CAPÍTULO XVIII

Al día siguiente, domingo, Langelot fue a almorzar a casa del profesor Roche-Verger. Dos «grullas» paseaban melancólicamente por la acera.

Asunción había preparado una paella a la que todos hicieron los honores.

—Yo —dijo Choupette, cuando llegó el postre, para el que su padre había reclamado mermelada de melocotones—, lo comprendo todo menos una cosa. ¿Por qué papá se dejó secuestrar, cuando podía haber llamado a la policía?

—¡Para hacer una jugarreta al gordo de Didier! —contestó Roche-Verger.

Pero Choupette sacudió la cabeza.

—¡Cuéntaselo a otros! —dijo—. Hay gente, papá, que te tomará siempre por un sabio loco, pero yo te conozco bien: el señor T y tú, son dos cosas distintas. Debías tener una razón más sensata.

—Naturalmente —dijo Langelot, sirviéndose más postre—. El profesor sabía que no corría ningún riesgo entre las manos del T.T. y que, por eso mismo, era el único que podía conducirnos hasta el cuartel general, a condición de haberse tragado previamente un emisor. Por eso…

—Ése es un cuento como para dormirse de pie —protestó enérgicamente el profesor Propergol—. Nunca me hubiera inventado una estratagema tan complicada —adoptó un aspecto descontento—. Por otra parte —gruñó—, yo también querría saber una cosa. ¿Cómo se las arreglará Choupette para aprobar su trabajo de matemáticas?

FIN