De momento, su idea escandalizó a todos.
—Teniente —dijo secamente el secretario de Estado—, ha leído usted demasiadas novelas de ciencia ficción.
—Es una hipótesis seductora, pero me temo que le falta algo de realismo —observó Montferrand.
—¡Ah, los militares! Siempre tienen demasiada imaginación —resopló Didier.
—¡No! —se indignó Kauf—. ¡Me niego a ir a la luna, si es eso lo que quieren que haga!
—Estaba diciendo: el metro con ruedas de neumáticos, este vertiginoso descubrimiento de los tiempos modernos… —murmuró Ducharme, arreglándose el nudo de la corbata.
—Pues a mí —declaró el profesor Roche-Verger—, no me parece absurdo. De hecho, me parece incluso diabólicamente lógico.
—¿Lógico? —se indignó el secretario de Estado.
—Pues si: el accidente de Reggane, la tira de papel en el globo terráqueo, la dificultad para construir los tres láseres de esa fuerza, todo liga.
—Escuchen —dijo Langelot—, el profesor me desmentirá si me equivoco. Vean cómo reconstruyo todo el asunto.
»Tomás Thorvier es un hombre tan ambicioso como inteligente. Es número uno en el politécnico y hace investigaciones en distintos puntos. Pero, de hecho, no se sabe gran cosa de su carrera. Supongo que se especializó en espionaje científico e industrial, montó una red perfectamente organizada y reunió una documentación secreta única en el mundo.
»A continuación, se dirigió a Australia, donde organizó una base de operaciones.
»Volvió a Europa, hizo valer sus títulos y fue destinado a Reggane, donde almacenó todo el material que pensaba necesitar en el futuro; después provocó una explosión monstruosa, gracias a la cual consiguió llevarse sus reservas.
»Por desgracia, en la explosión perdió el uso de las piernas, y, sin duda, la razón. Su voluntad de poder tomó entonces una nueva forma. Supongo que tenía la intención de lanzar satélites espías. Pero, ahora, decide lanzarse él mismo al espacio y reinar sobre el mundo desde allá arriba. Fuera del alcance de todos, podrá considerarse igual a los más poderosos. Es una reacción de compensación natural, como dirían los psiquiatras: “¡Ah! ¿No soy más que un tullido? Pues bien, ¡seré más que un hombre!”.
—¡Fantástico! —exclamó el secretario de Estado.
—No tanto —dijo Roche-Verger—. Una rampa de lanzamiento que no ha de utilizarse más que una vez no resulta más cara que una casa en los alrededores de la ciudad. Los satélites habitados son algo viable: rusos y americanos lo han demostrado ya. La única diferencia es que el amigo Thorvier ha girado en el espacio durante más tiempo que ellos, pero eso no es más que una cuestión cuantitativa, que no era imposible de resolver. No olviden esto: T disponía de las informaciones científicas más completas del mundo.
»Fíjense que, como refugio para maleantes, no hay nada mejor. ¡Poder comunicar a voluntad con todas sus bases por radio y televisión, pero permaneciendo él invulnerable! Para un jefe de banda, señores, la vida en un satélite es como la vida de un castillo.
»Por otra parte, cuando haya destruido el mundo, nada se opone a que T programe su regreso a la Tierra, si puede decidirse a volver a andar por el suelo como todo el mundo.
—Puesto que usted dice que es posible, lo será sin duda —refunfuñó Didier—, pero no deja de ser una elucubración. Según todas las probabilidades, el señor T se esconde en un sótano de cualquier edificio en pleno París.
—No lo creo —replicó Roche-Verger—. Si estuviera en París, él solo no podría organizar destrucciones en París, Nueva York y Arabia.
—¿Y cómo puede hacerlo, desde su satélite?
—Langelot lo sabe —dijo el profesor, sonriendo—. Ése es el sentido de la faja de papel colocada en torno al globo terráqueo. La tira de papel representa una órbita de satélite. Y la misma órbita pasa por encima de Australia, donde probablemente tuvo lugar el lanzamiento, de París, de Nueva York y de Arabia.
—¡Comprobémoslo en seguida! ¡Que me traigan una esfera terráquea! —ordenó Didier.
—Hay otro detalle más significativo aún para quien ha conocido al amigo Thorvier —prosiguió el profesor—. Ya les he hablado de su macabro sentido del juego de palabras. Recuerdan lo que dijo en la emisión que me han hecho escuchar ustedes y que Bruchettes había puesto en substitución de la emisión grabada por Kauf. «Ya no es —declara el señor T—. más que una cuestión de revoluciones». Ustedes han entendido: alborotos, guerras. Pero el amigo Thorvier pensaba en las revoluciones de su nave cósmica en torno a la Tierra.
Un inspector de policía acababa de llegar con un globo terráqueo. Didier tomó un lápiz y, resoplando muy fuerte, trazó una linea que unió Australia, Arabia, París, Nueva York y Australia.
—Forma un círculo —reconoció de mala gana.
El secretario de Estado, con las manos en los bolsillos, se paseaba de un lado a otro. Miró el reloj.
—¡Bueno! —gritó—. ¡Si hubiera un nuevo satélite en el cielo, se habrían dado cuenta, supongo!
—No es del todo seguro, señor ministro —dijo Montferrand—. Si quiere hacer algunas llamadas telefónicas, tal vez podrá asegurarse. El subteniente puede tener razón, después de todo.
Choupette no decía una palabra. Sentada en su rincón, con la mano de su padre entre las suyas, no separaba su mirada de Langelot y sus ojos brillaban intensamente.
El secretario de Estado se encogió de hombros, gruñó algo y llamó a la embajada de los Estados Unidos.
Preguntó cuántos satélites tenían los Estados Unidos dando vueltas por el espacio.
Eran las nueve horas y treinta y tres minutos de la noche cuando supo que había doscientos setenta y ocho.
—¿En cuánto estiman ustedes el número de satélites soviéticos?
—Tienen exactamente ciento treinta y tres —le contestó el funcionario encargado de las relaciones exteriores.
El secretario de Estado dio las gracias y llamó a la embajada soviética.
—¿Cuántos satélites artificiales tienen ustedes en órbita en este momento?
—Ciento treinta y dos —le contestaron.
—¿En cuanto calculan ustedes el número de satélites americanos?
—Tienen, por lo menos, doscientos setenta y nueve…
El secretario de Estado dejó el teléfono. La prueba estaba hecha. Había un satélite no identificado en el cielo.
—Y, ahora —dijo el gran hombre—, ¿qué vamos a hacer para averiguar cuál es el de Langelot?
—Creo que puedo ayudarles en eso —dijo Roche-Verger—. Llame a mi oficina. Pregúnteles los parámetros del mayor satélite que está actualmente en circulación, y tendrán el que buscamos. Si el señor T se pasea por el espacio desde hace varios meses o, por lo menos, desde hace varias semanas, ha de tener forzosamente una cabina por lo menos igual en volumen a la de los cosmonautas soviéticos y americanos.
—Por lo visto, ya no soy ministro. Me he convertido en telefonista —gruñó el secretario de Estado.
El Centro de Estudios sobre los Cohetes llevaba una cuenta exacta de todos los satélites franceses y extranjeros que giraban en torno a la Tierra. El empleado de guardia dio la información en el espacio de veinte segundos.
Eran las nueve y cuarenta y dos minutos cuando el representante del primer ministro gimió:
—Apogeo, perigeo, inclinación sobre el Ecuador, ¿qué significa todo esto? Yo no comprendo ni una palabra.
—Apunte, apunte —le aconsejó el profesor Propergol—. Puede servirnos.
—Bueno. Ya tengo sus parámetros. Y, ahora, ¿cómo vamos a impedir a su señor T que nos bombardee con su rayo láser dentro de dieciocho minutos exactamente? Aún suponiendo que tengamos razón, mi querido profesor, seguimos en el mismo punto. La torre Eiffel va a ser decapitada y el edificio de las Naciones Unidas cortado en rodajitas un poco después. No sé a qué velocidad se desplaza el satélite, pero supongo que los pozos de petróleo de Arabia van a arder antes de medianoche. Y, en ese caso, ¿para qué sirve haber descubierto todo lo que hemos descubierto?