Tomo este enunciado de una publicación que constata lo contrario: Democracia sin ciudadanos (Edición de Victoria Camps, Trotta, Madrid 2010). Se trata, para los autores de este estudio, de salir al paso de «una inquietud específica de las democracias actuales, a saber, cuál es y cuál debe ser la función que la ciudadanía cumple en ellas. Si dicha inquietud no existiera, en muchos países de nuestro entorno, no se habría suscitado el debate en torno a la necesidad de una educación cívica, la incivilidad no sería una de las preocupaciones permanentes de las grandes ciudades, la abstención electoral no aumentaría, y el pensamiento político no habría producido movimientos como el comunitarismo o el republicanismo, movimientos críticos con la ideología liberal precisamente porque no ha sabido ir más allá de una concepción excesivamente jurídica y formal de ciudadanía» (p. 9). Así, «las democracias liberales adolecen de capital social, los ciudadanos no viven cohesionados y no se sienten motivados para hacerse cargo de unas obligaciones que conciernen a todos» (p. 10). ¿Bien común o mal menor? Tal parece ser el dilema de nuestra aldea global en donde habitamos tan juntos, pero tan poco «próximos».
De ahí la aparición de otra utopía móvil: el concepto de ciudadanía. Parece que tal idea no puede limitarse a lo que ha sido, es y está dejando de ser el Estado Nación. La ciudadanía real —y global— está pidiendo nuevos horizontes. El sujeto, la persona y la comunidad que somos desbordan las leyes que fueron. Muchos y muchas se sienten humanos «sin atributos» (R. Musil), pero con atributos humanos. ¿Bastará un día con nacer para que se nos reconozca el haber nacido? No importará, quizá entonces, en qué ciudad del mundo.
«Vuele bajo porque abajo está la verdad», canta Facundo Cabral. Y remata: «Por correr el hombre no puede pensar; que ni él mismo sabe para adónde va». Este cantautor argentino fue declarado por la Unesco, en 1996, «Mensajero Mundial de la Paz» y estiman sus biógrafos que ha recorrido unos 160 países, con su guitarra. A temprana edad, su padre abandonó el hogar dejando a su madre con sus siete hijos. «Un vagabundo me recitó el Sermón de la Montaña y descubrí que estaba naciendo; corrí a escribir una canción de cuna: Vuele bajo…».
Concluyo esta caminata literaria, por mi parte. Tengo la convicción —que no pretendo cierta— de que la vida nos va retirando, cada día, un poco más de nosotros mismos, y nos va abriendo al abrazo de lo otro y del otro. A su aire, a su mar, a su tierra. Y sobre todo, ¡oh utopía!… a su corazón. ¿Será eso con lo que Salinas también soñaba, «vivir en los pronombres…»?