Mira siempre hacia delante; nunca mires a la rueda.

Yo salí pedaleando como si hubiera nacido con una bicicleta entre las piernas. En el extremo del jardín, doblé con cierta seguridad y al llegar al fondo volví a girar para tomar el camino del centro, el del cenador, desde donde mi padre controlaba mis movimientos. Así se entabló entre nosotros un diálogo intermitente, interrumpido por el tiempo que tardaba en dar cada vuelta.

—¿Qué tal marchas?

—Bien.

—¡No mires la rueda! Los ojos siempre adelante.

Pero la llanta delantera me atraía como un imán y tenía que esforzarme para no mirarla.

A la tercera vuelta reconocí que aquello no encerraba mayor misterio y en las rectas, junto a las tapias, empecé a pedalear con cierto brío. Mi padre, a la vuelta siguiente frenó mis entusiasmos.

—No corras. Montar en bicicleta no consiste en correr.

—Ya.

Le cogí el tranquillo y perdí el miedo en menos de un cuarto de hora. Pero de pronto se levantó en mí el fantasma del futuro, la incógnita de «¿qué ocurrirá mañana?», que ha enturbiado los momentos más felices de mi vida. Al pasar ante mi padre se lo hice saber en unos de nuestros entrecortados diálogos.

—¿Qué hago luego para bajarme?

—Ahora no te preocupes por eso. Tú despacito. No mires a la rueda.

Daba otra vuelta pero en mi corazón ya había anidado el desasosiego. Las ruedas siseaban en el sendero y dejaban su huella en la tierra recién regada, pero la incertidumbre del futuro ensombrecía el horizonte. Daba otra vuelta. Mi padre me sonreía. Yo me mantenía en mis trece.

—Y cuando me tenga que bajar, ¿qué hago?

—Muy sencillo; frenas, dejas que caiga la bicicleta de un lado y pones el pie en el suelo.

Rebasaba el cenador, llegaba a la casa, giraba a la derecha, encarrilaba el paseo junto a la tapia, aceleraba, alcanzaba el fondo del jardín y retornaba por el paseo central. Allí estaba mi padre solícito. Yo insistía tercamente:

—Pero es que no me sé bajar.

—Eso es bien fácil, hijo. Dejas de dar pedales y pones el pie del lado que caiga la bicicleta.

Me alejaba de nuevo, sorteaba el cenador, topaba con la casa, giraba a la izquierda, recorría el largo trayecto junto a la tapia hasta alcanzar el fondo del jardín para regresar por el paseo central. Mi padre iba caminando lentamente hacia el porche. […] Y allí me dejó solo, entre el cielo y la tierra, con la conciencia clara de que no podía estar dándole vueltas al jardín eternamente. […] Luego, cada vez que decidía detenerme, me asaltaba el temor de caerme y así seguí dando vueltas incansablemente hasta que el sol se puso y ya, sin pensármelo dos veces, arremetí contra un seto de boj, la rueda delantera se enrayó con las ramas y yo me apeé tranquilamente.

Mi Querida Bicicleta, Miguel Delibes

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