Una gran bola de metal lanzada al espacio gira a 300 kilómetros de la superficie de la Tierra.
Dentro de ella se encuentra, bien instalado, un enorme tullido, rodeado de cuadrantes y de pantallas. Está allí desde hace meses.
Pero el momento crucial se acerca. Su operación va a triunfar: reinará sobre el mundo. Dentro de veintitrés, veintidós, veintiún segundos y el rayo láser de diodo, partiendo del satélite, inaugurará las destrucciones que marcarán el advenimiento del señor T.
De pronto, oye un zumbido. El tullido enciende la pantalla del radar. Un objeto oblongo se aleja de la Tierra y describe una curva en el espacio.
—¿Qué es eso? ¿Quién se atreve?… —pía el señor T.
Abandona el radar y mira por el ojo de buey. En el cielo negro va aparecer como un huso de plata que se dirige no hacia el satélite sino hacia el punto del cielo que el satélite ocupará dentro de unos instantes.
Inmediatamente, el señor T acciona los desaceleradores: disminuyendo su velocidad, evitará el encuentro. Sus ojos glaucos no se apartan del ojo de buey. ¿Pasará el cohete de largo?
No. Su cabeza electrónica se ha dado cuenta ya del «frenazo» del satélite. Se desvía oblicuamente hacia él, aumenta de tamaño, se hace inmenso…
Brota una llamarada.
Una explosión silenciosa estalla en el cosmos. Sin aire no hay ondas sonoras. Algunos restos, algunas astillas, son atraídos por la gravedad terrestre, y las más absolutas tinieblas reinan de nuevo.
El que quería ser dueño del mundo ya no es nada: los átomos que constituían su cuerpo monstruoso, su cerebro genial y maléfico, giran ahora en el vacío, desintegrados.