(Javier Rui-Wamba Martija)
Un puente, un edificio, un depósito de agua, una conducción de gas, toda construcción tiene su estructura. Pero no todo es estructura en el objeto construido porque la función para la que fue construida, su razón de ser, nunca es puramente estructural.
Un barco tiene una estructura que le permite flotar y deslizarse sobre el agua. Y a los submarinos bajo el mar. La estructura de un avión le permite despegar primero, volar después, y aterrizar finalmente.
Estamos familiarizados con el chasis, la estructura de camiones a los que con frecuencia se les puede observar casi desnudos. La de los coches queda más oculta a la mirada. Como el de las motos que alojan, entre el sofisticado entramado estructural que une las ruedas al motor, al depósito de combustible y a los componentes mecánicos que les permiten desplazarse, lenta o velozmente, y con inclinaciones inverosímiles en las de alta competición.
Los trenes se sostienen sobre estructuras que con el tiempo han evolucionado significativamente, pero cuyos rasgos esenciales provienen de la época en que se gestó el ferrocarril —en la victoriana Inglaterra del siglo XIX— y del concepto que lo alumbró: máquina de vapor montada sobre una plataforma con ruedas de hierro primero y de acero después que circulaban por «carriles de hierro», ferrocarriles en castellano y «ferrocarrils» en catalán (la línea Barcelona-Mataró, fue la primera construida en la Península), o por «caminos de hierro»: los «railways» del lenguaje anglosajón y los «chemins de fer» en el francés.
La rueda de goma, estructura neumática con el aire a presión como amortiguador, no había sido inventada todavía. Llegaron tarde a los trenes y, para mostrar sus excepcionales cualidades, tendrían que esperar a que los coches, que vieron por primera vez la luz en maternidades americanas, se convirtiesen, hace más de un siglo, en el vehículo por excelencia de una Sociedad occidental que, en lo económico, estaba empezando a marchar también sobre ruedas.
Trenes, coches y motos cuyo objetivo funcional era la movilidad de personas y mercancías, nacieron con elementales ballestas y muelles que se hicieron luego suspensiones y amortiguadores, crecientemente sofisticados, para favorecer el adecuado comportamiento de sus componentes estructurales y mejorar el confort de quienes los utilizaban.
Un árbol también tiene su estructura que se muestra con nitidez cuando el otoño desnuda de hojas caducas las ramas que brotan de un tronco cimentado en sus raíces. Una planta y cualquier ser vivo la tienen también. El ser humano, tras un larguísimo proceso evolutivo, se sostiene erguido y se mueve gracias a su estructura de huesos, articulaciones, ligamentos, músculos y tendones que trabajando en sintonía, y al tiempo que sostiene sus órganos vitales, dotan a su cuerpo de un gran potencial de movilidad y nos permiten correr, levantamos, sentamos, tumbamos, saltar, tomar cosas con las manos, pedalear, meter goles, danzar, sentir, amar, y tantas cosas más.
La estructura de la bicicleta siempre ha estado a la vista. Y aunque con el paso del tiempo sus funciones se han diversificado, su estructura no ha dejado de tener el protagonismo de su imagen. Adaptándose a sus modernos y variados cometidos, adecuándose al progreso de los materiales con los que se construyen, pero sin ocultarse jamás. Y con componentes centenarios que continúan siendo sus señas de identidad visual. Ruedas con sus neumáticos, llantas y radios. Cuadros en celosía que se sustentan en los bujes de las ruedas. Horquillas delanteras. Manillares y potencias más o menos sofisticados dentro de su sencillez conceptual. Sillines que coronan la parte posterior del cuadro. Los pedales con sus bielas y los mecanismos de transmisión con sus desviadores y cadenas, los esenciales frenos y poco más. La bicicleta muestra con orgullo su belleza externa. Aunque esconde su secreto porque no nos dice donde oculta su alma.
Con el paso del tiempo, la bicicleta se ha sofisticado. Sobre todo, debido a su utilización para el deporte y a la posibilidad de hacerla circular por caminos no asfaltados y por cualquier sendero de montaña. Y en su evolución ha tomado de sus hermanos mayores —las motos principalmente, que, a su vez, han aprovechado de la experiencia adquirida en la fabricación de coches— elementos como amortiguadores, suspensiones, frenos de discos, rodamientos y materiales como el aluminio, que ha ido dejando atrás, por ahora, al tradicional acero. Y, de un tiempo a esta parte, utilizan también a las jóvenes, costosas y un tanto misteriosas fibras de carbono impregnadas en resina que tienen, superados sus titubeantes inicios, una presencia relevante en las bicicletas de alta gama. Sin olvidar la más infrecuente pero no menos distinguida presencia del elitista titanio en cuadros y en algunos delicados componentes. Incluso del bambú, de la madera y del magnesio.