CAPÍTULO PRIMERO

—¡Y ahora, amigo —dijo el comisario Didier al enorme señor Kauf—, vas a contarnos inmediatamente lo que significa esta iniciativa! De lo contrario…

—No es preciso que me amenace —contestó tranquilamente el otro—. Ya les he dicho que, en eso de la publicidad, son ustedes muy pintorescos. Ustedes han querido sabotear la campaña publicitaria de la agencia Crepúsculo, pero ellos han sido más astutos. Y además, ¡hay que ver! Son unos tipos duros, pero al mismo tiempo son generosos. Si no reemplazaba el último párrafo de ustedes por el que ellos me hicieron aprender de memoria, me agujereaban el pellejo, según me dijeron. Así, ya me han dado un cheque de dos mil francos y me deben otros tantos, para pasado el 13 de marzo. Y ustedes ni siquiera pueden quejarse, ya que lo que pretendían era hacer trampa. A pillo, pillo y medio, señores. Si han perdido, tanto peor para ustedes. Aunque ahora no me paguen, ya he cobrado más de sus competidores.

—Sospecho que este hombre es el señor T en persona —declaró de pronto Des Bruchettes, que acababa de entrar en el estudio y se colocaba el monóculo en el ojo izquierdo.

—Sería una brillante idea —comentó Montferrand—, si a ese hombre le faltara la pierna derecha.

—Ha podido producirse una substitución —replicó vacilando el señor Des Bruchettes.

—Su nieta le ha dicho adiós delante de nosotros —observó Langelot.

—¡Oh! Los niños son tan distraídos —insistió el honorable representante del ministro de Información.

—No se preocupen por eso, señores —decidió Didier—. Comprobaremos sus huellas digitales.

—Porque, claro está, todos ustedes son de la policía, ¿no? —ironizó el enorme señor Kauf.

—¡Pues sí! —reconoció Didier—. Ya no vale la pena ocultárselo. Por otra parte, tal vez hable con más franqueza si sabe a quién se dirige. ¡Todos nosotros somos de la policía o de otros servicios gubernamentales, y en su propio interés no debe tratar de volvernos locos! —rugió, dirigiéndose al tullido, que permaneció impasible.

Incluso apareció una sonrisa en su diminuta boca al responder:

—¡Adelante! Pregunten.

—Cuéntenoslo todo, empezando por el principio —recomendó el capitán Montferrand, cargando su pipa.

—No es nada complicado —contestó Kauf—. Mientras ese joven y la señorita me hablaban en el salón, los chicos de la otra agencia, la que no es sospechosa, han entrado por la puerta trasera y subido a esperarme en el dormitorio. Cuando he ido a cambiarme de ropa, me han explicado que habían empezado una campaña publicitaria en la TV y que ustedes, los de la F.E.A., se la querían sabotear. Que si yo aceptaba trabajar para ellos, sería recompensado; de lo contrario, me arrepentiría. Les he enseñado el texto que debía leer. Me han dicho que reemplazara el último párrafo por el que me han hecho aprender de memoria y que acabo de recitar. No me gusta aprender cosas de memoria, pero ya comprenderán que por dos mil francos… Hay que reconocer que la publicidad rinde; sobre todo si se tiene buena facha.

Montferrand, Didier y Bruchettes se miraron. Choupette se encogía en un rincón. Langelot no decía nada.

—La primera mano, señores sabuesos, es para el señor T —declaró, por fin Des Bruchettes.

El comisario Didier hizo proceder allí mismo a la verificación de las huellas digitales, que probaron que el personaje que hacia frente a los investigadores era el propio Horace Kauf, empleado del metro. Un breve interrogatorio proporcionó la descripción de Philippe Axe y de uno de sus ayudantes.

Kauf respondía sin la menor vacilación, con tono sarcástico.

—¿Qué es lo que le divierte tanto, amigo? —preguntó Didier.

—Nada, nada, señor Martinelli —contestó Kauf.

Furibundo, Didier le puso ante sus ojos su carnet de la D.S.T. El tullido sonrió con indulgencia.

—Ahora —dijo—, ¿van a dejarme en libertad o piensan encerrarme?

—¿Qué le parece? —preguntó Didier a Montferrand.

—Me parece indiscutible que no se le puede dejar libre —contestó el capitán—. Iría a propalar toda la historia. La vendería a los periódicos…, ¡qué sé yo! El señor Kauf me parece un hombre listo, que sabe a qué carta debe quedarse. Por otra parte, aún es utilizable. Mañana, a la misma hora, justificará su declaración de esta noche, y la segunda mano será para nosotros. Sólo quiero aconsejarle que no nos vuelva a hacer jugarretas. Algunas veces, les ocurren desgracias a los que se arriesgan a hacerlo.

Montferrand sacó una fotografía de su billetero y la enseñó al señor Kauf.

—Me gustaría mucho, mi querido señor, que sacara usted las oportunas conclusiones de esta fotografía.

Kauf palideció. En la fotografía se veía a Anatole Ranee, apuñalado en su estudio.

—¿Se queda usted con él o me lo quedo yo? —preguntó Didier a Montferrand.

—Teniendo en cuenta que es una operación S.N.I.F. —empezó el capitán.

—Perdone; es una operación mixta —replicó el comisario, resoplando fuerte—. Y ustedes se han dejado torear hoy. Si no tiene inconveniente, voy a meter en chirona a este parroquiano.

—Como quiera —admitió Montferrand—. Probablemente, está usted mejor equipado que nosotros para este tipo de operación. No olvide volver a traerle aquí mañana para la emisión.

—Si puedo decir una palabra —intervino el subteniente Langelot—, quizá sería más prudente grabar la emisión en magnetoscopio. Así, estaríamos seguros de tener el texto original.

—Excelente idea —reconoció Bruchettes—. Yo iba a sugerir también esta solución.

El capitán, el comisario y el representante del ministro de Información se retiraron para elaborar un texto que justificara las dos emisiones precedentes.

—No forcemos demasiado eso de los vehículos —dijo Bruchettes—. Ya me he puesto en contacto con la casa Renault, con Sud-Aviación y con esa gente que fabrica máquinas que se deslizan sobre cojines de aire: no tienen grandes novedades que ofrecernos. Lo más probable es que tengamos que contentarnos con una versión mejorada del «4L». Así que no anunciemos cohetes interplanetarios individuales…

—Ya nos ocuparemos de arreglar eso el día 13 —opinó Montferrand—. De momento, tenemos una misión: calmar los ánimos.

El texto fue propuesto, discutido y definitivamente redactado. Kauf aceptó de buena gana grabarlo en el magnetoscopio. Después de varios ensayos fracasados, se adoptó una versión que les pareció satisfactoria.

—¿Tú crees que el público va a tragarse eso? —preguntó Choupette a Langelot.

—¡Bah! Con lo que se traga todos los días… —contestó Langelot.

—Y, ahora, —dijo Kauf, siempre irónico—, supongo que me llevarán a la cárcel.

—Exactamente —dijo Didier—. Y aprisa, además.

Estrechó la mano al capitán, saludó a Bruchettes, hizo poner un inspector de policía a cada lado de Kauf y, con un gesto de saludo a los jóvenes, se precipitó al ascensor.

—Calma, maese Martinelli, calma —gritó Kauf—. A mi me falta una pierna. No hay que contar conmigo para la vuelta a Francia.

Instalaron a Kauf en un «Citroén DS» y le pusieron una venda en los ojos.

—Ja, ja —se burló él—. ¿Se ha visto alguna vez que la policía utilice tales métodos?

Tras media hora de marcha, el «DS» se detuvo en un garaje privado. Hicieron bajar a Kauf y le llevaron a una habitación confortable, pero con la ventana provista de buenos barrotes.

—Se quedará usted aquí hasta que haya pasado todo el peligro —le dijo el comisario Didier.

—No está del todo mal su celda —contestó el tullido, palpando con mano experta la cama, para comprobar la blandura del colchón.

Cojeó hasta llegar al cuarto de baño, del que regresó muy sonriente.

—Creo que me haré meter a la sombra definitivamente, para pasar la vejez —observó.

Después pidió permiso para telefonear a su hijo.

—Su hijo no tiene teléfono —objetó el comisario.

—No, pero al lado está el café Marcel. Ellos irán a avisarle, para que no se inquiete.

Le fue concedida la autorización. Kauf descolgó el teléfono, que estaba sobre la mesilla de noche, y marcó un número.

—¡Oiga! ¿El café Marcel? Querría hablar con Julot… ¿Eres tú, Julot? Aquí Horace Kauf. Oye, hazme el favor de avisar a mi hijo de que no volveré esta noche, ni tampoco mañana, posiblemente. No tiene más que llamar a la R.A.T.P. para decirles que tengo la gripe… ¿Yo? No lo creerá nunca: hago TV… Sí, si, todo ha ido bien; pero estos señores me necesitan aún. Incluso me han grabado en «cinemascope»… Si, tengo todo lo que necesito, gracias. Así que ya avisarás a mi hijo, ¿eh? Y no olvides ver la televisión mañana, a las diez de la noche.