Eran las nueve de la mañana cuando Choupette se despertó en el salón de la calle Fatin-Latour. Necesitó unos segundos para comprender dónde estaba. Luego recordó los acontecimientos de la noche anterior.
—¡Papá! —exclamó.
Pero estaba muy decidida a no dejarse llevar a nuevos accesos de debilidad.
Después de desayunar un buen tazón de café con leche, y de ayudar a la señora Montferrand a ordenar el salón, telefoneó a la agencia F.E.A.
—Lamento mucho ir con retraso —le dijo a su jefe, el señor Pichenet—. Paro un taxi, y voy en seguida. Si quiere, puede descontarme estas dos horas de mi sueldo.
—Señorita Roche-Verger —contestó, severo, Pichenet—, verdaderamente, no sé en qué piensa usted. A continuación cambió el tono de voz: Has hecho bien en dormir, Choupette. En realidad, no te necesitamos en la oficina porque es sábado y la agencia F.E.A. hace semana inglesa. Yo estoy aquí por puro trámite y pienso marcharme hacia las once. Aún no tenemos noticias de tu padre, pero la policía está registrando los barrios de peor fama, casa por casa y con diversos pretextos: siguen esperando encontrar la base enemiga. ¿Quieres que almorcemos juntos?
—Con mucho gusto —contestó Choupette—. ¿Puedes pasar a recogerme por Chátillon? Iré a casa esta mañana; me olvidé el bolso.
Los dos jóvenes quedaron en encontrarse a las doce.
Choupette se despidió de la señora Montferrand, prometiendo volver a dormir allí aquella noche, si su padre no había aparecido; después salió a la calle.
En el primer quiosco que encontró, compró un periódico de la mañana. El secuestro del profesor Roche-Verger no se mencionaba. Las consignas de discreción se aplicaban a rajatabla. Choupette pensó en la cólera del señor T, que trataba de hacerse publicidad y no lo conseguía.
«Tendría que dirigirse a la agencia F.E.A.», pensó.
Subió a pie por el paseo Exelmans. Los peatones con los que se cruzaba parecían completamente ignorantes del peligro que pesaba sobre ellos. Y, sin embargo, aquella misma noche iba a empezar la ofensiva del T.T.
Choupette llamó un taxi y se hizo llevar a Chátillon. Por el camino, volvió a abrir el periódico y encontró un articulo humorístico sobre las apariciones del señor T en la televisión.
«Las grandes revelaciones son para esta noche —ironizaba el periodista—. Por fin vamos a saber lo que la agencia F.E.A., nueva en el mercado, quiere obligarnos a comprar: cigarrillos, motocicletas o décimos de Lotería Nacional.
»Por otra parte, la idea de hacer emisiones de publicidad bruscamente interrumpidas, nos parece excelente. Las bromas más cortas son… las menos largas, como se dice.
»Aún se recuerda la emisión de ciencia-ficción, en el trascurso de la cual unos sabios anunciaron que la Luna se acercaba a la Tierra y que la colisión era inminente. Millares de oyentes se asustaron, creyendo que se trataba de una verdadera emisión científica. Aconsejamos a nuestros lectores que no caigan en la misma trampa y que no tomen al amenazador, aunque algo incoherente, señor T demasiado en serio. El régimen de promesas y amenazas al que nos somete es, sin duda, otro truco publicitario.
Choupette se sintió disgustada.
«No vale la pena tomarse tantas molestias para luchar contra el señor T si nadie sabe que es peligroso de verdad» —pensó.
Luego reflexionó que aquel era el destino, tanto más noble cuanto menos glorioso, de los agentes secretos: destruir en la sombra los peligros que el público debe ignorar.
Unos policías de paisano vigilaban el apartamento de Chátillon. Choupette se dio a conocer y la dejaron pasar.
Mil veces había entrado en el piso en ausencia de su padre, y nunca le había parecido tan grande y tan desierto.
Encontró su bolso sobre la mesa del comedor, donde lo había dejado la noche anterior, entre los restos de la cena que había tomado el profesor antes de ser secuestrado.
Había huesos de pollo en la compotera y huesos de melocotón en el vaso de vino.
Choupette sonrió y sintió ganas de llorar. A veces, las excentricidades y las distracciones de su padre la fastidiaban, sobre todo, cuando tenía que ir poniendo orden tras él. Pero ahora:
—¡Ah, qué a gusto ordenaré las cosas si me lo devuelven! —exclamó.
Se aventuró en el dormitorio del profesor, en el que reinaba el más fantástico desorden. Maquinillas de afeitar, tubos de ensayo, libros de colección, cajas de artículos de broma, maquetas de máquinas, reglas de cálculo, camisas a cuadros…, todo revuelto, como de costumbre.
Choupette parpadeó, y salió de la habitación.
«Si me quedo aquí, volveré a llorar. Iré abajo a esperar a Langelot», decidió.
Ya estaba en el descansillo de la escalera, cerrando la puerta con llave, cuando sonó el teléfono.
«Tal vez fuera mejor dejarlo sonar», se dijo.
Pero la curiosidad venció al fin. Volvió a abrir la puerta y corrió a descolgar el aparato.