Pasaba de la medianoche, cuando Langelot acompañó a Choupette a la residencia Bellevue. Frente a la entrada de la residencia, estaba estacionado un coche con los faros apagados. La mirada entrenada de Langelot descubrió en el interior a dos hombres que parecían esperar algo o vigilar a alguien.
Ante la misma puerta del bloque K, un inspector de policía, fácilmente reconocible por su impermeable de color indefinido, hacía guardia.
—Perdón, señor agente, ¿hacia dónde está el Arco de Triunfo? —preguntó Langelot.
El inspector le fulminó con la mirada:
—No te hagas el gracioso, chico. Yo vivo aquí. He salido a tomar el aire.
—Eso mismo me estaba diciendo yo —contestó Langelot, arrastrando a Choupette.
El profesor Roche-Verger estaba medio dormido ante el aparato de televisión que había olvidado apagar. Se despertó al entrar los dos jóvenes y acogió a Langelot con una amplia sonrisa.
—Encantado de volver a verle, amigo. ¡Y a ti también, Choupette! Me parece que hace cierto tiempo que has desaparecido de la circulación. Dígame, teniente. ¿Sabe cuál es la ciudad más ligera de Francia?
—Tulle, señor profesor —contestó Langelot con cierta fatiga.
—¿La más feroz?
—Lyon.
—¿La más cornuda?
—Rennes.
—¿La más gruesa?
—Grasse.
—¿La más apetitosa?
—Foix.
—¿La más redonda?
—Tours.
—¿La más comercial?
—Port-Vendres.
—Joven, tendría usted un 20 sobre 20. Ya no me queda nada, por hoy. ¿Sabe usted algún nuevo acertijo?
—Sí —dijo Langelot—. Tengo tres nuevas adivinanzas: ¿quién es el señor T? ¿Dónde está el puesto de mando del señor T? ¿Dónde está el cuartel general de la base en París del movimiento T.T.?
—¡Bah! —exclamó el profesor—. Si ahora se interesa usted por semejantes fruslerías…
Sin embargo, cuando Choupette le hubo resumido la situación, la encontró estimulante para la imaginación.
—Tiene razón —dijo—. Hay materia para reflexionar. Incluso sería divertido si no me temiera que, cuando ocurren cosas de ésas, la policía tiene la costumbre de doblar el número de mis «grullas», y eso me fastidia.
—¡Ya los han triplicado, papá! —contestó Choupette, alentadora.
Roche-Verger se encogió de hombros.
—¡Sólo en las novelas de espionaje secuestran a los sabios! —refunfuñó.
Poco después, Langelot dejó a sus amigos y regresó a la habitación que ocupaba en Boulogne-sur-Seine. Durmió profundamente, deseando reparar sus fuerzas: sospechaba que el día siguiente sería también una jornada dura.
El día siguiente era el viernes, 12 de marzo, víspera del golpe de estado anunciado por el señor T.