Muchos recordaremos la irónica reflexión sobre la post-guerra española, cuando se consideraba al franquismo histórico merecedor del premio nobel de física: había descubierto la inmovilidad del Movimiento. Ese mismo regusto de movimiento inmóvil parecerá tener, en algunas sensibilidades, la propuesta ciclista. ¿Movernos para qué? ¿Para quedarnos en el mismo sitio?
La utopía social tiene una larga andadura histórica. No es este el lugar para amplias descripciones. Con todo, teniendo en mano la «Utopía» de Tomás Moro (Alianza Editorial, Madrid 2010, octava reimpresión), quisiera subrayar —en este contexto— un par de sus reflexiones. Sobre las ciudades, por ejemplo, cuando dice que «quien conoce una ciudad las conoce todas» (p. 118). Y prosigue: «Describiré una de ellas, no importa cuál, pero ¿cuál más a propósito que Amaurota? Ninguna más digna que ella. Así se lo reconocen las demás por ser sede del Senado. Es también la mejor que conozco por haber vivido en ella cinco años seguidos» (Ibd.). En griego la palabra «amaurota» evoca algo oscuro y difuminado. Parece ser que, en su urbanística reflexión, Moro idealizó a la nebulosa Londres.
Una segunda reflexión utópica bien podría posicionar a la Ingeniería por delante de la Banca. En la República ideal el oro tendrá menos valor que el hierro. «Cuanto más opuestas a nosotros son las costumbres extranjeras, menos dispuestos estamos a creerlas». Con todo, el hombre prudente, que juzga sin prejuicio las cosas, sabe que los utopianos piensan y hacen lo contrario de los demás pueblos. ¿Se sorprendería, acaso, de que empleen el oro y la plata para usos distintos a los nuestros? En efecto, al no servirse ellos de la moneda, no la conservan más que para una eventualidad que bien no pudiera ocurrir nunca. Mientras tanto, retienen el oro y la plata de los que se hace el dinero. Pero nadie les da más valor que el que les da su misma naturaleza. ¿Quién no ve lo muy inferiores que son al hierro tan necesario al hombre, como el agua y el fuego? En efecto, ni el oro ni la plata tienen valor alguno, ni la privación de su uso o su propiedad constituye un verdadero inconveniente. Sólo la locura humana ha sido la que ha dado valor a su rareza. La madre naturaleza, ha puesto al descubierto lo que hay de mejor: el aire, el agua y la tierra misma. Pero ha escondido a gran profundidad todo lo vano e inútil (p. 142).
Lo propio de la utopía es poner en cuestión lo que hay y proponer lo que todavía no abunda, pero existe. Algo así como la vuelta a la tierra y a la dignidad de sus habitantes. Hay mucha oposición a ello. Ya en 1947, dos años después de acabar la segunda guerra mundial, Karl R. Popper escribía: «Considero a lo que llamo utopismo una teoría atrayente, y hasta enormemente atrayente, pero también la considero peligrosa y perniciosa. Creo que es autofrustrante y que conduce a la violencia» (Ver capítulo «Utopía y Violencia» en Conjeturas y Refutaciones, Paidós 1994). Había ciertamente razones para sospechar de la utopía del comunismo tal como la desarrolló la Unión Soviética y de las variantes de la utopía nietzscheana aplicadas por el nazismo. Lo que Popper no podía prever es que La sociedad abierta que él proponía como alternativa se iba a desarrollar en la forma neoliberal del mercado total, tan postmoderno y tan guapo, pero generador de un darwinismo social más destructor —en cifras y en calidad de vida— que lo fueron Hitler y Stalin. Al menos eso constatamos caminando el planeta y leyendo informes de la ONU, entre otros.