«¿Oficio?, le preguntaron. Y respondió él: “Ciclista, señor”.
Se hizo un vacío de ruido. Volvió a silbar el aire. Quejoso como antes. El capitán decapitó la liturgia, abandonó el senado de notables desde el que recitaba los nombres y dirigió sus pasos hasta ubicarse frente al tal Jesús, un vasco, intuí por el acento, al que examinó lentamente con gesto inexpresivo. El momento se hizo eterno por insospechado, por intrigante. Disipó la tensión la sonrisa de Aldamiz, un brazo lanzado al hombro de aquel chico y una sentencia jovial: «Perfecto Loroño. Serás el cartero».
El tiempo durante un encierro, sin libertad, se hace angustioso. Me destinaron, como tramé, a la cocina del cuartel. Pelaba patatas, cargaba calderos, removía sopas, recogía mesas y, claro, fregaba platos. La labor comenzaba al alba, con el desayuno, y apenas contemplaba descansos en los que fumar un cigarro, vicio al que me abracé nada más alistarme.
El humo de aquel tabaco negro me abstraía, me calmaba. El pitillo más gustoso era el de media mañana. Me sentaba en las escaleras, tres, de la puerta trasera de la cocina y miraba la montaña a la que daba la espalda el cuartel, plantado frente al mar. Esperaba allí noticias de casa. Me las traía el cartero, Jesús. Su labor consistía en descender por la colina hasta la oficina de correos de Santander, recoger allí la correspondencia militar y descoser el camino hasta alcanzar la cima de la loma. Lo hacía todo en bicicleta, un hierro roído en algunas partes por el óxido que había, según me dijo, montado con sus propias manos, recolectando piezas de donde podía para competir en las carreras ciclistas. Movía con sencillez aquel trasto. Se diría que se acompasaban como si hubiesen nacido el uno para el otro. Era armonioso aquel movimiento. Los veía subir por la revirada cuesta. Loroño, voraz, el gesto encrespado, urgente, como si en aquella saca que colgaba de la espalda llevara alguna noticia de extraordinaria relevancia. Y en realidad lo eran todas. Aunque íntimamente. Cargaba Loroño cuesta arriba con ardientes palabras de amor de parejas separadas por el espacio, muro insalvable; otras eran afectuosas, de algún hermano, de algún familiar; o extrañas por su procedencia, por el remite; alguna vez uno de esos sobres sobresalía por su funesto aroma. Era inconfundible la muerte».
Tres Escalones, Alain Liseka[8]