—Quisiera hablar con la señorita Roche-Verger —dijo una voz femenina.
—Yo misma —contestó Choupette.
—¿La señorita Hedwige Roche-Verger? ¿La hija del profesor?
—Sí.
—No se retire. El señor Claudius Jacob desea hablar con usted.
¡Claudius Jacob! ¡Uno de los directores del principal periódico vespertino francés! ¿Qué podía querer de la pequeña Choupette? Si era para interrogarle sobre la desaparición de su padre, le hubiese enviado a un periodista…
Entonces, se oyó una voz de hombre, ligeramente afectada:
—¿La señorita Roche-Verger?
—Si, señor.
—Estoy encantado de hablar con usted, señorita. Quizá mi nombre no le sea desconocido: soy Claudius Jacob.
—Si, señor; ya sé quién es usted.
—Escuche, tengo un mensaje para usted. Vea de qué se trata: anoche, hacia las diez, su padre llamó al periódico y pidió que se grabara un «cassette» un texto que iba a dictar. Nos autorizó a publicar dicho texto, que por cierto es bastante extraño, aunque siempre estamos contentos de tener una declaración del ilustre profesor Propergol. Nos pidió también que se lo hiciéramos llegar a usted lo antes posible, pero que no lo comunicáramos directamente a la policía.
»Sabemos los sentimientos de su padre hacia toda clase de policías, de forma que no hemos querido desobedecerle. Hemos llamado a su casa varias veces, durante la noche y por la mañana; pero la persona que contestaba se anunciaba como “inspector Tal”. Así que colgábamos.
»Estamos encantados de haber conseguido encontrarla, por fin. Piense que el texto de su padre nos ha parecido tan curioso que nos hemos puesto en contacto con el ministerio de Información, antes de pasarlo a máquinas. Se nos ha autorizado, así que lo publicaremos en nuestra edición del mediodía. Pero hemos pensado que sería agradable para usted oírlo directamente, en la voz de su padre.
—Gracias, señor —balbuceó Choupette—. ¿Cuándo podré…?
—Se lo pasamos ahora mismo. Hasta otra, señorita. Encantado de haberla conocido.
Se produjo un clic y luego un silencio. Después un nuevo clic y la voz del profesor Roche-Verger, que decía:
—¡Hola, Choupette!, tengo bastante prisa. Oigo que alguien está forzando la cerradura y temo que interrumpa nuestra conversación.
»Escucha, voy a ir a pasar unas vacaciones con uno de mis antiguos amigos. Es una curiosa coincidencia: le reconocí anoche, en la televisión. Utiliza un seudónimo, pero su verdadero nombre es Tomás Thorvier. Estudiamos juntos en el Politécnico, cuando los buenos tiempos.
»Es un tipo curioso el amigo Thorvier: tenía un sentido del humor formidable, pero un poco macabro. Era muy bueno en los juegos de palabras.
»Había salido “mayor” de promoción. Además estaba tan dotado para las matemáticas como para la química. Trabajamos juntos bastante tiempo. En cierta época, vino a pasar seis meses a mi casa. Dividimos el granero en dos partes, él hacia sus experimentos a la derecha y yo a la izquierda. Aun están allí nuestros dos laboratorios. Él hacia estudios sobre los propergoles, igual que yo, pero se interesaba también por la electrónica.
»Acabamos por pelearnos: el amigo Thorvier era mal jugador. Si se le ponía una adivinanza y no conseguía adivinarla, se enfadaba.
»Más adelante, se fue de viaje. Pasó varios años en Australia. Luego regresó y recibió un cargo en el Centro francés de misiles, en Reggane. Poco después, voló la mayor parte de las instalaciones, y Thorvier, cuyo cuerpo no se encontró, fue dado por muerto. Pero, por lo visto, perdió una pierna y el uso de la otra, además.
»Ahora, hace televisión. ¿Por qué no, después de todo? Si me ofrecieran el puesto de Alice Despoir, tal vez lo aceptara.
»Veo que mi visitante se enerva y que la puerta va a ceder de un momento a otro.
»No te inquietes por mi, pequeña. Estoy seguro de que el amigo Thorvier tendrá toda clase de atenciones conmigo. Ahora, si tienes prisa por volver a verme, puedes tratar de resolver la siguiente charada:
»Lo primero es una forma de verbo que significa “enviar”; lo segundo no carece de cierta relación con la ópera; lo tercero es un espacio. Y el conjunto, o el todo, es el postre que acabo de tomar.
»Hasta pronto, hija mía. Espero que tu trabajo de “mates” haya ido bien.
Se hizo el silencio; después la voz de la secretaría del señor Jacob, preguntó:
—¿Ha recibido bien el mensaje de su padre, señorita?
—Sí, muchas gracias —dijo Choupette.
La muchacha se preguntaba qué significaba todo aquello. Había que avisar al S.N.I.F. lo antes posible. En aquel momento llamaron a la puerta. Choupette corrió a abrir. Era Langelot que llegaba antes de lo previsto.
—¡Langelot —gritó ella—, he recibido un mensaje de papá!
—¿De la base del T.T.?
—No; un mensaje que ha grabado desde aquí, antes de ser secuestrado, mientras forzaban la cerradura.
En breves palabras, le contó lo que acababa de saber.
Langelot lanzó un prolongado silbido.
—Para las charadas —dijo—, no soy muy bueno. Pero lo que está claro es que tu papá ha reconocido al señor T en la televisión y que ha tratado de darnos todos los datos que conocía sobre él. Voy a llamar al «capi». Es preciso que sepa todo esto antes de que salgan los periódicos.
Montferrand estaba en el S.N.I.F. Escuchó atentamente el informe de Langelot y, después, llamó a su secretaria y se hizo llevar la ficha de Tomás Thorvier.
—No es extraño que no hayamos pensado en él a pesar de su físico —comentó el capitán—: estaba fichado entre los muertos. Oiga, Langelot, aquí veo un dato interesante: a casi todas las personas que han conocido de cerca a Thorvier les ha ocurrido alguna desgracia, y la mayor parte de las casas en las que ha vivido, se han quemado. Es como si después de haber desaparecido él, hubiera tratado de hacer desaparecer todo rastro de su paso por la tierra. Así que pregunte a la señorita Roche-Verger dónde está la casa de la que habla el profesor.
—Es una propiedad de la familia —explicó Choupette—. Está en la región de Fécamp.
—Langelot, vaya inmediatamente a Fécamp —decidió Montferrand—. Voy a enviarles refuerzos por si, después de la aparición de los periódicos, interviene T.T. Pero me gustaría que llegara usted allí, antes de que la policía meta la nariz.
—¿Puedo conducir a exceso de velocidad, mi capitán?
—¿Cómo, si puede? Debe: es una orden. Otra cosa aún: ¿qué postre comió anoche el profesor?
—Melocotones en gelée —anunció Choupette.
—¿Melocotones en gelée?… O sea mermelada de melocotón. Muy bien, ya está anotado. Ahora, vuelen.
Volaron.
El tiempo de llenar el depósito de gasolina y el «Renault 16», zumbando, brincando, trepidando, ya devoraba la autopista del oeste.
Una lluvia fina caía sobre el campo, agrisaba el paisaje y convertía la carretera en una pista deslizante y peligrosa. Pero Langelot no dejó de exigir a su automóvil todas las proezas de que era capaz. No sabía muy bien lo que iba a buscar en el laboratorio de Tomás Thorvier, pero esperaba hallar indicaciones que permitieran situar al misterioso alumno del Politécnico. ¿No era acaso aquel laboratorio el único vestigio de una época en que el señor T era un hombre como los demás?
—Llevamos media hora de ventaja al T.T. —observó Choupette, mirando desfilar los álamos, los campanarios y los postes telegráficos.
—Una hora por lo menos —replicó Langelot—. ¿Cómo quieres que el T.T. sepa de qué casa se trata y qué camino hay que tomar para llegar hasta ella? De aquí a que el propio señor T o los ficheros de tu padre indiquen a esos señores dónde está la casa, habrán perdido treinta minutos, por lo menos. Mientras que yo, gracias a tu ayuda, iré derecho a la meta.
—¿Crees, entonces, que puedo serte útil?
—Chica, es muy posible que la suerte de todos dependa de tu sentido de la orientación. Dime, ¿has estado con frecuencia en esa propiedad?
—Algunas veces —dijo Choupette—. En todo caso, conozco perfectamente el camino. Ya lo verás: es una vieja barraca, en mal estado, pero llena de encanto.
Se oyó el zumbido de una sirena. Un motorista bloqueó el «Renault» contra el borde de la carretera.
—¡Vamos! —empezó, en tono acalorado—. ¿No sabe usted leer los números? La velocidad está limitada a 40 y va usted a 80.
—Lo siento, señor —dijo cortésmente Langelot—. Estoy de servicio.
Le enseñó su carnet del S.N.I.F. y el hombre saludó.
—No podía saberlo —se excusó.
—No tiene importancia —dijo Langelot—. ¡Le deseo buena caza!
Y arrancó a toda velocidad.
Curva, línea recta, recta, curva… El automóvil devoraba la carretera.
—¿En que piensas? —preguntó Langelot a Choupette, que permanecía silenciosa.
—Trato de encontrar la solución de la charada —contestó la joven—. Primero, una forma de un verbo que significa enviar; supongamos mandar. Segundo, no carece de relación con la ópera; pongamos soprano. Tercero, un espacio; digamos hectárea. Mandar-soprano-hectárea: no tiene ninguna relación con melocotones en gelée.
—Justo —reconoció Langelot—. Habrá que pensar en esto seriamente.
Pero no tuvo tiempo de pensar. Eran las trece horas y treinta minutos cuando Choupette dijo:
—Aquí, gira a la izquierda.
El automóvil se adentró en un camino de montaña. Traqueteando por culpa de los numerosos baches, avanzó a treinta kilómetros por hora entre dos setos tras los cuales se extendían campos de pastos, relucientes de lluvia. Algunas vacas frioleras pastaban en ellos.
—Amo esta casa —dijo de pronto Choupette—. Siempre venía aquí a pasar las vacaciones cuando era pequeña. Pero es triste venir sin papá.
—¡Eh, eh! —intervino Langelot—. Es inútil llorar, pequeña. Ya está todo bastante mojado sin tus lágrimas.
Después de una curva del camino, divisaron la vieja casa. Construida con piedra de cantera, se alzaba al borde del acantilado, colgando sobre el mar gris, que en el horizonte se confundía con la niebla. Un postigo chirriaba y golpeaba, movido por el viento. Algunos pájaros, sin preocuparse por la lluvia, revoloteaban en torno a una veleta torcida. Era evidente que la casa estaba deshabitada y, sin duda, desierta.
Langelot dirigió el «Renault» hacia el terraplén que rodeaba la casa.
—Bueno —dijo, no sin cierta vanidad—, al parecer, somos los primeros.
En aquel momento se oyó una detonación, y en el parabrisas apareció un agujero circular.
—¿Qué es esto? —se asombró Choupette.
—Una bala —contestó Langelot, con voz tensa, pero en la que se traslucía la alegría que se apoderaba de él en los momentos de peligro—. Calibre 7,5, si no me equivoco. Abre la portezuela, baja y corre a esconderte entre los matorrales.