Eran las nueve y tres minutos de la noche, y el comité anti-T estaba reunido, una vez más, en el estudio 523.
Siempre bajo la presidencia del secretario de Estado, ya no incluía al señor Des Bruchettes, quien estaba siendo interrogado en los locales de la D.S.T.
Pero, en cambio, se había enriquecido con la colaboración del profesor Roche-Verger, quien se sentaba entre Choupette y Langelot. Choupette tenía cogida una mano de su padre desde hacia más de una hora, y se negaba a soltarla.
Langelot reflexionaba intensamente, absorto en no se sabía qué idea, y apenas contestaba cuando le hablaban. A veces, se escapaba de sus labios un murmullo:
—Snif, snif…
Horace Kauf, herido en su orgullo por los procedimientos del T.T., se había aliado otra vez con la F.E.A. No estaba muy seguro de haber comprendido lo que había pasado, pero, en todo caso, aceptaba aparecer de nuevo en televisión.
El señor Ducharme, substituto de Des Bruchettes, preparaba un texto laboriosamente sensacional sobre los vagones de metro con ruedas neumáticas, que iban a ser lanzados en una nueva linea.
—No es muy excitante como novedad.
Ducharme miró fijamente al capitán, se arregló el nudo de la corbata y declaró:
—Si tiene algo mejor, lo aceptaré encantado. Pero la firma «Renault» no lanza ningún coche; si hacemos publicidad del tabaco, todos los médicos nos caerán encima y con razón; la lotería Nacional no tiene nada que ver con los medios de transporte…
—Tampoco los tabacos —observó dulcemente Roche-Verger.
—Sin duda, sin duda —dijo Ducharme—. Pero, al fin, redactar comunicados es mi oficio. Y, además, creo que no se habla bastante del metro en la televisión. El metro es estupendo.
—¿Lo toma a menudo? —preguntó Choupette, súbitamente indignada.
—No, no tengo tiempo —contestó Ducharme.
—Pues tómelo un día a las siete de la tarde, ¡y ya me dirá! «Algo estupendo…». ¡Lo que hay que oír!
Ducharme, con una sola mirada, hizo migas a la insolente.
—Señor ministro —dijo el secretario de Estado—, si no aprueba usted mi proyecto…
—Apruebo todo lo que quieran —contestó el otro—. Además si el señor T mantiene sus promesas, el estudio de la torre Eiffel será decapitado de aquí a cincuenta minutos y la emisión del brillante Kauf corre el riesgo de no llegar al público.
—¿Me pagarán igualmente? —preguntó el tullido, inquieto.
Nadie se tomó la molestia de contestarle.
Langelot se volvió al profesor Roche-Verger.
—Señor profesor —dijo—, hubo una cosa que me dejó asombrado, cuando visité su propiedad de Fécamp. Choupette dice que usted lo deja todo en desorden. Y, sin embargo, su granero estaba perfectamente arreglado. No obstante, parece que usted prohíbe que se toquen sus cosas y que…
Roche-Verger se echó a reír a carcajadas.
—¡Mi granero! ¡Pero, amigo mío, fue el T.T. quien lo arregló por mi!
—No lo comprendo.
—Pues es muy sencillo. Les hice una jugarreta. Dije que mi granero era el de la izquierda. En realidad, es el granero de la derecha el que yo utilizaba. ¡Está lleno de porquería! Una cerda no hubiera encontrado allí a sus hijitos, se lo aseguro. Estoy muy satisfecho de que el T.T. me haya librado de todo aquello.
—Entonces, el granero de la izquierda…
—Era el del camarada Thorvier. Él, es un maniático del orden, y él…
Langelot se puso en pie de un brinco, gritando:
—¡Ya sé dónde está el señor T!