—¿Por qué? ¿Por qué?
Twissell miraba desalentado del indicador al Ejecutor, mientras sus ojos reflejaban la confusión que delataban sus palabras.
Harlan levantó la cabeza. Sólo pudo pronunciar una palabra:
—¡Noys!
—¿La mujer que llevó a la Eternidad? —dijo Twissell.
Harlan sonrió amargamente sin pronunciar palabra.
—¿Qué tiene ella que ver con esto? —dijo Twissell—. ¡Por el Gran Tiempo! ¡No le comprendo, muchacho!
—¿Qué necesita comprender? —dijo Harlan, atormentado por la tristeza—. ¿Por qué quiere aparentar ignorancia? Yo tenía a la muchacha. Era feliz, y ella también lo era. No hacíamos daño a nadie. Ella no existe en la nueva Realidad. ¿Qué daño hacíamos?
Twissell trató en vano de interrumpirle.
Harlan gritó:
—Pero existen los reglamentos de la Eternidad, ¿no es cierto? Los conozco bien. Las relaciones formales requieren un permiso. Necesitan un análisis individualizado. Requieren una categoría en la Eternidad. Son cosas muy difíciles de conseguir. ¿Qué pensaba hacer con Noys cuando todo esto hubiera terminado? ¿La habría colocado en un cohete a punto de estrellarse? Ahora no podrá hacer nada, estoy seguro.
Se interrumpió desesperado, y Twissell se dirigió rápidamente a la pantalla del intercomunicador. Había sido conectado de nuevo como transmisor, sin duda.
El Programador gritó hasta que consiguió respuesta, y entonces ordenó:
—Soy Twissell. Que no se permita la entrada a nadie. A nadie, ¿comprende?… Pues asegúrese de que se cumplen mis órdenes. También incluyen a los miembros del Gran Consejo. Especialmente a ellos.
Se volvió de nuevo hacia Harlan, diciendo en voz baja:
—Lo harán porque soy un anciano y el Jefe del Consejo, y porque creen que soy un viejo raro y medio loco. Respetarán mis órdenes porque soy raro y quizás esté medio loco.
Guardó silencio sumido en sus reflexiones.
—¿Usted también cree que estoy loco? —y su rostro se volvió hacia Harlan, semejante al de un mono viejo.
Harlan pensó: «¡Por el Gran Cronos, el hombre se ha vuelto loco! La impresión lo ha hecho enloquecer».
Dio un paso atrás, involuntariamente, al pensar que estaba encerrado con un demente. Luego se repuso. El anciano, aunque loco, era débil y hasta su locura terminaría pronto.
—¿Pronto? ¿Por qué no enseguida? ¿Por qué se retrasaba el fin de la Eternidad?
Twissell no tenía ningún cigarrillo en sus manos, ni hizo ningún movimiento para sacar uno. Dijo con voz tranquila e insinuante:
—Aún no me ha contestado. ¿Usted también cree que estoy loco? Supongo que lo cree. Demasiado loco para hablar conmigo. Si me hubiera creído un amigo, en vez de un viejo medio perturbado y caprichoso, me habría contado francamente su problema. No tenía necesidad de hacer lo que ha hecho.
Harlan arrugó el ceño. El Programador creía que él, Harlan, estaba loco. No podía ser otra cosa.
—Mi decisión era adecuada —dijo irritado—. Estoy en mis cabales.
—Le prometí que no le pasaría nada a la muchacha.
—Fui un estúpido al creerlo ni siquiera un instante, como al creer que el Gran Consejo tendría compasión de un Ejecutor.
—¿Quién le ha dicho que el Consejo sepa nada de todo esto?
—Finge lo sabía y envió un informe al Consejo.
—¿Cómo lo sabe?
—Se lo arranqué al mismo Finge con un látigo neurónico. Un arma como esa elimina todas las diferencias de categoría.
—¿La misma que ha hecho esto? —Twissell señaló al indicador, con su masa de metal fundido sobre la superficie del cuadrante.
—Sí.
—Un arma muy útil. ¿Sabe por qué Finge llevó el asunto al Consejo en vez de solucionarlo personalmente? —agregó en seguida.
—Porque me odiaba y quería estar seguro de mi perdición. Quería a Noys para sí.
Twissell dijo:
—Es usted muy inocente. Si hubiera querido la muchacha le hubiera sido fácil conseguir permiso para una relación. Un simple Ejecutor no se lo habría impedido. Finge me odiaba a mí, muchacho.
Twissell aún no había encendido ningún cigarrillo. Extrañaba verle sin el acostumbrado cilindro; los dedos manchados de amarillo, que apoyaba en su pecho mientras pronunciaba las últimas palabras, parecían anormalmente desnudos.
—¿A usted?
—Existe lo que se llama la política del Consejo, muchacho. No todos los Programadores son miembros del Gran Consejo. Finge quería ser Consejero. Yo lo impedí, porque le juzgaba emocionalmente inestable. Ahora me doy cuenta de cuán acertado estaba. Compréndalo, muchacho. El sabía que yo le protegía a usted. Observó que yo le relevaba de su puesto de Observador para convertirlo en Ejecutor Especialista. Sabía que trabajaba para mí. ¿Qué mejor manera de atacarme y destruir mi influencia? Si podía probar que mi Ejecutor favorito era el culpable de un terrible crimen contra la Eternidad, ello perjudicaría a mi posición en el Consejo. Era posible que me viese obligado a dimitir del Gran Consejo Pantemporal, y ¿quién sería nombrado en mi lugar?
Alzó la mano hacia los labios, y como nada sucedía se quedó mirando el vacío entre su pulgar e índice, asombrado.
Harlan pensó: «No está tan tranquilo como aparenta. No puede estarlo. Pero, ¿por qué habla de todo esto ahora? Cuando la Eternidad va a morir».
Luego pensó, acongojado: «¿Por qué no termina de una vez? ¡Ahora!».
Twissell dijo:
—Recientemente, cuando le permití que fuese a la Sección de Finge, sospechaba algún peligro oculto. Pero la Memoria de Mallansohn decía que usted estuvo ausente durante el último mes, y no se presentó ninguna otra razón lógica para enviarle lejos. Afortunadamente, Finge no jugó bien sus cartas.
—¿De qué modo? —preguntó Harlan, cansado.
En realidad, aquello ya no le importaba, pero Twissell seguía hablando y era más fácil tomar parte en la conversación que tratar de cerrar sus oídos a las palabras del otro.
Twissell continuó:
—Finge tituló su informe: «Con referencia a la conducta indeseable del Ejecutor Andrew Harlan». Seguía siendo el leal Eterno, ¿comprende? Trataba de mostrarse frío, imparcial, sereno. Por desgracia para él, no conocía la verdadera importancia que tenía usted. Quería que el Consejo se manifestara contra mí. No comprendió que cualquier informe relativo a usted obraría inmediatamente en mi poder, a menos que se hiciera constar en forma inequívoca su suprema importancia.
—¿Por qué no me habló antes de esto?
—¿Cómo podía hacerlo? Tenía miedo de hacer nada que pudiera influir sobre sus acciones, en vista de la importancia del proyecto que teníamos entre manos. Pero le di oportunidad de acudir a mí con su problema.
¿Oportunidad? Harlan hizo un gesto de desconfianza, pero luego pensó en la cansada faz del Programador en la pantalla del intercomunicador, preguntándole si no tenía nada que decirle. Aquello fue ayer. Ayer mismo.
Harlan meneó la cabeza, pero ahora apartó la vista.
Twissell dijo suavemente:
—Me di cuenta inmediatamente de que Finge le había forzado a su… impremeditada acción.
Harlan levantó la cabeza.
—¿Sabe eso?
—¿Le sorprende? Yo sabía que Finge tramaba algo contra mí. Lo he sabido desde hace mucho tiempo. Soy un viejo, muchacho. Adivino esas cosas. Pero hay formas de vigilar a los Programadores en quienes no se tiene confianza. Existen ciertos métodos de protección, seleccionados en el Tiempo, que no pueden verse en los museos. Hay algunos que solo son conocidos por el Gran Consejo.
Harlan pensó con amargura en la barrera colocada en el 100.000.
—Teniendo en cuenta el informe de Finge y lo que yo ya sabía, era fácil deducir lo que había sucedido —dijo Twissell.
Harlan preguntó de pronto:
—¿Finge sospechaba que era espiado por orden de usted?
—Es posible. No me sorprendería.
Harlan trató de recordar sus primeros días con Finge, cuando Twissell empezó a demostrar interés por el joven Observador. Finge no sabía nada del proyecto Mallansohn, e inmediatamente se fijó en la interferencia de Twissell: «¿Conoce al jefe coordinador Twissell?», le había preguntado una vez, y ahora Harlan se daba cuenta del tono de sospecha e intranquilidad que había en aquella pregunta. Desde entonces, Finge debió sospechar que Harlan era un espía de Twissell. Su odio y enemistad debieron nacer entonces.
Twissell seguía hablando.
—De modo que si me hubiese hablado…
—¿Hablarle a usted? —exclamó Harlan—. ¿Qué hubiera dicho el Consejo?
—Entre todos los Consejeros, solo yo lo sabía.
—¿Y nunca les ha informado? —se burló Harlan.
—Nunca.
Harlan sintió fiebre. Las ropas le ahogaban. ¿Iba a continuar aquella terrible pesadilla? ¡Absurda conversación! ¿Para qué? ¿Por qué no terminaba ya la Eternidad? ¿Por qué no se encontraban ya en la oscura y serena paz de la Irrealidad? ¡Por el Gran Cronos! ¿Qué estaba pasando?
Twissell dijo:
—¿No me cree?
—¿Por qué he de creerle? —gritó Harlan—. Vinieron para examinarme durante aquel almuerzo, ¿no es cierto? ¿Por qué habrían hecho una cosa semejante si no conocieran el informe? Vinieron para conocer al raro fenómeno que había violado las leyes de la Eternidad, pero al que no se podía castigar hasta el día siguiente. Un día más, y el proyecto Mallansohn habría terminado. Vinieron a disfrutar por anticipado del mañana.
—No fue por eso, muchacho. Querían verle solo porque son humanos. Los Programadores son también humanos. No podían ser testigos del último viaje de la cabina porque la Memoria Mallansohn no hacía ninguna mención de su presencia. A pesar de todo, querían ver algo. ¡Por el Gran Cronos, muchacho! ¿No entiende que cualquiera en su lugar se sentiría devorado por la curiosidad? Usted era el protagonista más inmediato a quien podían conocer. Por eso se sentaron a su lado y lo contemplaron a su gusto.
—No le creo.
—Es la verdad.
Harlan dijo:
—No es posible. Mientras comíamos, el consejero Sennor habló de un hombre que se encuentra a sí mismo. No hay duda de que conocía mis excursiones ilegales en el Tiempo del Cuatrocientos ochenta y dos, y que estuve a punto de enfrentarme conmigo mismo. Se divirtió burlándose de mí.
—¿Sennor? —dijo Twissell—. ¿Le preocupa Sennor? ¿Es que no conoce la tragedia de su personalidad? Su Siglo natal es el Ochocientos tres, una de las pocas civilizaciones que desfiguran deliberadamente el cuerpo humano para adaptarlo a los gustos estéticos de aquella sociedad. Se les depila total y definitivamente en su adolescencia. ¿Sabe lo que eso significa para la personalidad del hombre? Hágase cargo. Cualquier deformación separa al hombre de sus antepasados y de sus descendientes. Los hombres del Ochocientos tres no son buen material para la Eternidad; resultan demasiado distintos de los demás. Pocos son los escogidos. Sennor es el único de su Siglo que ha podido llegar hasta el Gran Consejo. ¿Se da cuenta ahora de cómo le afecta esto? Ya sabe que la inseguridad es un obstáculo. ¿Se le ha ocurrido nunca que un Consejero de la Eternidad pueda sentirse inseguro? Sennor tiene que escuchar propuestas para eliminar su Realidad, por la misma característica que le hace distinto de todos nosotros. Y si elimináramos esta Realidad, solo quedarían él y algunos más de su generación, que permanecerían desfigurados. Algún día puede suceder. Busca alivio en la filosofía. Trata de compensar su defecto buscando siempre discusiones, exponiendo puntos de vista impopulares o inaceptables. Su paradoja del hombre que se encuentra a sí mismo es un ejemplo. Ya le he dicho que acostumbraba a predecir el desastre para este proyecto. Era a nosotros, los restantes Consejeros, a quienes quería impresionar, y no a usted. No tenía nada contra usted, nada.
Twissell se había excitado. Con la emoción de sus palabras pareció olvidarse de donde se hallaba y la crisis que les enfrentaba, y de nuevo fue el anciano ágil y de rostro arrugado, que Harlan conocía tan profundamente. Hasta hizo aparecer un cigarrillo entre sus dedos, y esta vez dejó ver que los llevaba en un bolsillo especial de su manga.
Pero luego se detuvo antes de encenderlo, dio media vuelta y se quedó mirando de nuevo a Harlan, tratando de recordar algo que éste había dicho, como si hasta aquel momento no le hubiera entendido.
—¿Qué ha querido decir con eso de que se encontró a sí mismo? —preguntó.
Harlan se lo explicó brevemente y terminó:
—¿No lo sabía?
—No.
Hubo unos momentos de silencio, que Harlan recibió como una bendición para su alma atormentada.
—¿Conque fue esto? —dijo Twissell—. ¿Qué habría pasado si se hubiera encontrado de frente?
—No ocurrió.
Twissell ignoró la respuesta.
—Siempre existe la posibilidad de variaciones fortuitas. Con un número infinito de Realidades, no puede existir lo que llamamos determinismo. Supongamos que en la Realidad de Mallansohn, en el giro anterior del círculo…
—¿El círculo gira indefinidamente? —preguntó Harlan con un resto de curiosidad que aún quedaba en su interior.
—¿Creyó que solo lo hacía dos veces? ¿Se figura que el dos es un número mágico? El círculo gira un número infinito de veces dentro de un fisio-tiempo finito. Lo mismo que se puede seguir pasando el lápiz un número infinito de veces sobre la circunferencia de un círculo, y sin embargo el área abarcada es finita. En los giros anteriores del círculo, usted no se había encontrado a sí mismo. Esta vez, la incertidumbre estadística de las cosas lo hizo posible. La realidad tenía que cambiar para impedir el encuentro, y en la nueva Realidad usted no ha enviado a Cooper al Veinticuatro, sino a…
Harlan exclamó:
—¿A qué vienen todas estas frases? ¿Qué quiere conseguir con ello? Todo está hecho. ¡Todo! ¡Déjeme! ¡Déjeme solo!
—Quiero hacerle comprender que estaba equivocado. Quiero que se dé cuenta de que hizo lo que no debía.
—No es verdad. Y aunque fuese así, ya está hecho.
—Pero no definitivamente. Escúcheme un poco más.
Twissell trataba de convencerle, casi suplicante, con inflexiones de agonía en su voz. —Le devolveremos a su muchacha. Se lo he prometido, y lo mantengo. No sufrirá ningún daño, ni usted tampoco. Se lo prometo. Tiene mi garantía personal.
Harlan lo contempló con los ojos abiertos.
—Pero ya es demasiado tarde. ¿De qué sirve todo eso ahora?
—No es demasiado tarde. La situación no es irreparable. Con su ayuda, aún podemos tener éxito. Es necesario que me ayude. Debe entender que cometió una acción equivocada. Estoy tratando de explicárselo. Debe desear deshacer lo que hizo.
Harlan pasó la punta de la lengua por los labios resecos y pensó: «Está loco. Su mente no puede aceptar la verdad… o, de lo contrario, es que el Consejo tiene algún recurso desconocido».
¿Sería posible? ¿Podía el Consejo revertir el resultado de los cambios? ¿Podía Twissell detener el Tiempo o hacerlo retroceder?
—Me encerró en el cuarto de mandos para reducirme, hasta que todo hubo terminado —objetó Harlan.
—Usted dijo que tenía miedo de cometer alguna torpeza; que a lo mejor no podía cumplir con su parte de la misión.
—Lo dije como una amenaza.
—Yo lo entendí literalmente. Perdóneme. Necesito su ayuda.
Conque así estaban las cosas. Necesitaban su ayuda. ¿Estaba loco Twissell? ¿Era Harlan el demente? ¿Tenía aquella locura algún significado oculto?
El Consejo necesitaba su ayuda. Por ella le prometerían cualquier cosa. Noys, el cargo de Programador, ¿qué podían negarle? ¿Y cuando hubieran obtenido su ayuda, que le darían? ¿Le engañarían por segunda vez?
—¡No!
—Tendrá a Noys.
—¿Quiere decir que el Consejo estará dispuesto a infringir las leyes de la Eternidad una vez se vean fuera del peligro? No lo creo.
¿Cómo podía evitarse el peligro desencadenado por su acción?, se preguntaba Harlan. ¿Qué había en el fondo de todo aquello?
—El Consejo nunca lo sabrá.
—Entonces, ¿estará usted dispuesto a faltar a la Ley? Usted es el Eterno ideal. Cuando se haya remediado esta emergencia, obedecerá a la Ley. No podría hacerlo de otro modo.
Twissell enrojeció, con dos manchas de color en cada pómulo. Todo rastro de maliciosa inteligencia desapareció de su arrugado rostro. Sólo quedó una profunda pena.
—Mantendré la palabra que le doy y faltaré a las Leyes por una razón que usted desconoce —respondió—. No sé cuánto tiempo nos queda antes de que desaparezca la Eternidad. Pueden ser horas o quizá meses. Pero ya he perdido tanto tiempo, en la esperanza de hacerle ver la razón, que me entretendré un poco más. ¿Quiere escucharme? Se lo ruego.
Harlan vaciló. Luego, convencido de que aquello era tan inútil como todo lo que pudiera hacerse en aquel mundo condenado a desaparecer, dijo con voz cansada:
—Continúe.
—Dicen de mí —empezó Twissell— que nací viejo, que me salieron los dientes mordiendo una calculadora, que llevo otra en un bolsillo especial de mis pijamas, cuando me voy a dormir. Que mi cerebro está compuesto de incontables campos de fuerza conectados en paralelo, y que cada corpúsculo de mi sangre contiene un diminuto programa espacio-temporal flotando en aceite especial para cerebros electrónicos. Un día u otro, todas estas críticas llegan a mis oídos, y creo que a veces me he sentido un poco orgulloso de ellas. Puede que a veces haya llegado a creérmelas. Es absurdo en un anciano, pero ha hecho mi vida más fácil.
»¿Esto le sorprende? ¿Que yo busque consuelo en mi vida? ¿Yo, el jefe programador Laban Twissell, Presidente del Gran Consejo Pantemporal? Quizás es por eso que fumo. ¿Nunca se le ha ocurrido buscar la razón oculta de ese vicio? La Eternidad es esencialmente una civilización contraria al tabaco, como la mayor parte de los Siglos. Muchas veces he reflexionado sobre esto. A veces pienso que es una protesta mía contra la Eternidad. Algo que ocupa el lugar de una rebelión mucho más grande que fracasó…
»No, no me pasa nada. Una lágrima o dos no pueden hacerme daño, créame. Es que hace mucho tiempo que no pensaba en todo esto. No es nada agradable.
»Se trataba de una mujer, por supuesto, igual que en su caso. No es ninguna coincidencia. Es casi inevitable, si se mira bien. El Eterno que deja las satisfacciones normales de la vida por un puñado de perforaciones en una lámina metálica, está predispuesto a caer en la tentación. Por eso la Eternidad toma tantas precauciones. Y, por lo visto, es también la razón de que los Eternos demuestren tanta inteligencia en burlar las precauciones de vez en cuando.
»Aún recuerdo a la mujer de quien yo estaba enamorado. Quizá sea ridículo por mi parte. Pero no puedo recordar otra cosa sino aquella época de mi fisio-vida. Mis viejos colegas son solo nombres en los registros, los Cambios que he dirigido (todos menos uno) son solo cifras en los centros memorizadores de los cerebros electrónicos. Pero a ella la recuerdo perfectamente. Estoy seguro de que usted me comprende.
»Había presentado mi solicitud hacía ya mucho tiempo, y después de alcanzar el puesto de Ayudante Programador me concedieron el permiso. Ella era una muchacha de este mismo Siglo, el Quinientos setenta y cinco. Era inteligente y bondadosa. No era hermosa ni siquiera bonita, pero yo de joven (sí, yo también he sido joven) tampoco era muy guapo: Nuestros temperamentos eran muy parecidos, y si yo hubiera sido un hombre del Tiempo, me habría enorgullecido de poder hacerla mi esposa. Se lo dije muchas veces. Creo que le gustaba, y yo decía la verdad. No todos los Eternos, que deben visitar a sus mujeres cuando y como les permite el programa espaciotemporal, tienen esta suerte.
»En aquella Realidad particular, ella tenía que morir joven. Al principio, yo acepté aquella situación con filosofía. Al fin y al cabo, era precisamente su corto lapso de vida lo que había hecho posible que yo pudiese vivir con ella sin efectos perniciosos para la Realidad.
»Ahora me da vergüenza el haber sido capaz de despreocuparme de que solo le quedaran pocos meses de vida. Sólo fue al principio, únicamente al principio.
»La visitaba tan a menudo como me lo permitía mi programa espacio-temporal. Aprovechaba todos los minutos de mi permiso, aguantando sin comer ni dormir cuando era necesario, pasando mi trabajo a otros, sin sentir escrúpulos por ello, siempre que podía. Su ternura y amor eran inmensos, y yo estaba enamorado. Lo digo sin rodeos. Mi experiencia del amor es muy pequeña, y es difícil comprenderlo a través de Observaciones en el Tiempo normal. Pero en cuanto a mis sentimientos, puedo asegurar que estaba enamorado.
»Lo que empezó como la satisfacción de una necesidad emocional y física, se convirtió en algo mucho más grande y sublime. Su muerte inminente dejó de parecerme algo conveniente y se transformó en una insufrible calamidad. Analicé su probabilidad de supervivencia. No lo hice a través de los Departamentos de Análisis. Lo hice yo mismo, en secreto. Supongo que esto le sorprende. Era una falta grave, pero aquello no tuvo importancia comparado con los crímenes que llegué a cometer más adelante.
»Sí, yo mismo, Laban Twissell, el Jefe Programador Twissell.
»En tres ocasiones distintas llegó un punto del fisio-tiempo durante el cual yo pude alterar su Realidad personal. Los dejé pasar sin hacer nada. Naturalmente, yo sabía que el Gran Consejo no podía autorizar semejantes Cambios por razones puramente personales. De todos modos, empecé a sentirme responsable de su muerte.
»Un día ella me confesó, ruborizada, que tendríamos un hijo. No informé de ello a mis superiores, aunque era mi deber. Yo había analizado su probabilidad de supervivencia, incluyendo los factores variables de sus relaciones conmigo, y sabía que aquello podía ocurrir. Como seguramente usted ya sabe, y dado que ningún Eterno puede tener hijos, tales situaciones no están permitidas. Existen muchos métodos.
»Mi análisis me indicó que ella debía morir antes de dar a luz, de manera que quise ahorrarle aquel dolor adicional. Ella era feliz en su nuevo estado, y yo quería que fuese feliz. De modo que me limité a mirarla y sonreír cuando me contaba que podía sentir cómo se agitaba una nueva vida dentro de ella.
»Pero entonces sucedió algo imprevisto. Dio a luz prematuramente.
»No me extraña que me mire así. Yo he tenido un hijo. Un hijo propio. Es posible que no exista otro Eterno que pueda decir eso. Aquello era algo más que una falta grave. Se trataba ya de un crimen contra la Eternidad, pero le siguieron muchos más.
»Yo no esperaba aquello. La paternidad y sus problemas eran un aspecto de la vida del cual yo no tenía experiencia.
»Repasé mi análisis, lleno de pánico, y entonces pude encontrar al hijo vivo, en una solución alterna a una rama secundaria de ínfima probabilidad, y que yo no había tenido en cuenta. Un Analista profesional no habría dejado de fijarse en ella, y yo había sido un estúpido al fiarme tanto de mis conocimientos.
»Pero, ¿qué podía hacer ahora?
»No podía matar a la criatura. A la madre le quedaban dos semanas más de vida. Dejemos que el niño viva con ella hasta entonces, pensé. Dos semanas de felicidad no es mucho pedir.
»La madre murió, como estaba previsto y en la forma normal. Yo estuve sentado en su habitación durante todo el tiempo admisible, mientras el remordimiento me devoraba las entrañas por haber esperado su muerte, sabiéndolo, durante más de un año. En mis brazos, apretaba a mi hijo, mío —y de ella.
»Sí, dejé que mi hijo viviera. ¿Por qué esa mueca? ¿También usted me condena?
»No puede saber lo que significa tener en los brazos una pequeña parte de nuestra propia vida. Yo podré tener cables eléctricos por nervios y programas espaciotemporales en la sangre, pero yo lo sé.
»Dejé que mi hijo viviese. He cometido ese crimen. Lo dejé al cuidado de una organización adecuada y regresé a verlo siempre que pude. Hice los pagos necesarios y le vi crecer.
»Dos años pasaron de aquella forma. Periódicamente, yo estudiaba la probabilidad de supervivencia de mi hijo (ahora ya estaba acostumbrado a infringir las normas) y me alegré de saber que no se presentaban efectos perniciosos en la Realidad vigente, con aproximación de una diezmilésima. El niño aprendió a andar y empezó a hablar con su deliciosa media lengua. No le enseñaron a llamarme “papá”. No sé que pensarían las gentes de la institución que cuidaba del niño. Aceptaron mi dinero y nunca me preguntaron nada.
»Entonces, pasados dos años, un proyecto de Cambio que incluía al Siglo Quinientos setenta y cinco fue presentado al Gran Consejo Pantemporal. Yo había sido ascendido recientemente a Ayudante Programador y me confiaron aquella misión— Era el primer Cambio que debía realizar bajo mi sola responsabilidad.
»Estaba orgulloso de ello, pero en el fondo de mi corazón había un doloroso temor. Mi hijo era un intruso en aquella Realidad. Yo no podía esperar que tuviera homólogos. Me entristecía pensar que mi hijo desaparecía completamente de la Realidad.
»Me dediqué a preparar el Cambio, y aún ahora estoy seguro de que hice un trabajo impecable. Mi primer Cambio. Pero sucumbí a una tentación. Quizá cedí a ella más fácilmente porque ya estaba acostumbrado. Yo ya era un criminal empedernido, un delincuente habitual. Preparé un nuevo análisis para mi hijo bajo la nueva Realidad, sintiéndome seguro de lo que iba a encontrar.
»Luego pasé veinticuatro horas en mi despacho, sin comer ni dormir, luchando con el análisis terminado, tratando desesperadamente de encontrar algún error.
»No había ningún error.
»Al día siguiente, reteniendo mi solución del Cambio, preparé un programa espacio-temporal propio, usando una aproximación sencilla, ya que aquella Realidad no iba a durar mucho, y entré en el Tiempo a unos treinta y cuatro años del nacimiento de mi hijo.
»Ahora tenía treinta y cuatro años, mi misma edad. Me presenté como un pariente lejano, utilizando mi conocimiento de la familia de su madre. No sabía quién era su padre, ni recordaba mis visitas cuando él era niño.
»Era ingeniero de aviación. El Siglo Quinientos setenta y cinco estaba muy adelantado en casi media docena de formas de viaje aéreo, como aún lo está en la presente Realidad. Mi hijo era un miembro feliz y próspero de aquella sociedad. Estaba casado con una muchacha a quien amaba, pero no tenían hijos. Si mi hijo no hubiera existido, aquella muchacha no se habría casado. Lo sabía desde el principio. Siempre había sabido que no tendría efecto pernicioso sobre la realidad. De otro modo, quizá no me habría decidido a dejarle vivir. No he renegado por completo de los principios de la Eternidad.
»Pasé el día con mi hijo. Hablé tranquilamente, sonriendo con cortesía y al final me despedí en el momento indicado por las instrucciones de mi programa espaciotemporal. Pero por debajo de las apariencias de cortesía yo le contemplaba con amor, tratando de retener su imagen y el recuerdo del día vivido con él en aquella Realidad que a la mañana siguiente ya no existiría.
»Ansiaba también volver a visitar a mi esposa una vez más regresando al Tiempo en que ella había vivido, pero ya había consumido todos los segundos que me estaban permitidos. Ni siquiera me atrevía a entrar en el Tiempo para verla sin que ella me viese a mí.
»Regresé a la Eternidad y pasé una noche horrible debatiéndome inútilmente contra lo inevitable. A la mañana siguiente presenté mis recomendaciones para el Cambio.
La voz de Twissell había ido bajando de tono hasta que no fue más que un susurro, y ahora guardó silencio. Quedó sentado, allí, en el cuarto de mandos de la cabina especial, con los hombros hundidos, los ojos fijos en el suelo entre sus rodillas, retorciéndose las manos sin darse cuenta.
Harlan tosió, esperando a que el anciano continuara su relato. Sentía lástima por aquel hombre, a pesar de todas sus faltas contra la Eternidad.
—¿Esto es todo? —preguntó.
—No. Aún falta lo peor… Lo peor… En la nueva Realidad apareció un homólogo de mi hijo…, paralítico desde los cuatro años. Vivió cuarenta y dos años en la cama, en circunstancias que me impidieron aplicarle los procedimientos de regeneración de nervios descubiertos en el Siglo Novecientos, o al menos disponer que su vida terminase rápidamente y sin dolor.
»Aquella nueva Realidad aún existe. Mi hijo sigue allí viviendo los años correspondientes de su Siglo. Yo tengo la culpa de ello. Mi cerebro y mis cálculos hicieron posible aquella vida atormentada, y fue mi palabra la que ordenó el Cambio. He cometido muchos crímenes, pero aquella última acción, aunque era la única que se ajustaba exactamente a mi juramento de Eterno, siempre me ha parecido que era mi verdadero crimen, el único.
No había nada que decir, y Harlan guardó silencio.
Twissell dijo:
—Ahora ya sabe por qué comprendo su caso, y por qué estoy dispuesto a dejar que siga viviendo con su chica. No puede hacer ningún daño a la Eternidad y, en cierto modo, servirá para expiar mi crimen.
Y, de repente, Harlan comprendió. En un solo momento tuvo fe en las palabras del anciano.
Harlan cayó de rodillas y levantó sus puños hasta las sienes. Inclinó la cabeza y se balanceó lentamente, mientras una salvaje desesperación se apoderaba de él.
Había destruido la Eternidad y perdido a Noys, cuando, si no fuera por su golpe de Sansón, podía haber salvado a la primera y conservado la segunda.