De repente todo pareció inevitable. Era una cruel ironía del Destino. Por fin había entrado en el tiempo por última vez, se había burlado de Finge por última vez, había llevado el cántaro a la fuente por última vez. ¡Acababa de sorprenderle!
¿Era Finge quien reía?
—¿Quién sino él podía perseguirle, esperándole en la habitación contigua para luego estallar en una carcajada de triunfo?
Entonces, ¿todo estaba perdido? Como, en aquel momento de terror, estaba seguro de ello, no se le ocurrió huir ni refugiarse de nuevo en la Eternidad. Se enfrentaría con Finge.
Si era preciso, le mataría.
Harlan se acercó a la puerta tras la cual había sonado aquella risa, con el paso firme y seguro del asesino decidido a matar. Desconectó el cierre automático de la puerta y la abrió lentamente. Dos centímetros. Tres. La puerta se abrió sin ningún ruido.
El ocupante de la otra habitación estaba de espaldas a él. Parecía demasiado alto para ser Finge, y tal observación penetró en la confusa mente de Harlan dejándole inmovilizado en su lugar.
Entonces, como si la extraña parálisis que parecía dominar a los dos hombres se hubiera disipado poco a poco, el otro se volvió lentamente.
Harlan nunca llegó a ver cómo se volvía del todo. El perfil del otro no se había descubierto del todo cuando Harlan, reprimiendo su pánico con los últimos fragmentos de serenidad que le quedaban, se retiró apresuradamente de la puerta. El mecanismo automático la cerró silenciosamente.
Harlan dio un paso atrás, ciego de confusión. Casi no podía respirar; pugnaba por llenar de aire sus pulmones, mientras el corazón le palpitaba violentamente como si quisiera escapar de su pecho.
Ni Finge, ni Twissell, ni todo el Gran Consejo Pantemporal podían haberle desconcertado tanto. No era el temor a un peligro físico lo que le había causado aquella impresión. Era una aversión casi instintiva por la misma naturaleza del incidente que le acababa de ocurrir.
Recogió el paquete de microfilms, y después de dos intentos infructuosos consiguió franquear la entrada de la Eternidad. Pasó como un autómata, y nunca supo cómo había conseguido llegar al 575.° y después a sus habitaciones particulares. Su cargo de Ejecutor le salvó de nuevo. Los pocos Eternos a quienes encontró en su camino se hicieron a un lado y miraron fijamente al vacío.
Aquello fue una suerte, pues en aquellos momentos Harlan no podía borrar de su rostro las muestras de terror mortal que le acosaba, y su faz estaba pálida como la muerte. Pero nadie le miró, y Harlan dio las gracias a la Eternidad y a la ciega diosa que devanaba el oscuro hilo del Destino.
En realidad no había visto por entero al hombre intruso en la casa de Noys, y sin embargo supo quién era con extraña certeza.
La primera vez que Harlan oyó un ruido en la casa, él, Harlan, estaba riendo y el sonido que interrumpió su risa fue el de algo pesado que caía al suelo en la habitación cercana. La segunda vez alguien había reído en la otra habitación y él, Harlan, dejó caer la mochila con libros al suelo. La primera vez él, Harlan, se volvió a tiempo de ver cómo se cerraba una puerta. La segunda vez él, Harlan, había cerrado una puerta mientras otro hombre se volvía.
¡Se había encontrado a sí mismo!
En el mismo Tiempo y casi en el mismo lugar, él y su personalidad anterior en varios fisio-días, se habían encontrado casi cara a cara. Por un error en el ajuste de los mandos, graduándolos para un instante ya usado del Tiempo, Harlan había visto a Harlan.
Durante varios días realizó sus tareas mecánicamente, sin conseguir olvidar aquel horror. Se maldijo a sí mismo llamándose cobarde, pero aquello no remedió la situación.
Y a partir de aquel momento, todo empezó a ir mal. Ahora localizaba con exactitud el momento crucial. La Gran Divisoria estaba en el momento en que ajustó los mandos para entrar por última vez en el Siglo 482, e inexplicablemente se había equivocado. Desde entonces las cosas fueron de mal en peor.
El cambio de Realidad proyectado para el Siglo 482 fue inducido durante aquel período de abatimiento, lo cual acentuó su sensación de desaliento. En las dos últimas semanas había seleccionado tres Cambios de Realidad condenados en los que había algunos errores de detalle. Al final se decidió por uno de ellos, pero le faltaba la energía necesaria para emprender la acción.
Había escogido el Cambio de Realidad 2456-2781 V-5 por varias razones. De los tres, era el que estaba en el más lejano hipertiempo. El error observado era pequeño, pero tenía importancia en términos de vidas humanas. Sólo necesitaba un rápido viaje al Siglo 2456 para averiguar la naturaleza de la homóloga de Noys en la nueva Realidad, usando para ello un pequeño chantaje.
Pero el terror que le había causado su reciente experiencia le traicionó. El uso de amenazas para conseguir su propósito ya no le parecía una cosa fácil. Y una vez conocida la homóloga de Noys, ¿qué sucedería? Colocar a Noys como cocinera, costurera, obrera o lo que fuese, era sencillo. Pero ¿qué hacer con la otra persona, la otra Noys? ¿Con el posible marido que dicha homóloga pudiera tener, con la familia, con los hijos?
Antes no había pensado en nada de esto. Había evitado el pensarlo. Cada cosa a su tiempo, se había dicho.
Pero ahora no podía pensar en otra cosa.
Por eso estaba inactivo en sus habitaciones, odiándose por su falta de decisión, cuando Twissell lo llamó con voz interrogadora y un poco preocupada.
—Harlan, ¿se encuentra enfermo? Cooper me ha dicho que ha faltado a varías lecciones.
Harlan trató de disimular la preocupación que se reflejaba en su rostro.
—No, Programador Twissell. Sólo un poco cansado.
—Bien, eso es comprensible, muchacho.
Y entonces la eterna sonrisa llegó casi a desaparecer.
—¿Se ha enterado de que se efectuó el Cambio en el Cuatrocientos ochenta y dos?
—Sí —dijo Harlan, lacónico.
—Finge me ha llamado —dijo Twissell—, y me encargó que le dijera que el Cambio tuvo un éxito completo.
Harlan se encogió de hombros y luego se dio cuenta de que los ojos del Programador le contemplaban desde la pantalla. Se sintió confuso y preguntó:
—¿Decía, Programador?
—Nada —dijo Twissell, y quizá fue el manto de la edad lo que pesaba tanto sobre sus hombros, pero su voz tenía un timbre extrañamente triste.
»Creí que quería decirme algo —dijo Twissell.
—No tengo nada que decir —replicó Harlan.
—Entonces, le veré mañana a primera hora en la Sala de Programación. Tenemos mucho de que hablar.
—Sí, señor —dijo Harlan, y durante largos minutos se quedó mirando a la pantalla después que ésta se oscureció.
Aquellas últimas palabras parecían una amenaza. Finge había hablado con Twissell, ¿no? Sin duda habló más de lo revelado por Twissell.
Pero aquella amenaza era lo que Harlan necesitaba. Luchar contra una angustia en el alma era como hundirse entre arenas movedizas y tratar de vencerlas golpeándolas con un palo. Pero luchar contra Finge era otra cosa. Harlan recordó el arma que tenía a su disposición, y por primera vez en muchos días le pareció que recobraba la seguridad en sí mismo.
Era como si una puerta se cerrase y otra se hubiese abierto. Así como antes se sentía sin fuerzas para llevar a cabo sus proyectos, ahora Harlan desarrolló una febril actividad. Viajó hasta el 2456.° y forzó al Sociólogo Voy a que cumpliera con sus deseos precisos.
El éxito fue completo. Consiguió la información que buscaba.
Más de la que buscaba. Mucho más.
La audacia rendía sus frutos, por lo visto. Había un proverbio en su Siglo natal que decía: Coge la rama de espinos firmemente y tendrás un arma con la que vencer a tu enemigo.
En resumen, Noys no tenía ninguna homóloga en la nueva Realidad. Absolutamente ninguna. Podía ocupar su puesto en la nueva sociedad de la manera más conveniente posible, o podía quedarse en la Eternidad. No había motivo para negarle la autorización de relación formal con ella, excepto el hecho de que había infringido la ley… y Harlan sabía perfectamente cómo contrarrestar tal argumento.
Por ello se dirigió hacia el hipertiempo con la mayor premura, para explicarle a Noys aquellas buenas nuevas, para recrearse en aquel inesperado éxito después de pasar días horribles sumido en un fracaso aparente.
Y en aquel momento la cabina se detuvo.
No deceleró; simplemente se detuvo. Si el movimiento hubiese sido a lo largo de una de las tres dimensiones del espacio, el frenazo repentino habría aplastado el vehículo, poniendo el metal al rojo vivo, y Harlan se habría convertido en una masa de carne sangrante y huesos rotos.
En el Tiempo, simplemente le hizo doblarse sobre sí mismo con un ataque incontenible de náusea mezclada con ramalazos de intenso dolor. Cuando recobró la vista se tambaleó hacia el indicador de Siglos y lo contempló fijamente con una confusa mirada. Marcaba el Siglo 100.000.
Aquello le atemorizó de un modo extraño. Era un número demasiado definido, concreto. Ni uno más ni uno menos: ¡100.000!
Se volvió, lleno de agitación, hasta los mandos del aparato. ¿Qué habría sucedido?
Todo parecía normal, y aquello también le asustó. Nadie había tocado la palanca de arranque. Permanecía firmemente colocada en su posición normal de marcha acelerada hacia el hipertiempo. Todos los instrumentos en el tablero de control daban una lectura normal. No había ningún cortocircuito. Ningún corte exterior de la corriente energizadora. La pequeña aguja que marcaba el consumo normal de mega-megacoulombs de fuerza seguía insistiendo en que se consumía energía en cantidades normales.
—¿Qué era, entonces, lo que había detenido la cabina? Lentamente y con considerable vacilación, Harlan tocó la palanca de arranque y la rodeó con su mano. La colocó en punto muerto y la aguja del indicador de energía descendió hasta el cero.
Empujó la palanca en sentido contrario. La aguja del indicador ascendió de nuevo y esta vez el contador de Siglos marcó su paso hacia el hipotiempo, hacia el pasado, a lo largo de la línea del Tiempo.
Hacia el hipotiempo… hacia el pasado… 99.983, 99.972, 99.959…
Harlan invirtió el mando. Otra vez hacia el futuro. Despacio, muy despacio.
El indicador marcó 99.985… 99.993… 99.997… 99.998…
99.999… 100.000…
¡Crac! No pudo pasar del 100.000. La energía de la nova Sol se estaba utilizando a una velocidad aterradora, sin que sirviera para nada.
Volvió de nuevo hacia atrás, hacia el pasado, más lejos. Se lanzó hacia el futuro a toda velocidad. ¡Crac!
Tenía las mandíbulas rígidas, los labios abiertos en una mueca, la respiración jadeante y agitada. Se sintió como un preso que se lanzase contra las rejas de su cárcel.
Cuando por fin se detuvo, después de una docena de desesperadas tentativas, la cabina continuaba inmóvil en el 100.000. Hasta allí podía llegar, pero no más adelante.
¡Cambiaría de cabina! (Pero en el fondo de su corazón, Harlan se dio cuenta de que sería inútil.)
En el vacío silencio del Siglo 100.000, Andrew Harlan salió de su aparato y escogió otro Tubo al azar.
Un minuto más tarde, con la palanca de arranque en la mano, contemplaba con rabia cómo el indicador señalaba el 100.000, y supo con certeza que no podría pasar de allí por ninguno de los Tubos.
Un impulso de ira le agitó. ¡Precisamente en aquel momento! Cuando las cosas parecían inclinarse a su favor, llegaba aquel desastre. La maldición de aquel fatal error al entrar en el 482.° aún seguía ejerciendo su maligna influencia sobre él.
Salvajemente lanzó la cabina en la dirección opuesta hacia el hipotiempo, obligándola a mantener su máxima velocidad. Por lo menos seguía libre en una dirección, libre para hacer lo que quisiera. Con Noys prisionera detrás de aquella barrera y fuera de su alcance, ¿qué más podían hacerle? ¿Qué otra cosa podía temer?
Llegó al 575.° y saltó de la cabina con un atrevido desprecio por todo lo que le rodeaba. Se dirigió a la biblioteca de la Sección sin hablar con nadie, sin mirar a nadie. Abrió una vitrina y cogió lo que deseaba sin preocuparse de mirar a su alrededor para comprobar si era vigilado. ¡Qué le importaba!
De nuevo entró en una cabina y se dirigió hacia el hipotiempo. Sabía exactamente lo que iba a hacer. Lanzó una ojeada al gran reloj colocado en la estación de los Tubos y que medía el Fisio-Tiempo oficial, marcando los días y los tres turnos de trabajo en que se dividía el fisio-día de la Eternidad. Finge estaría ahora en sus habitaciones y aquello le complació.
Cuando llegó al 482.°, Harlan sintió que su piel ardía como si tuviera fiebre. Su boca estaba seca y áspera. Le dolía el pecho. Pero sentía el duro contacto del arma que llevaba debajo de la camisa, mientras la apretaba firmemente con el brazo contra su costado. Aquélla era la única sensación que le importaba.
El ayudante Programador Hobbe Finge alzó la vista para mirar a Harlan, y la sorpresa reflejada en sus ojos lentamente se transformó en preocupación.
Harlan le observaba en silencio desde la puerta, esperando a que la preocupación del otro creciera y se transformara en temor. Cerró la puerta a sus espaldas y se dirigió lentamente hacia Finge, colocándose entre éste y la pantalla del intercomunicador.
Finge estaba desnudo hasta la cintura. Tenía ralos pelos en el pecho y su grasiento abdomen se doblaba por encima del cinturón.
Parece insignificante, pensó Harlan con satisfacción, insignificante y desagradable. Mucho mejor.
Metió la mano derecha dentro de la camisa y empuñó firmemente la culata de su arma.
—Nadie me ha visto entrar, Finge — dijo Harlan — ; de manera que no espere socorro. Nadie va a venir. Observe, Finge, que está tratando con un Ejecutor. ¿Sabe lo que significa eso?
Su voz era áspera. Le molestaba que Finge no diese muestras de miedo y solo apareciese la preocupación en sus ojos. Finge tranquilamente alcanzó su camisa y, sin pronunciar palabra, empezó a ponérsela.
Harlan continuó:
—¿Conoce las ventajas de ser un Ejecutor, Finge? Usted nunca lo ha sido, conque no puede comprenderlo. Significa que nadie se fija adonde va o lo que hace. Todos apartan los ojos y se esfuerzan tanto en no vernos, que llegan a conseguirlo. Yo podría, por ejemplo, dirigirme a la biblioteca de la Sección y apoderarme de cualquier cosa que me interesara, mientras el bibliotecario me da la espalda para no tener que saludarme y no ve nada de lo que yo hago. Puedo pasearme por los pasillos del Cuatrocientos ochenta y dos, y cualquiera que se cruce conmigo, automáticamente se apartará de mi camino y luego jurará que no me ha visto. Es algo inconsciente. Por lo tanto, entienda que puedo hacer lo que quiera e ir donde guste. Puedo entrar en el departamento privado del Ayudante Programador de esta Sección y obligarle con un arma a que me diga la verdad, sin que nadie me lo impida.
Finge habló por primera vez.
—¿Qué es lo que tiene en la mano?
—Un arma —dijo Harlan y encañonó a Finge. Su breve cañón se ensanchaba ligeramente terminando en un abultamiento metálico liso.
—Si piensa matarme… —empezó Finge.
—Esto no le matará —dijo Harlan—. La última vez que nos vimos usted tenía una pistola desintegradora. Esta arma fue inventada en una de las pasadas Realidades del Siglo Quinientos setenta y cinco. Quizá no la conoce. La eliminamos de la Realidad. Demasiado cruel. Puede matar, pero si se usa sin llegar al máximo de su potencia afecta simplemente a los centros dolorosos y paraliza a la persona atacada. Se llama un látigo neurónico. Éste funciona y tiene su carga completa. Lo he probado en un dedo y es muy desagradable.
Harlan le mostró su izquierda con el meñique curiosamente rígido.
Finge se agitó en su silla.
—¡Por Cronos! ¿A qué viene todo esto?
—Hay una especie de barrera en los Tubos en el Cien mil. Quiero que sea retirada.
—¿Una barrera en los Tubos?
—No quiera fingir conmigo. Ayer habló usted con Twissell. Quiero saber lo que hicieron y lo que harán. ¡Por el Tiempo, Programador! Si no habla pronto, usaré el látigo. Si duda de mi palabra, inténtelo.
—Escuche…
Finge habló con voz temblorosa, y por primera vez mostró terror y también una ira llena de desesperación.
—Si quiere saber la verdad, es ésta. Sabemos lo de usted y Noys.
Harlan titubeó.
—¿Qué hay de mí y de Noys?
—¿Acaso creyó que iba a engañarnos? —dijo Finge. El Coordinador tenía los ojos clavados en el látigo neurónico, y su frente empezaba a perlarse de gotitas de sudor—. ¡Por Cronos! Con la excitación que demostró después de su período de Observación, y con lo que hizo durante su estancia en el Tiempo normal, ¿creyó que no íbamos a vigilarle? Merecería que me degradasen de mi cargo de Programador si no me hubiese preocupado de esto. Sabemos que ha traído a Noys a la Eternidad. Lo sabemos desde el primer día. Quería la verdad. Pues ya la tiene.
En aquel momento Harlan se maldijo por su propia estupidez.
—¿Lo sabían desde el principio?
—Sí. Supimos que la había llevado a los Siglos Ocultos. Le observamos cada vez que entró en el Cuatrocientos ochenta y dos para llevarle ropas y otros objetos, haciendo el papel de estúpido enamorado, olvidándose completamente de su juramento de fidelidad.
—Entonces, ¿por qué no lo impidieron? Harlan estaba apurando las heces de aquella humillación.
—¿Aún quiere saber la verdad? —respondió Finge con sarcasmo, pareciendo crecerse a medida que Harlan se hundía en la frustración.
—Continúe.
—Entonces, le diré que nunca le he considerado un buen Eterno. Cuando le traje aquí en su última misión, lo hice para convencer de ello a Twissell, quien por alguna razón que desconozco le tiene a usted en gran estima. En la persona de aquella muchacha, Noys, no estaba estudiando solo su grupo social, también le estudiaba a usted. Y usted falló, como yo había supuesto. Ahora, aparte esa arma, ese látigo o lo que sea, y salga de aquí.
—Y, sin embargo, usted vino una vez a mi departamento para inducirme a hacer lo que hice —dijo Harlan, casi sin aliento, luchando por mantener su decisión y sintiendo que se le escapaba de entre las manos, como si su espíritu estuviese tan rígido e insensible como el dedo agarrotado de su mano izquierda.
—Sí, desde luego. Si quiere la palabra exacta, le tendí una trampa. Le dije la verdad, que podía seguir teniendo a Noys en la entonces Realidad actual. Usted decidió proceder, no como un Eterno, sino como un traidor a su juramento.
—Y volvería a hacerlo —dijo Harlan secamente—. Puesto que lo sabe todo, comprenderá que no tengo nada que perder.
Levantó su arma y apuntó a la gruesa cintura de Finge, hablando entre dientes:
—¿Qué le ha sucedido a Noys?
—No tengo ni la menor idea.
—No mienta. ¿Qué le ha sucedido a Noys?
—Le repito que no lo sé.
La mano de Harlan se cerró sobre la culata de la pistola neurónica; su voz era ronca.
—Primero la pierna. Esto le hará hablar.
—Por favor, escuche. ¡Espere!
—Conforme. ¿Qué ha pasado con ella?
—No, espere. Hasta ahora solo se trata de una falta de disciplina. La Realidad no ha sido afectada. Lo he comprobado. Todo lo que le harán será degradarlo. Si me mata, o si me hiere con intención de matarme, habrá atacado a un superior. Esto se castiga con la muerte.
Harlan sonrió ante la vanidad de aquella amenaza. En vista de lo pasado, la muerte solo significaba para él una solución de incomparable sencillez.
Finge, sin duda, interpretó mal los motivos de aquella sonrisa. Dijo apresuradamente:
—No crea que no existe la pena de muerte en la Eternidad porque nunca haya visto tal castigo. Nosotros lo conocemos; nosotros los Programadores. Es más, se ha aplicado sin que nadie se entere. Es muy fácil. En cualquier Realidad siempre ocurren accidentes fatales sin que sea posible recuperar los cuerpos. Cohetes que estallan en el espacio, aviones que se hunden en el mar o que se estrellan contra una montaña. Un asesino puede ser situado en una de estas naves, minutos o segundos antes del accidente. ¿Cree ahora que eso le conviene?
Harlan se balanceó sobre las puntas de los pies y dijo:
—Si trata de ganar tiempo, no conseguirá nada. Le diré lo que pienso: No temo al castigo. Además, estoy decidido a recobrar a Noys. La quiero ahora mismo. Ella no existe en la Realidad actual. No tiene ninguna homóloga. No hay razón que nos impida establecer una relación formal.
—El reglamento no permite que un Ejecutor…
—Dejaremos que el Gran Consejo lo decida —dijo Harlan, y su orgullo habló al fin—. Tampoco temo una decisión negativa, del mismo modo que no temo matarle. Yo no soy un Ejecutor corriente.
—¿Lo dice porque es el Ejecutor personal de Twissell?
Hubo una extraña expresión en el sudoroso rostro de Finge, que podía ser de odio o triunfo, o una mezcla de ambos sentimientos.
Harlan respondió:
—Por razones mucho más importantes que ésta. Y ahora…
Con sombría decisión ciñó el dedo al disparador del arma.
Finge chilló:
—Entonces, acuda al Consejo, al Gran Consejo. Ellos lo saben. Si es usted tan importante… —se interrumpió, jadeante.
El dedo de Harlan se detuvo un instante.
—¿Qué quiere decir?
—¿Cree que yo tomaría una iniciativa personal en un caso como éste? He informado de todos los pormenores al Consejo, al mismo tiempo que de los resultados del Cambio de Realidad. ¡Vea! Aquí están las copias de mi informe.
—¡Quieto! No se mueva.
Pero Finge no hizo caso de aquella orden. Como espoleado por un demonio, Finge se dirigió a un archivo particular. Con una mano marcó la combinación de números que identificaba el documento buscado. Una plateada lámina salió de la rendija lateral, sus grupos de perforaciones apenas visibles a simple vista.
—¿Quiere que lo pase por la lectora? —preguntó Finge, y sin esperar respuesta lo insertó en el aparato.
Harlan escuchó, inmóvil. Ahora todo estaba muy claro. Finge había pasado un informe completo. Detallaba todas las acciones de Harlan en los Tubos. No había olvidado nada.
Cuando terminó el informe, Finge gritó:
—Y ahora, váyase al Gran Consejo. Yo no he puesto ninguna barrera en los Tubos. No sabría cómo hacerlo. Y no piense que a ellos no les importa esta cuestión. Ya sabe que he hablado con Twissell. Pero yo no lo llamé, él me llamó a mí. Vaya y hable con Twissell. Dígale lo buen Ejecutor que es usted. Y si antes quiere matarme, dispare y váyase al infierno.
Harlan no dejó de notar el acento de triunfo en la voz del Programador. Sin duda, en aquel momento se sentía el amo de la situación; lo suficiente para creer que aun después de muerto sería el ganador de la batalla.
¿Por qué era el fracaso de Harlan tan importante para él? ¿Era posible que sus celos por Noys fuesen tan intensos?
Acababa, de hacerse aquellas preguntas cuando su discusión con Finge le pareció, de pronto, algo sin importancia.
Guardó la pistola en el bolsillo y salió corriendo hacia el Tubo más cercano.
Tenía que llegar hasta el Gran Consejo o por lo menos hasta Twissell. No temía a ninguno de ellos.
A medida que pasaba aquel mes increíble, se había convencido de que él, Harlan, era imprescindible para la Eternidad. El Consejo, por muy Pantemporal que fuese, no tendría otro remedio sino llegar a un acuerdo con él, cuando se tratase de canjear una muchacha por la experiencia misma de la Eternidad.