9
Intermedio

El período que siguió fue realmente idílico, aunque esto no lo supo Harlan hasta más tarde.

Cien cosas distintas sucedieron durante aquellas fisio-semanas y todas se mezclaron inextricablemente en la memoria de Harlan, pareciéndole que aquella época había sido mucho más larga. La única cosa idílica que hubo fueron, desde luego, las horas pasadas con Noys, y aquellas horas dieron sabor a todo lo demás.

En primer lugar, preparó cuidadosamente su equipaje en la Sección del Siglo 482, sus vestidos, y sus microfilms, pero sobre todo sus amados volúmenes de la revista de los Tiempos Primitivos. Vigiló personalmente el envío a su base permanente en el 575.°.

Finge estaba a su lado cuando las últimas cosas fueron colocadas en la cabina de carga por los operarios de Mantenimiento.

—Nos abandona, por lo que veo —dijo Finge, escogiendo sus palabras.

Su sonrisa parecía cordial, pero tenía los labios apretados de manera que casi no se le veían los dientes. Tenía las manos enlazadas a la espalda y se balanceaba rítmicamente sobre la punta de los pies. Harlan no miró a su superior.

—Sí, señor —dijo en tono inexpresivo.

—Informaré al Jefe Programador Twissell que ha desempeñado su misión de Observador en el Siglo Cuatrocientos ochenta y dos de manera completamente satisfactoria.

Harlan no pudo ni siquiera darle las gracias. Permaneció callado.

Finge continuó, en voz mucho más baja:

—Pero no le informaré, por ahora, de su reciente intento de agresión contra un superior.

Y aunque continuaba sonriendo y su mirada era inexpresiva, había un deje de cruel satisfacción en sus palabras.

—Como guste, Programador —dijo Harlan.

En segundo lugar, volvió a su destino en el Siglo 575.

Casi en seguida tropezó con Twissell. Sintió alegría al volver a ver aquella pequeña figura, rematada por el arrugado pero vivaz rostro. Hasta le agradó volver a ver aquel blanco cilindro humeante entre dos dedos manchados, que de vez en cuando Twissell se llevaba a los labios.

Harlan dijo:

—Programador…

Twissell, que salía de su despacho, miró a Harlan y por un momento pareció no reconocerle. Su rostro expresaba fatiga y tenía los ojos irritados.

—¡Ah!, el Ejecutor Harlan. ¿Ya ha terminado su trabajo en el Cuatrocientos ochenta y dos?

—Sí, señor.

Las siguientes palabras de Twissell fueron extrañas. Miró su reloj, el cual, como todos los relojes de la Eternidad, señalaba solo el fisio-tiempo, indicando el día del mes al mismo tiempo que la hora, y dijo:

—Muy puntual, muchacho, muy puntual. Magnífico. Magnífico.

Harlan sintió que el corazón le daba un vuelco. La última vez que habló con Twissell no le habría sido posible entender aquel comentario. Ahora creía saber a qué se refería. Twissell debía estar cansado, o de lo contrario no se habría referido tan directamente a un asunto tan importante. O quizás el Programador creía que sus palabras serían indescifrables para él.

—¿Cómo está mi Aprendiz? —dijo Harlan, procurando aparentar indiferencia para que no pareciera que su pregunta tenía alguna relación con lo que Twissell acababa de decir.

—Bien, bien —dijo Twissell, aparentemente distraído.

Llevó el cigarrillo a sus labios, exhaló una bocanada de humo y después de un corto gesto de despedida, se marchó apresuradamente.

En tercer lugar, lo del Aprendiz.

Parecía más viejo. Parecía rodeado de un aura de madurez, cuando alargó la mano para saludar a Harlan diciendo:

—Encantado de volver a verle, Ejecutor.

O quizás era porque, mientras antes Harlan solo veía en él a un Aprendiz, ahora le parecía mucho más que un principiante. Ahora lo veía como un gigantesco instrumento en las manos de los Eternos. Era natural que a los ojos de Harlan, su Aprendiz hubiese adquirido una nueva importancia.

Harlan procuró disimular sus pensamientos. Se encontraban en las habitaciones de Harlan, y el Ejecutor contempló con agrado las sencillas superficies de porcelana que le rodeaban, satisfecho de haber dejado atrás los chillones adornos del 482.°. Aunque tratase de asociar el recargado barroco del 482.° con Noys, solo conseguía recordar a Finge. El recuerdo de Noys se asociaba con el de un satinado crepúsculo, y extrañamente, con la desnuda austeridad de las Secciones de los Siglos Ocultos.

Empezó a hablar atolondradamente, como para ocultar sus peligrosos pensamientos.

—Bien, Cooper, ¿qué ha hecho mientras yo estuve de viaje?

Cooper rió y se frotó su lacio bigote con un dedo, diciendo con timidez:

—Estudiando matemáticas. Siempre matemáticas.

—¿Sí? Supongo que habrá llegado ya a los cursos superiores.

—Los últimos grados.

—¿Son difíciles?

—Por ahora puedo soportarlos. Me resulta bastante fácil. Me gusta esta materia. Pero, realmente, estoy cargado de trabajo.

Harlan asintió con cierta satisfacción.

—Las matrices de Campo Temporal y todo eso, ¿eh?

Pero Cooper, un poco sofocado, se dirigió a la estantería llena de libros y dijo:

—Hablemos de los Primitivos. Tengo algunas preguntas que hacerle.

—¿Sobre qué?

—Sobre la vida en las grandes ciudades del Siglo Veintitrés. En Los Ángeles, especialmente.

—¿Por qué Los Ángeles?

—Me parece una ciudad interesante, ¿a usted no?

—Ciertamente, pero sería mejor verla en el Veintiuno. En el Siglo Veintiuno se encontraba en su apogeo.

—Preferiría el Veintitrés.

Harlan respondió:

—Bien, ¿por qué no?

Su rostro seguía impasible. Pero si hubiera sido posible arrancarle su máscara de impasibilidad, dicho rostro habría aparecido sombrío. Su intuición resultaba ser algo más que una pura coincidencia. Todo concordaba exactamente.

En cuarto lugar, la investigación. En dos sentidos.

Ante todo, para sí. Cada día, con ojos escrutadores, estudiaba los informes que se amontonaban en el escritorio de Twissell. Hacían referencia a distintos Cambios de Realidad en proyecto o que habían sido recomendados. De todos ellos llegaban copias a poder de Twissell, por ser miembro del Gran Consejo Pantemporal; Harlan sabía que no dejaría de recibir ni uno solo. Primero buscó el Cambio que se avecinaba en el Siglo 482. Luego, buscó entre los demás Cambios uno que pudiera presentar un error, una ambigüedad, algo que se apartara de la perfección y que sería visible a sus ojos de Ejecutor entrenado y con talento.

En estricta aplicación de las reglas, aquellos informes no estaban destinados a que él los viera, pero Twissell se encontraba raramente en su despacho aquellas días y nadie se preocupó de mezclarse en los asuntos del Ejecutor personal de Twissell.

Aquélla era una parte de su investigación. La otra parte le llevó a la biblioteca de la Sección del Siglo 575.

Por primera vez se aventuró a apartarse de aquellas partes de la biblioteca que ordinariamente monopolizaban su atención. En el pasado, Harlan había sido un asiduo lector de Historia Primitiva (una parte de la biblioteca bastante deficiente, de manera que la mayoría de sus libros de estudio o referencia solo se referían a los comienzos del tercer milenio, como era natural). Pero ahora se dedicó, con mayor ahínco, a los estantes dedicados a los Cambios de Realidad, su teoría, técnica e historia; una colección excelente (la mejor que existía en la Eternidad, excepto la de la Central, gracias a Twissell), la cual llegó a dominar completamente.

También leyó con curiosidad otros libros, éstos microfilmados. Por primera vez estudió con detenimiento los estantes dedicados al propio Siglo 575: su geografía, que variaba muy poco de una a otra Realidad, sus Historias, que variaban más, y sus sociologías, que variaban aún más. No eran libros o informes escritos sobre el Siglo por los Observadores o Coordinadores de la Eternidad (con los cuales se hallaba familiarizado), sino obras de los mismos Temporales.

Allí estaban los libros de literatura del 575.°, que recordaron agitadas discusiones sobre el valor de los Cambios alternativos. ¿Podía aquella obra maestra ser alterada? Si lo era, ¿en qué sentido? ¿Cómo influían los Cambios anteriores sobre las obras de arte?

En cuanto a esto, ¿existía unanimidad sobre la definición del arte? ¿Podría nunca ser reducido a términos cuantitativos, capaces de ser evaluados por los cerebros electrónicos?

Uno de los principales antagonistas de Twissell en estas discusiones era un Programador llamado Angus Sennor. Harlan, intrigado por las apasionadas opiniones de Twissell sobre aquel hombre y sus puntos de vista, había leído algunas de las obras de Sennor, y le parecieron sorprendentes.

Sennor se preguntaba públicamente, y para Harlan en forma desconcertante, si una nueva Realidad no podía contener en sí misma una personalidad homóloga de la de un hombre que hubiera sido llevado a la Eternidad en una realidad anterior. Analizaba la posibilidad de que un Eterno encontrase a su homólogo en el Tiempo normal, bien a sabiendas o por sorpresa, y especulaba sobre los resultados posibles en cada caso. (Aquel era uno de los temores más vivos de la Eternidad, y Harlan se estremeció y se apresuró a terminar de leer aquella discusión.) Luego disertaba sobre el destino de la literatura y del arte en los Cambios de Realidad de distintos tipos y clasificaciones.

Pero Twissell no quería saber nada de todo aquello.

—Si los valores del arte no pueden ser analizados —le gritó a Harlan en una ocasión—, ¿qué necesidad tenemos de preocuparnos por ellos?

Y la opinión de Twissell, como sabía muy bien Harlan, era compartida por la mayor parte del Gran Consejo Pantemporal.

Ahora Harlan estaba ante los estantes de las obras de Eric Linkollew, generalmente considerado como el más conspicuo escritor del 575.°, y dudó de que Twissell tuviese razón. Podía contar hasta quince colecciones de «Obras Completas», cada una de las cuales, indudablemente, había sido escrita en una Realidad distinta. Todas eran diferentes, por supuesto. Una de ellas era considerablemente más pequeña que todas las demás, por ejemplo. Cien sociólogos distintos, pensó, habrían escrito profundos análisis de las diferencias existentes entre aquellas colecciones en función de las bases sociológicas de cada Realidad.

Harlan se dirigió a la sala de la biblioteca dedicada a los instrumentos e inventos de los distintos 575.° Muchos de aquellos aparatos, recordaba Harlan, fueron eliminados del Tiempo normal y solo permanecían intactos, como muestras del talento humano, en la Eternidad. La Humanidad debía ser defendida frente a sus propias creaciones técnicas. Esta cuestión tenía prioridad. Casi no pasaba un fisio-año sin que en alguna parte del Tiempo normal la tecnología nuclear no se acercase demasiado a una profundización peligrosa, y tuviera que ser llevada de nuevo por caminos distintos.

Volvió de nuevo a las salas de libros microfilmados y a los estantes sobre matemáticas y sobre Historia de las matemáticas. Sus dedos se pasearon sobre los volúmenes y después de reflexionar, escogió media docena de libros de aquella estantería y firmó la ficha de salida.

En quinto lugar lo de Noys.

Aquélla era la parte más importante del intermedio, y todo lo que tenía de idílico.

En sus horas libres, cuando Cooper se iba y normalmente Harlan se habría quedado solo para cenar, o para esperar el próximo día… se encaminaba a los Tubos.

Agradecía de todo corazón la especial consideración que los Ejecutores recibían en la mente de los Eternos. Y agradecía, como nunca había soñado que fuese posible hacerlo, la manera en que todos procuraban evitar su presencia.

Nadie se molestó en inquirir su derecho a ocupar una cabina, ni se preocupó de averiguar si se dirigía al pasado o al futuro. Ninguna mirada de curiosidad siguió sus pasos, ni hubo una mano que se ofreciese a ayudarle, ni nadie se detuvo para cambiar unas palabras con él.

Podía ir donde quisiera cuando quisiera.

—Has cambiado, Andrew —le dijo Noys un día—. Por los Cielos, has cambiado mucho.

Él la miró y sonrió.

—¿En qué forma, Noys?

—Has aprendido a sonreír, ¿no es cierto? —dijo ella—. Éste es uno de los cambios. ¿Nunca te has mirado en un espejo para ver cómo sonríes?

—Tengo miedo de hacerlo. Tendría que decirme: Esta felicidad no puede ser cierta. Debo estar enfermo. Deliro. Sin duda estoy recluido en un sanatorio mental, viviendo en sueños y sin darme cuenta de ello.

Noys se acercó y le pellizcó fuertemente.

—¿Sientes algo?

Él la atrajo hacia sí y se enredó en su mata de cabello negro.

Cuando se separaron, ella dijo sin aliento:

—En eso también has cambiado. Lo haces muy bien ahora.

—He tenido una buena maestra —empezó Harlan, interrumpiéndose al pensar que sus palabras podían implicar una referencia a los muchos hombres que le hubieran precedido hasta llegar a formar tan buena maestra. Pero la risa de Noys disipó estas preocupaciones.

Habían comido y Noys aparecía adorable en el nuevo vestido que Harlan le había traído de su casa en el 482.°

Ella se dio cuenta y pasó la mano por la suave tela de la falda.

—No debiste hacerlo, Andrew. Realmente preferiría que no lo hicieras.

—No hay ningún peligro —dijo él con seguridad.

—Hay peligro. No seas absurdo. Me basta con lo que tengo aquí, hasta… hasta que puedas arreglar las cosas.

—¿Por qué no has de tener tus propias ropas y tus cosas personales?

—Porque no valen el riesgo que corres al ir a mi casa en el Tiempo y que te pueden sorprender. ¿Y si hacen el Cambio mientras estás allí?

Él trató de aparentar tranquilidad.

—No pueden sorprenderme.

Luego prosiguió con animación:

—Además, mi escudo electrónico de protección me mantiene en el fisio-año, de modo que no puede afectarme ningún Cambio, ¿comprendes?

—No —suspiró Noys—. Creo que nunca llegaré a entenderlo.

—No tiene nada de particular.

Y Harlan trató de explicárselo una y otra vez, lleno de animación, y Noys le escuchó con aquellos ojos brillantes que nunca dejaban ver si le escuchaba o si se burlaba de él, o quizás ambas cosas a la vez.

Todo aquello era un gran aliciente en la vida de Harlan. Tenía alguien con quien hablar, alguien con quien podía discutir su vida, sus preocupaciones y sus pensamientos. Era como si ella fuese una parte de él mismo, pero una parte diferente, con la que necesitaba comunicarse hablando, en vez de pensar a solas. Y como era diferente, podía contestar en forma inesperada, gracias a sus procesos mentales independientes. Era curioso, pensó Harlan, cómo uno podía hacer una Observación de un fenómeno social como el matrimonio, y, sin embargo, no advertir una verdad tan importante como era aquélla. ¿Cómo adivinar, por ejemplo, que cuando más tarde recordase aquel idilio, lo menos destacado serían los momentos de pasión?

Ella se sentó a su lado y preguntó:

—¿Cómo siguen tus estudios de matemáticas?

—¿Quieres ver el libro que traigo? —dijo Harlan.

—¿Es posible que lleves esos libros encima?

—¿Por qué no? El viaje en la cabina lleva bastante tiempo. No hay ninguna necesidad de desperdiciarlo.

Él sacó una pequeña lectora de su bolsillo, insertó el rollo de microfilm y sonrió con cariño cuando ella se lo llevó a los ojos.

Ella le devolvió la lectora y meneó la cabeza.

—Nunca he visto tantos garabatos. Me gustaría saber leer el idioma Pantemporal.

—En realidad —dijo Harlan— la mayor parte de los garabatos que dices no son del idioma Pantemporal, sino signos matemáticos.

—Tú los entiendes, ¿no es eso?

A Harlan le contrariaba decir nada que pudiese apagar el brillo de franca admiración que lucía en sus ojos, pero se vio forzado a confesar:

—No tanto como yo quisiera. Sin embargo, he aprendido bastantes matemáticas para saber lo que necesito. No es necesario saber mucho para ver un agujero en la pared tan grande como para dar paso a una cabina de carga.

Lanzó la lectora al aire y la cogió al vuelo antes de que cayese, dejándola sobre una mesita.

Los ojos de Noys le miraban con ilusión y Harlan comprendió de pronto el sentido de aquella mirada.

—¡Por el Gran Cronos! —dijo él—. ¡Naturalmente! ¿No puedes leer el Idioma Pantemporal?

—No, desde luego que no.

—Entonces la biblioteca de esta Sección te resultará completamente inútil. No se me había ocurrido. Deberías tener tus propios libros del Cuatrocientos ochenta y dos.

Ella contestó con prontitud:

—No, no los quiero.

—Los tendrás —dijo Harlan.

—De veras, no los necesito. Es una tontería el arriesgarse…

—¡Los tendrás! —repitió él.

Por última vez se encontró delante de la frontera inmaterial que separa a la Eternidad de la casa de Noys en el 482. Había creído que la vez anterior sería la última. El Cambio debía ya estar muy cerca, cosa que no le había contado a Noys para no preocuparla.

Pero no le fue difícil decidirse a repetir el viaje, aquella excursión adicional. En parte, era el deseo de merecer la admiración de Noys al traerle sus libros metiéndose en la misma boca del león; en parte su deseo —¿cuál era la frase que usaban los Primitivos?— de «tirar de las barbas al Rey», si es que aquella frase podía aplicarse a las mejillas lampiñas de Finge.

Además, así podría saborear el extraño encanto que tenía el ambiente de una casa condenada a desaparecer en la nueva Realidad.

Lo había experimentado antes, cuando entró en ella durante el período marginal de gracia que le concedía su programa espacio-temporal. Lo sintió mientras vagaba por sus habitaciones, recogiendo ropas, bibelots y extrañas botellas e instrumentos del tocador de Noys.

Era el sombrío silencio de una Realidad a punto de extinguirse, muy diferente de la mera ausencia física de ruidos. Harlan no podía decir cuál sería la equivalente de aquella casa en la nueva Realidad. Podía ser una pequeña quinta suburbana, o una casa de pisos en una calle de la ciudad. O podía desaparecer, mientras las hierbas salvajes crecerían en el mismo lugar que ahora ocupaba el cuidado jardín de Noys. Incluso era posible que no sufriera cambios de importancia. Y podía ser habitada —Harlan cambió rápidamente de pensamiento— por la análoga de Noys, o desde luego, por otra persona.

Para Harlan aquella casa ya era como un fantasma, un espectro prematuro que hacía sus apariciones antes de haber muerto. Puesto que la casa, tal como estaba, significaba tanto para él, halló que se dolía de su desaparición y que lo lamentaba.

Solo una vez en los cinco viajes que había hecho pudo escuchar un ruido que rompiera la quietud de aquellas salas. En aquel momento se hallaba en la despensa, dando gracias al hecho de que la tecnología de aquella Realidad y de aquel Siglo permitía prescindir de sirvientes, lo cual le evitaba ahora un problema. Recordó que acababa de escoger entre los envases de alimentos preparados, habiendo decidido que tenía bastante para aquel viaje y que Noys se alegraría de poder variar la saludable pero monótona comida de los almacenes de la Sección con aquellos platos predilectos. Incluso se vio a solas mientras pensaba que no hacía mucho, las comidas de aquel Siglo se le antojaban decadentes y artificiales.

Estaba en la mitad de aquella carcajada, cuando escuchó un claro ruido metálico. ¡Harlan se quedó helado!

El sonido había llegado de algún lugar a sus espaldas. Durante el segundo de sorpresa en que Harlan permaneció inmóvil, lo primero que se le ocurrió fue que había entrado un ladrón. El verdadero y tremendo peligro de que fuese un Eterno, se le ocurrió en segundo lugar.

Pero no podía ser un ladrón. Todo el período comprendido en el programa espacio-temporal, incluyendo el margen de seguridad, era cuidadosamente aprobado y seleccionado entre otros períodos similares teniendo en cuenta la ausencia de factores imprevistos. Por otro lado, él había inducido un microcambio (quizá no tan pequeño) al llevarse a Noys de allí.

Con el corazón saltándole en el pecho, Harlan se volvió, no sin esfuerzo. Le pareció que la puerta acababa de cerrarse a su espalda, y que aún recorría el último milímetro necesario para acabar de encajar en su dintel.

Reprimió el impulso de empujar aquella puerta y registrar toda la casa. Regresó a la Eternidad cargado con los regalos para Noys y esperó durante dos días enteros antes de aventurarse de nuevo hacia el lejano hipertiempo. No sucedió nada anormal y Harlan acabó por olvidar el incidente.

Pero ahora, mientras manipulaba los mandos para entrar en el Tiempo por última vez, recordó de nuevo aquellos momentos. O quizá lo que le torturaba era la idea de que el Cambio estaba cada vez más cercano. Más tarde, al pasar revista a las posibles causas de lo sucedido, comprendió que fue uno u otro de esos pensamientos lo que le hizo equivocarse en el exacto ajuste de los mandos. No se le ocurría otra excusa.

La equivocación, de momento, no tuvo consecuencias. La habitación deseada quedó enfocada en el acto y Harlan pasó directamente a la biblioteca de Noys.

Se había acostumbrado lo suficiente a aquella época para gustarle la fina artesanía que se utilizaba en los envases para microfilms. Las etiquetas de los títulos eran intrincadas filigranas hasta convertirse en una obra de arte, pero casi ilegibles. Era un triunfo de la estética sobre la utilidad.

Harlan sacó algunos libros de los estantes, al azar, y quedó sorprendido. El título de uno de ellos era: «La Historia Social y Económica de nuestros Tiempos».

Aquello le revelaba una faceta insospechada del carácter de Noys. Desde luego, ella no era estúpida, pero nunca se le habría ocurrido a Harlan que pudiera estar interesada en materias tan sesudas. Pensó en echar una ojeada a aquella «Historia Social y Económica», pero se contuvo. La encontraría en la biblioteca de la Sección, si algún día quería leerla. Era muy posible que varios meses antes Finge hubiera reunido para los archivos de la Eternidad todos los libros importantes de las bibliotecas de aquella Realidad.

Dejó aquel microfilm a un lado y revisó los demás, seleccionando la mayor parte de las novelas y otros que le parecieron obras de literatura seria. Puso todo aquello y dos lectoras portátiles en una mochila que llevaba.

En aquel momento, una vez más, oyó un ruido en la casa. Aquella vez no podía haber error. No era un golpe seco de origen indeterminado. Era una risa, la risa de un hombre. Harlan no estaba solo en casa.

No se dio cuenta de que dejaba caer la mochila. ¡Por un segundo terrible, solo pudo pensar que había caído en la trampa!