes.
La chica guía, las páginas y páginas de datos en su móvil… de repente todo cuadró. ¿Y si, aprovechando las capacidades de los teléfonos modernos, desarrollaba un software que permitiese ver a través de la pantalla del terminal lo mismo que está capturando la cámara de fotos del dispositivo, pero mostrando sobre esta imagen a un guía interactivo que le fuese explicando detalles acerca de lo que está viendo? Así parecería que el guía se encuentra presente ahí mismo, justo en el sitio donde estás mirando con tu teléfono. La calidez de una imagen y una voz humanas en lugar de frías y extensas páginas de datos seguramente sería de agradecer, y repercutiría de forma muy positiva en la experiencia de uso. Imaginaba, por ejemplo, que el guía virtual le señalaba el tejado de uno de los templos mientras le relataba los pormenores de las construcciones japonesas, y después animaba al viajero a entrar para apreciar la escultura de oro de Amida que se esconde en su interior. O que, en mitad de las montañas rocosas canadienses, caminando hacia la lengua del glaciar Columbia cerca de Banff, nuestro particular acompañante de bolsillo marcaba los puntos del camino que se extendía hacia delante, donde moría el glaciar décadas atrás, evidenciando un ejemplo claro del calentamiento del planeta, fueran las que fuesen las causas.
Sí, aquello tenía mucho sentido para él. A fin de cuentas, un teléfono moderno disponía de todo el soporte hardware necesario: cámara, GPS, giroscopio, y conexión a Internet. Bastaba combinar todo aquello de forma genial para que, con la ayuda del giroscopio, el aparato supiese en todo momento hacia dónde apuntaba la persona que lo sujetaba, y con el GPS se pudiera conocer el punto del planeta en el que se estaba situado. Luego sólo restaba combinar la imagen capturada por la cámara con la del guía virtual descargada de Internet.
El potencial era enorme. Pronto se hizo popular entre viajeros que preferían gozar de una falta casi total de planificación y descubrir sitios interesantes sobre la marcha. Con la primera inyección de capital decidió que era el momento de fabricar un dispositivo autónomo para aquellas personas que no dispusiesen de un teléfono de avanzadas prestaciones, y que fuese lo más económico posible. Los museos de todo el mundo se hicieron con una buena cantidad de estos en la primera remesa, sustituyendo a las obsoletas audioguías. Se añadió un servicio por el cual expertos en alguna zona del mundo grababan sus propias explicaciones sobre algún tema que dominaban y obtenían una comisión por cada visionado. Monumentos, bares, edificios históricos, senderos naturales… Durante varios años, se recopilaron centenares de datos interesantes sobre casi cualquier rincón del mundo. El bajo coste del servicio lo hizo muy popular, y en el último año había alcanzado un volumen de negocio multimillonario. Para entonces, incluso se llegó a importantes acuerdos con operadoras de telecomunicaciones de todo el mundo para que estas proveyesen de acceso a Internet permanente para el dispositivo a un coste mensual fijo, sin importar la situación geográfica de la persona que lo usase, convirtiéndose así en el asistente de viajes más célebre en todo el planeta, y mejorando la experiencia de viajar por cuenta propia de millones de personas.
—Lo que te voy a contar es mucho más emocionante que todo eso, querido amigo. Cuando parecía que me hallaba entre tinieblas, alguien vino hasta mí para encender una vela de esperanza.
—Déjate de símiles baratos y cuéntame algo que merezca la pena, que me tienes en ascuas.
—Tenías razón sobre aquello de si estoy deprimido. O al menos lo estaba. Y no se trata sólo de lo de Lucía, si bien como ya te he dicho muchas veces creo que nunca acabaré superándolo. Cuando la muerte llega de forma tan imprevista, es imposible estar preparado.
—Lo sé, sabes que puedes hablar conmigo sobre ello cuanto necesites. Nunca podré imaginar lo que se siente, pero sabes que me tienes a tu disposición siempre que te haga falta desahogarte.
—Gracias, Gonzalo. —El taxi avanzaba por el tramo final de la Castellana, entrando en el Paseo Recoletos. Atrás quedaba la fachada del museo de cera, parcialmente iluminada, ocultando los secretos que alberga en su interior. Le pareció poco menos que irónico pensar en las figuras de personajes históricos, reales y de ficción, que aguardaban indemnes el paso del tiempo con la ayuda de leves tareas de mantenimiento. Tal vez sería un estupendo comienzo para la historia que estaba a punto de contarle a su buen amigo—. De todas formas, ese no fue el principal motivo de mi depresión, tan solo fue uno de sus ingredientes.
El teléfono móvil de Jesús comenzó a interpretar un épico fragmento de «Así habló Zarathustra» de Strauss. Con agilidad, lo sacó del bolsillo interior de su chaqueta.
—Buenas noches, Margarita… Sí… Entiendo… Muy bien, diles que salgo mañana mismo de madrugada para allá. Aún tengo que zanjar un asunto… ¿Me preparaste lo que te pedí? Estupendo, muchas gracias, Margarita. ¡Ah! Oye, creo que nunca te había dicho lo eficiente que eres, te agradezco mucho que me hayas llamado incluso siendo tan tarde… Ya, pero aún así, te estoy muy agradecido. Bueno, hasta pronto.
—Estás realmente raro, me estás dando miedo.
—Mira, ya casi hemos llegado. Vamos a tomar asiento en nuestra mesa preferida y enseguida te saco de dudas.
Al bajar del taxi, con la cartera aún en la mano, Jesús se adelantó para asomarse a la puerta del restaurante. Tal y como esperaba, estaba completamente vacío. Aún era temprano, y eso era estupendo, pues así podrían elegir mesa. Se acercó al camarero, y pidió una mesa para dos al fondo del local, lejos de los aseos y de la salida de la cocina, lo suficientemente apartada como para poder mantener una conversación íntima. Sin tan siquiera sentarse ni mirar la carta de vinos, pidió un Ornellaia, un vino de crianza de la Toscana, y dos copas. Se quitó la chaqueta, y esperó pacientemente a que Gonzalo se acomodase en la mesa. Este le clavó la mirada, sin mediar palabra, mientras cruzaba los dedos de las manos bajo su barbilla, en espera de que el misterio le fuese al fin desvelado. Jesús disfrutó de esos pequeños instantes de tensión. Atisbó por el rabillo del ojo que el camarero se aproximaba ya a la mesa con la botella, y aguardó un poco a que este estuviera lo suficientemente cerca como para que, sin que llegase a escuchar lo que estaba a punto de decir, quedase tiempo alguno de reacción para Gonzalo.
—Tengo cáncer de páncreas con metástasis al hígado y al estómago. Me dan un par de meses, quizá menos.
A Gonzalo se le afloja la mandíbula, y nota cómo se le escurren los dedos de las manos. Enseguida tiene que colocarlas sobre la mesa para intentar mantener el equilibrio. El camarero ya se encuentra junto a ellos, muestra la botella a Jesús, y tras el gesto de aprobación de este, sirve parte de su copa. Jesús levanta el cristal de manera que el líquido rubí oculte la cara de su amigo, la cual se vislumbra a trasluz algo deforme y teñida de rojo. Da un fuerte sorbo, degusta el astringente sabor de los taninos, y a continuación deja que acalore su garganta.
—Exquisito. Sírvalo, por favor.
El camarero llena las copas con calma, en lo que a Gonzalo le parecen años. En cuanto se marcha, este levanta la suya y la bebe de una sola tacada. A Jesús se le escapa una sonrisa. Se seca la boca, y deja posar levemente la copa de nuevo sobre la mesa, encima del surco algo teñido por una mancha de tinto que esta había dejado sobre el mantel.
—Pero… ¡pero cómo se te ocurre darme una noticia como esa así! Oh, madre mía, Jesús… ¿Desde cuándo lo sabes?
—Desde hace poco más de tres meses.
—¿Y me lo cuentas ahora? ¿Por qué no me lo dijiste nada más saberlo?
—Ya te dije que estaba deprimido. Aún no me había recuperado de lo de Lucía, y de repente me llega esta noticia. Lo siento mucho, pero no tenía ganas de ver a nadie. Llevaba días con dolor en el abdomen, me hicieron una ecografía… Y lo encontraron.
—¿No tiene tratamiento?
De nuevo sonrió.
—Me temo que no, amigo mío. Se pueden contar con los dedos de una mano los casos en los que un cáncer de páncreas como este es operable, y se torna imposible si además se ha extendido a otros órganos. No hay nada que hacer.
Durante unos segundos hubo un incómodo silencio. Gonzalo agachó la cabeza mientras apretaba los ojos, intentando contener los fuertes sentimientos que afloraban a su piel.
—¿Te duele? —dijo mientras se incorporaba.
—No demasiado, al menos por ahora. Aunque hay temporadas en que es bastante jodido.
—No lo comprendo… ¿Cómo estás sonriendo? ¿Cómo es que dices que ya no estás deprimido? Tú nunca has sido creyente, así que poco consuelo puedes tener pensando en que te vas a reunir con Lucía o algo parecido. Explícame, porque de verdad que no entiendo nada.
—Verás, Gonzalo. Estoy contento porque tengo esperanzas en poder curarme.
—¿Pero no dices que no es tratable?
—Y no lo es. Al menos no con la tecnología actual.
—Pues no entiendo nada —negó mientras se frotaba la cabeza con una mano.
—Verás, supongo que has oído hablar de la criogenización.
Gonzalo no pudo evitar que se le escapase una pequeña carcajada.
—Supongo que no estás hablando en serio.
—Totalmente. Existen ya varias empresas en el mundo que realizan este proceso. La mayoría de ellas se limita a congelar a temperaturas por debajo de los 5 grados Kelvin el cuerpo completo del sujeto, o sólo su cabeza, tras su muerte. Sin embargo, considero que esta acción es algo inútil, ya que para entonces seguramente la persona que piensan criogenizar ha dejado prácticamente de existir, pues la muerte de células cerebrales será tal que difícilmente podrá recuperarse algo útil. No, esto no sirve de mucho. Es mucho más efectivo efectuar el proceso cuando el sujeto aún está vivo, someterlo primero a una fase de hibernación severa y a continuación proceder a su criogenización rápida.
—¿En vida? ¡En vida! ¿Me estás diciendo que piensas convertirte en un cubito de hielo cuando ni tan siquiera has fallecido? ¡Eso ni siquiera puede ser legal!
—Tienes razón, no es legal… en España. Este proceso se puede considerar eutanasia, pues a fin de cuentas produce la muerte del sujeto, tal vez de forma permanente; y al menos en mi caso, estaría debidamente justificado. En Japón, sin ir más lejos, la eutanasia es legal, si bien apenas se ha practicado. Y en Holanda, Suiza, Irlanda…
—¿Pero cómo puedes querer apostar tus últimos días de vida en un futuro tan improbable? ¿Qué motivaciones podrían tener los hombres de los siglos venideros para recuperarte, si es que acaso fuera posible? Es más, tal y como están las cosas, no podemos estar seguros siquiera de que haya un futuro lejano y próspero para la humanidad. ¡Es demasiado arriesgado!
—Tienes razón. Y es más, el proceso no carece de dificultades técnicas, cuyas posibles soluciones no son por ahora imaginables. Por ejemplo, el agua del organismo, que constituye como sabes una buena parte del mismo, forma a esas temperaturas pequeños cristales de hielo que pueden perforar las membranas de las células que la contienen, con lo cual difícilmente sobrevivirían una vez comenzase el proceso de descriogenización. La entropía del cuerpo humano se incrementa durante el proceso, así que habría que poner todo luego en su sitio.
Gonzalo movía la cabeza de un lado a otro en señal de reprobación. No se podía creer lo que estaba oyendo. Su amigo debía ser extremadamente valiente, o extremadamente estúpido.
—Mira, voy a ser muy claro: No sé si estás esperando mi aprobación o qué para cometer semejante atrocidad. Pero desde luego no voy a dártela. No estoy dispuesto a perderte de esta forma, en lo que tal vez sean los últimos meses en que podamos gozar de nuestra mutua compañía. Ahora hasta me arrepiento de que haya pasado tanto tiempo desde que nos viésemos la última vez. Desde luego, si tu idea era venderme el asunto, no estás siendo nada convincente.
Jesús pareció mostrar indiferencia ante estas palabras, ignorando por un momento a su amigo mientras alargaba el brazo para agarrar la carta. La abrió impasible, e hizo como el que la estudiaba, pues tenía muy claro lo que iba a pedir. Y el tema le estaba, extrañamente, abriendo el apetito.
—¿Tienes idea de cuán dolorosa puede llegar a ser esta enfermedad, Gonzalo? —dijo sin apartar la mirada de la carta.
No recibió respuesta.
—Verás, la cosa es sencilla. No deseo pasar por ese amargo sufrimiento, ni vivir mis últimos días postrado en el hospital mientras me muero por dentro. Tampoco tengo familia con quien exprimir al máximo mis últimos días. Tan sólo te tengo a ti, pero no es mi intención complicarte la vida durante meses. Ante esta perspectiva, dime, ¿no apostarías a la posibilidad de alargar tu vida, por ínfima que esta sea? Además, tengo una curiosidad tremenda por saber qué será de la humanidad en unos años. Si se dan las circunstancias y dan con una solución para traerme de vuelta a la vida, podré saciar esta curiosidad. No temo a la muerte, lo sabes de sobra. Jugaré mi última carta. Además, no te preocupes que no te estoy pidiendo permiso, mañana mismo viajo a Amsterdam para comenzar el procedimiento.
Una amalgama de sentimientos bañaba la mente de Gonzalo, con tal intensidad que apenas le permitía pensar claramente. Quería racionalizar el asunto, convertirlo en un mero juego matemático en el que sólo hay una única solución exacta fruto de la secuencia lógica de variables que Jesús había tratado de explicar. Pero le resultaba imposible lidiar con la empatía, rabia, comprensión, esperanza, desasosiego e impotencia que, al unísono, parecían luchar en la búsqueda de una justificación que contentase a su espíritu.
—Además, a ti te conviene que tome esa decisión, créeme, pues he ordenado a Margarita que prepare la documentación para la venta de prácticamente todas mis participaciones. Y tú serás el comprador de las mismas, a un precio simbólico de 1 euro por participación. Por menos de 1000 euros te convertirás en el socio mayoritario de mi empresa.
—¿Qué? —respondió casi gritando.
El camarero se aproxima a la mesa. Jesús pide rápidamente por ambos: Dos platos de fetuccini al roquefort, con queso parmesano y pan de ajo de la casa.
—Sí, le pedí a Margarita que redactara el contrato de transferencia de las participaciones, y hace un rato me ha confirmado que me lo ha enviado ya por correo electrónico. He hablado con un amigo notario en Madrid que nos atenderá esta misma noche para dar fe del acto. Sólo tenemos que pasarnos por su oficina, imprimirlo, y firmarlo. Ha de ser esta noche, pues mañana mismo podría ser demasiado tarde para mí, claro. —Rio a carcajadas.