Este fracaso de la red T.T. fue comunicado media hora más tarde a la agencia F.E.A. que, de nuevo, recibía constantes llamadas telefónicas.
Todo el mundo pedía explicaciones sobre la emisión de la víspera. La recepcionista, la señorita Roche-Verger y el señor Pichenet contestaban:
—La campaña publicitaria continúa. Estén atentos a la pantalla esta noche.
A las diez y media, Langelot entró en el despachito que habían asignado a Choupette.
—He querido venir a decírtelo en seguida —empezó—. Tu padre ha estado a punto de ser secuestrado por la red T.T. pero está sano y salvo. Su valor y su presencia de ánimo…
Choupette palideció, y se hubiera caído de la silla si Langelot no la hubiera sostenido entre sus brazos.
—¡Papá! —balbuceó la muchacha.
—¡Vamos, vamos, Choupette! ¡No es momento de que sufras un sincope! Ya te digo que tu padre está bien. Incluso ha puesto adivinanzas a su secuestrador, según creo.
La muchacha parpadeó:
—¿No me mientes, Langelot? ¿Es cierto que papá está libre?
—Claro que si, tontaina. Si fuera a contar mentiras a mi secretaria, ¿a quién iba a decirle la verdad? ¡Bueno! ¿No irás a perder el conocimiento otra vez? En esta ocasión te aplicaría el tratamiento S.N.I.F.: bofetadas terapéuticas hasta la completa recuperación del conocimiento por parte del accidentado.
Montferrand entró en la habitación.
—Su padre está al teléfono, señorita. Quiere hablar con usted.
Choupette se precipitó al aparato. La bien conocida voz resonó en su oído:
—¿Eres tú, Choupette? ¿Cómo estás, pequeña mía? Oye, ¿puedes decirle qué diferencia hay…?
Hedwige Roche-Verger interrumpió a su padre con violencia:
—¡No, no puedo, y me es completamente igual! ¡Ah, papá!, qué contenta estoy al ver que estás a salvo.
—Se puede decir que he tenido suerte. La T.T. ha trabajado en balde y la policía no parece ir mucho mejor. Dos pájaros de un tiro, hijita. Vamos, vamos, prepara tu trabajo de matemáticas.
Y el profesor colgó, olvidando en apariencia que el trabajo de matemáticas no preocupaba gran cosa a Hedwige, secretaria del señor Pichenet.
La mañana no aportó nada nuevo. La discreción de la policía permitió ocultar a la prensa la tentativa de secuestro de la que había sido victima el profesor Propergol. Los dos automóviles abandonados por la red T.T. fueron desmontados pieza a pieza, con la esperanza de que su examen aportara algún indicio que permitiera reunir datos sobre el señor T., sus hombres, su puesto de mando o el misterioso cuartel general de la base en París.
El capitán Montferrand se mostraba pensativo:
—El mismo fracaso del T.T. muestra una organización fuerte, decidida a actuar abiertamente… o casi —explicó a Langelot—. Si fueran menos fuertes, no se permitirían fracasar.
—¿Por qué tratan de secuestrar a papá? —preguntó Choupette—. ¿Será porque yo trabajo con ustedes?
—No lo creo —contestó Montferrand, encendiendo su pipa.
—¿Por qué, entonces? —preguntó Langelot.
—Me temo que sea por un motivo muy inquietante para nosotros. Esa gente cree de veras que la humanidad va a pertenecerles mañana, y quieren poner a buen recaudo los grandes cerebros. El comisario Didier es de mi misma opinión y ha ordenado custodiar a los principales físicos, médicos, químicos y matemáticos.
—¿Tiene bastante gente para proteger a todas las posibles victimas?
Montferrand sacudió la cabeza:
—Ya he pedido refuerzos al ejército —confesó.
Almorzaron a toda prisa en un restaurante de la Chaussée-d’Antin. La F.E.A. seguía asediada por personas inquietas, por curiosos y periodistas y a todos ellos había que despacharlos con cortesía y firmeza, sin dejarles adivinar que se les escondía algo.
A las tres, telefoneó el comisario Didier.
—Capitán —dijo—, me propongo ir a interrogar al señor Kauf. Nada nos prueba que no posea alguna información que aún no le hayamos arrancado y que pueda sernos de provecho. Ya que esta vez trabajamos mano a mano, he pensado que le gustaría que uno de sus oficiales asistiera al interrogatorio.
—Le estoy muy reconocido por este gesto, comisario. ¿Quiere que le envíe al subteniente Langelot?
—¿Langelot? —repitió el comisario, resoplando fuerte—. Huum… Bien…, si usted quiere…
Los ojos de Montferrand chispeaban de malicia cuando dijo a Langelot:
—Vaya inmediatamente a ponerse a disposición del comisario Didier. Sé que se lleva muy bien con él. Además, no tengo a nadie más en este momento.
—A sus órdenes, mi capitán.
En su «Renault», Langelot se dirigió, pues, a la sede de la Radio, donde le esperaba Didier.
—Buenos días, teniente —dijo el comisario—. Espero que aprecie en su justo valor el espíritu de colaboración con que la D.S.T. quiere trabajar con el S.N.I.F. Venga, apresurémonos.
La villa en que la D.S.T. ponía a la sombra a las personas a quienes quería proteger o interrogar detenidamente sin meterlas en una prisión del Estado, se hallaba situada en Ville-d’Avray, en una calle tranquila, donde la hierba crecía entre los adoquines. A ambos lados de la casa había grandes parques privados. También la casa, un gran edificio amarillento, se alzaba en medio de un vasto jardín.
Didier enseñó su carnet al guardián que acudió a abrir la verja. El «DS» del comisario siguió una avenida que serpenteaba entre árboles y se detuvo ante una gran escalinata con barandillas.
—Su cárcel es discreta, señor comisario —observó Langelot.
—Siií —pronunció Didier—. Incluso demasiado discreta. La mayoría de nuestros hombres están tratando de localizar la base de la T.T. en París y esta casa está menos protegida de lo debido. Pero, de todas formas, no puedo pedir una compañía de paracaidistas para defender una casa cuya discreción es su razón de ser. ¡Bah! Estamos en contacto telefónico con ellos y, a la menor alarma, las CRS intervendrían en masa.
El policía y el militar subieron los escalones. Un inspector que les había reconocido a través de la mirilla, abrió la puerta.
—Buenos días, Tomás —dijo el comisario—. ¿Qué tal se porta nuestro pensionista?
—Buenas tardes, señor comisario. Venga a verle. Le hemos ofrecido libros y revistas, pero se pasa casi todo el tiempo sentado sobre la cama, mirando el reloj y sonriendo.
—Es curioso —observó Didier.
Langelot pensaba que iban a introducirles en la habitación de Kauf, pero no fue así.
En el descansillo del primer piso, el inspector Tomás abrió lo que parecía ser un armario para guardar escobas y dejó al descubierto un largo corredor oscuro, por el que el comisario Didier precedió a sus dos acompañantes. Tomás cerraba la marcha. Recorrieron en la sombra unos quince metros.
—Es aquí —susurró el inspector.
Los tres se detuvieron. Tomás oprimió un botón. Lentamente, y sin el menor ruido, un panel de la pared se deslizó hacia un lado, descubriendo un cristal de color humo. Tras dicho cristal se veía la habitación de Kauf. El enorme personaje, descalzo y en mangas de camisa, estaba sentado en la cama: no sospechaba en absoluto que el espejo que adornaba una de las paredes se había transformado en una ventana por la que podía ser visto.
Tal como había dicho el inspector, una sonrisa irónica torcía, de vez en cuando, los labios de Kauf, quien parecía muy satisfecho de su suerte. Su mano derecha se crispaba a veces sobre un objeto inexistente.
—¿Qué hace? —cuchicheó Didier.
Tomás se encogió de hombros.
Langelot contestó:
—Taladra billetes de metro.
Los tres hombres permanecieron unos minutos en su escondite. Todos los policías del mundo piensan que se averiguan muchas cosas sobre un preso si se le observa sin que él lo sospeche, y Didier había decidido aplicar esta máxima. Pero el rostro carnoso y linfático de Horace Kauf no parecía resultar propició a las revelaciones. El prisionero sonreía y seguía taladrando billetes fantasmas.
—Vamos a hablar con él —dijo, por fin, el comisario.
Ya se apartaba del cristal cuando Langelot le sujetó por el codo y, en silencio, le mostró que la puerta de la habitación acababa de abrirse sin que Kauf se moviera de su sitio. Un pie, una mano, un brazo, un hombre entero aparecieron por la rendija.
Era un hombre bajo, con el perfil como la hoja de un cuchillo.