Roche-Verger se levantó lentamente, desplegó su largo cuerpo y se plantó ante el secretario de Estado, preguntándole:
—Mi querido señor, ¿le gustan las adivinanzas?
—¡No! —replicó el otro secamente.
—Pues bien, es un fallo —dijo el profesor—. Desconfío siempre de las personas a quienes no les gustan las adivinanzas. No tomarse demasiado en serio, lo es todo en la vida. De lo contrario, se vuelve uno presuntuoso, pedante, aburrido y, algunas veces, peligroso. Fíjese en el señor T, por ejemplo. Un número uno en su promoción, y que tenía sentido del humor. Pero no le gustaban las adivinanzas. Siempre tenía miedo de no acertar. Resultado: se toma por el dueño del mundo. Si hubiera tratado de resolver algunos acertijos bien difíciles, hubiera aprendido a ser modesto. Y la modestia le impide a uno hacer disparates de este volumen. ¿El amigo Thorvier dictador universal? ¡Ja, ja! En el politécnico, semejante idea hubiera hecho reír hasta a los gatos.
—¡Son las nueve y cuarenta y seis minutos! —cortó el secretario de Estado—. Si, en lugar de filosofar, nos sugiriera usted un medio de disminuir los riesgos que corremos… Yo ni siquiera sé cómo funciona eso del láser. Tal vez la sede de la Radio se hunda sobre nuestras cabezas. Oiga, Ducharme, ¿tienen refugios antiatómicos en este edificio?
—Ciertamente, señor ministro.
—Escuchen —dijo el profesor—, tal vez no tengamos que utilizarlos. Hablemos poco, pero hablemos bien. ¿Me dan carta blanca en nombre del primer ministro?
—Sí, y cien veces sí. Proteja la torre Eiffel. ¿Qué vamos a decir mañana si aparece decapitada?
El profesor Roche-Verger fue hacia el teléfono. Su rostro huesudo respiraba energía. No quedaba en él la menor expresión ingenua.
Marcó un número.
—¡Oiga! ¿El Centro de Estudios sobre los cohetes?… ¿El servicio permanente?… Páseme línea directa con Reggane.
El secretario de Estado miró el reloj electrónico empotrado en la pared. Eran las nueve cuarenta y ocho minutos.
—No se ponga nervioso —le dijo fríamente el profesor—. Mientras el satélite pasa por encima de Australia, no podemos hacer gran cosa.
Pasó un minuto.
—¡Oiga, Reggane!… —dijo el profesor.
Una voz lejana, pero muy clara, le contestó.
—Aquí, Reggane.
—Aquí Roche-Verger. ¿Con quién tengo el gusto de hablar?
—¡Hola, Verche-Rocher! Aquí, Bloch. ¿Qué tiempo hace en París?
—Siempre está lloviznando. Mis «grullas» lo pasan mal en las guardias. ¡Afortunados vosotros! No tenéis «grullas» en Reggane; estáis tranquilos ahí.
—Sí, pero llegamos a cincuenta grados a la sombra. Esa molestia es peor que las «grullas».
—¿De veras lo crees? Oye, amigo Bloch, tengo que pedirte un favor.
—Todo lo que quieras. ¿Una caja de dátiles para tu hija?
—¡Ah, es una buena idea! Si, una caja de dátiles para mi hija. Se los prometí si aprobaba su trabajo de matemáticas, y lo había olvidado. Gracias por recordármelo. Ahora, en realidad, ya no sé para qué te llamaba…
—Querías pedirme algo —dijo Bloch, mientras el secretario de Estado apretaba los puños, bailando de excitación, y Didier dejaba oír un terrible bramido de oso desesperado.
Langelot conservaba toda su calma: conocía al profesor desde hacía tiempo y sabía que la excentricidades y las distracciones del sabio era sólo una expresión de su modestia. A veces, se servía también de ellas para hacer rabiar a las personas que le fastidiaban por su vanidad.
—Es cierto. Dame noticias de «Bradamante».
—El «muchacho» está en forma, siempre preparado.
—Bien. Tengo carta blanca para su lanzamiento. ¿Me crees o es preciso que te envíe una carta certificada con acuse de recibo?
—Pero, Perche-Berger, ¡eso es excitante! ¿Qué es lo que me dices? ¿Ya está prevista la fecha?
—Sí.
—¿El domingo que viene?
—No. Hoy, 13 de marzo, a las diez de la noche, menos un minuto.
—Bréche-Viager, te estás burlando: son las nueve y cincuenta y tres minutos.
—Es lo que pensaba. Tenemos tiempo. El objetivo será un pequeño satélite habitado.
—¿Habitado?
—Sí, has oído bien.
—Pero el piloto quedará transformado en polvo.
—Exactamente. Decía, pues, un pequeño satélite habitado cuyos parámetros son: apogeo…, perigeo…, inclinación…
El profesor Roche-Verger dictó las cifras que el secretario de Estado había obtenido unos instantes antes.
—¿Cómo apuntarán, de noche? —preguntó Choupette, en voz baja.
—No apuntan —dijo Langelot—. Cada cohete va equipado, probablemente, con una calculadora en miniatura. Le dan cifras y ella misma calcula su trayectoria.
Roche-Verger hizo confrontar las cifras.
—Bien, bien, buena suerte, amigo Bloch. Espero que «Bradamante» no falle.
—Croche-Porcher, ¿no vas a hacerme desencadenar una tercera guerra mundial?
—No tengas miedo. Quizá estemos impidiendo una. Y no olvides los dátiles.
El profesor colgó.
Hubo un largo silencio.
—El amigo Thorvier me da un poco de pena —dijo, por fin, Roche-Verger.
Langelot pensó en todas la vidas inocentes que el señor T había aniquilado o arruinado, para que saciaran su ambición desmesurada.
Pensó también en todas las que el temible personaje podría sacrificar si le dejaban hacer. El señor T no se contentaría con cortar la cabeza de algunos edificios ni con hacer arder algunos pozos de petróleo.
Desde lo alto de su satélite, trataría de crear todos los conflictos posibles entre los hombres. Sobre este punto, la confesión de Philippe Axe era particularmente significativa: si el señor T no había preparado ninguna ofensiva era porque contaba con la insensatez de los pueblos y los gobiernos para crear un desorden en el mundo que él sería el único en aprovechar.
—¡Ah! Ya podía tomarse por un dios aquel señor T que giraba en torno a la Tierra, por encima de las nubes, por encima de los aviones, armado con su láser. Pero su ilusión no duraría más que unos minutos… Cuatro minutos para ser exactos.
—Si —dijo Roche-Verger—, me da pena cuando pienso en el amigo Thorvier, pero en fin, tenía miedo de las adivinanzas. Y eso, me crea usted o no, señor ministro, es una mala señal.
De pronto, el secretario de Estado salió de la especie de estupor en que había caído.
—¡Yo también tengo una idea! —gritó.
—Me asombra usted —dijo el profesor Propergol, que tenía de nuevo su aire ingenuo y distraído.
—Nos quedan cuatro minutos para reemplazar los vagones sobre neumáticos. Ducharme, hágame inmediatamente un breve texto sobre «Bradamante».