CAPÍTULO VII

En aquella ocasión, la prudencia de Langelot resultó innecesaria. Eran tres agentes del S.N.I.F. los que saltaron del aparato y corrieron hacia los restos calcinados del «Renault».

Langelot llamó a sus camaradas y todos se reunieron en la habitación del herido. Al mismo tiempo, llegó el médico, quien vendó la cabeza a Riri.

—Hay que llevarle en seguida al hospital —declaró.

—Eso es lo que vamos a hacer, doctor —contestó el teniente Charles.

Riri fue colocado en la camilla del helicóptero; Choupette, Langelot y los otros agentes treparon al aparato y, muy pronto, el buen doctor se quedó sólo en el terraplén refunfuñando:

—¡Qué época! ¡Hay que ver! ¡Una casa tan burguesa, tal como es debido! Casi un castillo. Una familia conocida en toda la región desde varias generaciones atrás. Y, de pronto, se tirotean, incendian automóviles, utilizan helicópteros… No deberían permitirse esas cosas…

Entre tanto, el aparato, conseguido no sin dificultad por Montferrand, volaba hacia París.

—Eres un buscalios, Langelot —declaró Charles—. Hubieras debido herir más ligeramente a este señor, para que hubiésemos podido interrogarle.

—Pero, señor Charles —protestó Choupette—, Langelot ha disparado para defenderme.

—Si, guapina —replicó el teniente—, Langelot ha hecho muy bien en salvarte la vida. Pero si, al mismo tiempo, hubiera podido procurarnos la dirección de la base en París, hubiera sido aún mejor.

Hacia las tres y media de la tarde, se produjo un claro en el cielo, y París apareció, gris y rosa, bajo un pálido sol.

—¡Tejados, tejados, millones de tejados! —gritó Choupette pegando la nariz contra el cristal—. ¡Y pensar que papá está bajo uno de ellos y no sabemos de cuál!

La punta de la torre Eiffel desaparecía entre las nubes. Las torres de Notre-Dame parecían servir de pilares al cielo atormentado que las aplastaba.

El helicóptero se dirigió en picado hacia el hospital del Val-de-Gráce y, desdeñando un veintena de órdenes, reglamentos y disposiciones en vigor, fue a posarse en el patio interior. Unos camilleros, avisados por radio, se precipitaron hacia el aparato. Riri fue colocado en una camilla y llevado hacia el quirófano. El capitán Montferrand, el comisario Didier y un coronel médico, con aspecto de padre de familia, esperaban ya en un despacho contiguo.

—Mi coronel —dijo Montferrand al médico—, tal como le explicaba antes, es muy importante que pueda usted decirnos rápidamente en qué estado se halla el herido. De hecho, tendríamos que poder interrogarle en seguida. Numerosas vidas humanas dependen, sin lugar a dudas, de ciertas informaciones que él puede darnos. Dentro de unas horas será demasiado tarde para actuar.

—Señor —dijo el coronel médico—, no tiene que enseñarme mi profesión.

Desapareció en el quirófano, seguido de su estado mayor de enfermeras, anestesista y practicantes.

En el pequeño despacho empezó la espera.

Montferrand se había sentado en un sillón y fumaba en pipa. De vez en cuando, señal de intenso nerviosismo en él, se pasaba una mano por el cabello cortado a cepillo. Didier paseaba de un lado a otro, resoplando muy fuerte y, si encontraba algún mueble en su camino, le daba una patada. El teniente Charles se había encaramado en el escritorio. Sus camaradas hablan regresado a la sede del S.N.I.F. Choupette se levantaba, volvía a sentarse, se retorcía los dedos. Langelot, en un rincón, garabateaba algo en un cuadernillo.

Entró un enfermo:

—El coronel me envía a decirles que todo va bien.

Didier consultó su reloj: eran las cuatro y veinticinco minutos de la tarde.

—¡Todo va bien, todo va bien! —refunfuñó.

El hombre tendido sobre la mesa de operaciones en la habitación contigua sabía dónde se hallaba el cuartel general de la base en París, del movimiento T.T. Si hablaba, aún sería tiempo de intervenir, de liberar al profesor Roche-Verger, de capturar al jefe de la base, de interrogarle para saber dónde se escondía el señor T y cuáles eran los planes de ofensiva de aquella noche. Si no hablaba…

Eran las cuatro y cincuenta y un minutos cuando la puerta de la habitación se abrió. El coronel médico entró, frotándose las manos. Tenía un aspecto triunfante, irradiaba alegría.

—¡Señores —anunció con voz sonora como un clarín—, hemos triunfado!

—¿Ha recuperado el conocimiento? —preguntó Didier.

—¿Ha contado su vida? —interrogó Charles.

—No, señores, pero se ha salvado. La pequeña trepanación que acabo de practicarle ha obtenido un brillante resultado.

Montferrand se puso en pie:

—No esperábamos menos de usted, mi coronel. Pero ¿podemos saber cuándo podrá ser interrogado el herido?

—¡Interrogado! ¡Oh, hacia mediados de la próxima semana, si la suerte no nos abandona!

Didier parecía ahogarse.

Montferrand aspiró una gran bocanada de aire.

Choupette, con una vocecita que daba lástima, murmuró:

—¿Y papá…?

El coronel médico, con su aire triunfante, giró sobre la punta de los pies y salió.

Montferrand y Didier intercambiaron una mirada. Los dos hombre no se tenían mucha simpatía y, con frecuencia, se comportaban como rivales o competidores, si no como adversarios. Pero, en aquella ocasión, sus intereses eran los mismos porque eran los de Francia y tal vez los del mundo. No es que creyeran ni por un instante que el señor T consiguiera imponer a la humanidad su régimen de Terror Total, pero sabían muy bien, tanto uno como el otro, que se aproximaban días de sabotajes, de alborotos, de guerras, quizá.

Didier hizo una mueca. Montferrand alzó una ceja.

De pronto habló Langelot:

—Creo —dijo— que he resuelto la charada del profesor Roche-Verger.