Eran las once de la mañana cuando Philippe Axe entró en la habitación estrecha, pero confortable, como si fuera un camarote de primera clase a bordo de un barco, en la que el profesor Roche-Verger había pasado la noche.
—Buenos días, señor profesor —dijo con su voz cortante.
—Buenos días, amigo mío, buenos días —contestó el sabio, amistosamente.
Estaba sentado ante una mesa y hacia cálculos en un cuadernillo.
—Me llamo Philippe Axe y soy el jefe de la base en París de la red T.T. —continuó el otro—. No me pareció oportuno presentarme anoche: era un poco tarde y, además, mi ayudante, Riri el Risueño, cumplió perfectamente su misión.
—Se las arregló un poco mejor que la primera vez —reconoció el profesor.
—Espero que no le haya faltado nada.
—Nada, amigo mío. Aprecio su hospitalidad en lo que vale. Sólo tengo una cosa que reprocharle a su amigo: es posible que le guste reír, pero no sabe adivinanzas.
Si Philippe Axe sintió algo de irritación, no lo dejó ver.
—Señor profesor —dijo—, es precisamente a propósito de adivinanzas a lo que vengo a verle. ¿Qué significa la charada que le ha puesto a su hija?
El sabio frunció el ceño, y mirando el reloj:
—¿Ya se han enterado de eso? —se asombró.
—Si; y también de todas las indiscreciones que ha cometido usted. Pero eso se lo explicará al señor T, que tenía mucho más interés en que su identidad siguiera siendo un misterio.
—Lo comprendo. Querría crear el mito del señor T. Pero un mito con un antiguo alumno del Politécnico como héroe, no resulta serio. ¿No opina lo mismo?
—La cuestión no es ésa, señor. Me he permitido preguntarle qué significa la charada.
Roche-Verger entrecerró los ojos:
—Vamos, vamos —dijo—, no van a hacerme creer que pretenden gobernar el mundo y son incapaces de encontrar la solución de una charada. Pregunte a su amigo Riri: estoy seguro de que ya la ha descubierto.
—Permítame que insista, señor profesor, y que le advierta que dispongo de sistemas muy desagradables para hacer hablar a la gente.
—¿Cree quizá que me da miedo? —se asombró el profesor, cuya expresión volvía a ser beatífica—. Al risueño Riri no le ha salido muy bien el intento.
—No —reconoció Philippe Axe—. Pero Riri pretendía matarle. Y es evidente que eso no puede ser. Su inteligencia será demasiado preciosa para el régimen científico que vamos a instaurar. En cambio, existen tratamientos perfectamente eficaces que no pondrán en peligro ni su vida ni su cerebro, pero que no podrá soportar mucho tiempo sin someterse.
—Bien, en ese caso —dijo Roche-Verger, con buen humor—, no veo para qué voy a exponerme. Mi charada es, evidentemente, muy sencilla, y es usted un tonto si no ha encontrado la solución.
»Mi primera palabra es una forma del verbo “dépécher”, que significa también “enviar”: es decir se trata de dépéche. La segunda, está sacada de la ópera Fausto, en la que, durante media hora, se canta “Ange pur, ange radieux” (ángel puro, ángel radiante): es ange. La tercera, es el espacio que se extiende entre las dos orillas de un tejido que, como todos los aficionados a los crucigramas le dirán, se llama un lé. Y eso es todo.
—No lo comprendo —dijo Axe, esforzándose por no perder la paciencia.
—Me decepciona usted. Cuando vea al camarada Thorvier, le diré que su jefe de base carece por completo de habilidad para los juegos de palabras.
—Dépéche, ange, lé. Eso no significa nada.
—Claro que sí, mi querido señor, claro que si. Significa des piches en gelée. Cualquier estudiante de francés sabía que significa «unos melocotones en mermelada».
El rostro alargado de Philippe Axe no expresó nada.
—¿Qué relación existe entre des péches en gelée y el lugar en que se encuentra usted?
—Ninguna.
—Entonces, ¿qué significa la frase: «Si tienes prisa por volver a verme, puedes tratar de resolver la charada siguiente»?
El profesor suspiró profundamente:
—Significa esto: «Si te aburres sin mi, puedes, por lo menos, ocuparte tratando de resolver esta charada». Mi hija es muy buena resolviendo charadas, señor. Cuento con convertirla en un jefe de base más brillante que usted.
Philippe Axe giró sobre sus talones y salió. El profesor siguió con sus cálculos. Aún no habían transcurrido dos minutos cuando la puerta se abrió de nuevo: Riri el Risueño entró en la celda.
—Salud, profesor.
—Buenos días, señor.
—¿Cómo está desde ayer por la mañana?
—Por el estilo, gracias.
—Vamos, profesor, no diga eso. Usted contaba con escapar de la red T.T., ¿no es cierto? Y, sin embargo, aquí está, confortablemente instalado entre nosotros.
Roche-Verger abandonó sus cálculos, se volvió hacia Riri, le miró durante un largo rato y, por fin, pronunció con un tono muy cortés:
—Imbécil.
Riri no se enfadó.
—Explíquese —preguntó simplemente.
—De acuerdo. Como usted ya sabe, conseguí dar un mensaje bastante largo por teléfono, mientras usted, con lo torpón que es, trataba de forzar la cerradura de mi casa. ¿No cree usted, mi querido señor Riri, que si no hubiera querido ser secuestrado, hubiese llamado a la policía y que ésta hubiera llegado a tiempo para encerrarles y protegerme?
—Entonces, ¿deseaba que le secuestráramos? —preguntó Riri, estupefacto.
—Eso parece.
—¿Y por qué razón?
—No tiene usted más que elegir. Puede ser que yo confíe en la buena estrella del señor T… Puede ser que haya decidido hacer un jugarreta a la policía… Puede ser… Pero considero que ya hemos hablado bastante.
—Profesor —dijo Riri, cambiando de conversación—, ¿puede darme la dirección de su casa de campo?
—Con mucho gusto. Incluso puedo escribírsela en un trozo de papel, para que no se le olvide.
Roche-Verger escribió la dirección en una hoja de papel de su cuadernillo y la entregó a su perplejo secuestrador.
—¿Y la llave? —preguntó Riri.
—Está bajo el felpudo, o bajo el escalón superior de la escalera. ¿Es eso todo lo que necesita?
—Todo, señor profesor. Y muchas gracias.
—Un instante; hágame un, favor. Contésteme a esto:
»Tengo ocho patos metidos en un cajón.
¿Cuántos picos y patas son?
Riri se rascó la cabeza.
—Pues son… ¡ésta si que es fácil! Son ocho picos y…, dos por ocho son dieciséis…, y dieciséis patas.
Roche-Verger le miró con indulgencia.
—No, no —dijo—. Son cuatro patas y dos picos —le miró con malicia—. ¿No lo ve, amiguito? Fíjese ahora: Tengo ocho patos; metí dos en un cajón… ¿Cómo es posible equivocarse con algo tan sencillo?
Riri se encogió de hombros, y salió furioso.