CAPÍTULO X

A las cinco y ocho minutos, de la tarde tres señoras muy bien vestidas entraron en la tienda de novedades del Rond-Point.

—Vamos a cerrar, señoras —se interpuso la vendedora.

—Tenga la bondad de aguardar un momento —dijo una de las tres señoras con aire autoritario—. Esta amiga es extranjera y querría ver algunos pañuelos de cuello parisienses para llevárselos a su país.

La extranjera avanzó; la tercera señora permaneció cerca del escaparate.

La vendedora calculó sus posibilidades de venta y aceptó enseñar los pañuelos.

Al cabo de un momento, llenaban todos los mostradores.

A las siete y nueve minutos un camión de gran tonelaje, después de haber embotellado la calle Jean-Mermoz durante tres minutos, acabó por entrar en el patio al que daba el hotel Piazza Triomphe. El chófer, un típico transportista, bajó lentamente de su asiento y, fue a parlamentar con el portero.

—Traigo las alfombras —declaró.

—No se ha encargado ninguna alfombra, que yo sepa; además no es hora de entregas —objetó el portero.

—¡La hora, la hora, la hora! —protestó el chófer—. Si te la preguntan, dices que no la sabes. De momento, envíame algún criado para descargar.

—No hay personal disponible.

—¿No hay personal? ¿En un establecimiento como el Piazza? ¡Entonces son ustedes unos miserables!

La discusión empezaba a envenenarse. Uno de los gerentes del hotel bajó al patio.

—Yo soy el gerente —empezó.

—¡El gerente, el gerente, el gerente! —replicó el chófer—. Si cree que me hace mucho efecto eso de gerente. Yo también soy gerente de mi camión. Y el que no les guste, no cambia nada.

Mientras discutía, consultaba de vez en cuando el reloj.

A la siete y trece, un autocar se detuvo ante la entrada principal del hotel Piazza-Triomphe, y una cincuentena de turistas, armados de prismáticos y máquinas de fotografiar, se dispersaron por la acera.

—¿Dónde van ustedes? ¿Dónde van ustedes? —se interpuso el portero.

Nadie le prestó atención. Los turistas se precipitaron al interior del hotel.

A las siete y catorce, un coche de bomberos se situó ante la entrada de la calle Jean-Mermoz; otro se colocó al otro extremo de la manzana.

—Se ha incendiado una chimenea —explicaron los bomberos a los viandantes.

Entre tanto, uno de los turistas iba a acodarse en el mostrador de la recepción: eran las siete y quince.

Del bolsillo interior de su chaqueta sacó, no un billetero sino su pistola «MAB», modelo reglamentario en la policía.

—¡Manos arriba! —ordenó.

El cajero se puso a gritar:

—¡Es un atraco!

Y disparó un timbre de alarma, antes de que nadie tuviera tiempo de impedírselo.

Dos turistas salieron de nuevo a buscar al portero y le hicieron entrar esposado. Por todas partes tintineaban las esposas.

Mientras algunos inspectores se precipitaban por las escaleras o subían en los ascensores, otros se quedaron en la planta baja para registrar a las personas ya detenidas: no encontraron armas ni documentos comprometedores.

También a la misma hora, el chófer del camión puso la mano sobre el hombro del gerente a quien acababa de insultar y, con gran cortesía, le dijo:

—Ya hemos hablado bastante. No se resista, señor: está usted detenido para una comprobación de identidad.

Y, con una sola mano, le empujó hacia el camión. Allí, otras manos le atraparon y le subieron al interior. Una suerte semejante esperaba al conserje. Después, varios hombres armados saltaron del camión y se situaron en distintos lugares del patio.

En el mismo momento, la escalera de los bomberos fue desplegada y colocada contra una terraza del hotel. Varios bomberos empezaron a subir por ella. Bajo sus capas impermeables, podían descubrirse trajes de paisano y, en lugar de hachas, llevaban armas de fuego: eran policías disfrazados.

En doce minutos, todo el hotel fue acordonado, todos los ocupantes inmovilizados, todas la habitaciones registradas. En la calle se agrupaba la gente. Unos reporteros del Fígaro, cuya redacción estaba allí cerca, fotografiaban a los bomberos. Los mirones pedían noticias de la chimenea incendiada. El comisario principal Didier estaba pendiente del teléfono, en la comisaria del distrito VIII.

—¿Qué ocurre? ¿Qué ocurre? —rugía.

—Todo parece estar en regla, señor comisario. No hemos encontrado nada sospechoso.

Furibundo, el comisario se precipitó a la calle para dirigirse personalmente al hotel.