«He empezado muchas veces a escribir un cuento sobre carreras de bicicletas, pero nunca me ha salido ninguno que fuera tan bueno como son las carreras, las de velódromo cubierto o al aire libre tanto como las de carretera. Pero algún día lograré meter en unas páginas el Vélodrome d'Hiver con su luz que atravesaba capas y capas de humo, con la pista de madera y sus empinados virajes, y el zumbido de los tubulares sobre la madera cuando pasaban los ciclistas, y el esfuerzo y las tácticas y los corredores desviándose arriba o abajo en la pista, convertidos en una parte de sus máquinas. Lograré meter la impresión fantástica del medio fondo, el ruido de las motos de los entrenadores con sus rodillos, y los entrenadores con sus pesados cascos y sus teatrales trajes de cuero, que se inclinaban hacia atrás para proteger a los ciclistas de la resistencia del aire, y los ciclistas con sus cascos ligeros que se pegaban a los manillares, sus piernas que hacían girar a gran velocidad los pedales, y las pequeñas ruedas delanteras se pegaban al rodillo de la moto tras la cual se abrigaba el ciclista, y los duelos en que se alcanzaba el colmo de la excitación, con el petardeo de las motos y con los ciclistas corriendo codo a codo y rueda a rueda, arriba por el peralte y lanzándose abajo y dando vueltas a una velocidad como para matarse, y de pronto un hombre que no podía sostener la velocidad y se descomponía, y se le veía chocar brutalmente contra la sólida muralla de aire de la que hasta entonces había estado separado.
Había tantas clases de carreras. Los sprints por eliminatorias hasta llegar a la carrera final, en los que los dos corredores retenían durante largos segundos su velocidad, cada cual esperando que el otro guiara el sprint y así obtener un abrigo inicial, y luego las vueltas a medio paso hasta la zambullida final en la fascinadora pureza de la velocidad. Había los programas de carreras a la americana, con sus series de sprints que llenaban la tarde. Había las hazañas de velocidad absoluta, cuando un hombre corría solitario durante una hora contra el reloj, y había las terriblemente peligrosas y hermosas carreras de cien kilómetros en los grandes peraltes de madera de la pista de quinientos metros del Stade Buffalo, el velódromo al aire libre en Montrouge donde se hacían las carreras tras moto. Estaba Linart, el gran campeón belga a quien llamaban el Sioux por su perfil, que agachaba la cabeza para sorber aguardiente caliente por un tubo de caucho unido a un termo que llevaba debajo del jersey, y así cobraba fuerzas para el terrible arranque de velocidad de sus fines de carrera. Había los campeonatos de Francia tras moto, en la pista de cemento de seiscientos sesenta metros del Parc des Princes, en Auteuil, cerca del hipódromo, que era la pista más peligrosa de todas, y allí vimos un día caer al gran corredor Ganay, y oímos cómo se le aplastaba el cráneo dentro del casco, tal como uno aplasta un huevo duro contra una piedra, en una merienda en el campo, para quitar la cáscara. Tengo que escribir sobre el extraño mundo de las carreras de seis días y las maravillas de las carreras por carretera en la alta montaña. El francés es la única lengua en que se ha escrito bien sobre esto y los términos son todos franceses, y por eso es difícil escribir en otra lengua».
A Moveable Feast, Ernest Hemingway