Harlan estaba frente a la entrada del Tiempo y pensó en sí mismo de una manera diferente: antes todo era muy sencillo; existían ideales, aunque solo fueran palabras, por y para las cuales vivía uno. Cada fase de la vida de un Eterno tenía su propósito. ¿No rezaban así los «Principios Básicos»?
«La vida de un Eterno puede dividirse en cuatro etapas…»
Todo era claro y sencillo; sin embargo, para él todo había cambiado, y lo que se había roto nunca podría recomponerse.
Él había pasado confiadamente por las cuatro etapas de su vida como Eterno. Primero, el período de quince años durante los cuales no fue un Eterno, sino un simple habitante del Tiempo. Sólo un ser humano extraído del Tiempo, un Temporal, podía llegar a ser un Eterno; nadie nacía en tal posición.
A la edad de quince años fue seleccionado, tras un proceso riguroso de eliminación cuya naturaleza no pudo comprender entonces. Le habían llevado detrás del velo de la Eternidad después de una desgarradora despedida de sus familiares. (Antes le habían dicho que, pasara lo que pasara, nunca regresaría. Hasta mucho más tarde no supo la verdadera razón de ello.)
Ingresado en la Eternidad, pasó diez años en la escuela como Aprendiz y una vez hubo aprobado los exámenes entró en la tercera etapa, para graduarse como Observador. Sólo después de ello se convirtió en Especialista y en un verdadero Eterno. Era la cuarta y última parte de la vida de un Eterno: Temporal, Aprendiz, Observador y Especialista.
Harlan había pasado por todas ellas fácilmente. Podía decir que con éxito.
Recordaba perfectamente el día en que terminó su período de Aprendiz, día que se convirtió en un miembro independiente de la Eternidad; pues, aunque aún no fuese Especialista, ya tenía derecho al honroso título de «Eterno».
Lo recordaba bien. Estaba formado con los otros cinco que habían terminado el último curso con él, las manos a la espalda, las piernas ligeramente separadas, la vista al frente, escuchando.
Les hablaba el Instructor Yarrow, de pie al lado de su mesa. Harlan recordaba muy bien a Yarrow. Era un hombre bajito y enérgico, de rojos y rebeldes cabellos, antebrazos pecosos y una expresión de desamparo en su mirada. (Era muy frecuente encontrar aquella mirada entre los Eternos. Asomaba a sus ojos la nostalgia del hogar y de su ambiente natal, el deseo de volver al Siglo que nunca más verían: un deseo prohibido y que ninguno de ellos habría confesado jamás.)
Desde luego. Harlan no recordaba las palabras exactas de Yarrow, pero el significado de las mismas acudía con claridad a su mente.
Yarrow había dicho, en sustancia: «Vais a convertiros en Observadores. No es un cargo de gran categoría. Los Especialistas lo consideran trabajo de aprendiz. Quizá vosotros, Eternos… (hizo una pausa intencionada después de aquella palabra, para darles tiempo de sentirse embargados por el honor implícito en tal calificativo), también penséis lo mismo. En tal caso, sois unos necios e indignos de esa responsabilidad.
»Si no fuese por los Observadores, los Coordinadores no tendrían nada que coordinar, los Analizadores de Destino nada que analizar, ni los Sociólogos podrían trazar cuadros de los grupos sociales; ninguno de los Especialistas podría hacer nada. Ya sé que habréis oído antes este argumento, pero quiero que tengáis nociones claras y concretas acerca de este asunto.
»Seréis vosotros, los jóvenes, quienes entraréis en el tiempo normal, bajo las condiciones más difíciles, para recoger los hechos. Hechos fríos y objetivos, no influidos por vuestras propias opiniones ni deseos, ya lo sabéis. Hechos exactos que puedan ser pasados por los ordenadores. Hechos definidos que sirvan de fundamento a las ecuaciones sociales. Hechos fiables para decidir los Cambios de Realidad necesarios.
»Y recordad esto. Vuestra etapa de Observadores no es para pasar por ella con la mayor rapidez y de la forma más cómoda que os sea posible. Se os calificará según vuestro trabajo de Observadores. No será lo que hicisteis en la escuela, sino lo que hagáis como Observadores, el criterio determinante de vuestra Especialidad y de la categoría que tendréis dentro de ella. Ésta será vuestra tesis de Doctorado, Eternos, y un error en ella, aunque sea pequeño, servirá para ser destinados al Servicio de Mantenimiento, sin tener en cuenta lo brillante de vuestra capacidad. He dicho».
Estrechó la mano a cada uno de ellos y Harlan, grave y lleno de entusiasmo, orgulloso en su creencia de que el privilegio de ser un Eterno acarreaba el supremo privilegio de velar por la felicidad de todos los seres humanos existentes en los confines de la Eternidad, se sintió lleno de respeto por su misión.
Las primeras misiones encomendadas a Harlan fueron poco importantes y se desarrollaron bajo estrecha supervisión. Pero sirvieron para aguzar su habilidad con la experiencia adquirida en una docena de Siglos y a través de una docena de Cambios de Realidad.
En su quinto año como Observador le nombraron Jefe Observador de Zona y fue asignado al Siglo 482. Por primera vez trabajaría sin las orientaciones de otro, y eso fue lo primero que le hizo sentirse algo inseguro cuando abordó al Programador que dirigía aquella Sección.
Se trataba del Ayudante Programador Hobbe Finge, cuya boca apretada y ceñudo gesto parecían incongruentes en un rostro como el suyo. Tenía la nariz redonda y gruesa y las mejillas sonrosadas. Sólo le faltaba la barba y la cabellera blanca para convertirse en la imagen del mito Primitivo de Papá Noel, también llamado Santa Claus o San Nicolás. Harlan conocía esos tres nombres. No creía que existiera un Eterno entre cien mil que los conociese ni de oídas. Harlan sentía una vanidad oculta y casi vergonzante por su afición a los conocimientos arcanos. Desde sus primeros días en la escuela le interesó el estudio de la Historia Primitiva, y el Instructor Yarrow le había animado a ello. Harlan llegó a simpatizar con aquellos extraños y oscuros Siglos anteriores, no solo al establecimiento de la Eternidad en el 27.°, sino incluso al descubrimiento del Campo Temporal, en el Siglo 24. Durante sus estudios había leído libros y periódicos. Había viajado muy lejos en el pretiempo hasta los primeros Siglos de la Eternidad, para consultar viejas bibliotecas, siempre que pudo obtener permiso para ello. Desde hacía más de quince años estaba reuniendo una notable biblioteca privada, casi toda en papel impreso. Tenía un libro de un tal H. G. Wells, y otro de un llamado W. Shakespeare, y algunos libros de historia medio destrozados. Pero la joya de su colección era un juego completo de volúmenes encuadernados de una revista semanal primitiva. Ocupaban un espacio extraordinario, pero nunca pudo decidirse a microfilmarlos.
En ocasiones se trasladaba con la imaginación a un mundo donde la vida era vida y la muerte, muerte; donde el hombre tomaba decisiones irrevocables; donde el mal no podía ser atajado ni el bien alentado, y donde la Batalla de Waterloo, una vez perdida, quedaba perdida para siempre. Tenía unas páginas de poesía, que guardaba con indecible cariño, donde se podía leer que lo que una mano había hecho nunca podía deshacerlo.
Luego se le hacía difícil, casi violento, el traer de nuevo sus pensamientos a la Eternidad y a un Universo donde la Realidad era algo flexible y cambiante, algo que hombres como él podían tomar en sus manos para convertirla en algo mejor.
El falso aspecto de Papá Noel se desvaneció cuando el Programador Hobbe Finge le habló en un tono rápido y objetivo.
—Empezará a trabajar mañana con una inspección de rutina de la Realidad actual. Necesito que sea exacta, completa y definida. No toleraré la menor imprecisión. Su programa espacio-temporal estará preparado mañana por la mañana. ¿Comprendido?
—Sí, Programador —dijo Harlan.
En aquel momento se dio cuenta que él y el Ayudante Programador Hobbe Finge no se iban a llevar bien, y lo lamentó.
A la mañana siguiente Harlan recibió su programa de trabajo en láminas llenas de intrincadas perforaciones, tal como salían de la Computaplex electrónica. Usó un decodificador de bolsillo para traducirlas al Idioma Pantemporal Normalizado, a fin de asegurarse de no cometer ningún error en aquella su primera misión. Desde luego, habría podido leer las perforaciones directamente, pero prefería la seguridad que le daba el decodificador.
El programa le indicó dónde y cuándo podía penetrar en el Siglo 482 y dónde y cuándo no; lo que podía hacer y lo que debía evitar a toda costa. Su presencia debía solo afectar a aquellos lugares y tiempos donde no entrase en contradicción con la Realidad actual.
El 482.° no le pareció un Siglo agradable. No se parecía nada a su Siglo natal, austero y laborioso. Aquélla era, a su entender, una época sin ética ni principios morales, sensual, materialista y con un extendido sistema matriarcal. Era la única época, según pudo comprobar en los archivos, en la cual los nacimientos por ectogénesis habían llegado a ser tan comunes, que el cuarenta por ciento de las mujeres cumplían con sus deberes maternales simplemente donando un óvulo fertilizado al incubador comunal. Los matrimonios se formaban y se deshacían por mutuo acuerdo y no tenían otra vigencia sino la de un contrato privado sin responsabilidades ante la Ley. Los vínculos con el fin de tener descendencia se consideraban algo completamente aparte de las funciones sociales del matrimonio; los primeros se contraían únicamente a fines eugenésicos.
Aquella sociedad le pareció a Harlan pervertida en muchos aspectos; por ello creía necesario un Cambio de Realidad. Más de una vez se le ocurrió que su propia presencia en aquel Siglo, como ser que no pertenecía a aquel Tiempo, podía desviar la Historia. Si los efectos de su presencia llegaban a ser cruciales en algún punto clave, una opción de probabilidad diferente se convertiría en dominante. En esa nueva senda, millones de mujeres que solo vivían para el placer de los sentidos se transformarían en madres verdaderas, de corazón puro. Serían transportadas a otra Realidad, y todos sus recuerdos pertenecerían a la nueva Realidad, sin llegar siquiera a sospechar que alguna vez habían sido muy diferentes.
Desgraciadamente, para realizar tal propósito Harlan habría tenido que transgredir los límites señalados por su programa espacio-temporal, y ello era impensable. Aunque se atreviese a hacerlo, el traspasar al azar los límites fijados podía cambiar la Realidad actual de muchos modos imprevisibles. El resultado podía ser mucho peor que la Realidad presente. Sólo un análisis exacto y una Programación ajustada definían el óptimo entre posibles Cambios de Realidad.
Por tanto, y cualesquiera que fuesen sus opiniones particulares, Harlan siguió siendo exteriormente un Observador. Y el Observador ideal no era más que un conjunto sensorial receptor, unido a un mecanismo de escribir informes. Entre la percepción y el informe no debía interponerse ningún sentimiento.
En ese sentido, los informes de Harlan eran perfectos.
El Ayudante Programador Finge lo llamó a su despacho después de su segundo informe semanal.
—Le felicito, Observador —le dijo en tono desprovisto de cordialidad—. Pero, ¿qué piensa realmente de la situación?
Harlan se refugió en una expresión impasible; su rostro parecía tallado en un trozo de madera de los que tanto amaba su Siglo natal.
—No tengo opinión sobre este asunto —dijo.
—¡Vamos, Observador! Usted procede del Noventa y cinco y ambos sabemos lo que eso significa. Sin duda este Siglo le desagrada.
Harlan se encogió levemente de hombros.
—¿Ha encontrado en mis informes algo que le haga pensar tal cosa?
Era casi una impertinencia, y los dedos de Finge, tamborileando sobre la mesa, traicionaron su contrariedad. Al fin dijo:
—Conteste a mi pregunta.
—En un aspecto sociológico —dijo Harlan—, muchas facetas de este Siglo representan puntos extremos. Los tres últimos Cambios de Realidad han acentuado esa situación. Supongo que eso debe ser corregido eventualmente. Nunca conviene tal alejamiento del término medio.
—¿Quiere decir que se ha tomado la molestia de comprobar los resultados de los últimos Cambios que afectan a este Siglo?
—Como Observador, debo estudiar todos los hechos pertinentes.
Harlan, en efecto, tenía el derecho y la obligación de conocer aquellos hechos. Finge lo sabía. Todos los Siglos eran sacudidos continuamente por los Cambios de Realidad. Ninguna Observación, por cuidadosa que fuese, podía considerarse definitiva por mucho tiempo, sin ser verificada periódicamente. Una de las normas de la Eternidad era el someter a todos y cada uno de los Siglos a una Observación continua. Y para observar correctamente, uno debía ser capaz de presentar, no solo los hechos de la Realidad presente, sino también su relación con los hechos de las Realidades anteriores.
Sin embargo, a Harlan le pareció que había algo más que curiosidad en aquellas preguntas de Finge, en aquel interrogatorio sobre las opiniones de Harlan. Finge demostraba una evidente hostilidad.
En otra ocasión Finge le dijo a Harlan, después de presentarse sin previo anuncio en el pequeño despacho de este último:
—Sus informes han creado una impresión muy favorable en el Gran Consejo Pantemporal.
Harlan no supo qué replicar a esto, por lo que se limitó a decir:
—Muchas gracias.
—Todos parecen estar de acuerdo en que denotan un grado extraordinario de penetración.
—Lo hago lo mejor que puedo.
Finge cambió de tema inopinadamente:
—¿Conoce al Jefe Programador Twissell?
—¿Al Programador Twissell? —los ojos de Harlan se agrandaron—. No, señor. ¿Por qué me lo pregunta?
—Parece muy interesado en sus informes. Finge apretó los labios y luego cambió nuevamente de conversación:
—Tengo la impresión de que usted ha desarrollado su propia filosofía de la Historia, un punto de vista original.
La tentación fue demasiado fuerte para Harlan. La vanidad y la prudencia lucharon por un momento en su mente, y la primera ganó la batalla.
—He estudiado Historia Primitiva, señor.
—¿Historia Primitiva? ¿En la academia?
—No exactamente, Programador. Por mi cuenta. Es… una afición. ¡Es como contemplar la Historia inmóvil, sin Cambios, congelada! La Historia Primitiva puede ser estudiada con todo detalle, mientras que los Siglos de la Eternidad son siempre cambiantes —fue entusiasmándose a medida que hablaba de su tema favorito—. Es como si pudiéramos tomar una serie de vistas fijas de un libro filmado y las estudiáramos con minuciosidad. Se observan muchos detalles que pasan inadvertidos cuando contemplamos la película en movimiento. Creo que esto me ayuda mucho en mi trabajo.
Finge le miró con sorpresa, abrió los ojos un poco y salió del despacho sin replicar palabra.
Después de aquello volvió a hablarle, en ocasiones, del tema de la Historia Primitiva, y aceptó las respuestas que Harlan le daba de no muy buena gana, sin que su redondo rostro mostrase ninguna expresión.
Harlan no estaba seguro de si arrepentirse de su franqueza o considerar el asunto como un posible mérito para adelantar en su carrera.
Decidió que la primera alternativa era la más acertada, un día que se cruzaron en el Pasillo A, cuando Finge le dijo súbitamente y de modo que pudieran oírle los demás:
—¡Por Cronos, Harlan! ¿Es que no saluda usted nunca?
Después de aquello, Harlan se convenció que Finge le detestaba. Sus propios sentimientos hacia él se aproximaban al odio.
A los tres meses de estudiar la Realidad actual del 482.°, Harlan había ya agotado todos los hechos y detalles dignos de mención. Por ello no le sorprendió recibir orden de presentarse inmediatamente en el despacho de Finge. Hacía días que esperaba que le asignaran otra misión, una vez presentado su resumen final. El Siglo 482 deseaba exportar más tejidos de celulosa a los Siglos que no contaban con grandes bosques, como por ejemplo el 1174.°, pero no quería recibir pescado ahumado a cambio. El informe detallaba una larga lista de artículos por orden de prioridad y con sus recomendaciones.
Tomó el borrador de su informe para llevarlo consigo al despacho de Finge.
Pero durante la entrevista no se habló del Siglo 482. A su llegada Finge le presentó a un hombre bajito y delgado, con la cara llena de finas arrugas, escaso cabello blanco y expresión astuta, que durante toda la conversación mantuvo en perpetua sonrisa. Aquella sonrisa traslucía extremos de nerviosismo y de jovialidad, sin llegar a desaparecer en ningún momento. El hombre sostenía entre dos dedos manchados de amarillo un cigarrillo encendido.
Era el primer cigarrillo que veía Harlan; a no ser por este motivo, se habría fijado más en el hombre y menos en el humeante cilindro, y la presentación de Finge no le habría cogido desprevenido.
Finge dijo:
—Jefe Programador Twissell, éste es el Observador Andrew Harlan.
Los ojos de Harlan, espantados, pasaron del cigarrillo al rostro del Jefe de la Eternidad.
El Jefe Programador Twissell dijo con voz aguda:
—¿Cómo está usted? ¿De manera que éste es el joven que escribe esos magníficos informes?
Harlan no pudo articular palabra. Laban Twissell era una leyenda viviente, un hombre a quien se reconocía en el acto. Era el principal Programador de la Eternidad, lo que en otras palabras significaba que era el más eminente de los Eternos. Era el Presidente del Gran Consejo Pantemporal. Había dirigido más Cambios de Realidad que ningún otro hombre en la historia de la Eternidad. Sus títulos y sus éxitos no tenían fin.
La serenidad había desertado de la mente de Harlan. Asintió con la cabeza, sonrió con expresión confusa y no dijo nada.
Twissell se llevó el cigarrillo a los labios, le dio una rápida chupada y exhaló el humo.
—Déjenos solos, Finge. Quiero hablar con el muchacho. Finge se levantó, murmuró algo entre dientes y salió del despacho.
—Parece nervioso, muchacho —dijo Twissell—. No tiene por qué preocuparse.
Pero el encontrarse cara a cara con Twissell había sido demasiado para Harlan. Siempre desconcierta el descubrir que alguien a quien uno miraba como a un gigante, no mide en realidad sino un metro sesenta de estatura. ¿Era posible que aquella cabeza medio calva albergase el cerebro de un genio? Aquellos ojos astutos, rodeados de arrugas, ¿relucían por efecto de una aguda inteligencia, o era solo que su propietario estaba de buen humor?
Harlan no sabía qué pensar. El cigarrillo parecía dispersar los restos de su lucidez. Se echó un poco atrás cuando le alcanzó una volunta de humo.
Los ojos de Twissell se estrecharon como si tratase de ver a través de la humareda de su cigarrillo, y continuó en el dialecto del Siglo 100, con un acento horrible:
—¿Es que mejor entenderá si hablar en su suyo dialecto, muchacho?
A punto de estallar en una risa histérica, Harlan contestó con prudencia:
—Puedo hablar el Idioma Pantemporal perfectamente, señor.
Pronunció correctamente la frase en el Pantemporal que él y los demás Eternos usaban desde su aprendizaje en la Eternidad.
—Tonterías —dijo Twissell, imperioso—. Mí no preocupar de Intertemporal. Mi habla de Milenio Diez es mucho perfecta.
Harlan se dio cuenta de que por lo menos hacía cuarenta años desde que Twissell usaba de los dialectos hipotemporales.
Satisfecho por haber demostrado sus conocimientos de idiomas, Twissell siguió hablando en Pantemporal.
—Le ofrecería un cigarrillo, pero estoy seguro de que no fuma. El fumar ha sido mirado como una costumbre reprobable en casi todos los Tiempos de la Historia. En realidad, solo se consiguen buenos cigarrillos en el Siglo Setenta y dos; los importan especialmente para mí. Le aconsejo que vaya a buscarlos allí, si se decide a convertirse en fumador. Es muy triste. Ahora nadie fuma, ni siquiera en la Sección de la Eternidad destinada al Siglo Ciento veintitrés. Los Eternos de aquella Sección han adoptado las costumbres locales. Si encendiera un cigarrillo se pondrían furiosos. A veces pienso que me gustaría calcular un gran Cambio de Realidad y hacer desaparecer los prejuicios contra el tabaco de todos los Siglos. Pero me lo impide la seguridad que un Cambio semejante produciría una gran guerra en el Cincuenta y ocho o una sociedad esclavista en el Mil. Todo tiene sus inconvenientes.
Al principio, Harlan estaba confuso, pero luego despertó su aprensión. Seguro que aquellas divagaciones ocultaban algo.
Tenía la garganta seca. Al fin pudo decir:
—¿Puedo preguntar por qué ha solicitado mi presencia, señor?
—Me gustan sus informes, muchacho. Hubo un destello de placer en los ojos de Harlan, pero no sonrió.
—Tienen el toque del artista. Usted tiene intuición, sabe captar las cosas. Creo que sé cual es el puesto adecuado para usted en la Eternidad, y he venido a ofrecérselo.
Harlan pensó: «No puedo creerlo».
Reprimió la nota de triunfo en su voz y dijo:
—Es un gran honor para mí, señor.
En aquel momento el Jefe Programador Twissell, habiendo acabado su cigarrillo, hizo aparecer otro en su mano izquierda como por arte de prestidigitación y lo encendió. Exhaló un par de nubes de humo y dijo:
—¡Por vida de Cronos, muchacho! Habla como si recitase en el teatro. ¡Gran honor! ¡Bah, tonterías! Dígame en palabras sencillas lo que le parece. Está contento, ¿no es así?
—Sí, señor —dijo Harlan con precaución.
—Bien; es lo normal. ¿Qué le parecería llegar a ser Ejecutor?
—¡Ejecutor! —exclamó Harlan, saltando de su asiento.
—Siéntese, siéntese. Parece sorprendido.
—Nunca he pensado en especializarme como Ejecutor, Programador Twissell.
—Nadie lo piensa —dijo Twissell secamente—. Todos esperan llegar a ser algo, menos eso. Por eso los Ejecutores son difíciles de encontrar y siempre hay puestos vacantes. Ni una sola Sección de la Eternidad tiene los que necesita.
—No creo reunir las condiciones necesarias.
—Quiere decir que no quiere aceptar un puesto difícil. ¡Por Cronos! Si desea servir a la Eternidad, como creo que desea, las dificultades del puesto no deben importarle. Y tendrá la satisfacción de saber que le necesitamos, y mucho. Especialmente yo.
—¿Usted, señor? ¿Usted especialmente?
Hubo un reflejo de astucia en la sonrisa del anciano.
—No será un simple Ejecutor. Será mi Ejecutor personal. Tendrá una categoría especial. ¿Qué le parece ahora?
—No lo sé, señor —dijo Harlan—. Es posible que no reúna condiciones para desempeñar ese puesto. Twissell meneó la cabeza con decisión.
—Yo le necesito. Le necesito a usted. Sus informes y su trabajo me aseguran de que tiene en su cabeza lo que yo necesito. —Se golpeó la frente con el índice—. Su hoja de servicios como Aprendiz es buena; las Secciones en donde ha trabajado como Observador informan favorablemente. Pero lo que me ha convencido ha sido el informe de Finge.
Harlan se sorprendió.
—¿Me es favorable el informe del Programador Finge?
—¿Acaso esperaba lo contrario?
—Pues… no lo sé.
—Bien, muchacho, no he dicho que le fuese favorable. He dicho que me había convencido. En realidad, el informe de Finge no habla a su favor. Recomienda que se le releve de todas las misiones relativas a Cambios de Realidad, y sugiere que se le traslade al Servicio de Mantenimiento.
Harlan enrojeció.
—¿Qué motivos tiene para decir eso?
—Por lo visto tiene usted una afición, muchacho. ¿Le interesa la Historia Primitiva, verdad?
Hizo un ademán con su cigarrillo. En su irritación, Harlan se olvidó de contener el aliento, respiró humo y se vio sacudido por un incontenible acceso de tos.
Twissell esperó con calma a que cesara la tos de Harlan y luego continuó:
—¿No es cierto?
—El Coordinador Finge no tiene derecho… —empezó Harlan.
—Tranquilo, hombre. Le he hablado de ese informe porque guarda relación con el trabajo que va a desempeñar para mí. De hecho, el informe era confidencial y secreto, y debe olvidar lo que le he dicho sobre él. Olvidarlo completamente, muchacho.
—Pero ¿qué hay de malo en mi interés hacia la Historia Primitiva?
—Finge opina que su afición demuestra un fuerte Complejo de Retorno. ¿Me comprende ahora, muchacho?
Harlan le comprendía, en efecto. Todo el mundo llegaba a conocer algo de la jerga psiquiátrica. Sobre todo, aquella frase. Se suponía que todos los miembros de la Eternidad sentían una fuerte tendencia, tanto más poderosa por cuanto estaban oficialmente prohibidas todas sus manifestaciones, a regresar, no necesariamente a su propio Siglo, pero cuando menos a un Tiempo definido; a formar parte de un Siglo, en vez de pasar incesantemente a través de todos ellos. Desde luego, en la mayor parte de los Eternos, aquella tendencia permanecía siempre oculta en el subconsciente.
—No creo que sea éste mi caso —dijo Harlan.
—Tampoco yo lo creo. Opino que su afición es interesante y de mucho valor para nosotros. Como le he dicho, por ella me interesa usted. Quiero que enseñe a un Aprendiz que le traeré, todo cuanto sepa y cuanto pueda averiguar sobre Historia Primitiva. Durante el tiempo que le quede libre será mi Ejecutor personal. Ocupará su nuevo cargo dentro de unos días. ¿Está conforme? ¿Conforme? ¿Tener permiso oficial para estudiar cuanto pudiera sobre los años anteriores a la Eternidad? ¿Estar personalmente asociado con el más distinguido de los Eternos? Hasta los aspectos desagradables del cargo de Ejecutor eran soportables bajo aquellas condiciones.
Su cautela, sin embargo, no le abandonó por completo, y dijo:
—Si es necesario para el bien de la Eternidad, señor…
—¿Para el bien de la Eternidad? —exclamó con súbita agitación el pequeño Programador, arrojando su colilla tan bruscamente, que chocó contra la pared y rebotó en medio de una lluvia de chipas—. Le necesito para la misma existencia de la Eternidad.