Choupette se lanzó entre las matas, a la derecha de la carretera. Langelot abrió su portezuela y se echó a rodar sobre el barro del camino.
Tres balas hicieron salpicar al agua de los charcos en torno a él. Un instante después estaba arrodillado detrás del «Renault», empuñando su pistola de calibre 22.
El tirador acababa de aparecer en una ventana del primer piso. Tenía en la mano un fusil «MAS 49».
En el mismo momento, un camión grande, que había permanecido oculto por la casa, apareció en el terraplén. ¿Cuántos hombres habría en su interior?
Langelot razonó con rapidez:
«¿Por qué han disparado contra mi? Mi coche no les impide pasar. Sin duda, se trata de agentes del T.T. que piensan que ya les está permitido todo. Estamos a 13…»
En el lugar donde estaba escondida Choupette, se movieron las matas.
El tirador de la ventana disparó en seguida su arma en aquella dirección. No se podía vacilar. Langelot hizo fuego, casi sin apuntar. Estaba solamente a unos cuarenta metros de su objetivo, pero se sentía seguro de su disparo. El hombre del fusil dejó caer el «MAS 49» y cayó hacia el interior, sin proferir ni un grito.
De acuerdo con las instrucciones del S.N.I.F., inmediatamente después de haber disparado, Langelot se desplazó hacia un lado. Arrastrándose bajo las zarzas situadas a la izquierda del camino, fue a situarse detrás de un árbol y esperó.
El camión se había detenido. Dos hombres saltaron de la cabina, armados con metralletas. Langelot hubiera podido derribarles, pero esperaba. Todos los hombres del S.N.I.F. tendían a economizar vidas humanas… y municiones.
Uno de los hombres disparó al tuntún, en dirección a donde había estado Langelot. Las hojas mojadas se agitaron un instante. Las balas se hundieron en el suelo empapado. Choupette no se movía.
Los dos hombres cambiaron algunas palabras que Langelot no pudo oír. Sin duda, se ponían de acuerdo sobre la conducta a seguir. ¿Debían combatir? ¿Debían ir a buscar a su camarada muerto o herido? ¿Debían huir de allí a toda prisa?
Langelot tenía ventaja. Estaba a cubierto, mientras que sus adversarios tenían que atravesar el terraplén si querían llegar hasta él.
Los dos hombres fueron a colocarse detrás del camión, de forma que Langelot no podía verles. Uno de ellos gritó:
—¡Eh, Riri! ¡Riri!
Podían haber corrido a socorrer a su compañero, pero, para hacerlo, les era preciso aventurarse a cruzar la terraza y a subir la escalinata: y allí ya no les protegía el camión, y Langelot podría disparar sobre ellos como si fueran conejos.
Una vez más, llamaron:
—¡Eh, Riri!
Pero Riri el Risueño no contestaba.
Transcurrieron unos segundos más. Luego, el camión se puso en marcha. Los dos hombres estaban de nuevo a bordo.
Langelot juzgó prudente cambiar de posición. Se arrastró lentamente, teniendo buen cuidado de no mover las ramas.
Al llegar a la altura del «Renault», el camión se detuvo. El tirador de la metralleta regó con una ráfaga de balas el lugar en que se había escondido Choupette. También el árbol tras el que había estado escondido Langelot recibió todo un cargador. Luego se hizo el silencio. A continuación, vaciaron otro cargador sobre el automóvil de Langelot. Cuando se inflamó el depósito de gasolina, cesaron los disparos, y el camión prosiguió su camino.
Langelot hubiera podido tomar represalias, incendiando, a su vez, el depósito del camión. Pero la superioridad del enemigo en cuanto a armamento y a efectivos era tal que prefirió mantenerse quieto.
Cuando el camión hubo desaparecido tras una curva del camino, Langelot salió de su escondite, y corrió hacia el de Choupette.
—¡Choupette! —llamó a media voz—, ¿estás herida?
La muchacha se había enterrado bajo un montón de hojas semipodridas, algo más lejos. Salió de allí chorreando agua y barro, pero sana y salva. Le castañeteaban los dientes. Durante unos instantes, Langelot no pudo comprender lo que decía; por fin, creyó entender:
—Es… la segunda vez… en mi vida… que disparan contra mi.
Aludía a su bautismo de fuego, unos meses antes[9].
—¿Si? Pues ya son dos veces más de lo debido —dijo Langelot—. Ven, vamos a ver cómo está el llamado Riri.
En aquel momento, Choupette divisó unas llamas que se alzaban por encima de los árboles.
—¿Qué es eso? —preguntó aterrada.
—Es mi pobre «Renault», que está ardiendo —contestó Langelot—. Nunca debí tener un coche así. Los subtenientes están hechos para ir en un «dos caballos».
—¿Tendrás problemas con el S.N.I.F.?
—No lo creo. Son más bien generosos con el material. Claro que tampoco les gustará… Dime, ¿hay teléfono en la casa?
—Si; espero que no esté desconectado.
Con precaución, los dos jóvenes atravesaron el terraplén que rodeaba el edificio, avanzaron por la terraza, y subieron la escalinata. La llave estaba en la puerta.
Langelot entró el primero y registró la planta baja.
—No hay luz eléctrica —dijo.
—Papá ha debido de olvidarse de pagar la factura —explicó Choupette.
Una tras otra, recorrieron las grandes habitaciones en las que se veían muebles antiguos, en mal estado, y con aspecto de no haber sido cambiados de sitio durante decenas de años.
El llavero linterna de Langelot iluminó tres salones, un comedor, una biblioteca, una cocina, una antecocina. Había polvo por todas partes y no pudieron hallar el menor rastro de pasos.
Langelot subió el primer piso; la escalera era de piedra y la barandilla de hierro forjado.
En el primer piso, el joven oficial redobló su prudencia. Dormitorios con camas de baldaquín y vetustos cuartos de baño abrían sus puertas al descansillo.
Langelot los exploró palmo a palmo, mueble a mueble. El hombre del «MAS 49» podía estar oculto, emboscado tras una cómoda ventruda, tras un armario normando, en una bañera de cobre…
Aplicando sistemáticamente cuanto le habían enseñado sobre el combate en interiores, Langelot se aseguró con minuciosidad de que el enemigo no le esperaba en algún rincón. Por fin, llegó a la habitación en la que parecía haber estado Riri cuando abrió fuego contra ellos.
Langelot dio una patada a la puerta y se echó hacia atrás, dispuesto a responder, si le recibían a tiros. Pero había subestimado sus propias cualidades de tirador: Riri yacía en el suelo, al pie de la ventana, inconsciente y con una herida en la cabeza que le sangraba abundantemente.
—¡Puedes venir, Choupette! —llamó el agente secreto—. Se ha terminado el jugar a secretarias: ahora necesito una enfermera.
Acostaron al herido en una posición más cómoda, pero no le prodigaron más cuidados: la hemorragia parecía detenerse y Langelot temía provocarla de nuevo. Hicieron dos llamadas telefónicas: una a la gendarmería, con encargo de avisar al S.N.I.F. y otra al médico del pueblo, quien prometió acudir con toda urgencia.
—Ahora —dijo Langelot—, veamos el granero.
—No puedes imaginar qué efecto tan raro me produce correr este tipo de aventuras en una casa en la que he estado de niña —le confió Choupette.
Subieron por una estrecha escalera, en la que Choupette había jugado más de una vez a piratas, con los niños del vecindario.
En la parte alta de la escalera había dos puertas: una a la derecha y la otra a la izquierda. La primera correspondía al laboratorio de Tomás Thorvier. Langelot la empujó.
Esperaba lo que vio y, sin embargo, se sintió decepcionado. Contra toda razón, tenía la esperanza encontrar alguna pista en el granero. Pero la inmensa habitación estaba completamente vacía. No había en ella más que un fregadero y una larga mesa de madera. Todo lo que había servido para las investigaciones del señor T había desaparecido, recogido por los miembros de su red y cargado en el camión, cuya marcha no había podido impedir Langelot.
—Nada —murmuró Choupette.
Recorrieron el granero de una punta a otra, iluminándose con la linternita del llavero y esperando descubrir un trozo de papel escrito entre dos listones del suelo, un libro abandonado en un rincón…
—¿En qué época trabajaba aquí el señor T? —preguntó Langelot.
—Hace más de quince años —contestó Choupette.
—En ese caso, no tenemos nada que lamentar. No hubiéramos encontrado nada importante, aunque el T.T. no se lo hubiera llevado todo.
—¿Quién sabe? Si se han tomado la molestia de venir a buscar el material…
—Creo —dijo Langelot— que lo han hecho sin una razón precisa. Desde el día en que se convirtió en el señor T, Tomas Thorvier quiso empezar una nueva vida. Así pues, convenía destruir toda huella de su pasado. Simplemente, se había olvidado de este lugar, porque no pasó aquí más que seis meses. No hay ningún misterio en esto. Bueno, salgamos —concluyó a la tercera tela de araña que se colgó de su nariz.
Salieron de nuevo al rellano:
—Ven al de papá —propuso Choupette.
Entraron en el otro granero. En él reinaba un orden perfecto. Algunos armarios de cristal contenían matraces, probetas, botes etiquetados. Otros estaban llenos de libros. Un rudimentario alambique para destilar, aparentemente en buen estado, estaba instalado sobre una superficie de trabajo de cerámica. En un extremo, se veía un escritorio de ministro.
Distraídamente, Langelot abrió los cajones; estaban vacíos.
Sobre un armario, vio un globo terráqueo que le intrigó. Una banda de papel circular estaba colocada en torno al Ecuador. Langelot se subió a una silla, cogió la esfera y examinó la banda: era un circulo cuyo radio era igual al del globo y que se podía desplazar a voluntad para hacerlo coincidir con el Ecuador o los meridianos.
—¿Para qué le servía esta banda a tu padre? —preguntó Langelot.
—No tengo idea —contestó Choupette.
En aquel momento se dejó oír un zumbido ensordecedor. Langelot corrió a la ventana y vio que un helicóptero se posaba en el descampado, delante de la casa. ¿Sería el del T.T.? ¿O bien se trataba de los refuerzos prometidos por Montferrand?
—¡Retrocede! —ordenó el joven a su compañera.
Y, a su vez, se colocó de forma que podía observar a los ocupantes del helicóptero sin ser vistos por ellos.