CAPÍTULO VIII

Se produjo un instante de estupor.

El comisario Didier alzó los brazos al cielo, desesperado.

—¡Siempre he pensado que los militares no son personas serias! —exclamó—. Uno trepana, otro se divierte con charadas, y entre tanto, ¡qué explote la tierra, si quiere!

Montferrand miró a Langelot con asombro.

—Ha empleado mucho tiempo —dijo secamente—. Sin embargo, está más claro que el agua: dépéche-ange-lé. O sea, mermelada de melocotón.

Langelot se puso en pie:

—No lo creo así, mi capitán. Choupette sabía perfectamente lo que había comido su padre de postre; ¿para qué iba a hacérselo adivinar el profesor? Él le dijo en su mensaje: «Si tienes prisa por volver a verme, puedes tratar de resolver la charada siguiente». Esto significa que la charada puede ayudarnos a encontrarle.

—¿Cómo van a poder los melocotones…? —interrumpió Didier.

—No se trata de mermelada de melocotones, señor comisario —replicó Langelot—. Por lo menos, yo no lo creo. Vean cuál es mi solución: la primera palabra en una forma de un verbo que significa «enviar». El verbo en cuestión podría ser «póster», o sea echar al correo. La segunda, no carece de relación con la ópera. Podría ser Met, el Metropolitan Opera House, de Nueva York. La tercera es un espacio: ¿por qué no un espacio de tiempo? Una heure, una hora. El todo es el postre que se ha «tragado».

—Bien, y de todo eso ¿qué resulta? —preguntó Didier con irritación.

—Resulta «Poster-Met-Heure»: poste émetteur[10] —dijo suavemente Montferrand.

—¿Eso comió de postre mi padre? —se asombró Choupette.

El comisario Didier se dio una palmada en la frente.

—¡Un emisor en miniatura que el profesor debió de tragarse antes de dejarse secuestrar! —gritó—. Señorita Roche-Verger, ¿sabe usted si su padre disponía de un emisor en miniatura?

—No creo —dijo Choupette—. Sé que guardaba en un bote viejo de polvos de pica pica, una especie de píldora. Decía que hacia bip-bip si se ponía en marcha… Pero no era más grande que una aceituna.

—¡Es eso, es eso! —gritó Didier—. Oyó llegar a sus raptores y, con su detestable costumbre de hacer jugarretas a la policía, se tragó su emisor, llamó a la prensa y puso la charada a su hija. Luego se dejó secuestrar sin oponer resistencia. ¡Ah, qué astuto!

—Pero no era un emisor, era una píldora —protestó Choupette.

—Existen emisoras tan pequeñas que se pueden tragar sin dificultad —le explicó Langelot—. No emiten ni en fonía ni en grafía, pero, durante un cierto lapso de tiempo, emiten una señal, un bip-bip-bip, que se puede recibir en receptores de frecuencia modulada y, a veces, aparatos de radio normales de amplitud de frecuencia.

El comisario se había precipitado al teléfono. Llamaba a la estación de escucha de la policía.

—¡Aquí, Didier! —rugió—. ¿Han registrado una nueva señal, un bip-bip, en las ondas?… ¡Diga! ¿Sí o no?

—Un segundo, jefe. Me informo… Sí… Un bip-bip dentro de la región parisiense.

—¿Desde cuándo?

—Desde las diez de la noche de ayer.

Didier dejó caer el teléfono y resopló como una foca.

—¡Ya le tenemos! —declaró.

Un coche de la policía, precedido por motoristas que hacían sonar sus sirenas, salió del Val-de-Gráce y llegó en un tiempo récord al Quai des Orfévres. No era cuestión, ni para el S.N.I.F. ni para la D.S.T. de montar solos una operación de aquella envergadura.

El capitán Montferrand, el comisario Didier, el subteniente Langelot y varios oficiales de policía se instalaron en una enorme sala, equipada con una batería de teléfonos, varios emisores de radio, aparatos de televisión y un gigantesco plano electrónico de París.

Entre tanto, el teniente Charles iba a reunirse con sus camaradas en la sede del S.N.I.F., donde permanecían en estado de alerta.

Choupette, presentada por Montferrand como una auxiliar del S.N.I.F. y secretaria de Langelot, se encogía en un rincón de la sala.

—¿Qué son esas lucecitas que se encienden en el mapa? —cuchicheó al oído de Langelot.

—Representan tres coches radiogoniométricos —explicó Langelot en el mismo tono.

—¿Y qué hacen?

—Sus antenas direccionales fijan la dirección de donde viene el bip-bip que emite la emisora en miniatura, desde el estómago de tu padre.

—¡Vaya! ¿Y después?

—Después localizan el punto donde se cruzan las direcciones captadas por cada coche, ya que de allí procederá la emisión. ¡Mira!

Los tres coches con radiogeniómetros habían salido de la Prefectura de policía y se dirigían hacia la orilla derecha del Sena. Uno siguió por la calle Rívoli, el otro subió por el paseo de Sebastopol. El tercero se detuvo ante el Chátelet. Después, cuando el segundo hubo alcanzado los grandes bulevares, arrancó de nuevo y se dirigió a los bulevares exteriores. La circulación y los semáforos rojos los detenían a cada momento.

—¡Más aprisa, más aprisa! —se impacientaba Choupette—. ¿Por qué no hacen sonar las sirenas?

—Para no dar la alarma al enemigo —explicó Langelot—. Son unas camionetas con el aspecto más inocente del mundo. Nadie adivinará lo que están haciendo.

Al llegar a la plaza de la Concordia, la camioneta número 1 prosiguió su camino hacia el oeste y subió por los Campos Eliseos. La número 2 se detuvo en la plaza des Ternes, luego se puso a dar vueltas por los alrededores del famoso Faubourg Saint-Honoré. La número 3, descendió de nuevo hacia el sur. La número 1 dio la vuelta al Arco de Triunfo y regresó hacia el este. Se detuvo junto a la boca del metro en George V. La camioneta número 3 descendió hasta el Rond-Point y se detuvo a su vez. La número 2 tomó posiciones ante la iglesia de Saint-Philippe-du-Roule. Y ya no se vio ningún otro movimiento en el mapa electrónico.

—Ya está —murmuró Montferrand.

Didier se impacientaba.

—¿Qué? ¿Qué pasa? —resoplaba.

Un oficial de policía hacia las operaciones trigonométricas, según las indicaciones recibidas de los coches.

—El hotel Piazza-Triomphe —anunció.

El secretario de Estado, presidente del comité anti-T, había entrado hacia unos momentos. Se volvió hacia el oficial de policía que representaba las Informaciones generales.

—¿Qué sabe usted del hotel Piazza-Triomphe?

—Un instante, señor ministro.

El oficial de policía descolgó el teléfono.

—Los coches han vuelto a ponerse en marcha —cuchicheó Choupette.

—Han terminado su trabajo y vuelven al garaje —explicó Langelot.

El representante de las Informaciones generales colgó de nuevo:

—El hotel Piazza-Triomphe fue abierto hace cinco años —dijo—. Es un establecimiento de primera categoría. Pertenece a una sociedad anónima. Nunca se ha dicho nada contra su personal o su clientela.

—Lo que, de por si, ya es sospechoso —comentó Didier.

—¿Qué tipo de huéspedes tienen? —preguntó el secretario de Estado.

—Muchos extranjeros, señor ministro. No se trata de gente conocida.

—¿Podría ser que buena parte de ellos fueran clientes fingidos y los demás sean miembros de la organización?

—Podría ser.

El secretario de Estado vaciló un momento. Se volvió hacia Montferrand.

—¿Cuál es su opinión, capitán?

—Jugar todas las cartas, señor ministro.

—¿Y su opinión, comisario Didier?

—Estoy de acuerdo con el capitán.

—Señores, son las dieciocho y dos minutos. Es preciso que a las veinte el cuartel general de la base enemiga esté en nuestras manos. Naturalmente, operaremos con la máxima discreción. No queremos que haya pánico. Sobre todo, en semejante barrio.

—¡Y nosotros que registrábamos Pigalle y la Goutte d’Or! —murmuró Didier.