La bicicleta es una maravillosa estructura que se puede sentir aunque no se deje calcular. Desconocemos las cargas que pueden actuar sobre ella y que, además, van cambiando a cada instante. Aún supuestas unas cargas, no se pueden conocer las tensiones que ellas inducen. Jóvenes y sofisticados programas de ordenador nos pueden proporcionar una avalancha de cifras, de difícil digestión, y unas atractivas imágenes, que no son sino referencias de variaciones tensionales, y no verdades absolutas. Son las experiencias acumuladas a lo largo de muchos años y de millones de bicicletas utilizadas por innumerables ciclistas, las que aportan los conocimientos imprescindibles para establecer geometrías genéricas y definir dimensiones de cada uno de los componentes. Con la finalidad, naturalmente que las bicicletas puedan cumplir la misión para la que han sido creadas. Pero tampoco la definición de la funcionalidad de la bicicleta resulta evidente. ¿Para qué sirve? ¿Para facilitar la movilidad del usuario? ¿Pero, en todo caso, quien es el usuario? ¿Un ciudadano? ¿Un trabajador? ¿Un ciclista profesional? ¿Un deportista aficionado? ¿Por qué caminos ha de transitar? ¿Por algunos inexplorados de montaña o por senderos bien pavimentados que comparten con caminantes, camiones, coches o tractores? En todo caso, cada usuario es diferente, aunque existan, ciertamente, grupos afines. Y cada bici, aun siendo la misma, es diferente según quien la utilice porque cada uno la puede sentir de diferente manera.
La bicicleta no se calcula, se siente. Hay que reiterarlo. Aviso contra la «calculitis» esa enfermedad profesional tan peligrosa y tan extendida que podría ser, entre los ingenieros, el equivalente a la silicosis entre los mineros. Porque cuanto más se calcula menos se piensa. Y si no se piensa, no se siente. Aunque el sentir sea diferente del pensar.
Sentir la bicicleta. Un artefacto lleno de racionalidad pero lleno de sutilezas que nos oculta su alma. Su flexibilidad y su robustez son conceptos difíciles de cuantificar y, en todo caso, imposibles de caracterizar en toda su complejidad. ¿Y quién siente la bicicleta? No quienes las conciben y establecen sus dimensiones, sino quienes hacen uso de ella. ¿Son, acaso, los músculos del ciclista los que llegan a sentirla? Ciertamente no, porque los músculos son intermediarios entre la bicicleta y el cerebro de quien la utiliza. Es al cerebro al que llegan todas las señales, el que las procesa, analiza y toma las decisiones adecuadas para ponerla y mantenerla en movimiento.
Las sutilezas de la bicicleta se manifiestan en cada uno de sus componentes y en el conjunto de todos ellos. El ciclista que tenga la sensibilidad bien despierta, podrá percibir la presión de los neumáticos, la deformabilidad de la llanta y de los radios que aportan al tiempo rigidez y flexibilidad a las ruedas. Se puede sentir la deformabilidad de la horquilla delantera, de la barra de dirección, de la potencia unida a manillares de geometrías tan diversas, tan lógicas y, en cierto modo, tan inexplicables. Sobre el papel, los tubos que configuran su cuadro suelen estar, teóricamente, sobredimensionados. Pero sus dimensiones, aunque injustificables, están justificadas para quien siente la bicicleta. Como lo está la deformabilidad de vainas y tirantes de la parte posterior del cuadro, característica, al menos tan importante como su capacidad resistente. Deformabilidad que es difícil de establecer y que, sin embargo, se puede sentir. Como se sienten los componentes que se prestan más a ello: los pedales y las bielas, los platos que se utilizan sin necesidad de ser vistos, los piñones que multiplican las rotaciones de los pedales y hacen girar las ruedas al ritmo deseado.
Las dimensiones y características de las ruedas. El rozamiento con el suelo. El estático y el, muy inferior, que se genera cuando las ruedas giran sin deslizar. Los contactos entre el hombre y la máquina. Los del sillín y las texturas de su piel que es también estructura. Y el tacto de las cintas y protectores de los manillares. Todo lo siente el ciclista y lo percibe su cerebro. Y su corazón, que es el motor, que impulsa y recibe la sangre cargada de oxígeno. Y su electrizante sistema nervioso, intermediario especialmente sensible entre músculos y cerebro. Todo el complejísimo cuerpo del ciclista siente su montura. Y percibe las irregularidades del terreno por el que circula. Y con precisiones del 0,5%, la pendiente de una carretera. Y las curvas, peraltadas o no, del trazado y cualquier obstáculo, por leve que sea, con el que se tropiece en su camino. Y el aire en movimiento. El que nace oponiéndose a su movimiento o el que viene de lejos y que no es imperturbable porque es perturbado por el ciclista, que siente cómo su velocidad se suma o se resta a la del viento meteorológico. Y trata, como hacen, hacían y harán quienes navegan en embarcaciones de vela, de aprovecharlo si es posible o, de limitar al menos, las dificultades que procura. Y el ciclista siente, también, y de qué manera, la sed que le hace beber y presiente, más que siente, la necesidad de alimentarse para metabolizar la energía con la que insuflará vida a su montura.
Y siente que tiene genéticamente instalado en su cuerpo el concepto de equilibrio dinámico y que se mueve sin él saberlo gobernado por las tres leyes con las que Newton nos ayudó a comprender el mundo.
Y cuando se esfuerza, jadeando sudoroso, presiente cuanto explican las leyes de la termodinámica. Y siente que la energía que produce su cuerpo sólo en una parte se hace trabajo «útil» y que otra parte más importante, y que no es desde luego del todo inútil, se convierte en calor. Y al escuchar, los ruidos y los susurros que brotan de la bicicleta al desplazarse presiente que aún, queriendo evitarlo, añade entropía al universo contribuyendo a su confusión. Porque los ruidos, los susurros, las músicas del ciclismo, son también uno de los lenguajes de la políglota entropía.
Todo esto y mucho más es lo que siente o presiente el ciclista en su soledad de corredor de fondo, lo que le hace amar al ciclismo, lo que le hace adorar a su bicicleta, fiel compañera de fatigas corporales y de emociones espirituales.
Y así hemos llegado, jadeante el autor, probablemente exhausto el fiel lector, al final de este «tour de forcé» que me ha supuesto un esfuerzo que no podría imaginar cuando decidí iniciarlo, sin saber muy bien el perfil del recorrido que tenía por delante. Aunque quizás podría haberlo hecho y preferí no hacerlo. Suele pasar. Hace falta, dicen, una pizca de locura para edificar un destino. No medí bien mis fuerzas. Ni el tiempo que iba a necesitar. Ni el que podría disponer. Ni valoré acertadamente mi bagaje intelectual antes de iniciar tan esforzado itinerario. A veces, mientras escribía, me sentía subiendo el Mortirolo. A trompicones. Con mis años a cuestas. Lastrado por mis ignorancias y con el consuelo, en cierto modo, de mi soledad intelectual. La potencia requerida, ya se sabe, es inversamente proporcional al tiempo que dura el esfuerzo necesario. Y han sido pocos los meses que he dispuesto para escribir este texto, al tiempo que me ocupaba de mis obligaciones profesionales, acrecentadas por la profunda crisis que tanto está afectando al sector de la ingeniería a la que yo dedico desde siempre mis desvelos.
Es un texto, por tanto, redactado intermitentemente, escrito a impulsos. Si fuese literatura, se podría decir que es literatura anaeróbica. Y por eso siento haber contraído una deuda de oxígeno, deuda intelectual, que tardaré en pagar. Solo a ratos he podido respirar tranquilo. Y cuando lo he hecho he disfrutado aeróbicamente teniendo en mis manos, veteranos y jóvenes libros de Física, de Materiales, de Estructuras, incluso de Química o de Biología. Y a veces me he desesperado ante las dificultades que tenía por comprender algunos, cuando menos, confusos textos que cayeron en mis manos y que se me cayeron de las manos y que, a veces, me hicieron dudar de mi capacidad intelectual que, probablemente, no estará por debajo de la media de sus lectores potenciales
Me he fijado, como no lo había hecho nunca, en las bicicletas que pasaban a mi lado y he dedicado algunos, esporádicos ratos libres, a admirar las expuestas en los escaparates de algunas tiendas y he entrado en otras, para verlas más de cerca y palparlas extasiado.
En todo este tiempo he tenido muy a mano los magníficos catálogos de bicicletas y componentes que publican revistas especializadas, con textos escritos por quienes saben muy bien de lo que están hablando. Y he husmeado, por persona interpuesta, en las páginas web de fabricantes, algunos míticos, otros que han sido nuevos para mí, pero que ya no volverán a serlo. He adquirido, leído y releído algunos libros, no son muchos, que tratan de la bicicleta. Entre ellos, algunos magníficos manuales de mantenimiento que me han hecho envidiar los conocimientos que poseen los extraordinarios mecánicos sin los cuales las bicicletas vivirían menos y vivirían peor. No puedo atar todas estas publicaciones, pero antes de dar este colofón por concluido, sí quería referirme al magnífico libro «Bicyding Science» de David Gordon Wilson, un inglés, nacido en 1924, que se trasladó a U.S.A. en 1961 para trabajar como ingeniero en una compañía que diseñaba componentes de motores de propulsión. Se publicó por primera vez por la prestigiosa editorial del Massachusetts Institute of Technology en 1974. Y su tercera edición, del 2004 llegó a mis manos, por recomendación de nuestros amigos de Orbea, cuando ya tenía mi texto muy elaborado. Si un día llegase su autor a leer lo que acabo de escribir que sepa que cuenta con mi admiración y con mi afecto.
El mundo de la bicicleta siempre ha atraído a intelectuales, artistas, filósofos y poetas. O mejor aún, hace aflorar las facetas más sensibles de quienes se aproximan decididos a él. Tras la aridez y la extensión inesperada del apartado que a mí me ha correspondido escribir llegan otros compañeros que toman mi relevo para mostrar, describir y hacer sentir, la riqueza y diversidad del ciclismo, la emoción y la belleza que atesora.