Philippe Axe, que no parecía nada cohibido, empezó sus explicaciones en los siguientes términos:
—Puedo tener muchos defectos, señores, pero soy un buen jugador y, por tanto, sé reconocer cuándo se ha terminado una partida. Hace cinco minutos estaba dispuesto a luchar contra ustedes hasta morir. Ahora, si puedo salvar el pellejo, estaré contento. Así que pueden contar conmigo para que les diga todo lo que sé.
»Milito en las filas del T.T. desde hace cinco años. En la primera época, la red estaba especializada en el espionaje industrial. Nos ocupábamos, sobre todo, de electrónica. Les proporcionaré todos los detalles cuanto tengan tiempo para escucharme.
»Poco a poco, nos pusimos a preparar una especie de golpe de Estado. En particular, nos organizamos en lo que llamamos “Bases”. La división era completamente estanca, de forma que no puedo darles ninguna información sobre las bases paralelas a la mía, que ahora acaba de caer en sus manos, y que yo mismo organicé desde la A hasta la Z.
»Se encuentran ustedes en este momento en nuestro cuartel general. Éste está formado por un enorme bloque de hormigón en torno al cual se construyó el hotel Piazza-Triomphe. Tal como han descubierto ustedes, disponemos de seis vías de acceso, contando los tejados. Tras la ropa colgada en los armarios, unos paneles deslizantes, que se abrían oprimiendo resortes ocultos, y trampillas de diversos tipos, eran los sistemas que nos permitían comunicarnos con el exterior. El hotel fue construido especialmente para servirnos de cobertura. Los empleados y los clientes que han detenido ustedes no forman parte del personal activo de la base. Algunos de ellos son simples auxiliares, otros no tenían ni la menor idea de lo que pasaba en el hotel. Éste funcionaba normalmente y, además, cubría sus gastos.
—¿No han tenido nunca algún accidente? —preguntó Didier.
—¿Qué entiende por «accidente», señor comisario?
—Aludía a alguna mujer de la limpieza, a alguna inocente camarera que oprimiera sin darse cuenta el resorte disimulado y descubriera una de las entradas de su escondite.
Philippe Axe vaciló un momento.
—Sólo ocurrió una cosa así en un par de ocasiones —dijo al fin.
—¿Y entonces?
—Nos vimos obligados a eliminarlos.
—Continúe.
—¿Qué más puedo decirles? Para hoy, nuestras órdenes eran bastante misteriosas. Debíamos esperar las instrucciones anunciadas por el señor T y secuestrar a unos cuantos sabios que Figuran en una lista que les entregaré.
—¿En qué consistía la ofensiva, propiamente dicha? —preguntó Montferrand.
—No había prevista una ofensiva, mi coronel.
—Soy capitán.
—No había una ofensiva prevista, mi capitán.
—¡Imposible! —gritó Didier—. ¿Y las amenazas del señor T? ¿Eran ficticias?
—No lo creo —contestó Axe—. Por el contrario, el señor T considera que dispone de un poder tan prodigioso que no se preocupa en organizar pequeñas revueltas locales. Se propone tratar de igual a igual con los gobiernos de los diversos países.
—¿Qué significa su observación: «Si yo supiera dónde está el señor T, yo sería el señor T»? —preguntó Montferrand.
Philippe Axe reflexionó.
Estaba sentado ante su mesa escritorio y los hombres que lo interrogaban permanecían en pie a su alrededor; parecía que estuviera dando una conferencia de prensa.
—Nunca he visto al señor T —dijo al fin.
—¿Pretende burlarse de nosotros? —preguntó Didier.
—No, señor comisario. Siempre me he comunicado con el señor T por radio y por televisión, a horas muy precisas del día. He gastado mucho tiempo y mucho dinero tratando de descubrir su secreto, es decir: por descubrir su puesto de mando. ¿Qué quieren? Soy ambicioso, y le envidiaba la admirable organización de la red. Pensaba que yo estaba tan dotado como él para dirigirla y, si le hubiera podido poner las manos encima, no hubiera dudado en suprimirle y en ocupar su puesto. Así que pueden creerme cuando les digo que no sé dónde está.
Didier miró a Montferrand, Montferrand miró a Roche-Verger, Roche-Verger miró al secretario de Estado, quien estaba allí para disfrutar de la victoria.
—¿Tiene alguna razón para suponer que el desmantelamiento de la base en París, impedirá al señor T desencadenar la serie de destrucciones previstas para esta noche? —preguntó Didier.
—Al contrario, señor comisario. He hablado con el señor T por radio, hace sólo unos minutos, y tengo motivos para pensar que cuenta con realizar su ataque. De hecho, la noticia de nuestra derrota no le ha impresionado en absoluto.
—¡Pero esto es insensato! —exclamó el secretario de Estado—. Ese señor T no puede atacar sólo. ¡Y, además, en tres puntos diferentes del Globo!
—¿No tiene ni idea de dónde se encuentra su puesto de mando? —preguntó Didier al prisionero.
—¿En un avión? —insinuó Roche-Verger, quien desde hacía un rato prestaba atención al interrogatorio.
—¿En un submarino? —preguntó Montferrand.
—¿En un blocao? —interrogó al secretario de Estado.
Philippe Axe sacudió la cabeza:
—Pueden creer que si lo supiera, se lo diría.
Langelot había estado escuchando sin decir palabra. En aquel momento, se colocó en primera fila.
—¿Puedo hacer dos preguntas al detenido?
—Hágalas —concedió Montferrand.
—Señor Axe, ¿cómo tuvieron conocimiento del mensaje dejado por el señor Roche-Verger, antes de que dicho mensaje fuera publicado por la prensa? ¿Y cómo consiguieron substituir la banda magnética de Kauf por la del señor T?
Axe miró fijamente a los ojos del joven rubio que le había dominado.
—Joven —dijo—, puedo predecirle un brillante porvenir en la carrera que ha escogido. Ya sabe usted la respuesta a sus dos preguntas porque, de lo contrario, no me las haría juntas.
—Disponían de cómplices en el ministerio de Información, ¿no es cierto? Una persona ha sustituido la cinta que nosotros habíamos grabado por la que usted le proporcionó y, puesta al corriente por el inocente Claudius Jacob, le ha transmitido el mensaje del profesor.
—En efecto; un tal Des Bruchettes trabajaba para nosotros —dijo Axe con despreocupación.
Didier estuvo a punto de ahogarse. Luego, murmuró algo al oído de un inspector que partió a toda velocidad.
—Ya lo ven —continuó Axe—, les entrego a mis amigos. Si pudiera, les entregaría a mi jefe.
—¿De dónde procedían las bandas que hacían pasar por televisión? —interrogó Montferrand.
—Las grabábamos aquí mismo; el señor T emitía en circuito cerrado desde su puesto de mando.
—Afirma haber comunicado con el señor T recientemente. ¿Puede llamar a voluntad?
—Sólo a ciertas horas. Podríamos probar ahora, pero dudo de que esté a la escucha.
Lo intentaron, pero las llamadas en la frecuencia del T.T. resultaron infructuosas.
—De forma —dijo el secretario de Estado— que nos hemos apoderado de la base en París, pero seguimos estando en el mismo punto. El ataque del señor T sigue estando previsto para las diez de la noche y no podemos hacer nada para evitarlo.
—Esto empieza a ponerse interesante —murmuró Roche-Verger.
—Y usted, usted haría mejor en callarse —le lanzó Didier amoscado—. En primer lugar, ¿por qué se dejó secuestrar?
Una sonrisa de lo más inocente apareció en el rostro del profesor, que no contestó.