CAPÍTULO VI

Cuando Riri el Risueño se presentó ante su jefe no las tenía todas consigo.

—¿Y bien? —preguntó suavemente Philippe Axe—. ¿Dónde está Papá-el-cohete?

Sus ojillos negros parecían traspasar a Riri y llegarle hasta la médula.

—Son…, son cosas que pasan, jefe —balbuceó Riri—. Hemos dado el golpe para nada.

—¿El golpe para nada? —repitió lentamente Axe—. Explíquese.

Pálido, tartamudeando, Riri, que en aquel momento no tenía nada de jovial, contó cómo le había enredado el profesor.

Cuando hubo terminado, Philippe Axe, que no apartaba los ojos de él, ordenó:

—Haga el favor de presentar el balance de la operación.

—Pues…: dos vehículos en manos del enemigo…, con los saludos del señor T en uno de ellos…

—Los saludos del señor T después de una misión que ha fracasado lamentablemente —comentó el jefe de la base con voz monótona.

—Los dos agentes del equipo de protección; los tres del equipo de recopilación; yo mismo…, utilizados inútilmente durante dos horas —prosiguió Riri, palideciendo más y más bajando los ojos.

—Continúe —ordenó secamente Axe.

—El enemigo prevenido de nuestras intenciones referentes a Papá-el-cohete…

—¿Qué más?

—El descrédito que ha caído sobre la red.

—¿Nada más?

—No veo nada más, jefe.

—¿Y no es bastante para usted? Si fuera usted el responsable de esta base, ¿a qué castigo se condenaría usted mismo?

—Un momento —dijo Riri, que sabía que la única pena admitida en las organizaciones T.T. era la muerte—. Tal vez el balance no sea tan negativo como pensamos. Por una parte, todos los equipos han regresado sanos y salvos a la base. Por otra parte, los vehículos abandonados en manos del enemigo habían sido especialmente preparados para esto: así pues, no contienen ningún indicio. Por fin, las investigaciones y vigilancias anteriores no se han perdido. Podemos utilizarlas para volver a empezar.

Durante largo rato, Philippe Axe guardó silencio. Pesaba el pro y el contra del asunto: ejecutando a Riri quedaría bien ante el señor T; por otra parte, perdería un agente que, hasta entonces, se había revelado activo e inteligente.

—Todo se pagará después del 13. Esta tarde participará usted en la misión. No-se-sabe-nunca. Esta noche tratará de compensar su error consiguiendo lo que ha dejado escapar esta mañana. Y yo presentaré un informe imparcial al señor T cuando nos hayamos adueñado del poder. Puede marcharse.

Riri salió del despacho. Las piernas le temblaban. Nunca, en toda su vida aventurera, había estado tan cerca de la muerte.

La misión No-se-sabe-nunca fue dirigida con habilidad por el jefe de la base.

La villa en la que el propio No-se-sabe-nunca esperaba su liberación había sido descubierta hacia tiempo como una de las que la D.S.T. utilizaba ocasionalmente. Había bastado con seguir de muy lejos el «DS» del comisario Didier la noche anterior para saber que el precioso empleado del metro parisiense había sido encerrado en la casa de Ville-d’Avray. Sólo faltaba dar el golpe CDM/P/178, preparado desde hacía mucho tiempo, en la época en que la base de París de la red T.T. organizaba anticipadamente la operación Crepúsculo.

A las dieciséis horas y quince minutos, el «404» de Philippe Axe se detuvo ante la verja de una propiedad contigua a la villa de la D.S.T. Seis meses antes, el T.T. había sacado un molde en cera de la cerradura y se había encargado una llave. Así pues, abrieron la verja en un abrir y cerrar de ojos.

El coche avanzó por una avenida y fue a situarse bajo un grupo de árboles, donde se detuvo de cara a la calle y con el motor en funcionamiento al «ralenti». El conductor, deslizándose entre las matas, se colocó de forma que podía observar a la vez la casa —un vetusto castillo habitado por tres señoritas ya mayores— y la verja de acceso a la propiedad. Por medio de un aparato portátil emisor-receptor, permanecía en contacto con su jefe.

Siguiendo un sendero previamente descubierto por medio de una fotografía aérea, Philippe Axe llegó junto al muro que separaba el parque de las viejas señoritas del de la D.S.T. Iba acompañado por cuatro hombres.

Lanzaron una escala de cuerda. El jefe y tres de sus subordinados franquearon el muro sin hallar obstáculos, mientras el cuarto hombre permanecía cerca de la escala, de vigilancia.

La gran casa amarilla se alzaba en medio de un espacio descubierto y era lógico suponer que un centinela montaba guardia en el tejado. Apartando los matorrales, Philippe Axe reconoció el terreno; después, por señas, dio unas órdenes a sus hombres.

Uno de ellos atravesó, corriendo y encogido, el espacio descubierto, saltando por encima de los geranios, para ir a situarse contra la pared exterior de la casa. No habiendo sido descubierto, se deslizó hasta un canalón a lo largo del cual corría un grueso cable. Sacó de su bolsillo unos alicates y cortó el cable. Ahora la villa quedaba aislada: su guarnición no podía pedir refuerzos por teléfono.

Un segundo individuo actuó a su vez. Atravesó el espacio descubierto, subió la escalinata y se pegó contra la puerta. En la mano tenía un largo punzón que hundió con fuerza en la mirilla de la puerta. La lente se hizo añicos. El hombre hizo un gesto.

Entonces, Philippe Axe salió de entre las zarzas que le servían de escondite y, rápido como un corredor profesional, se reunió con su compañero. Lanzó una mirada por la mirilla rota y, en el otro lado, descubrió un ojo.

Inmediatamente, aplicó contra la mirilla una especie de cerbatana por la que sopló con violencia, proyectando una nube de pimienta en polvo. Se oyó un alarido. Uno de los inspectores que formaban la pequeña guarnición de la casa se había echado hacia atrás, gritando de dolor, con una mano sobre el ojo.

Ya llegaba el cuarto agente del T.T.: Riri el Risueño era el más cargado: llevaba una sierra que funcionaba alimentada con batería. Necesitó exactamente trece segundos para cortar la cerradura de seguridad, mientras uno de sus amigos forzaba la otra.

Una patada, y la puerta de la villa se abrió ante los intrusos.

El inspector Mouette, tirado sobre una banqueta del vestíbulo, gemía aún de dolor, con el ojo herido.

Uno de los agentes del T.T. se apostó en el fondo del vestíbulo, con la metralleta montada.

Axe, seguido de los otros, se precipitó a la escalera, llegó al primer piso, pasó ante la puerta del armario de las escobas, sin fijarse en ella, y se precipitó al corredor al que daban las diferentes habitaciones.

Todas se abrían sin dificultad por el exterior. La tercera resultó ser la de No-se-sabe-nunca.

—¡Kauf! ¡Andando! —ordenó Axe.

Iba armado con una metralleta Sten y sus compañeros también empuñaban metralletas.

—¡Buenos días, señor Axe! Estoy encantado de volver a verle —contestó Kauf—. Llega con un poco de retraso sobre la hora que me había indicado.

—¡Vámonos! No perdamos el tiempo charlando, —ordenó el otro.

Pero Horace Kauf no tenía tanta prisa:

—Todo ha ido bien, tal como usted me había dicho —peroró—. Esos señores, que, primero, me habían dado sus verdaderos nombres, después trataron de hacerse pasar por policías ¡Ja, ja! Como si yo no supiera que la policía le mete a uno en chirona, en un cuchitril sin ventanas, con una tabla para dormir y pan y agua para comer. En toda mi vida, mi querido señor Axe, había tenido un colchón como éste. ¿Y sabe lo que me han servido para almorzar? ¡Pato con aceitunas, traído del restaurante!

—Bien, bien —dijo Axe.

E hizo incluso un gesto para arrastrar a Kauf a la fuerza, pero, ante la masa del tullido, se quedó vacilando.

—Además —prosiguió el «picabilletes»—, he hecho todo lo que usted me dijo. Llamé por teléfono, pregunté por Julot y les avisé a ustedes que me habían hecho grabar el programa en «cinemascope». ¡Ja, ja! Se creían muy listos, cuando me contaban que…

—Ya basta —le cortó Axe—. Apresúrese.

Kauf cogió su magnífica muleta metálica, con el cojín de cuero.

—De todas formas, ustedes los de la publicidad, son pintorescos —observó—. Es una idea extraña secuestrar así a la gente. En fin, en cuanto a mi, mientras me dé beneficios… Ya que afirman ustedes que tengo el físico adecuado…

—Sí, pero no lo tendrá mucho tiempo si sigue haciendo discursos —interrumpió Axe—. Vamos, vosotros; embarcadme el paquete.

—¡Eh! ¡Un momento! ¿Qué modales son ésos? —protestó Kauf—. Puesto que no son ustedes como esos hombres sin escrúpulos, podrían ser más corteses, ¿no?

—Quizá tengamos tiempo de ser corteses cuando estemos en la base —replicó Riri—. Muévete, gordo, o lo vas a sentir.

Riri y otro agente le agarraron por los codos y le arrastraron hacia la escalera.

Seguidos por sus compañeros, se precipitaron al jardín, sin preocuparse ya de tomar precauciones.

—¡Alto! ¡Alto! —gritó el centinela desde lo alto del tejado, armando su metralleta.

Le respondió una ráfaga de balas: el agente enemigo que había permanecido al pie de la escalera, cubría la retirada de sus camaradas.

Al llegar al pie del muro del jardín, Kauf observó:

—Eh, señores, yo no estoy equipado para hacer el trapecio volante.

Nadie le escuchaba. Riri le empujó sin miramientos.

—¡Mi muleta! —gritó Kauf.

Philippe Axe le deslizó un gancho bajo el cinturón El gancho se sujetaba en un grueso cable. El cable corría por una polea que había sido colocada en lo alto del muro por medio de varias escarpias, mientras tenía lugar el secuestro. Philippe y Riri franquearon el muro y tiraron del cable. Otros dos agentes empujaron a Kauf. El tercero, con la metralleta dirigida hacia la casa, protegía la operación.

Cuando Kauf, que gritaba como un cochinillo al que están degollando, llegó a buena altura, le empujaron para que su corpachón quedara en equilibrio sobre el muro. El chófer había corrido hasta el coche y regresaba con un colchón que tiró al pie del muro.

—¡Descuelguen! —ordenó Axe.

Uno de sus hombres desprendió el garfio que habían sujetado en el cinturón de Kauf.

—¡Empujen!

El enorme cuerpo rodó desde lo alto del muro y cayó sobre el colchón.

—¡Retirada general!

Medio sostenido, medio empujado, Kauf fue brutalmente puesto en pie y arrastrado hasta el «404», cuyo motor seguía runruneando.

La operación completa había durado cinco minutos escasos.

Philippe Axe miró a Riri a los ojos:

—Esto es un trabajo de profesional —dijo secamente.