A las siete de la mañana, Riri el Risueño compareció en el despacho de su jefe, Philippe Axe, quien le miró a los ojos.
—Estamos a J-I —declaró el jefe de la base—. Ha llegado el momento de poner a buen recaudo a Papá-el-cohete.
—Mejor —contestó Riri—. Ya empezaba a oxidarme.
—¿La misión está jalonada?
—Las redes están tendidas: es como si el pez estuviera ya dentro.
—Bien. Actuad.
—Con mucho gusto.
El buen humor de su ayudante siempre fastidiaba a Axe.
—Queda entendido que la misión se lleva a cabo enteramente bajo su responsabilidad —precisó.
—Confíe en mi. Dentro de tres horas, Papá-el-cohete estará sentado en este sillón.
Riri se dirigió a la central de telecomunicaciones de la base para consultar el informe de los dos miembros de la T.T. que habían pasado la noche en un automóvil, a la entrada de la residencia Bellevue.
Le comunicaron la visita del Envenenador-sin-importancia al apartamento.
—A éste —rezongó Riri— tendré que ajustarle las cuentas antes de que pase mucho tiempo.
Por lo demás, la vía parecía estar libre.
Después de haber dado sus órdenes al equipo de recopilación y al equipo encargado de intervenir en caso de que la policía tratara de proteger a Papá-el-cohete, Riri salió de la base por una de las puertas secretas que daban acceso al mundo exterior. Tres minutos después corría, a bordo de su «ID», hacia Chátillon-sous-Bagneux.
Una ligera llovizna mojaba la calzada, pero no por eso redujo la velocidad. Mientras tomaba las curvas con ímpetu, Riri canturreaba una tonadilla sentimental.
Dejó atrás Chátillon y tomó la carretera que conducía al Centro Nacional de Estudios sobre Cohetes balísticos y cósmicos, situado a unos cincuenta kilómetros más al sur.
Entonces, disminuyó la velocidad y oprimió un botón disimulado en el tablero.
—Operación Crepúsculo. Aquí número 2 en barra móvil, llamando a equipo de protección.
—Aquí, equipo de protección —contestó en seguida una voz transmitida por radio—. Esperamos salida de Papá-el-cohete.
—Muy bien, muchachos. Quedo en QRX.
Eran las ocho y cuarenta y cinco cuando continuaron las comunicaciones radiofónicas.
—Operación Crepúsculo. Aquí equipo de protección. Papá-el-cohete acaba de salir de su casa. Sigue el itinerario habitual.
—¿Han localizado su escolta?
—Afirmativo. Un automóvil de tracción delantera con dos inspectores de policía a bordo.
—Consulten el mapa. Llegados al punto A-l, provoquen un accidente, abandonen su vehículo y huyan. Procuren llamar la atención. Y no vuelvan a la base hasta que tengan la seguridad de que no les siguen.
El punto A-l era una curva situada cuesta abajo. El «ID» de Riri fue el primero en pasar por allí. Luego le llegó el turno al oscilante «403» del profesor Roche-Verger. Unos instantes después llegó a la curva el coche de la policía.
Éste acababa de girar cuando un turismo, que lo seguía de cerca, fue a chocar contra él de costado, de forma que el coche policial cayó en la cuneta, mientras el turismo quedaba atravesado en la carretera.
Otros coches que llegaban consiguieron frenar antes de chocar también contra dos vehículos accidentados. Los ocupantes del coche de la policía parecían sufrir sólo heridas leves, y hacían esfuerzos por salir de su coche, que yacía tumbado de costado, con dos de sus ruedas girando aún en el aire.
Por el contrario, los ocupantes del turismo saltaron sin dificultad a la calzada, pasaron por encima de un seto y corrieron hasta el supermercado que se abría al borde de la carretera.
El vehículo abandonado bloqueaba la circulación y pasaron diez minutos largos antes de que la policía de carretera llegara al lugar del suceso. Los responsables del accidente estaban ya lejos.
Los testigos vociferaban. Las victimas se enjugaban la sangre que les corría por la cara, exhibían carnets de policía y reclamaban ayuda… Uno de ellos corrió a registrar el vehículo abandonado y descubrió que estaba equipado con una emisora de radio. Además, sobre el asiento trasero, había una tarjeta de visita redactada en estos términos:
Con los saludos del SEÑOR T.
—¡El profesor Propergol! ¡Le ha debido de ocurrir algo! Ha sido asesinado, secuestrado…
Una llamada telefónica al Centro de Estudios sobre los Cohetes reveló que, en efecto, el gran hombre no había llegado a su destino.